14 de noviembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XVIII) 3º parte. Bosquejo ontológico

Rudimentos (como intento de comprensión)
5. Sobre la economía, el trabajo y el dinero

La economía es una ciencia social que estudia las relaciones sociales de la producción, la distribución, el intercambio, la comercialización y el consumo de bienes y servicios, un proceso que determina y condiciona de manera apodíctica el funcionamiento de una comunidad. Las investigaciones sobre la misma incluyen tanto el estudio sobre su pasado como el de su presente, pero también intenta predecir su comportamiento en el futuro. Su análisis y definición, naturalmente, difiere según la interpretación de diferentes pensadores. Así, por ejemplo, una definición objetiva fue la que Engels hiciera en su antes mencionada obra “Der ursprung der familie, des privateigenthums und des Staats” (El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado), obra en la que calificó a la economía como la ciencia que estudia las leyes que rigen la producción, la distribución, la circulación y el consumo de los bienes materiales que satisfacen necesidades humanas”. Una definición subjetiva, en cambio, fue la que aportó el economista británico Lionel Robbins (1894-1984) en “An essay on the nature and significance of economic science” (Ensayo sobre la naturaleza y significación de la ciencia económica), donde afirmó que la ciencia económica analiza el comportamiento humano como una relación entre fines dados y medios escasos que tienen usos alternativos. Por supuesto existen muchas otras definiciones, tanto enroladas en la filosofía materialista como en la idealista, pero todas conducen al tratamiento de la economía como una ciencia que se relaciona de manera consustancial con el desarrollo de las sociedades humanas.
Las ciencias sociales se diferencian de las ciencias naturales en que sus afirmaciones no pueden convalidarse o refutarse mediante un experimento de laboratorio y, por lo tanto, usan una diferente modalidad del método científico. Sin embargo, la economía posee un conjunto de técnicas propias de los economistas científicos. De hecho, Keynes definió la economía como “un método antes que una doctrina, un aparato mental, una técnica de pensamiento que ayuda a su poseedor a esbozar conclusiones correctas”. Tales técnicas abarcan, para el autor de “Treatise on money” (Tratado sobre el dinero), tanto a la teoría como a la historia económicas, ambas siempre respaldadas por la relación entre la cantidad de dinero en circulación y el nivel general de precios. Esto último, conocido como economía cuantitativa, es una idea que introdujo en el siglo XVI el mencionado anteriormente filósofo y economista francés Jean Bodin en el último de sus “Les six livres de la République” (Los seis libros de la República) y que sería desarrollada definitivamente en 1911 por el economista estadounidense Irving Fisher (1867-1947) en su “The purchasing power of money” (El poder adquisitivo del dinero).
Por otro lado existen en la ciencia económica los conceptos de teoría positiva y teoría normativa, los que fueron desarrollados por el filósofo y economista escocés David Hume (1711-1776) y por el filósofo británico George E. Moore (1873-1958) respectivamente. El primero lo hizo en “An enquiry concerning human understanding” (Tratado sobre la naturaleza humana) y el segundo en “Principia ethica” (Principios éticos). De sus lecturas se desprende que no todas las afirmaciones económicas son irrefutables, sino que ciertos postulados pueden verificarse, esto es, puede decirse que “son” y, cuando esto ocurre, se habla de economía positiva. Por el contrario, aquellas afirmaciones basadas en juicios de valor, que tratan de lo que “debe ser”, son propias de la economía normativa y, como tales, no pueden probarse. De hecho, los analistas económicos se mueven constantemente entre ambos polos.


La preocupación de los economistas clásicos giró, en gran medida, alrededor del problema de la riqueza, de su producción y su distribución. Hacia fines del siglo XIX, el antes mencionado economista británico Alfred Marshall propuso una definición que expresaba bien esta perspectiva: “La ciencia económica examina aquella parte de la acción social e individual que está más estrechamente ligada al logro y empleo de los requisitos materiales del bienestar”. Característico de este enfoque es la separación entre lo material y lo no material, así como el énfasis puesto en los aspectos productivos; la idea de que existe una acción social orientada hacia el bienestar, por otra parte, tiende a colisionar con el proceso de codicia ilimitado y hasta irracional que es la base del pensamiento económico capitalista. Otros economistas como los franceses Charles Gide (1847-1932) y Raymond Barre (1924-2007), el austríaco Joseph Schumpeter (1883-1950) y el estadounidense Paul Samuelson (1915-2009) coincidieron en enfatizar que es la ciencia que se ocupa de indicar el camino a seguir para mantener un elevado nivel de productividad mediante su planificación y su regulación, pero relegaron a un segundo plano el marco social en el que se desenvuelve esa actividad productiva.
Marx razonó que el sistema económico utilizado por cada sociedad humana depende del desarrollo de las fuerzas productivas, principalmente los conocimientos técnicos, el capital acumulado y la población. Mientras el ordenamiento jurídico sea el adecuado al nivel de las fuerzas productivas, decía Marx, éstas pueden desarrollarse sin que aparezcan tensiones graves; pero llega un momento en el que las fuerzas productivas han crecido tanto que la estructura social en vez de estar potenciando su desarrollo aparece como una limitación que impide su crecimiento. Es entonces cuando la superestructura jurídica (y consecuentemente el régimen de propiedad) se ve forzada al cambio de forma más o menos brusca. Aplicando ese análisis, Marx dividió la historia de los sistemas económicos en salvajismo o barbarie, esclavismo, feudalismo, modo de producción asiático y capitalismo. El materialismo histórico dedujo que el capitalismo había llegado a una situación límite; que el régimen jurídico de la propiedad privada sobre los medios de producción estaba impidiendo el crecimiento de las fuerzas productivas; que como consecuencia de ello se estaban produciendo crisis económicas cada vez más graves; que el sistema estaba condenado a derrumbarse y a ser substituido por otro en el que los medios de producción estarían en manos de toda la sociedad; y que los proletarios, la clase social emergente, serían los encargados de dirigir ese cambio. Preveía el advenimiento en los países más avanzados de dos futuros sistemas, el socialismo, en el que “cada cual recibirá según su trabajo”, y el comunismo, en el que “cada cual dará según sus posibilidades y recibirá según sus necesidades”.


Por su importancia, los hechos económicos tienen un valor esencial para el conocimiento del mundo actual. No transcurre un solo día sin que un hombre medio no descubra aspectos económicos en sus preocupaciones cotidianas. Ya se trate de huelgas por conseguir mejores salarios, por la elevación del poder adquisitivo o por las condiciones de trabajo; se trate del aumento de los impuestos, de nuevas leyes fiscales, del déficit en el presupuesto del Estado o en la seguridad social; se trate de las inversiones, del crédito para la vivienda o de la deuda externa; o se trate de las variaciones de los precios, del costo de vida y la desvalorización de la moneda. No transcurre un solo día sin que los medios masivos de comunicación o una vulgar conversación entre amigos, vecinos o compañeros de trabajo no obliguen a pensar en los problemas económicos. Porque, indiscutiblemente, estos problemas adquieren un lugar cada vez más preponderante en la vida diaria de las personas cualquiera que sea el lugar que ocupen dentro de la organización social del trabajo. Los bajos salarios o la falta de empleo para algunos, la inestabilidad de los mercados y de las técnicas de producción para otros, generan un apremio y una inestabilidad de una complejidad cada vez mayor en la realidad de todos los días.
Las encuestas por sondeo demuestran que, en materia económica y social, el ciudadano medio dispone de muy escasos conocimientos. Poderosos intereses multinacionales que manejan a su antojo los medios de comunicación se encargan metódicamente de que esto sea así, de manera que los conocimientos medios en materia de ciencia económica se hallan, poco más o menos en el mismo punto en que estaban las cuestiones de geometría en la antigua Grecia antes de la aparición de Pitágoras de Samos (570-469 a.C.). Si se le preguntase a las personas para qué trabajan, la casi totalidad contestaría “para ganar dinero”. Esta respuesta no es falsa pero sí superficial, ya que sólo tiene en cuenta uno de los efectos del trabajo: la producción de un salario, una ganancia o una renta según el lugar que ocupe dentro de la organización económica. Pero, esencialmente, no se trabaja para obtener esos beneficios sino que se trabaja para producir. Y cuando se habla de producir no sólo se habla de bienes de consumo para satisfacer necesidades, también se habla de producir riqueza para los dueños de los medios de producción. Este proceso se da en un sistema para el cual -tal como afirmara el ya mencionado Max Weber a comienzos del siglo XX en su “Die protestantische ethik und der geist des kapitalismus” (La ética protestante y el espíritu del capitalismo)- la consecución de ganancias parece ser “el valor supremo”, “un fin en sí mismo” y no el medio para el mejoramiento de la vida de las personas.
Al analizar las formas de interacción que tienen lugar en las sociedades modernas se advierte una marcada decadencia de la cultura social, aquello que el filósofo y sociólogo alemán Georg Simmel (1858-1918) caracterizaba como “tragedia de la cultura”. En su “Philosophie des geldes” (La filosofía del dinero) hablaba de la influencia que éste tenía en la expansión del individualismo, en la degradación de las relaciones interpersonales, en la reducción de todos los valores humanos a términos pecuniarios, en la alienación de los individuos y en la proliferación cada vez más acentuada de un intelectualismo superficial. Este es un fenómeno inherente al capitalismo y la economía monetaria, algo en lo que coincidían Marx y Simmel a pesar de las grandes diferencias ideológicas existentes entre ellos. Si bien ambos comulgaban en la idea de que el dinero es un elemento que permite entender a la sociedad en su conjunto, para Marx el conflicto concluiría con el fin del sistema capitalista, mientras que para Simmel era una cuestión inherente a la vida humana y, por lo tanto, sin solución posible.


Cierta concepción del mundo -específicamente la cristiana- sitúa en el pasado la edad de oro de la humanidad. En el paraíso terrenal todo le era dado gratuitamente al hombre, y todo -después del dichoso pecado- fue laborioso y agobiante en el futuro. Sin embargo, sólo una de sus necesidades esenciales se ve satisfecha gratuitamente: la respiración. El oxígeno es el único producto natural que satisface completamente una necesidad del hombre. El resto -ya sean indispensables o superficiales- sólo se consiguen mediante el trabajo. A una humanidad sin trabajo y sin técnica, el globo terrestre no le ofrece más que una vida limitada y vegetativa: millones de individuos, por ejemplo, subsisten de manera miserable en los denominados países del tercer mundo o subdesarrollados o en vías de desarrollo, como eufemísticamente suele denominárselos. Esta aberración igualmente se da en los así denominados “países centrales” en los que también existen desigualdades económicas abismales, las que son consideradas por los grandes mentores del capitalismo como “inherentes al sistema económico”. El economista austríaco Friedrich von Hayek (1899-1992), por ejemplo, decía en “Individualism and economic order” (Individualismo y orden económico) que “quienes nacen pobres no tienen ni podrán tener nunca la misma posibilidad de triunfar por la sencilla razón de que han nacido en un lugar y en determinadas circunstancias que le impedirán tal cosa. La vida es injusta. Es tentador creer que un gobierno puede rectificar lo que la naturaleza ha creado”. No le fue zaga el economista estadounidense Milton Friedman (1912-2006) para quien existía la igualdad ante Dios ya que todos los hombres “han sido creados iguales”, pero “por supuesto” -afirmaba en “Capitalism and freedom” (Capitalismo y libertad)- “una literal igualdad de oportunidades es imposible”.
Todas las cosas que el ser humano consume son, como ya se ha dicho, creaciones del trabajo. Se trabaja para transformar a la naturaleza pura en elementos artificiales que satisfagan las necesidades humanas: se trabaja para transformar los vegetales en productos alimenticios, los animales en artículos comestibles y los minerales en todo tipo de maquinarias. Cualquiera de los objetos manufacturados, desde los textiles hasta el papel y desde los relojes y los televisores hasta los teléfonos y las heladeras, son productos artificiales creados exclusivamente por el trabajo del hombre. Si se compara al hombre con el resto de los animales, aun con los más evolucionados dentro de la jerarquía biológica, la conclusión es que el hombre es un ser viviente cuyas necesidades superan a la de cualquier otro integrante del reino animal. Un mamífero cualquiera, sea caballo, perro o gato, puede satisfacerse sólo con los productos naturales: para un gato que tiene hambre no hay nada más valioso que un ratón; para un perro nada mejor que una liebre; para un caballo nada más nutritivo que el pasto. Y, una vez satisfecha su necesidad de alimento, ninguno de ellos tratará de procurarse un vestido, un reloj, una pipa o un televisor. Sólo el hombre tiene necesidades no naturales, y esas necesidades son inmensas.
Es por eso que la base del ordenamiento social humano se constituye a partir de la producción y, junto con ella, del intercambio de sus productos. Engels, en su obra de 1878 “Herrn Eugen Dührings umwälzung der wissenschaft” (Anti-Dühring), decía que “en toda sociedad que se presenta en la historia, la distribución de los productos y, con ella, la articulación social en clases o estamentos, se orienta por lo que se produce y por cómo se produce, así como por el modo en que se intercambia lo producido”. Para él, las causas de todas las modificaciones sociales no debían buscarse en la cabeza de los hombres, en su deficiente comprensión de la verdad o en la pueril creencia en la justicia eterna, sino en las transformaciones de los modos de producción y de intercambio; “no hay que buscarlas en la filosofía, sino en la economía de la época de que se trate”. Y en la obra antes citada “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”, demostró que el trabajo desempeñó un papel decisivo en el nacimiento, desarrollo y perfeccionamiento de las sociedades humanas, refiriéndose también a la aparición del “dinero metálico”, la moneda acuñada, a la que calificó como la “mercancía por excelencia”, el medio mágico que puede transformarse a voluntad en todas las cosas deseables y deseadas. Quien poseía dinero era dueño del mundo de la producción. En sus manos, el culto del dinero estaba bien seguro y “todas las demás formas de la riqueza no eran sino una quimera frente a esta encarnación de riqueza como tal”.

Antes de que existiera el dinero, las transacciones se realizaban por medio del trueque, una modalidad que, a medida que el comercio se expandía, fue sustituida por lo que pasó a denominarse “dinero mercancía”, una unidad de cambio y medida de valor aceptados de un modo general como forma de pago. Las primeras monedas utilizadas para este fin fueron fabricadas en oro y plata en los antiguos imperios romano, griego y otomano. Su valor estaba respaldado justamente por su composición en esos valiosos metales. En la antigüedad, los pueblos primitivos satisfacían sus necesidades alimentarias repartiéndose las tareas entre hombres y mujeres, consagrándose los primeros a la caza y las segundas a la recolección. Luego, con el surgimiento de la agricultura, aparecieron los pastores, los cultivadores y los artesanos (herreros, alfareros, tejedores) y se generalizó el intercambio de bienes que cada uno de ellos producía con su trabajo. Y fueron justamente las dificultades que se presentaron a la hora de valorizar esos bienes que se intercambiaban los que indujeron a adoptar el uso del dinero.
Con el surgimiento de la Revolución Industrial, la organización del trabajo cambió de manera significativa. Cada hombre pudo satisfacer sólo una pequeña parte de sus necesidades con el producto de su propio trabajo. La división general del trabajo en agricultura, industria y comercio dio nacimiento a la fragmentación y subdivisión de los procesos productivos. Adam Smith definió por entonces al dinero como una parte esencial del paso de una economía de subsistencia, o autarquía, a una economía de intercambio. Había nacido la economía basada en el modo de producción capitalista, aquel que el previamente citado Leon Tolstoi calificó como “una nueva forma de esclavitud que sólo se distingue de la antigua por el hecho de que es impersonal, de que no existe una relación humana entre amo y esclavo”. El nuevo modelo se caracterizó por la propiedad privada de los medios de producción por un lado y el trabajo asalariado por el otro. Así, la producción y distribución de mercancías pasó a basarse en lo que se denominó economía de mercado. Las ganancias de dinero, obviamente, no eran las mismas para los propietarios de los elementos que participaban en el proceso productivo que las que obtenían los trabajadores manuales que recibían una remuneración por su trabajo. Atrás habían quedado los modos de producción esclavista y feudal; con el capitalismo se patentizó más que nunca la ambición de poseer riqueza, aquella que el poeta británico Percy Shelley (1792-1822) definió como el “poder usurpado por la minoría para obligar a la mayoría a trabajar en su provecho”.
El proceso se profundizaría luego con las teorías expuestas por el economista estadounidense Frederick Taylor (1856-1915) en su obra “The principles of scientific management” (Los principios de la administración científica) que profundizaron la división del trabajo llevándola incluso al interior de cada oficio. La socióloga chilena Marta Harnecker (1937) lo explicó en “Los conceptos elementales del Materialismo Histórico”, obra en la que, entre otros conceptos, decía que la  repartición de las diferentes tareas que los individuos cumplen en la sociedad “se realiza en función de la situación que ellos tienen en la estructura social”. Esa repartición “no depende de criterios puramente técnicos (mejores aptitudes, mayor preparación) sino de criterios sociales. Ciertas clases sociales tienen acceso a ciertas tareas, otras clases no. La división social del trabajo empieza históricamente con la división entre el trabajo manual y el trabajo intelectual. A este último sólo tenían acceso los individuos que provenían de las clases dominantes”. Y fueron esas clases, justamente, sobre las que el científico estadounidense Benjamin Franklin (1706-1790) había opinado mordazmente que cabía “sospechar con fundamento que serán capaces de hacer cualquier cosa por dinero”.


Es que ya nada fue igual a partir de las nuevas fuentes energéticas descubiertas a mediados del siglo XVIII, cuando las tres cuartas partes de la población subsistían con trabajos agropecuarios. La economía dejó de basarse en el autoconsumo de los productos obtenidos y pasó a depender de la industria y la comercialización. Como nunca antes, el dinero pasó a jugar un rol determinante. La sociedad pasó de ser una comunidad “con mercado” a una “de mercado”. El nacimiento del capitalismo no sólo implicó un nuevo sistema económico, también generó una nueva organización social alrededor de la reproducción del capital. Bien lo explicó el ya mencionado Victor Serge, escritor belga que vivó varios años en Francia y participó activamente en la Revolución Rusa. En “Ce que tout révolutionnaire soit savoir sur la répression (Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión) escribió: “La gran propiedad capitalista se formó por medio de la expropiación implacable de los campesinos. El capital manufacturero y después el industrial se formaron por la explotación implacable, complementada por una legislación sanguinaria, de los campesinos desposeídos, reducidos al vagabundaje. Uno de los fines de esta legislación muy precisa era el de proporcionar mano de obra a la industria. Pena de látigo para los vagabundos, esclavitud para quien se negara a trabajar (edicto de Eduardo VI, rey de Inglaterra, 1547), marca al rojo vivo para el que trate de evadirse, ¡muerte en caso de reincidencia! En tiempos de la reina Isabel, los vagabundos eran ahorcados por series, y cada año se hacía ahorcar de 300 a 400. Bajo esta gran reina, los vagabundos de más de dieciocho años que nadie quisiera emplear durante por lo menos dos años, eran condenados a muerte. En Francia, bajo Luis XVI (ordenanza del 13 de julio de 1777) todo hombre apto, de dieciséis a sesenta años, que careciera de medios de subsistencia y que no ejerciera alguna profesión, debía ser enviado a galeras. Durante siglos, la justicia no fue más que terror, utilitariamente organizado por las clases poseedoras. Robarle a un rico ha sido siempre mayor crimen que matar a un pobre”.
El dinero, decía Marx, “es la mercancía equivalente específica, esto es, la medida del valor del tiempo de trabajo que contiene una mercancía. Fue necesario el dinero y la objetivación del tiempo para colocar las bases del trabajo asalariado que nació con el capitalismo. En esa abstracción, que reduce lo cualitativo a lo cuantitativo, se fundamenta la idolatría de la mercancía: el proceso por el cual las relaciones sociales entre las personas -relaciones de producción y consumo- se transmutan en relaciones materiales entre cosas, porque el trabajador resulta enajenado del producto de su trabajo”. Y fue de ese modo que, como dijera el antes nombrado filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas en “Moralbewusstsein und kommunikatives handeln” (Consciencia moral y acción comunicativa), el dinero pasó a ser “el medio a través del cual el sistema económico coloniza el mundo de la vida social rutinaria”. Esto de algún modo nos retrotrae a los famosos versos del escritor español Francisco de Quevedo (1580-1645): “Madre, yo al oro me humillo, /él es mi amante y mi amado, /pues de puro enamorado /anda continuo amarillo. /Que pues doblón o sencillo /hace todo cuanto quiero, /poderoso caballero /es don Dinero. / (…) /Es tanta su majestad, /aunque son sus duelos hartos, /que aun con estar hecho cuartos / no pierde su calidad. /Pero pues da autoridad / al gañán y al jornalero, / poderoso caballero / es don Dinero”.