18 de noviembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XIX) 3º parte. Bosquejo ontológico

Apuntes (como sondeo de la historia)
1. Sobre pastores, artesanos y mercaderes

El economista británico Lionel Robbins fue quien propuso una de las primeras definiciones contemporáneas de la economía: “La economía es la ciencia que se encarga del estudio de la satisfacción de las necesidades humanas mediante bienes que, siendo escasos, tienen usos alternativos entre los cuales hay que optar”. Karl Marx, unos años antes había afirmado que la economía es “la ciencia que estudia las relaciones sociales de producción”. Pero fue el economista y sociólogo alemán Werner Sombart (1863-1941) quien en su “Der moderne kapitalismus” (El apogeo del capitalismo) dio la que tal vez sea la más completa definición basándose en el análisis de los aspectos jurídicos y sociales, los medios técnicos y los móviles de la actividad económica, es decir, aquella destinada a asegurar el equilibrio entre la producción y el consumo, entre los bienes y las necesidades. "El sistema económico es un conjunto coherente de instituciones jurídicas y sociales en el seno de las cuales son puestos en práctica, para asegurar la realización del equilibrio económico, ciertos medios técnicos, organizados en función de ciertos móviles dominantes”, precisó Sombart, quien para Friedrich Engels era el único profesor alemán que comprendía la primordial obra “Das kapital” (El capital). Y es el propio Sombart quien en su “Luxus und kapitalismus” (Lujo y capitalismo) hablaba de una sociedad totalmente corrompida por el culto al dinero, un fenómeno significativo en la historia de los pueblos cuyo origen se pierde en las insondables tinieblas de la prehistoria. El dinero arregla casamientos, forja amistades y alianzas, levanta naciones y ciudades, proporciona honra y estima, alegría y regocijo, fomenta las artes y las ciencias, el comercio y la alquimia. Nada queda fuera del ámbito de su acción. “Toda la época primitiva del capitalismo da la impresión de ir regida por este principio: que para la persona de distinción es digno gastar el dinero, pero no lo es ganarlo”, decía en 1921. Pero hubieron de ocurrir muchas cosas para llegar al actual estado de cosas.


Tanto en las sociedades primitivas, primero, como en el seno de las comunidades aldeanas nacidas de la revolución neolítica después, la economía se basaba en la producción de los valores de uso destinados a ser consumidos por los mismos productores. Entre estas sociedades y la sociedad capitalista, existió un largo período de la historia de la humanidad que puede definirse como el de la sociedad de la pequeña producción mercantil. Este tipo de sociedad se caracterizó por la producción de mercancías y de bienes no sólo destinados al consumo de sus productores sino a ser intercambiados en el mercado. Aquellas sociedades primitivas poseían un grado de civilización poco evolucionado que comportaba necesidades escasas y una técnica arcaica. Hacia el siglo X persistía la crisis económica que se venía arrastrando desde el siglo anterior. La tierra seguía siendo la principal fuente de riqueza, pero la productividad era escasa. El área cultivada era muy restringida, los instrumentos de labranza rudimentarios y costosos, lo mismo que las bestias de carga y de trabajo; el mal estado de los caminos y la inseguridad elevaban el precio de los transportes, apagando la actividad comercial. Todo favoreció al estancamiento de la vida económica, que quedaba reducida a los estrechos límites de cada dominio, y reyes y príncipes se trasladaban de una posesión a otra para agotar sucesivamente las provisiones allí almacenadas. A medida que se desarrollaron paralelamente las necesidades y la civilización, la actividad económica se intensificó, se diversificó y sobrepasó los límites geográficos estrechos en cuyo seno se desenvolvió en un principio. Se pasó así de la economía doméstica a la economía señorial y a la economía urbana, etapas que corresponden, respectivamente, al predominio de la actividad pastoril, agrícola y artesanal. Es decir, de aquella forma de producción destinada siempre y de un modo esencial a la satisfacción de las necesidades inmediatas de la colectividad y no al intercambio o al enriquecimiento convertido en un fin por sí mismo, se pasó poco a poco a una forma de organización económica diametralmente opuesta.
En la economía doméstica pastoril existía el régimen de propiedad colectiva de la tierra aunque los derechos individuales sobre los otros bienes variaban según los pueblos y sus costumbres. Así lo entendían tanto el historiador inglés Henry Maine (1822-1888) como el sociólogo belga Émile de Laveleye (1822-1892) en “Early history of institutions” (Historia de las instituciones primitivas) y “De la propriété et de ses formes primitives” (De la propiedad y sus formas primitivas) respectivamente. En cambio el historiador francés Fustel de Coulanges (1830-1889) en “La cité antique” (La ciudad antigua) o el sociólogo austríaco Richard Thurnwald (1869-1954) en “Werden, wandel und gestaltung der wirtschaft” (Desarrollo, cambios y formación de la economía) estimaban que ya por entonces se admitía cierta propiedad individual basada en el derecho romano. Como quiera que fuese, en las sociedades primitivas la elección y el ejercicio de las actividades profesionales era, o bien un régimen de coacción (la esclavitud), o bien un régimen de profesiones cerradas (las castas). 


Bajo el régimen de la esclavitud, ciertos individuos eran propiedad de otros hombres y estaban obligados a trabajar para su dueño. Toda la actividad económica, la producción de riquezas agrícolas e industriales, era considerada como una tarea inferior y reservada a esclavos, pues los hombres libres, pensadores y guerreros, debían dedicarse a las artes y a la defensa de la ciudad. En el régimen de castas, el derecho de ejercer una determinada profesión estaba estrictamente reservado a ciertas categorías sociales. La actividad profesional de cada individuo estaba rigurosamente determinada por la herencia. El miembro de una familia ligada a la casta de los herreros, por ejemplo, no podía ser más que herrero y solo él podía ejercer ese oficio. Lo mismo con los hilanderos, los tejedores, los talabarteros, los hojalateros, etc.
Naturalmente, el régimen de castas generó una sociedad altamente jerarquizada hasta el punto que los líderes de dichas castas conocían desde su nacimiento el lugar que ocuparían en la sociedad, posición que era respetada en forma rigurosa. Esta estratificación fue un proceso que generó formas de desigualdad en la comunidad en función de los diferentes grados de prestigio social, riqueza y poder político. El ya mencionado Max Weber apunta en “Wirtschaft und gesellschaft” (Economía y sociedad) que, si bien la diferencia de clases se basa en condiciones económicas objetivas, “en su formación también son importantes otros factores como los recursos de conocimientos técnicos y las credenciales y calificaciones que influyen en el tipo de trabajo que las personas pueden obtener”. Por su parte Marx y Engels decían en “Die deutsche ideologie” (La ideología alemana) con respecto a los individuos que hallan al nacer prefijadas sus condiciones de vida: “La clase a que pertenecen les señala su posición social, y con ello, la vía por la que han de desarrollar su personalidad. Este sometimiento de los individuos a la clase en nada difiere de su sometimiento a la división del trabajo. Ya hemos indicado muchas veces cómo este sometimiento de los individuos a la clase va derivando al mismo tiempo hacia un sometimiento a ideas, etc.". Desde este punto de vista, el sistema de castas tenía un gran poder regulador de la economía, haciendo que la igualdad social fuese imposible.
En el estadio ulterior de la evolución de las sociedades, el de la economía señorial agrícola, la célula de la actividad económica pasó de la familia patriarcal a la del señor feudal. Es la fase de la economía que apareció hacia el final del mundo romano y se desarrolló, sobre todo, en la alta Edad Media. Si bien la actividad continuó diversificándose, la técnica siguió siendo muy tosca. En esta etapa de la evolución económica, la concepción romana de la propiedad dio lugar a la concepción feudal. En ella, el señor feudal tenía la propiedad de la tierra y el vasallo un simple derecho de usufructo. Cualesquiera que fuesen las diferencias jurídicas entre las distintas clases sociales, éstas se reducían a tres, de acuerdo con sus profesiones: campesinos, guerreros y clérigos. Los primeros, sean pequeños propietarios, renteros o siervos, estaban sometidos a la justicia y explotación del señor territorial. Los caballeros, que gozaban de exención económica, quedaron también articulados dentro del sistema feudal, y los clérigos fueron los únicos que formaron una auténtica corporación, con sus leyes y privilegios especiales. En materia de trabajo agrícola, perduró el régimen de coacción sin libertad, aunque pasó a llamarse servidumbre. El siervo estaba sujeto hereditariamente a la tierra de un señor a quien debía un cierto número de contribuciones y de servicios personales. A diferencia del esclavo, el siervo disponía de su persona y poseía ciertos derechos sobre las tierras que cultivaba. La servidumbre, suprimida en Inglaterra desde el siglo XIV, lo fue definitivamente cuando la Revolución Francesa, aunque sobrevivió hasta principios del siglo XX en algunos países como por ejemplo Rusia. La importancia del Medioevo, especialmente en Europa occidental, es trascendental, porque en él se generaron las fuerzas de cuya expansión surgieron las actuales sociedades industriales.


“El estudio del feudalismo -dice el historiador francés Jacques Verger (1943) en “Naissance et premier essor de l'Occident chrétien” (La Alta Edad Media)-, ha estado sometido a profundas contradicciones. Iniciado por la burguesía ascendente en lucha con él, se esforzó en presentarlo como la edad de la irracionalidad, de la superstición, del oscurantismo y de la barbarie, como un trágico error de la humanidad. Esta concepción parece justa si se considera a la Alta Edad Media situada entre el equilibrio y la serenidad del mundo clásico y la racionalidad de la sociedad capitalista. Pero este enfoque sufrió un profundo cambio bajo el impacto de las investigaciones dirigidas a esclarecer los orígenes del Mundo Moderno que han demostrado que, precisamente, la sociedad burguesa capitalista se ha gestado en el seno de la sociedad medieval”. Y fue a partir del siglo XI, cuando el despertar de las ciudades produjo profundos cambios. La economía urbana artesanal nació, justamente, cuando se pasó del dominio rural a la ciudad o comuna, y de una economía casi exclusivamente agraria a una economía de pequeña industria artesanal. En ésta, el régimen de trabajo ya no fue la esclavitud o la servidumbre sino un régimen de profesiones cerradas y organizadas conocido como corporativismo medieval, un régimen que se caracterizó esencialmente por una estricta reglamentación profesional. El régimen corporativista impulsó notoriamente la producción artesanal y funcionó con relativa armonía tanto desde el punto de vista económico como desde el social hasta el siglo XV. A partir de los progresos de la división del trabajo y de la aparición de ciertos excedentes, el potencial de trabajo de los artesanos fue progresivamente pasando a manos de corporaciones monopólicas que ya no estaban interesadas en producir exclusivamente para satisfacer las necesidades personales del productor, las de su familia, las de sus vecinos y, accesoriamente, intercambiar algunos productos superfluos, sino en producir bienes para satisfacer las necesidades de personas desconocidas.
Este cambio supuso una situación social esencialmente diferente. Explica el economista e historiador belga Ernest Mandel en “Initiation à la théorie économique marxiste” (Iniciación a la economía marxista): “En una sociedad basada en la pequeña producción mercantil se efectúan dos clases de operaciones económicas. Los campesinos y los artesanos que acuden al mercado con los productos de su trabajo quieren vender sus mercancías -cuyo valor de uso no pueden utilizar directamente- a fin de obtener dinero, medios de intercambio para adquirir otras mercancías, de cuyo valor de uso carecen o que, para ellos, es más importante que el valor de uso de las mercancías de que son propietarios. El campesino acude al mercado con trigo; vende este trigo a cambio de dinero, y con este dinero compra tela, por ejemplo. El artesano llega al mercado con tela, vende su tela a cambio de dinero, y con este dinero compra trigo, por ejemplo. Se trata de la operación vender para comprar que se caracteriza por un hecho esencial: el de que el valor de los dos extremos es exactamente idéntico. Pero, al lado del artesano y del pequeño campesino, en la pequeña producción mercantil aparece otro personaje que realiza una operación económica diferente. En lugar de vender para comprar, va a comprar para vender. Es un hombre que acude al mercado sin llevar ninguna mercancía en las manos, acude como propietario de dinero. El dinero no se puede vender, pero se le puede utilizar para comprar, y es lo que este personaje hace: compra para vender, a fin de volver a vender. Entre esta segunda operación y la primera existe una diferencia fundamental: la segunda operación no tiene sentido si al cabo de ella nos encontramos exactamente con el mismo valor que  al principio. Nadie compra una mercancía para volver a venderla exactamente al mismo precio que la compró. La operación ‘comprar para vender’ sólo tiene sentido si la venta proporciona un suplemento de valor, una plusvalía”.


En los comienzos de la pequeña producción mercantil, cuando la división del trabajo entre artesanos y campesinos era aún muy elemental, la forma en que se  realizaba el intercambio de bienes estaba dada por la cantidad de trabajo necesaria para producirlos. Los productos de una jornada de trabajo de un agricultor se trocaban por los productos de una jornada de trabajo de un tejedor. De esta forma, las actividades productivas se redistribuirían entre los diferentes sectores de acuerdo a una regla de equivalencia, una “ley del valor”: por una misma cantidad de trabajo proporcionado, una misma cantidad de valor recibido en el cambio. Sin embargo, “muy rápidamente -dice Mandel en la obra citada-, la pequeña producción mercantil exigió la aparición de un medio de cambio universalmente aceptado para facilitar el cambio. Este medio de cambio por el que se podían cambiar indiferentemente todas las mercancías, es la moneda. Con la aparición de la moneda, otro personaje social, otra clase social, apareció como consecuencia de un nuevo progreso en la división social del trabajo: el propietario de dinero, distinto del propietario de mercancías y opuesto a él. Es el usurero o el negociante especializado en el comercio”. De esta manera, aunque la economía medieval siguió siendo fundamentalmente rural mientras el artesanado predominaba en las ciudades y los grandes negocios no eran más que una capa superficial, para el siglo XIII la extensión de los negocios por parte de estos negociantes -mercaderes- llevó a un creciente desarrollo de la actividad comercial en los siglos siguientes.
Estos grandes mercaderes fueron quienes prepararon el advenimiento del capitalismo. Apunta el historiador francés Jacques Le Goff (1924) en “Marchands et banquiers du Moyen Âge” (Mercaderes y banqueros de la Edad Media) que “por la masa de dinero que maneja, por la extensión de sus horizontes geográficos y económicos y por sus métodos comerciales y financieros, el mercader medieval es un capitalista. Lo es también por su espíritu, por su género de vida y por el lugar que ocupa en la sociedad”. Estos personajes tenían intereses extensos y complejos que iban desde el comercio propiamente dicho hasta operaciones financieras de todo orden, pasando por la especulación y las inversiones inmobiliarias y rurales. La expropiación a las clases rurales de la propiedad de la tierra, acción en la que tomaron parte los mercaderes, fue la fuente de la acumulación primitiva del capital. El gran mercader medieval concentró los medios de producción en manos privadas y aceleró el proceso de enajenación del trabajo de los artesanos, de los obreros y de los campesinos quienes, para los siglos XIV y XV -en Florencia y Flandes, por ejemplo-, fueron ya subordinados económicamente y proletarizados. Para entonces, el poseedor de capitales no era ya un simple usurero, banquero o mercader. Era el propietario y organizador de los medios de producción, alquilaba brazos, fabricaba manufacturas o productos industriales. La plusvalía ya no se extraía de la esfera de la distribución sino que se producía en el curso del proceso productivo.
Se puede así definir al capital como un valor que se incrementa con una plusvalía, ya sea en la circulación de mercancías tal como ocurría en el régimen corporativista, o en la producción de las mismas como sucedería más adelante en el régimen capitalista. Es decir que la existencia del capital es mucho más antigua que el modo de producción capitalista, la primera forma de organización social en que el capital ya no sólo desempeñó el papel de intermediario y de explotador de formas fundadas en la pequeña producción mercantil, sino que se apropió de los medios de producción y se introdujo en la producción propiamente dicha. Estos cambios, fundados en la búsqueda de ganancias y en el mecanismo del mercado, se produjeron en un principio lentamente, se precipitaron en el siglo XVIII y lograron su forma más acababa a fines del siglo XIX y principios del XX, sobre todo en los países más evolucionados como Inglaterra, Francia, Alemania y Estados Unidos. Pero el desarrollo económico de la humanidad, que terminó con el particularismo medieval, no se detuvo en las fronteras nacionales. El crecimiento del intercambio mundial fue paralelo a la formación de las economías nacionales. La tendencia de este desarrollo -por lo menos en los países avanzados- se expresó en el traslado del centro de gravedad del mercado interno al externo.


En su “Grundzüge der neueren wirtschaftsgeschichte vom 17 jahrhundert bis zur gegenwart” (Historia de la economía desde el siglo XVII hasta la actualidad), el economista liberal alemán Heinrich Sieveking (1871-1945) admite que “el verdadero problema que caracterizó esta época fue el de la constitución del capital; siendo el dinero la forma más fluida de éste, no es de extrañar que encontremos a los mercantilistas ocupados primordialmente en los problemas monetarios. Se ha llegado incluso a echarles en cara que el velo del dinero no les permitió ver más allá, reproche ciertamente injusto. No obstante, es cierto que atribuyeron al dinero un valor principalísimo”. Ya el antes citado economista inglés William Petty llamaba en su “Political arithmetick” (Aritmética política) al oro, la plata y las joyas “la riqueza de todos los lugares y de todos los tiempos”, riqueza que había que fomentar por encima de todo. El capital encontró entonces especialmente en el  comercio una gran actividad económica. El comercio exterior se constituyó en uno  de los principales temas de los mercantilistas. Así pues, el período que va desde el siglo XVI al XVIII fue la etapa del apogeo del mercantilismo, en la que se desarrolló la teoría de la demanda y la del mercado como motor de la evolución económica y social.
Y fue en el siglo XVIII cuando se desarrolló una ciencia de la economía política con pretensiones de aplicación universal, ciencia que ejerció una influencia decisiva sobre el posterior desarrollo de la vida económica. Basada y fundamentada en el llamado “derecho natural” que supone la libertad de las personas para desenvolver sus propias capacidades y de hacerlas eficaces en su relación con los otros hombres dentro de la sociedad, esta teoría dio por sentada la existencia de una armonía “natural” de intereses entre los individuos y entre éstos y la nación. En Inglaterra el principal representante de estas ideas fue el susodicho John Locke, quien es considerado el padre del liberalismo moderno. A él le siguió el estadista francés René Louis d'Argenson (1694-1757) cuando en un artículo publicado en 1751 en el “Journal Oeconomique”  formuló de un modo radical la demanda de la libertad de comercio: el “laissez-faire”. Pero fue el economista francés François Quesnay (1694-1774) el que redondeó la idea al fundar la escuela de los fisiócratas. Estos,  mientras los mercantilistas dedicaban su atención a las manifestaciones exteriores del comercio conceptuando al dinero y su circulación como el signo de la riqueza, dirigieron su atención a la producción y a la distribución. La doctrina esencial de la fisiocracia fue desarrollada en la “Tableau économique (Tabla económica) que Quesnay publicó en 1758, modificándola y perfeccionándola en múltiples ediciones posteriores. Se trataba de un modelo de reproducción económica que analizaba la circulación de la renta en una sociedad dividida en tres clases: agricultores, propietarios y el resto, a los que caracterizaba como clase estéril. De allí al capitalismo liberal faltaba dar un solo paso.