31 de diciembre de 2018

Entremeses literarios (CXCIV)

PUNTOS DE VISTA 
Eduardo Galeano
Uruguay (1940-2015)

Si Eva hubiera escrito el Génesis... ¿Cómo sería la primera noche de amor del género humano? Eva hubiera puesto algunos puntos sobres las íes; quizá, digo yo, no sé, hubiera aclarado que ella no nació de ninguna costilla, que no conoció a ninguna serpiente, que no ofreció nunca ninguna manzana a nadie y que nadie le dije que: “Parirás con dolor” y “Tu marido te dominará”... Y que todo eso, diría Eva, no son más que calumnias que Adán contó a la prensa.


EL OBSTÁCULO
Amado Nervo
México (1870-1919)

Por el sendero misterioso, recamado en sus bordes de exquisitas plantas en flor y alumbrado blandamente por los fulgores de la tarde, iba ella, vestida de verde pálido, verde caña, con suaves reflejos de plata, que sentaba incomparablemente a su delicada y extraña belleza rubia. Volvió los ojos, me miró larga y hondamente y me hizo con la diestra signo de que la siguiera. Eché a andar con paso anhelado; pero de entre los árboles de un soto espeso surgió un hombre joven, de facciones duras, de ojos acerados, de labios imperiosos.
- No pasarás -me dijo, y puesto en medio del sendero abrió los brazos en cruz.
- Sí pasaré -respondile resueltamente y avancé; pero al llegar a él vi que permanecía inmóvil y torvo.
- ¡Abre camino! -exclamé.
No respondió. Entonces, impaciente, le empujé con fuerza. No se movió. Lleno de cólera al pensar que la Amada se alejaba, agachando la cabeza embestí a aquel hombre con vigor acrecido por la desesperación; mas él se puso en guardia y, con un golpe certero, me echó a rodar a tres metros de distancia. Me levanté maltrecho y con más furia aún volví al ataque dos, tres, cuatro veces; pero el hombre aquel, cuya apariencia no era de Hércules, pero cuya fuerza sí era brutal, arrojome siempre por tierra, hasta que al fin, molido, deshecho, no pude levantarme. ¡Ella, en tanto, se perdía para siempre! Aquella mirada reanimó mi esfuerzo e intenté aún agredir a aquel hombre obstinado e impasible, de ojos de acero; pero él me miró a su vez de tal suerte, que me sentí desarmado e impotente. Entonces una voz interior me dijo:
- ¡Todo es inútil; nunca podrás vencerle!
Y comprendí que aquel hombre era mi Destino.


LA ROSA
Juan Eduardo Zúñiga
España (1929)

Ante el estudiante, un coche pasó rápidamente, pero él pudo entrever en su interior un bellísimo rostro femenino. Al día siguiente, a la misma hora, volvió a cruzar ante él y también atisbó la sombra clara del rostro entre los pliegues oscuros de un velo. El estudiante se preguntó quién era. Esperó al otro día, atento en el borde de la acera, y vio avanzar el coche con su caballo al trote y esta vez distinguió mejor a la mujer de grandes ojos claros que posaron en él su mirada. Cada día el estudiante aguardaba el coche, intrigado y presa de la esperanza: cada vez la mujer le parecía más bella. Y, desde el fondo del coche, le sonrió y él tembló de pasión y todo ya perdió importancia, clases y profesores: solo esperaría aquella hora en la que el coche cruzaba ante su puerta. Y al fin vio lo que anhelaba: la mujer le saludó con un movimiento de la mano que apareció un instante a la altura de la boca sonriente, y entonces él siguió al coche, andando muy deprisa, yendo detrás por calles y plazas, sin perder de vista su caja bamboleante que se ocultaba al doblar una esquina y reaparecía al cruzar un puente. Anduvo mucho tiempo y a veces sentía un gran cansancio, o bien, muy animoso, planeaba la conversación que sostendría con ella. Le pareció que pasaba por los mismos sitios, las mismas avenidas con nieblas, con sol o lluvias, de día o de noche, pero él seguía obstinado, seguro de alcanzarla, indiferente a inviernos o veranos. Tras un largo trayecto interminable, en un lejano barrio, el coche finalmente se detuvo y él se aproximó con pasos vacilantes y cansados, aunque iba apoyado en un bastón. Con esfuerzo abrió la portezuela y dentro no había nadie. Únicamente vio sobre el asiento de hule una rosa encarnada, húmeda y fresca. La cogió con su mano sarmentosa y aspiró el tenue aroma de la ilusión nunca conseguida.


EL PADRE
Raymond Carver
Estados Unidos (1938-1988)

El bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada, acolchada con pequeños edredones azules, y sujeta con cintas de color azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama y aún no se había despertado del todo, y la abuela rodeaban todas al bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la barbilla.
El padre estaba en la cocina y les oía jugar con el bebé.
- ¿A quién quieres tú pequeñín? -dijo Phyllis, y le hizo cosquillas en la barbilla-. Nos quiere a todos, pero al que quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es chico!
La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:
- ¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su madre.
- ¿No es una preciosidad? -dijo la madre-. Tan sano, mi niñito. -Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo-. Nosotros también le queremos.
- ¿Pero a quién se parece, a quién se parece? -exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía.
- Tiene los ojos bonitos -dijo Carol.
- Todos los bebés tienen los ojos bonitos -dijo Phyllis.
- Tiene los labios del abuelo -dijo la abuela-. Fíjense en esos labios.
- No sé… -dijo la madre-. No sabría decir.
- ¡La nariz! ¡La nariz! -gritó Alice.
- ¿Qué pasa con su nariz? -preguntó la madre.
- En la nariz se parece a alguien -dijo la niña.
- No, no sé… -dijo la madre-. No creo.
- Esos labios… -dijo entre dientes la abuela-. Esos deditos… -dijo, destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos-. ¿A quién se parece este niño?
- No se parece a nadie -dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la canasta.
- ¡Ya sé! ¡Ya sé! -dijo Carol-. ¡Se parece a papá!
Todas miraron al bebé de muy cerca.
- ¿Pero a quién se parece su papá? -preguntó Phyllis.
- ¿A quién se parece papá? -repitió Alice, y entonces todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas.
- ¡Vaya, a nadie! -dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco.
- Calla -dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al bebé.
- ¡Papá no se parece a nadie! -dijo Alice.
- Pero tendrá que parecerse a alguien -dijo Phyllis, secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la cocina. Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.


CRIANZAS
Cristina Peri Rossi
Uruguay (1941)

Siempre imagino que mi madre tiene nada más que veinticinco años (la edad que ella tenía cuando yo nací), de ahí, que me enfurezca si la oigo arrastrar los pies, cloquear, toser o pensar como una vieja. No entiendo por qué a los veinticinco años le han salido arrugas ni me explico cómo siendo tan joven se acuesta tan temprano. Si en algún momento de pavorosa lucidez advierto que es una vieja, tal descubrimiento me llena de horror, por lo cual trato inmediatamente de expulsar dicho conocimiento de la luz de mi conciencia, de manera que enseguida recupera sus veinticinco años. Ella me trata a mí continuamente como si yo fuera una niña, por lo cual nos entendemos perfectamente. No insisto en crecer, porque sé que es inútil: para nosotras dos, el tiempo se ha estacionado y ninguna cosa en el mundo podría hacerlo correr. Moriré de cinco años y ella de veinticinco: a nuestros funerales asistirá una muchedumbre de ancianos niños y de niños que jamás llegaron a crecer.


COLORES ALTERADOS
Federico G. Rudolph
Argentina (1970)

Era todo un artista. Quería pintar un van Gogh, pero temía que lo tomaran por un loco. Se cortó el lóbulo de su oreja izquierda. Con sus dedos, y con la sangre que brotaba de su herida,  plasmó en rojo -en el muro mayor del manicomio en que vivía-, la más bella de las palomas de Picasso.


EL PRIMER HOMBRE
Alfonso Osorio Carvajal
Colombia (1936-2012)

Estaba convencido de que era Adán, de que siempre lo había sido, de que alguna vez vivió en el paraíso. La idea lo atormentaba, no lo dejaba dormir, le sacudía el cerebro como si se tratara de una mezcladora de cemento. Era consciente de que ya habían pasado miles de años desde que a Dios se le había ocurrido la idea de crear al primer hombre, mas no dejaba de pensar que tenía algo que ver con ese suceso. Su sospecha sobre el particular era fija, persistente y casi patológica. Sin embargo, esto era un secreto que no se podía confiar a nadie, pues corría el peligro de pasar por loco. De todas maneras debía continuar su paso por este mundo, resignado como el que más, a tener que vivir con una costilla de menos.


LENGUAJE
Ernesto Sábato
Argentina (1911-2011)

El lenguaje comienza siendo un simple gruñido para designar todas las cosas; luego se va diversificando y especializando; este proceso se llama enriquecimiento y es alentado por los padres y profesores de lenguas. Pero cuando se llega a tener cien o doscientas mil palabras, se encuentra que el ideal consiste en expresarse con diez o veinte. El lenguaje del filósofo es muy reducido: objeto, sujeto, materia, causa, espacio, tiempo, fin y alguna otra más. Si lo apuran mucho se arregla con una sola palabra, como apeirón o sustancia. Es probable que el ideal de muchos filósofos sea terminar finalmente en el gruñido único y monista.


ERNESTO EL EMBOBADO
José María Méndez
El Salvador (1916-2006)

Elena Estévez -española extremeña- era extraordinariamente elegante, exquisita. Emanaba efluvios enervantes; evidenciaba energía, espíritu. En escueto elogio: encantaba. Encontrándola empezaba el embrujo. Esto experimentó Ernesto Echegoyén, emigrante europeo, exembajador estoniano. Enamorose. Encontrábase entonces Ernesto en el Ecuador, en “El Exeter”. Ella emergió en el espejo, esplendorosa, escotada, envuelta en encajes. Efectivamente estaba en escalera. Enardecido, exaltado, Ernesto empezó espetándole exabruptamente escandaloso exordio: ¡Escaso ejemplar! Ella, endiabladamente elástica, escapó, envolviéndolo en enigmático ensueño. Ernesto estaba ebrio, en eclipse, en el Edén. Elenita empezó esquivándolo. Empero enseguida entendiéronse. Escarceos en esquinas. Enternecidas epístolas. Enojos, explicaciones. Ensueños, éxtasis, etcétera.
Epílogo: enlace.


LA OBRA MAESTRA
Álvaro Yunque
Argentina (1889-1982)

El mono cogió un tronco de árbol, lo subió hasta el más alto pico de una sierra, lo dejó allí, y, cuando bajó al llano, explicó a los demás animales:
-  ¿Ven aquello que está allá? ¡Es una estatua, una obra maestra! La hice yo.
Y los animales, mirando aquello que veían allá en lo alto, sin distinguir bien qué fuere, comenzaron a repetir que aquello era una obra maestra. Y todos admiraron al mono como a un gran artista. Todos menos el cóndor, porque él era el único que podía volar hasta el pico de la sierra y ver que aquello solo era un viejo tronco de árbol. Dijo a muchos animales lo que había visto, pero ninguno creyó al cóndor, porque es natural en el ser que camina no creer al que vuela.