30 de noviembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XXII) 3º parte. Bosquejo ontológico

Apuntes (como sondeo de la historia)
4. Sobre fisiócratas, liberales y capitalistas

El mercantilismo se desarrolló durante los siglos XV y XVI y alcanzó su apogeo en el siglo XVII marcando la decadencia de la economía feudal y el surgimiento de los Estados absolutistas primero, y los Estados nacionales después. Con el mercantilismo nacieron, en consecuencia, la centralización del poder, el sistema monetario y el proteccionismo, dado que la intervención estatal ejerciendo el control de la producción, del comercio y del consumo era una parte esencial de su doctrina. Para Marx, los mercantilistas fueron quienes dieron los primeros pasos hacia el capitalismo constituyéndose así en la “prehistoria de la economía política”. Max Weber definió al mercantilismo en su “Wirtschaftsgeschichte” (Historia económica general): “Es la traslación del afán de lucro capitalista a la política. El Estado procede como si estuviera única y exclusivamente integrado por empresarios capitalistas; la política económica hacia el exterior descansa en el principio de aventajar al adversario, comprándole lo más barato posible y vendiéndole lo más caro que se pueda. La finalidad más alta consiste en robustecer hacia el exterior el poderío del Estado. El mercantilismo implica, por consiguiente, potencias formadas a la moderna: directamente mediante el incremento del erario público; indirectamente por el aumento de la capacidad tributaria de la población. Premisa de la política mercantilista fue el aprovechamiento del mayor número posible de fuentes con posibilidad lucrativa en el propio país”.
En oposición a estas ideas surgió a mediados del siglo XVIII la primera escuela sistemática de pensamiento económico: la fisiocracia, una escuela que sugería que en la economía existía un orden natural que no requería la intervención del Estado para mejorar su rendimiento. Nacida en una Francia que -mientras las grandes potencias europeas aplicaban las políticas del mercantilismo- había conservado un fuerte interés por la agricultura a la que consideraba la verdadera fuente de riqueza, la fisiocracia tenía como objetivo principal preservar, mediante algunas reformas, la antigua sociedad en la que los propietarios rurales gozaban de superioridad social y privilegios. Para los fisiócratas, las concesiones monopólicas a los mercaderes y las restricciones proteccionistas sobre el comercio interior estaban en abierto conflicto con la ley natural de los mercados. Al respecto decía Michel Foucault en “Les mots et les choses. Une archéologie des sciences humaines” (Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas): “Los fisiócratas no creían más que en la producción agrícola y reivindicaban para ella una retribución mejor; que, siendo propietarios, atribuían a la renta de la tierra un fundamento natural y que, al reivindicar el poder político, deseaban ser los únicos súbditos sometidos a los impuestos y así, los detentadores de los derechos que estos confieren”. Desde otro ángulo, el de la economía política, Marx afirmó que los fisiócratas fueron los “fundadores de la economía moderna” porque analizaron los elementos materiales en los que el capital se encuentra durante un proceso de trabajo.


El historiador británico Eric Roll (1907-2005) establece en “A history of economic thought” (Historia de las doctrinas económicas) las diferencias entre el mercantilismo y la fisiocracia: “La gran importancia del mercader estaba dada no sólo por sus funciones en la producción, sino también en los métodos de comercio interior y exterior, y en su posición social y política. El monopolio era el medio más importante por el cual los Estados-nación incipientes trataban de aumentar el comercio y crearse fuentes de ingreso. Los que tenían a su cargo las funciones del gobierno aceptaban las nociones mercantilistas y ajustaban su política a ellas, porque en ellas veían medios de fortalecer a los Estados absolutistas tanto contra los rivales extranjeros como contra los restos del particularismo medieval en el interior. Los fisiócratas, a diferencia de los mercantilistas, abogaron por una balanza comercial equilibrada puesto que afirmaban que no se necesitaba una balanza comercial favorable para el crecimiento de la riqueza, dado que para ellos no dependía del comercio sino de la renta de la tierra. La clase terrateniente y los trabajadores del campo eran vistas como las clases fundamentales de la sociedad y su desarrollo, donde la clase terrateniente era la clave del crecimiento al ser la que recibe la renta de la tierra, y los demás grupos sociales, los de la ciudad (artesanos, manufactureros, comerciantes, etc.) eran considerados la clase estéril”. La idea liberal en cuanto a la economía pregonada por los fisiócratas en notoria contradicción a lo planteado por el mercantilismo fue lo que dio paso a los estudios clásicos de Adam Smith, cuyos análisis se centraron de manera particular en la división del trabajo y el trabajo-producción como base de la riqueza.
La Escuela Clásica tomó de los fisiócratas conceptos como libertad de producción y libertad de mercado, pero abandonó la clasificación de trabajadores productivos en el campo y estériles en la ciudad y se enfocó en el examen de las leyes que regulan el proceso productivo y el reparto de la riqueza. Grandes teóricos de esta escuela como Adam Ferguson (1723-1816), Jeremy Bentham (1748-1832), Jean Baptiste Say (1767-1832), Friedrich Wilhelm von Hermann (1795-1868) y John Stuart Mill (1806-1873) apoyaron la idea de la “mano invisible” que coordina los mercados y los distintos intereses personales que, gracias a ella, se armonizan espontáneamente, una idea propuesta por Adam Smith en su “An inquiry into the nature and causes of the wealth of nations” (La riqueza de las naciones). “Ningún comerciante -decía Smith-, por lo general, se propone originariamente promover el interés público. Al preferir el éxito de la industria nacional al de la industria extranjera, el comerciante no piensa sino en obtener personalmente una mayor seguridad; al dirigir esa industria de tal manera que su producto tenga el mayor valor posible, el comerciante no piensa sino en su propia ganancia; pero en éste y en muchos otros casos, una mano invisible lo conduce a promover un fin que no está de ningún modo entre sus intenciones”. Afirmaba de esta manera que existía algo así como una transparencia esencial, una suerte de providencia en el mundo económico que anudaba los hilos de todos los intereses dispersos. O, como respondía Foucault en su obra citada más arriba a la pregunta “¿Qué dice Adam Smith?”: “Habla de la gente que, sin saber demasiado cómo ni por qué, sigue su propio interés, y en definitiva, esa actitud beneficia a todo el mundo”. “Aunque uno sólo piense en su propio lucro, a la larga toda la industria sale ganando. La gente -dice Smith- piensa únicamente en su propio lucro y no en la ganancia de todo el mundo”. Y agrega: “por lo demás, no siempre es malo que este fin, a saber, la ganancia de todos, no se cuente en absoluto entre las preocupaciones de estos comerciantes”.


En suma, para los economistas de esta escuela, el poder político no debía intervenir en esa mecánica que la naturaleza había inscripto en el corazón del hombre. El gobierno no debía poner trabas al juego de los intereses individuales. Es lo que decía Smith cuando escribió en 1776: “El interés común exige que cada uno sepa entender el suyo y pueda obedecerlo sin obstáculos, y el hecho de que ese fin no se cuente en absoluto entre las intenciones de cada individuo no siempre redunda en un mal mayor para la sociedad. Jamás vi que quienes aspiran en sus empresas comerciales a trabajar por el bien general hayan hecho muchas cosas buenas. Lo cierto es que esta bella pasión no suele darse entre los comerciantes y no harían falta grandes discursos para curarlos de ella. No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas”. En la misma dirección había ido Ferguson en 1767 en “An essay on the history of civil society” (Historia de la sociedad civil): “Cuanto más gana el individuo por su propia cuenta, más incrementa el volumen de la riqueza nacional. Cada vez que la administración, mediante sutilezas profundas, interviene con su mano sobre ese objeto, no hace sino interrumpir la marcha de las cosas y multiplicar los motivos de queja. Cada vez que el comerciante olvida sus intereses para entregarse a proyectos nacionales, el tiempo de las visiones y las quimeras está cerca y el comercio pierde su base y su solidez”.
Suele mencionarse como origen del capitalismo moderno a la Revolución Industrial del siglo XVIII escalonando los acontecimientos en las invenciones mecánicas, el surgimiento del capitalismo industrial, y el posterior desarrollo del capitalismo comercial y financiero. Para el historiador francés Paul Mantoux (1877-1956) el encadenamiento fue diferente. En su ensayo “La Revolution Industrielle au XVIIIe siecle” (La Revolución Industrial del siglo XVIII) especifica que las instituciones comerciales y financieras del capitalismo precedieron a sus instituciones industriales. El conjunto de transformaciones técnicas y económicas producidas por la sustitución de la energía física por la energía mecánica de las máquinas en el proceso de producción dado en la Gran Bretaña de mediados del siglo XVIII, por entonces centro de las principales corrientes comerciales del mundo, “llevó a que las instituciones comerciales presionasen sobre la industria para que ésta acrecentase su producción. En este acrecentamiento, posibilitado por la anterior acumulación de importantes capitales, encontrará el mismo comercio un factor de desarrollo suplementario”.


Para el ya citado Mandel, “el capitalismo moderno es el producto de tres transformaciones económicas y sociales: a) La separación de los productores de sus medios de producción y de subsistencia. Esta separación se efectuó claramente en la agricultura por la expulsión de los pequeños campesinos de las tierras señoriales transformadas en praderas y en el artesanado por la destrucción de las corporaciones medievales; por el desarrollo de la industria domiciliaria; por la apropiación privada de las reservas de tierras vírgenes, etc. b) La formación de una clase social que monopolizó estos medios de producción, la burguesía moderna. La aparición de esta clase supuso al principio una acumulación de capitales bajo forma de dinero, después una transformación de los medios de producción que eran tan caros que sólo los propietarios de capitales considerables podían adquirirlos. La Revolución Industrial del siglo XVIII, por la que en lo sucesivo la producción se basó en el maquinismo, realizó esta transformación de manera definitiva. c) La transformación de la fuerza de trabajo en mercancía. Esta transformación resultó de la aparición de una clase que no poseía nada más que su fuerza de trabajo, y que, para poder subsistir, estaba obligada a vender esta fuerza de trabajo a los propietarios de los medios de producción”.
Puede decirse entonces que la economía capitalista funciona según una serie de características que le son propias: la producción es exclusivamente de mercancías destinadas a ser vendidas en el mercado y se rige por los imperativos de la competencia. Desde el momento en que la producción no está limitada por la costumbre (como en las comunidades primitivas) ni por la reglamentación (como en las corporaciones de la Edad Media) cada capital particular se esfuerza en aumentar su cifra de negocios y en acaparar una parte lo más grande posible del mercado. Asimismo, dicha producción se efectúa en condiciones de propiedad privada de los medios de producción, es decir que el poder de disponer de las fuerzas productivas ya no pertenece a la colectividad sino que es controlado por distintos grupos capitalistas (propietarios individuales, sociedades anónimas o grupos financieros). El objetivo de la producción capitalista es el de obtener el máximo beneficio y, para lograrlo, debe vender sus mercancías en el mercado a un precio más bajo que el de la competencia. Esto implica la necesidad de reducir los costos de producción, lo que se logra produciendo más y mejor. Para conseguirlo necesita de más capitales para poder desarrollar al máximo sus inversiones productivas. “Para obtener el máximo de beneficio y desarrollar lo más posible la acumulación de capital -explica Mandel en la obra mencionada-, los capitalistas deben reducir al máximo la parte del valor añadido por la fuerza de trabajo que revierte a ésta bajo la forma de salario. Cuanto más grande sea la parte de los salarios reales pagados, más pequeña será forzosamente la parte de la plusvalía. Cuanto más buscan los capitalistas ampliar la parte que revierte a la plusvalía, tanto más obligados se ven a reducir la parte atribuida a los salarios”.
Dentro de la denominada Escuela Clásica de la economía inaugurada por Adam Smith aparecieron algunas tibias críticas con respecto a las posibilidades del nuevo sistema capitalista. El propio economista liberal británico David Ricardo, quien en su obra principal “On the principles of political economy and taxation” (Principios de economía política y tributación) formuló la ley del valor-trabajo según la cual el valor de un objeto no depende de su utilidad sino del trabajo que se ha utilizado en su elaboración, formuló además la tesis sobre la ley del salario natural según la cual el salario que se pagaba al trabajador acababa siendo el mínimo necesario para garantizar la supervivencia y la reproducción. Para Ricardo, el aumento de la natalidad, es decir, el incremento de la oferta de mano de obra, repercutía negativamente en los salarios y los reducía al mínimo vital. Por lo tanto, su teoría de los salarios y de la influencia de éstos sobre la población anunciaba un factor equilibrio con la condición de que la población aumentase menos que el capital. De todos modos, Ricardo nunca llegó a formular una teoría de la explotación, pero muchas de sus ideas fueron desarrolladas posteriormente por Marx.


A diferencia de muchos de sus predecesores -entre los que puede mencionarse a Giovanni Botero (1540-1617), Wilhelm von Hörnigk (1640-1714), James Steuart (1712-1780), Jean de Gournay (1712-1759), Antonio Genovesi (1713-1769), Johann Büsch (1728-1800) y Frédéric Bastiat (1801-1850), defensores a ultranza del mercantilismo algunos, y de la economía política liberal otros- hubo pensadores que vivieron en la época preindustrial y en los primeros años de la Revolución Industrial que buscaron dar una explicación coherente a la miseria y explotación de los trabajadores. Entre ellos se destaca el economista suizo mencionado en el capítulo anterior Léonard Simonde de Sismondi, quien viviendo en Inglaterra presenció las transformaciones sociales motivadas por la introducción del maquinismo y el desarrollo de la gran industria, publicó en 1819 en su “Nouveaux principes d'économie politique” (Nuevos principios de economía política) una crítica del capitalismo y el liberalismo al considerar que la acumulación de capital, que crecía al aumentar la miseria de las masas, traía aparejada una limitación del consumo y, por lo tanto, la ampliación de la producción chocaba con el límite de la capacidad de consumo. Para él, esta crisis podía ser superada mediante la defensa de la pequeña propiedad y el desarrollo del comercio exterior, puesto que el consumo de cien pequeños productores sería superior al de un capitalista y noventa y nueve obreros. Sismondi afirmaba que entre la remuneración de un trabajador y el valor de lo que producía existía una diferencia que se iba acrecentando y esto generaba la desigualdad de las riquezas debido a que sólo los empresarios se beneficiaban de ella. Estas ideas constituyeron un precedente de las teorías marxistas de la plusvalía, de la pauperización creciente del proletariado y de la concentración creciente del capital.
Por su parte el ya aludido Thomas Malthus, discípulo de Smith, sostenía que el crecimiento demográfico era mayor que el de los medios de subsistencia, afectados por la ley de rendimientos decrecientes. Así, mientras la población crecía en progresión geométrica, la producción de alimentos lo hacía en progresión aritmética. Los momentos de crisis de subsistencia se resolverían gracias a las hambrunas, guerras y epidemias por las que disminuiría la población, sobre todo la perteneciente a los grupos más desfavorecidos. Su pesimismo quedó expresado claramente en su “An essay on the principle of population” (Ensayo sobre el principio de población) donde establecía, en términos generales, que se llegaría a un estado estacionario en el que la vida sería miserable, convirtiéndose en mera supervivencia. En otra obra, “Principles of political economy considered with a view to their practical application” (Principios de economía política considerados desde el punto de vista práctico), aportó el resto de su teoría respecto a las crisis y la demanda efectiva. A diferencia de los economistas de su época, se planteó qué actuaciones de política económica había que adoptar para evitarlas. Con este objetivo elaboró una teoría sobre las crisis, cuyas causas atribuyó al ahorro excesivo y a la insuficiencia de la demanda en relación a la producción. Razonó que el descenso de la demanda de productos -resultado de una contracción del consumo- llevaría a una disminución del ahorro invertido en la fabricación y, a su vez, de nuevos productos.


Auguste Comte (1789-1857), el filósofo francés padre del positivismo, también expresó algunos reparos respecto del naciente capitalismo al criticar con dureza la sociedad liberal de su tiempo y propuso la manera de restablecer el orden y la armonía perdidos con la organización de un Estado garante de la autoridad moral. El autor de “Système de politique positive” (Sistema de política positiva) no consideraba al gobierno y al Estado como enemigos naturales de la sociedad sino como organizadores de la vida social. Por otra parte Hegel, quien poco se interesó por la economía política, comprendió más claramente que cualquier economista de su tiempo que en una sociedad basada en la propiedad privada, el crecimiento de la riqueza por un lado inevitablemente iría acompañado por el crecimiento de la pobreza por el otro. En su “Grundlinien der philosophie des Rechts” (Elementos de la filosofía del Derecho) afirmó categóricamente que el antagonismo entre el nivel de vida para la mayoría de la población tan bajo que no pudiese satisfacer adecuadamente sus necesidades y la gran concentración de la riqueza en comparativamente pocas manos, debía necesariamente conducir a una situación en la que la sociedad civil, dado que "la extrema riqueza siempre está insuficientemente rica", no tendría los medios suficientes para eliminar lo superfluo de la pobreza y la escoria de la indigencia.
Dos siglos más tarde, el antes mencionado sociólogo alemán Max Horkheimer diría en “Sozialphilosophische studien” (Estudios de filosofía social): “Al proclamar Marx la diferencia entre los poseedores de los instrumentos de producción de la riqueza económica y la masa de aquellos que sólo pueden vender su mano de obra, la oposición de las clases, de los dominadores y los dominados, como esencia de la economía burguesa capitalista, denunció la superación de las crisis en la libertad intacta de la ilusión y opuso entre sí la ilustración y la sociedad a la que ésta aspiraba”. Si Comte consideraba al Estado como garante de la autoridad moral, distinta era la óptica del sociólogo y economista alemán Franz Oppenheimer (1864-1943). En 1929 escribió en “Der Staat” (El Estado): “El Estado es una institución social forzada por un grupo victorioso de hombres sobre un grupo derrotado, con el único propósito de regular el dominio del grupo de los vencedores sobre el de los vencidos, y de resguardarse contra la rebelión interior y el ataque desde el exterior. Teleológicamente, esta dominación no tenía otro propósito que la explotación económica de los vencidos por parte de los vencedores. Ningún Estado primitivo conocido en la historia se originó de otra manera”. Y añadió más adelante: “Hay dos medios fundamentales opuestos que impulsan al hombre para obtener su sustento y para satisfacer sus deseos. Estos son el trabajo y el robo, su propio trabajo y la apropiación por la fuerza del trabajo de otros. Al primero se lo denomina medio económico, mientras que el segundo es llamado medio político”.

25 de noviembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XXI) 3º parte. Bosquejo ontológico

Apuntes (como sondeo de la historia)
3. Sobre socialistas utópicos, cooperativistas y anarquistas

La teoría del socialismo utópico reconoce sus orígenes en “Politeia” (La República), la obra del filósofo griego Platón en la que se discute la justicia existente en un Estado gobernado por filósofos, defendido por guerreros y mantenido por trabajadores. Preconizaba allí que, en un Estado ideal, el gobierno actúa para hacer valer la virtud y, en consecuencia, la felicidad verdadera de los ciudadanos individuales, teniendo como resultado una vida pública pacífica y productiva. Pero fue en el siglo XVI cuando el humanista inglés Tomás Moro (1478-1535) introdujo la palabra utopía (del griego, lugar que no existe) en su obra “De optimus Reipublicae statu deque nova insula Utopia libellus uere aureus” (Sobre la mejor condición del Estado y sobre la nueva isla Utopía). Allí criticó la situación social de Inglaterra signada por la expropiación de las tierras de los campesinos a favor de los nobles y el clero anglicano, situación que creaba la migración campo-ciudad y daba origen al surgimiento de la miseria y la criminalidad. También describió un Estado ideal en el que no existía la propiedad privada ni el dinero. Sólo debía trabajarse seis horas al día para permitir el ocio y el placer moderados, haciendo olvidar las ansias de obtener cosas superfluas. Algo similar a lo que planteó en el siguiente siglo el filósofo italiano Tommaso  Campanella (1568-1639) en su obra “Civitas Solis” (La ciudad del Sol), una ciudad regida por un estricto orden legal en la que no existía la propiedad privada y había trabajo para todos, lo que garantizaba la abundancia.
El desarrollo de la ideología utopista cobró impulso durante el siglo XVIII con Gabriel Bonnot de Mably (1709-1785), filósofo francés que, partiendo del reconocimiento de que la naturaleza había creado a todos los hombres libres e iguales, preconizó el retorno al comunismo primitivo y calificó a la revolución como un medio válido para la liberación de la esclavitud. También propuso la abolición de los impuestos indirectos, leyes contra el lujo, la restricción del derecho hereditario y, en agricultura, la supresión de arrendamientos de las tierras y la fijación de un máximo de extensión a la propiedad individual. En su obra “Doutes proposés aux philosophes et aux économistes sur l'ordre naturel et essentiel des sociétés politiques” (Dudas propuestas a los filósofos y a los economistas sobre el orden natural y fundamental de las sociedades políticas) sostuvo que la propiedad privada era el origen de todos los males y se manifestó en contra de las diferencias de castas y de bienes al afirmar que la igualdad era una ley natural de los hombres. Su contemporáneo, Étienne Gabriel Morelly (1717-1778), expuso algo similar en “Code de la nature” (Código de la naturaleza): una sociedad donde imperase la propiedad colectiva con un gobierno centralizado que dirigiera la producción y la distribución. Propuso también la abolición de la propiedad privada y el trabajo obligatorio para todos los ciudadanos. Nada en esa sociedad ideal pertenecería a nadie, ya sea como una posesión personal o como bienes de capital, con excepción de las cosas que las personas necesitasen para sus necesidades inmediatas, sus placeres o su trabajo diario. También François Noël Babeuf (1760-1797), en tiempos de la Revolución Francesa, preconizó un comunismo igualitario basado en la abolición de la propiedad privada y la colectivización de la tierra en su “Manifeste des plébéiens” (Manifiesto de los plebeyos). Proponía una "república de iguales", comuna nacional unida y dirigida de forma centralizada en la que reinara una absoluta igualdad política y económica de todos los ciudadanos.


Ya durante el siglo XVII Gerrard Winstanley (1609-1676), reformador protestante inglés considerado por muchos como el primer comunista de la historia, había propuesto en su “The law of freedom” (La ley de la libertad) un comunismo nivelador mediante la colectivización de la tierra y todos los recursos naturales, negando la propiedad privada y propugnando el uso del trueque. El régimen económico debía basarse en la pequeña economía de los campesinos y los artesanos. Unos años más tarde, el filósofo materialista francés Jean Meslier (1664-1729) en su “Testament” (Mi testamento), aparte de demoler la idea de la existencia de Dios y de sostener que la religión pertenece al dominio de la impostura, exhortó a fundar una sociedad basada en la propiedad colectiva. La unión de los trabajadores y su alzamiento contra los tiranos daría paso a un Estado donde no habría ricos ni pobres, opresores ni oprimidos, holgazanes y personas agotadas por un trabajo superior a sus fuerzas. Pero fue luego de los numerosos estallidos de sublevaciones obreras y las primeras tentativas de asociación sindical propiciadas, entre otros, por Willam Cobbett (1762-1815), Francis Place (1771-1854), William Benbow (1784-1841), John Doherty (1798-1854) y William Lovett (1800-1877) en Inglaterra, y Wilhelm Weitling (1808-1871) en Alemania, que aparecieron los primeros socialistas utópicos, entre ellos los antes mencionados Jeremy Bentham y Robert Owen, considerados los fundadores del utilitarismo y el cooperativismo respectivamente. Uno y otro propiciaron la reducción de la jornada laboral para los adultos de diecisiete a diez horas diarias, la prohibición del trabajo para niños menores de diez años, la apertura de escuelas gratuitas laicas para los trabajadores, la higienización de las fábricas, la construcción de viviendas para los obreros, la inauguración de almacenes cooperativos y la creación de cajas de previsión para la enfermedad y la vejez.
Dejando aparte estos primeros intentos de humanizar las condiciones laborales de los trabajadores de entonces, a mitad de camino entre el socialismo utópico y un sindicalismo práctico, los otros socialistas de esta corriente fueron franceses herederos de la tradición ilustrada y de la filosofía radical de la Revolución, en un París con un proletariado menos numeroso pero con una intelectualidad más sensible a las ideas políticas y a los cambios históricos. Estos pensadores consideraban la cuestión social como el problema más grave derivado de la industrialización. Para instaurar algún equilibrio en este asunto, propugnaban por la intervención estatal para mejorar la situación de las clases populares: la protección de los niños, de las mujeres, la asistencia sanitaria, la igualdad de los sexos, etc., partiendo de la premisa de que estas mejoras se producirían a partir de que de la burguesía tuviese un convencimiento progresivo de la necesidad de realizar cambios sin alterar la “armonía” de clases. Realizaron algunos experimentos en favor de una sociedad más justa, fraterna y con igualdad social, pero, en los hechos, estos fines siempre quedaron prisioneros de los principios económicos, jurídicos, morales y políticos de la burguesía y la pequeña burguesía preponderantes. De este modo, sólo consiguieron adoptar, en algunos casos, posiciones reformistas, y en otros, se volcaron al anarquismo.


Entre los principales socialistas utópicos de entonces se destaca el también citado Charles Fourier, cooperativista y mordaz crítico de la economía y el mercantilismo de su época, al que consideraba un sistema de robo sistematizado, organizado y amparado por las leyes. Fue el creador de falansterios o comunidades rurales autosuficientes como modo de reorganizar la sociedad sobre las bases de la ciencia y la industria para alcanzar una sociedad sin clases. No era partidario de abolir la propiedad privada sino de generalizarla de forma que incluyese a los asalariados. Se proponía de este modo eliminar el antiguo antagonismo entre amos y criados, deudores y acreedores,  productores y consumidores. Los beneficios de la explotación del falansterio se repartirían en doce partes: cinco al trabajo manual, cuatro al capital accionista y tres a los conocimientos teóricos. Su discípulo más original fue Victor Considerant (1808-1893), quien precisó y popularizó la noción de derecho del trabajo y publicó su “Principe du socialismo. Manifeste de la démocratie au XIXe siècle” (Principios del socialismo. Manifiesto de la democracia del siglo XIX) cinco años antes que Marx y Engels hiciesen lo propio con el “Manifest der Kommunistischen Partei” (Manifiesto del Partido Comunista). También el previamente citado Robert Owen, socialista utópico considerado el padre del cooperativismo, propuso en “A new view of society” (Una nueva visión de la sociedad) sustituir el sistema capitalista por otro más justo: el cooperativismo. Para Owen, el hombre dependía de su entorno natural y social; sus condiciones de vida eran las que determinaban su carácter y, para mejorarlo, se debía reconstruir el ambiente en que vivía. El hecho de proporcionarle mejoras de vivienda, higiene, educación, salario justo y una cantidad máxima de horas de trabajo redundaría en la elevación de la calidad y la cantidad de la producción de cada individuo.
El cooperativismo como forma de transición entre la economía política de la burguesía y la economía política del proletariado, como lo definía Marx, o una forma híbrida en el seno del capitalismo, incapaz de atacar las bases del capital, como lo veía la filósofa y economista polaca Rosa Luxemburgo (1871-1919), tuvo una gran penetración y popularidad en el seno de la clase trabajadora. A mediados del siglo XIX, cuando el cooperativismo estaba muy extendido en el proletariado, Marx condenó las cooperativas porque consideraba que, a pesar de significar una relación profundamente dialéctica entre futuro y presente, interno y externo, “su organización efectiva presenta, naturalmente y no puede menos que presentar, todos los defectos del sistema existente”. Marx resaltaba el hecho innegable de que el cooperativismo jamás podría derrotar a los monopolios, a menos que se desarrollase en dimensiones nacionales. Solo la clase trabajadora tomando el poder político podría hacer que el cooperativismo escapase del estrecho círculo de los esfuerzos casuales de grupos de trabajadores aislados. Pero igualmente las defendió como organismos socialistas tal como sostenía el abogado alemán Ferdinand Lassalle (1825-1864) quien, en "Arbeiterprogramm" (Programa de los trabajadores), postulaba la formación de cooperativas obreras que garantizasen que los obreros recibieran "el producto completo de su trabajo". Años después, Trotsky polemizaría con aquellos que las veían como un paso previo y lineal en dirección al socialismo: “Las cooperativas no pueden llegar a la cabeza del desarrollo industrial, no porque el desarrollo económico todavía no haya progresado suficientemente, sino porque lo ha hecho demasiado. El desarrollo económico prepara, indudablemente, el terreno para la producción cooperativa pero, ¿para cuál?: para la cooperación capitalista sobre la base del trabajo asalariado; cualquier fábrica nos puede servir como muestra de tal cooperación capitalista”.


Por otro lado, Rosa Luxemburgo profundizó -en su libro “Sozialreform oder revolution?” (¿Reforma o revolución?)- sobre los límites del sistema cooperativista. "Las cooperativas -escribió-, sobre todo las de producción, constituyen una forma híbrida en el seno del capitalismo. Se las puede describir como pequeñas unidades de producción socializada dentro del intercambio capitalista. Pero en la economía capitalista el intercambio domina la producción (es decir, la producción depende, en gran medida, de las posibilidades del mercado). Como fruto de la competencia, la dominación total del proceso de producción por los intereses del capitalismo -es decir, la explotación inmisericorde- se convierte en factor de supervivencia para cada empresa”. Advirtió más adelante: “Las cooperativas de producción pueden sobrevivir en el marco de la economía capitalista sólo si logran suprimir, mediante algún ardid, la contradicción capitalista entre el modo de producción y el modo de cambio. Y lo pueden lograr solo si se sustraen artificialmente a la influencia de las leyes de la libre competencia. Y sólo pueden lograr esto último cuando se aseguran de antemano un círculo fijo de consumidores, es decir, un mercado constante”. En este sentido agregó: “Las que pueden prestar este servicio a sus hermanas en el campo de la producción son las cooperativas de consumo. Aquí yace la explicación del fracaso ineluctable de las cooperativas de producción con funcionamiento independiente y su supervivencia cuando las respaldan cooperativas de consumo”. Pero aclara: “Si es verdad que las posibilidades de existencia de las cooperativas de producción dentro del capitalismo están ligadas a las posibilidades de existencia de las cooperativas de consumo, entonces el alcance de las primeras se ve limitado, en el mejor de los casos, al pequeño mercado local y a la manufactura de artículos que satisfagan necesidades inmediatas, sobre todo de productos alimenticios. Las cooperativas de consumo y, por tanto, también las de producción, quedan excluidas de las ramas más importantes de la producción de capital: las industrias textil, minera, metalúrgica y petrolera y de construcción de maquinarias, locomotoras y barcos. Por esta única razón (dejando de lado momentáneamente su carácter híbrido), no puede considerarse seriamente a las cooperativas de producción como instrumento para la realización de una transformación social general”.


Por su parte, el ya aludido filósofo y teórico social Henri de Saint Simon postulaba el bienestar para el mayor número posible de personas antes que el beneficio del proletario. En su obra “Du système industriel” (El sistema industrial), rechazó las doctrinas igualitarias y estableció que la sociedad estaba dividida en dos clases: la de los ociosos (cortesanos, dignatarios eclesiásticos y civiles, funcionarios oficiales y terratenientes nobles) y la de los trabajadores. No deseaba abolir la propiedad privada y atribuía el buen gobierno a una conjunción de sabios banqueros y empresarios que, junto con los proletarios, formaban la clase industriosa de los trabajadores. Se lo considera el precursor de la “tecnocracia” o gobierno de los tecnócratas y tuvo un nutrido grupo de discípulos, entre ellos Saint Amand Bazard (1791-1832), Barthélemy Enfantin (1796- 1864) y Ferdinand de Lesseps (1805-1894). Mientras tanto en Suiza, el economista y teórico del socialismo utópico Léonard  Simonde de Sismondi (1773-1842) consideraba en “Économie politique” (Economía política) que el objetivo de ésta no era el estudio de las formas de aumentar la riqueza sino de las de mejorar el bienestar de la población mediante una equitativa distribución de aquella. Inicialmente divulgador del pensamiento de Adam Smith, tras observar en varios viajes las duras condiciones de trabajo de la clase obrera, se convirtió en un crítico de la doctrina económica liberal ortodoxa, elaborando sus propias tesis económicas. En “De la richesse comérciale” (De la riqueza comercial), defendió la pequeña producción contraponiéndola al sistema industrial capitalista pues consideraba que éste conducía a la aparición de los monopolios, a la pauperización de los trabajadores y al retraso del consumo respecto de la producción.
Otros socialistas utópicos destacados fueron Etienne Cabet (1788-1856), quien en su “Voyage en Icarie” (Viaje a Icaria) desarrolló la doctrina de la colectivización de los medios de producción preconizando un comunismo para el futuro como marco optimista de la sociedad ideal, para el que era imprescindible, primero, la toma del poder. También Louis Blanc (1811-1882), el que en su obra “Organisation du travail” (La organización del trabajo) defendió la creación de talleres cooperativos promovidos por el Estado para luchar contra el desempleo. Auguste Blanqui (1805-1881), un conspirador y revolucionario nato partidario del golpe insurreccional para llegar a una dictadura al servicio del pueblo que los condicionamientos históricos no hicieron posible. Y el italiano radicado en Francia Filippo Buonarroti (1761-1837), activista durante la Revolución Francesa y autor de “Conspiration pour l’egalité” (Conspiración por la igualdad). Todos ellos, de un modo u otro, definieron los medios económicos y políticos, ideológicos e imaginarios, como los medios adecuados para alcanzar el socialismo.
Un párrafo aparte merece Pierre Joseph Proudhon (1809-1865), hijo de un humilde artesano de tonelería y luego obrero tipógrafo que fue el primer socialista en llamarse anarquista. De formación autodidacta, escribió varias obras trascendentales, entre ellas “Qu'est-ce que la propriété” (Qué es la propiedad) en la que desarrolló la teoría de que la propiedad es un robo en cuanto es resultado de la explotación del trabajo de otros y, sobre todo, “Système des contradictions économiques ou Philosophie de la misère” (Sistema de las contradicciones económicas o Filosofía de la miseria) en la cual se erigió en el portavoz de un socialismo libertario y declaró que la sociedad ideal era aquella en la que el individuo tenía el control sobre los medios de producción. También fue polémico su “De la justice dans la révolution et dans l'Église” (De la justicia en la revolución y en la Iglesia) donde definió la justicia como un derecho puramente humano, como un reciprocidad de servicios que aseguran el respeto de la persona en oposición a la moral trascendente de la Iglesia. Entre sus muchas propuestas figuran la creación de un banco popular que concediera préstamos sin interés, la fijación de un impuesto sobre la propiedad privada y la unión, incluso financiera, de burgueses y obreros en una sola clase media. Bajo la bandera del federalismo, criticó el centralismo y el autoritarismo en aras de lograr una sociedad sin fronteras ni Estados, con una autoridad descentralizada mediante asociaciones o comunas, donde los individuos deberían ser éticamente responsables por sí mismos y, por lo tanto, no necesitarían la dirección de un gobierno. Proudhon en ningún momento pretendió organizar un partido político o una revuelta violenta; fue un teórico del socialismo, no un revolucionario activo: “Republicano soy, en efecto, pero esta palabra no precisa nada. República es la cosa pública, y por eso quien ame la cosa pública, bajo cualquier forma de gobierno, puede llamarse republicano. Los reyes son también republicanos. Yo soy anarquista. Aunque amigo del orden. Soy anarquista en toda la extensión de la palabra”.


Existió inicialmente en Marx y Proudhon una concordancia de ideas en cuanto a sus objetivos comunes: la liberación de la clase trabajadora, la colectivización de los medios de producción y la eliminación de la sociedad burguesa y el sistema capitalista. Pero luego de la publicación en 1846 de “Filosofía de la miseria” por parte del anarquista francés, hubo una fuerte confrontación teórico-política que Marx puso de manifiesto al año siguiente en su “Das elend der philosophie” (Miseria de la filosofía). “¿Qué es la sociedad, cualquiera que sea su forma? -se pregunta Marx en una carta que le dirigió al crítico literario ruso Pavel Annenkov (1813-1887) en diciembre de 1846 a propósito de la obra de Proudhon-. El producto de la acción recíproca de los hombres. ¿Pueden los hombres elegir libremente esta o aquella forma social? Nada de eso. A un determinado nivel de desarrollo de las facultades productivas de los hombres, corresponde una determinada forma de comercio y de consumo. A determinadas fases de desarrollo de la producción, del comercio, del consumo, corresponden determinadas formas de constitución social, una determinada organización de la familia, de los estamentos o de las clases; en una palabra, una determinada sociedad civil. A una determinada sociedad civil, corresponde un determinado orden político que no es más que la expresión oficial de la sociedad civil. Esto es lo que el señor Proudhon jamás llegará a comprender, pues él cree que ha hecho una gran cosa apelando del Estado a la sociedad civil, es decir, del resumen oficial de la sociedad a la sociedad oficial”.
“Huelga añadir -agrega Marx- que los hombres no son libres árbitros de sus fuerzas productivas, base de toda su historia, pues toda fuerza productiva es una fuerza adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las fuerzas productivas son el resultado de la energía práctica de los hombres, pero esta misma energía se halla determinada por las condiciones en que los hombres se encuentran colocados, por las fuerzas productivas ya adquiridas, por la forma social anterior a ellos, que ellos no crean y que es producto de la generación anterior. El simple hecho de que cada generación posterior se encuentre con fuerzas productivas adquiridas por la generación precedente, que le sirven de materia prima para la nueva producción, crea en la historia de los hombres una conexión, crea una historia de la humanidad, que es tanto más la historia de la humanidad por cuanto las fuerzas productivas de los hombres, y, por consiguiente, sus relaciones sociales, han adquirido mayor desarrollo. Consecuencia obligada: la historia social de los hombres no es nunca más que la historia de su desarrollo individual, tengan o no ellos mismos conciencia de esto. Sus relaciones materiales forman la base de todas sus relaciones. Estas relaciones materiales no son más que las formas necesarias bajo las cuales se realiza su actividad material e individual”.

22 de noviembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XX) 3º parte. Bosquejo ontológico

Apuntes (como sondeo de la historia)
2. Sobre las primeras expresiones de protesta de los trabajadores

El período comprendido entre la segunda mitad del siglo XVI y la primera del siglo XVII fue una época de agitación en el Viejo Mundo. La Reforma produjo una secuela de conflictos que agudizaron las tensiones estructurales del Antiguo Régimen, visibles, sobre todo, en el terreno de la economía. Los desequilibrios entre población y recursos, propios de la estructura económica de la sociedad preindustrial, se agravaron como efecto de las malas cosechas y de las periódicas hambrunas. Pero la Reforma también implicó una lucha por el poder político, económico y religioso dirigida por la burguesía, y la imposición de nuevos preceptos morales que sirvieron a sus intereses. Los cambios necesarios para la aparición del capitalismo no sólo fueron los relacionados con el control y el poder sobre los medios de producción, sino también cambios culturales. Según opinaba Max Weber en su ya citada “Die protestantische ethik und der geist des kapitalismus” (La ética protestante y el espíritu del capitalismo), existen muchas razones para buscar los orígenes de estos cambios en las ideas religiosas de la Reforma. Para Weber, la ética y las ideas puritanas -tanto luteranas como calvinistas- influyeron en el desarrollo del capitalismo. "Para que una forma de vida bien adaptada a las peculiaridades del capitalismo pueda superar a otras, debe originarse en algún lugar, y no sólo en individuos aislados, sino como una forma de vida común a grupos enteros de personas". Y colocó al protestantismo como la doctrina que favoreció la búsqueda racional del beneficio económico porque, si bien no fue su objetivo principal, la lógica inherente a esas ideas religiosas promovió la búsqueda de dicha utilidad. Esta idea fue respaldada por personalidades de la época tan disímiles como el médico y economista inglés William Petty (1623-1687) o el jurista francés Charles Louis de Montesquieu (1689-1755), para quienes existía claramente una afinidad entre el protestantismo y el desarrollo del espíritu comercial.
En cualquier caso, mientras en el transcurso del siglo XIV se había desarrollado la pequeña producción local, durante el siglo XVII -un momento clave en la evolución del feudalismo al capitalismo- se produjo una concentración del potencial económico: en el ámbito agrario bajo la forma de concentración de tierras en manos de terratenientes, y en el ámbito industrial al consolidarse la manufactura dispersa a expensas de la artesanía gremial. Ambos fenómenos contribuyeron a acelerar el proceso de acumulación capitalista previo a la Revolución Industrial aunque, de todas maneras, el proceso no se verificó en toda Europa de forma general. Para el historiador danés Niels Steensgaard (1932-2013) el elemento central que produjo la crisis del siglo XVII fue el papel jugado por los Estados, los que, a través de sustracciones fiscales provocaron la ruina del pequeño campesinado al fomentar un proceso de concentración de la propiedad, mientras que la nobleza, también afectada por la crisis, incrementó la presión señorial y se adueñó de tierras de explotación comunal. “Esto -dice en su “Verdenshistorie” (Historia del mundo)- desequilibró la distribución y forzó la polarización social”. Pero la beneficiaria indiscutible de estos cambios fue Inglaterra, país en el que primaron los intereses manufactureros respecto a los comerciales y financieros, por lo que salió fortalecida de la crisis. Esto contribuye a explicar el protagonismo inglés en el desarrollo de la primera Revolución Industrial durante el siglo XVIII y, en general, la precocidad de Inglaterra en la formación del capitalismo manufacturero.


Pero mientras esto ocurría en Inglaterra, un acontecimiento prodigioso se producía en 1610 en Padua, al norte de Italia, cuando Galileo Galilei (1564-1642) enfocó su telescopio hacia los cielos y dedujo que la Luna y los planetas, entre ellos la Tierra, rotaban alrededor del Sol. Estos hallazgos contradecían la visión doctrinaria que tenía la Iglesia Católica en cuanto a que la Tierra estaba en el centro del universo. Prontamente, el Vaticano condenó oficialmente la teoría y ordenó que todos los libros que la contenían fueran retirados de circulación. El propio cardenal Roberto Belarmino (1542-1621), conocido como el “martillo de los herejes” y que entre sus “méritos” contaba con haber mandado a la hoguera al astrónomo italiano Giordano Bruno (1548-1600), ordenó que la Inquisición realizase una investigación discreta sobre Galileo a partir de junio de 1611. Finalmente, después de dos décadas de luchar por establecer la absoluta independencia entre la fe católica y los hechos científicos, cuando en febrero de 1632 publicó su “Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo” (Diálogo sobre los sistemas del mundo), se desató un verdadero escándalo. Poco más de un año después, el 12 de abril de 1633 la Inquisición lo acusó formalmente de herejía. El proceso terminó con la condena a prisión perpetua, pese a la renuncia de Galileo a defenderse y a su retractación formal, condena que se le permitiría cumplir en una villa cercana a Florencia hasta su muerte.
Exactamente ciento setenta y ocho años después de aquel día en que se inició el vergonzoso proceso en contra de Galileo, en una Inglaterra exaltada por los progresos económicos que traía la Revolución Industrial, un grupo de obreros enfurecidos decidió manifestarse violentamente en contra de la nueva e innovadora maquinaria que los había marginado del aparato productivo, hundiéndolos en la miseria más absoluta. Se llamaban “luditas”, o simplemente “destructores de máquinas”, y su lucha apasionada representó un punto de quiebre en la historia de la sociedad europea. Durante la noche del 12 de abril de 1811, unos trescientos cincuenta hombres, mujeres y niños arremetieron contra una fábrica de hilados de Nottinghamshire, destruyendo los grandes telares a golpes de maza y prendiendo fuego a las instalaciones. La fábrica pertenecía a un fabricante de hilados de mala calidad pero pertrechado de nueva maquinaria para la incipiente industria de exportación. “La fábrica, en sí misma -relata el sociólogo argentino Christian Ferrer (1960) en “Cabezas de tormenta”-, era por aquellos años un hongo nuevo en el paisaje: lo habitual era el trabajo cumplido en pequeños talleres. Otros setenta telares fueron destrozados esa misma noche en otros pueblos de las cercanías”. La protesta trocó en epidemia y en los días que siguieron la revuelta llegó a Derby, Lancashire y York, corazón de la Inglaterra de principios del siglo XIX y centro de gravedad de la Revolución Industrial. El efecto contagioso de la furia contra las máquinas se expandiría sin control por el centro de Inglaterra durante dos años, perseguido por un ejército de diez mil soldados al mando del general Thomas Maitland (1759-1824), una cifra que excedió incluso a la cantidad de efectivos que la Corona movilizó durante las Guerras Napoleónicas.


“Maitland y sus soldados -cuenta Ferrer-  buscaron desesperadamente a Ned Ludd, su líder. Pero no lo encontraron. Jamás podrían haberlo encontrado, porque Ned Ludd nunca existió: fue un nombre propio pergeñado por los pobladores para despistar a Maitland”. “El tal Ludd era, en realidad -aclara la periodista cultural argentina Flavia Costa (1971) en “Los destructores de máquinas”-, un colectivo de campesinos y trabajadores anónimos acostumbrados a vivir de su trabajo artesanal y a quienes las nuevas máquinas estaban dejando sin trabajo o destruyendo drásticamente su tradicional forma de existencia”. Por entonces, al ingreso de maquinarias que dejaban sin empleo a los trabajadores más pauperizados y el complot de los nuevos grandes industriales y los distribuidores de productos textiles de Londres para que éstos no compraran mercadería a los talleres de las pequeñas aldeas, se sumó una ley que prohibía expresamente a los tejedores emigrar, ya que Inglaterra no quería transmitir sus conocimientos tecnológicos al resto del mundo. “El resultado fue nefasto -narra Costa-. A fines de 1811, más de cuatro mil doscientas familias se vieron forzadas a pedir ayuda del gobierno, una limosna del fondo para pobres y menesterosos. La reacción de los luditas no se hizo esperar. Pero no porque pretendieran tomar el poder o detener caprichosamente el avance de la industria y el ‘progreso técnico’, sino porque querían conservar el poder de decidir sobre sus propias vidas”.
Tal como lo recordó el médico y profesor escocés Samuel Smiles (1812-1904) en su “Industrial biography. Iron workers and tool makers” (Biografía industrial. Trabajadores del hierro y fabricantes de herramientas) de 1863, el perfeccionamiento de las herramientas “debió comprometerse en una larga y difícil batalla, dado que cualquier mejora en su poder efectivo chocaba sin duda con los intereses de algún oficio ya establecido. Esto fue precisamente lo ocurrido con las máquinas, que eran las herramientas más complejas y completas. Tómese, por ejemplo, el caso de la sierra. La tarea de cortar madera mediante el empleo de la sierra manual era tediosa y pesada. Para evitarla, alguna persona dotada de ingenio ideó que un cierto número de sierras se fijaran a un marco de manera tal que se movieran conjuntamente hacia arriba y abajo o hacia atrás y adelante, y que el marco así preparado fuera atado a la rueda de un molino que moviera las sierras por acción del viento o del agua. Se ensayó la propuesta y, como bien puede imaginarse, la cantidad de trabajo realizado por la máquina-sierra fue inmensa, comparada con el tedioso proceso del aserrado manual”. El nuevo método influyó notoriamente sobre el trabajo de quienes aserraban a mano y, naturalmente, éstos desconfiaron y sintieron hostilidad hacia los molinos-aserraderos. El primer aserradero de este tipo había sido instalado en Inglaterra en 1663, pero pronto fue abandonado a causa de la hostilidad de los obreros. Pasó más de un siglo antes de que se construyera otro en 1767, pero no bien estuvo terminado una multitud lo redujo a escombros. Lo mismo ocurriría con la lanzadera volante inventada por John Kay (1704-1780) -una máquina que permitía tejer piezas de algodón en mayor escala y a mayor velocidad de lo que se lograba manualmente-, el telar mecánico de James Hargreaves (1720-1778) o la hiladora hidráulica de algodón de Richard Arkwright (1732-1792), inventos todos ellos de mediados del siglo XVIII que se vieron afectados por graves revueltas y la ira de los destructores de máquinas.


El ya citado economista e historiador Ernest Mandel subrayó en “Die stellung des marxismus in der geschichte” (El lugar del marxismo en la historia) que “la organización masiva de los trabajadores por los trabajadores mismos fue anterior a la expansión de las grandes fábricas. Data de la segunda mitad del siglo XVIII, período durante el cual el proletariado británico era todavía, ante todo artesanal, manufacturero, agrícola. Su principal forma de organización eran las asociaciones oficiales de artesanos, condicionadas por el localismo y el corporativismo, pero impulsadas por una solidaridad tenaz, su esfuerzo por conquistar un mínimo de capacidad financiera de autodefensa, y su estatuto y espíritu cada vez más democrático: asambleas generales, elección de dirigentes, constitución de comités, control de la tesorería, etc.”. Como respuesta a estas actividades, el Primer Ministro William Pitt (1759-1806) hizo promulgar en 1799 una ley -conocida como “Combination Acts”- mediante la cual fueron prohibidas las coaliciones obreras. “El voto de esta ley -prosigue Mandel- obstaculizó la organización del joven proletariado inglés pero no la impidió en absoluto. Obligó que aquella pasara a la clandestinidad y que sus luchas en defensa de los intereses materiales de los trabajadores adquiriesen un carácter más violento”. La manifestación de hostilidad más feroz fue la desarrollada por los luditas, una sublevación sin líderes, sin organización centralizada, con el objetivo de discutir de igual a igual con los nuevos industriales. “Toda la historia posterior de las luchas obreras los tuvo por ancestros. Y también como oráculo: con sus ataques intempestivos, anticiparon la violencia silenciosa, el fascismo simpático, de la era de la técnica”, dice Flavia Costa en el artículo mencionado.
En 1848, Marx y Engels escribirían en el “Manifest der Kommunistischen Partei” (Manifiesto del Partido Comunista): “En Europa, cuna del socialismo, podemos observar que en sus orígenes las organizaciones del naciente movimiento obrero estuvieron ligadas a actos de terror individual y/o destrucción desesperada antes que la acción colectiva de los obreros en contra del gran capital pudiera demostrar en la práctica la eficacia de la lucha política y económica de masas. El primer instinto o reacción natural de los obreros y pequeños propietarios, que eran lanzados a la ruina creciente por la competencia del gran capital, hacia la miseria y la mendicidad, fue responder con actos desesperados de ira. En una primera etapa reaccionaron destruyendo la maquinaria o atentando individualmente contra los patronos y capataces. Los artesanos proletarizados y los semiproletarios no se contentaban con dirigir sus ataques contra las relaciones burguesas de producción, y los dirigían contra los mismos instrumentos de producción: destruyeron las mercancías extranjeras que les hacían competencia, rompieron las máquinas, incendiaron las fábricas, intentaban reconquistar por la fuerza la perdida posición del artesano de la Edad Media”.


Para Mandel, el objetivo de los luditas no era la eliminación de las máquinas de la industria textil, sino más bien el aumento de los salarios, la lucha contra la carestía de la vida y el desempleo, además de otros objetivos clásicos de las primeras agrupaciones obreras. “La táctica de inutilizar las máquinas se impuso porque los trabajadores arrendaban aún en su mayoría las máquinas a los patrones para utilizarlas en sus casas. En esas condiciones, el hecho de inutilizar las máquinas fue considerado como el único recurso para conseguir realmente una huelga general”. El antes citado Christian Ferrer observa que el caso de los luditas fue un laboratorio social y político donde colisionaron por primera vez las fuerzas emergentes de una nueva época. En el parto simbólico y simultáneo de la era de la técnica y el capitalismo industrial, nacieron también los servicios de inteligencia del Estado. “Fue contra los luditas que, por primera vez en Inglaterra, el Estado puso en marcha contra sus propios ciudadanos la tecnología política del espionaje y la infiltración de ‘dobles agentes’, además de la habitual oferta de recompensas suculentas y la imposición de jueces provocadores que sembraban el miedo y el descontento con sus duras sentencias valiéndose de juicios rápidos y falsos testimonios recogidos por los hombres del general Thomas Maitland”.
Es que la cruzada ludita resultaba muy costosa: en dos años sus ataques causaron daños a máquinas y propiedades por una cifra superior a las 100.000 libras, a lo que hay que añadir el gasto que supuso para el gobierno en jornales, comida, alojamiento y equipamiento para el ejército desplegado en las zonas afectadas durante todo ese tiempo. Además, la táctica de los luditas rápidamente se hizo popular. El antes mencionado historiador Eric Hobsbawm recordó en “The machine breakers” (Los destructores de máquinas) que en Nottinghamshire ni un solo ludita fue denunciado “a pesar de que gran número de pequeños patrones tenían que haber conocido perfectamente bien quién rompía sus bastidores”. Los luditas contaban con la aplastante simpatía de la población rural y aún la de los pequeños propietarios, cuyo ideal era el de mantener propiedades de tamaño reducido y jornaleros con un buen nivel de vida, ya que desconfiaban de la naciente estirpe de empresarios, esos “santos seguros de sí mismos” como los definió Max Weber en la obra antes aludida.
La represión no se hizo esperar. El 14 de febrero de 1812 los legisladores del ala conservadora propusieron penalizar con la muerte a quien dañara voluntariamente "cualquier telar de calcetería o encaje". La medida fue aprobada por amplia mayoría tres días después. En la Inglaterra de comienzos del siglo XIX, dañar una máquina pasó a ser un delito capital, uno más entre los doscientos veintitrés que catalogó el filósofo francés Michel Foucault en “Surveiller et punir” (Vigilar y castigar) y por los cuales un hombre podía ser condenado a muerte. Para la constitución del orden burgués capitalista era necesario “el disciplinamiento estatal, la sujeción de los cuerpos y su inserción compulsiva y las más de las veces brutal en el mercado de trabajo según las exigencias de la nueva producción industrial”. Así las cosas, la rebelión ludita terminó a mediados de 1816, poco después del ataque llevado a cabo durante la noche del 28 de junio a la fábrica de telares que el inventor de la máquina bordadora John Heathcoat (1783-1861) tenía en Loughborough.
“El golpe era inusual -puntualiza Flavia Costa-, ya que en esa ciudad no había habido hasta ese día ningún episodio de destrucción de maquinaria. Pero casi todas las máquinas rotas en Nottinghamshire provenían del taller de Heathcoat, y quizá por eso su dueño parecía estar esperando el ataque: cuando los trabajadores entraron en los talleres, se encontraron con seis guardias armados con pistolas y bayonetas”. El caudillo del asalto, James Towle (1780-1816), y otros ocho luditas fueron arrestados. Towle fue ahorcado públicamente en Leicester el 20 de noviembre de 1816, otros seis lo fueron al año siguiente y los dos restantes condenados a cadena perpetua. Este fue el fin de la aventura ludita, aquel movimiento obrero que peleó, no contra las máquinas en sí mismas, sino contra lo que ellas simbolizaban: el triunfo de una nueva economía política. “Una economía política -tal como precisa Christian Ferrer- sostenida en la domesticación y el moldeamiento de los cuerpos para convertirlos en mera fuerza de trabajo, volverlos piezas de una maquinaria infinitamente más grande e impersonal. Un movimiento imparable que iba vaciando las aldeas campesinas y las transformaba en ciudades fabriles hostiles a la vida, con su ambiente ferozmente degradado por el hollín, el humo, el pésimo estado sanitario; con sus tugurios oscuros, pequeños y ruidosos, sus barriadas populares y sus callejuelas sombrías repletas de basura, sin luz natural ni espacios abiertos, prácticamente sin ventanas, en el más completo hacinamiento”.


Como dato anecdótico cabe recordar parte del memorable discurso que uno de los más grandes íconos del Romanticismo, el poeta George Byron (1788-1824), hiciera durante su breve paso por la Cámara de los Lores en la sesión del 27 de febrero de 1812 y que le valiera ser insultado públicamente: “La perseverancia de estos hombres miserables en sus procederes refuerza la idea de que nada excepto la necesidad absoluta puede llevar a un enorme grupo de trabajadores otrora honesto e industrioso a cometer excesos tan arriesgados para ellos, para sus familias y sus comunidades. La policía, no obstante inútil, no estuvo de ninguna manera ociosa: detectó a varios notorios delincuentes, hombres que confesaban rápidamente, tan clara era la evidencia, ser culpables del delito capital de la pobreza; hombres culpables del nefasto hecho de haber engendrado a varios hijos a quienes, ¡gracias a estos tiempos! ya no podían mantener. Un daño considerable han padecido los propietarios de telares mecánicos. Estas máquinas eran para ellos una ventaja, considerando que reemplazaban la necesidad de emplear un número importante de trabajadores, a quienes en consecuencia se los deja morir de hambre. Con la adopción de una de estas máquinas en particular, un hombre realizaba el trabajo de muchos, y los trabajadores sobrantes fueron expulsados de sus empleos. Al mismo tiempo, cabe observar que el trabajo así realizado era inferior en calidad; no comerciable en el mercado interno y meramente despachado en vistas a la exportación. ¿Es que no hay ya suficiente sangre en su código penal que debe ser derramada todavía más para que ascienda a los cielos y testifique contra ustedes? ¿Y cómo se hará cumplir esta ley? ¿Creen que podrán meter a un pueblo entero dentro de sus prisiones? ¿Pondrán una horca en cada pueblo y de cada hombre se hará un espantapájaros?”.
Exactamente un siglo más tarde, Trotsky escribiría un artículo sobre la violencia y el terrorismo en el periódico “Der Kampf”. En él vertía, entre otros conceptos, su convicción de que “el Estado a través de la historia siempre ha tenido como instituciones neurálgicas al ejército, la policía, y las cárceles. De esta forma, la burguesía como la clase social dominante mantiene su ‘status quo’ y defiende la propiedad privada sobre los medios de producción… La amenaza de una huelga, la organización de piquetes de huelga, el boicot económico a un patrón explotador, todo esto y mucho más es calificado de terrorismo. Si por el terrorismo se entiende cualquier acto que atemorice o dañe al enemigo, entonces la lucha de clases no es sino terrorismo. Y lo único que resta considerar es si los políticos burgueses tienen derecho a proclamar su indignación moral acerca del terrorismo proletario, cuando todo su aparato estatal, con sus leyes, policía y ejército no es sino un instrumento del terror capitalista”.

18 de noviembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XIX) 3º parte. Bosquejo ontológico

Apuntes (como sondeo de la historia)
1. Sobre pastores, artesanos y mercaderes

El economista británico Lionel Robbins fue quien propuso una de las primeras definiciones contemporáneas de la economía: “La economía es la ciencia que se encarga del estudio de la satisfacción de las necesidades humanas mediante bienes que, siendo escasos, tienen usos alternativos entre los cuales hay que optar”. Karl Marx, unos años antes había afirmado que la economía es “la ciencia que estudia las relaciones sociales de producción”. Pero fue el economista y sociólogo alemán Werner Sombart (1863-1941) quien en su “Der moderne kapitalismus” (El apogeo del capitalismo) dio la que tal vez sea la más completa definición basándose en el análisis de los aspectos jurídicos y sociales, los medios técnicos y los móviles de la actividad económica, es decir, aquella destinada a asegurar el equilibrio entre la producción y el consumo, entre los bienes y las necesidades. "El sistema económico es un conjunto coherente de instituciones jurídicas y sociales en el seno de las cuales son puestos en práctica, para asegurar la realización del equilibrio económico, ciertos medios técnicos, organizados en función de ciertos móviles dominantes”, precisó Sombart, quien para Friedrich Engels era el único profesor alemán que comprendía la primordial obra “Das kapital” (El capital). Y es el propio Sombart quien en su “Luxus und kapitalismus” (Lujo y capitalismo) hablaba de una sociedad totalmente corrompida por el culto al dinero, un fenómeno significativo en la historia de los pueblos cuyo origen se pierde en las insondables tinieblas de la prehistoria. El dinero arregla casamientos, forja amistades y alianzas, levanta naciones y ciudades, proporciona honra y estima, alegría y regocijo, fomenta las artes y las ciencias, el comercio y la alquimia. Nada queda fuera del ámbito de su acción. “Toda la época primitiva del capitalismo da la impresión de ir regida por este principio: que para la persona de distinción es digno gastar el dinero, pero no lo es ganarlo”, decía en 1921. Pero hubieron de ocurrir muchas cosas para llegar al actual estado de cosas.


Tanto en las sociedades primitivas, primero, como en el seno de las comunidades aldeanas nacidas de la revolución neolítica después, la economía se basaba en la producción de los valores de uso destinados a ser consumidos por los mismos productores. Entre estas sociedades y la sociedad capitalista, existió un largo período de la historia de la humanidad que puede definirse como el de la sociedad de la pequeña producción mercantil. Este tipo de sociedad se caracterizó por la producción de mercancías y de bienes no sólo destinados al consumo de sus productores sino a ser intercambiados en el mercado. Aquellas sociedades primitivas poseían un grado de civilización poco evolucionado que comportaba necesidades escasas y una técnica arcaica. Hacia el siglo X persistía la crisis económica que se venía arrastrando desde el siglo anterior. La tierra seguía siendo la principal fuente de riqueza, pero la productividad era escasa. El área cultivada era muy restringida, los instrumentos de labranza rudimentarios y costosos, lo mismo que las bestias de carga y de trabajo; el mal estado de los caminos y la inseguridad elevaban el precio de los transportes, apagando la actividad comercial. Todo favoreció al estancamiento de la vida económica, que quedaba reducida a los estrechos límites de cada dominio, y reyes y príncipes se trasladaban de una posesión a otra para agotar sucesivamente las provisiones allí almacenadas. A medida que se desarrollaron paralelamente las necesidades y la civilización, la actividad económica se intensificó, se diversificó y sobrepasó los límites geográficos estrechos en cuyo seno se desenvolvió en un principio. Se pasó así de la economía doméstica a la economía señorial y a la economía urbana, etapas que corresponden, respectivamente, al predominio de la actividad pastoril, agrícola y artesanal. Es decir, de aquella forma de producción destinada siempre y de un modo esencial a la satisfacción de las necesidades inmediatas de la colectividad y no al intercambio o al enriquecimiento convertido en un fin por sí mismo, se pasó poco a poco a una forma de organización económica diametralmente opuesta.
En la economía doméstica pastoril existía el régimen de propiedad colectiva de la tierra aunque los derechos individuales sobre los otros bienes variaban según los pueblos y sus costumbres. Así lo entendían tanto el historiador inglés Henry Maine (1822-1888) como el sociólogo belga Émile de Laveleye (1822-1892) en “Early history of institutions” (Historia de las instituciones primitivas) y “De la propriété et de ses formes primitives” (De la propiedad y sus formas primitivas) respectivamente. En cambio el historiador francés Fustel de Coulanges (1830-1889) en “La cité antique” (La ciudad antigua) o el sociólogo austríaco Richard Thurnwald (1869-1954) en “Werden, wandel und gestaltung der wirtschaft” (Desarrollo, cambios y formación de la economía) estimaban que ya por entonces se admitía cierta propiedad individual basada en el derecho romano. Como quiera que fuese, en las sociedades primitivas la elección y el ejercicio de las actividades profesionales era, o bien un régimen de coacción (la esclavitud), o bien un régimen de profesiones cerradas (las castas). 


Bajo el régimen de la esclavitud, ciertos individuos eran propiedad de otros hombres y estaban obligados a trabajar para su dueño. Toda la actividad económica, la producción de riquezas agrícolas e industriales, era considerada como una tarea inferior y reservada a esclavos, pues los hombres libres, pensadores y guerreros, debían dedicarse a las artes y a la defensa de la ciudad. En el régimen de castas, el derecho de ejercer una determinada profesión estaba estrictamente reservado a ciertas categorías sociales. La actividad profesional de cada individuo estaba rigurosamente determinada por la herencia. El miembro de una familia ligada a la casta de los herreros, por ejemplo, no podía ser más que herrero y solo él podía ejercer ese oficio. Lo mismo con los hilanderos, los tejedores, los talabarteros, los hojalateros, etc.
Naturalmente, el régimen de castas generó una sociedad altamente jerarquizada hasta el punto que los líderes de dichas castas conocían desde su nacimiento el lugar que ocuparían en la sociedad, posición que era respetada en forma rigurosa. Esta estratificación fue un proceso que generó formas de desigualdad en la comunidad en función de los diferentes grados de prestigio social, riqueza y poder político. El ya mencionado Max Weber apunta en “Wirtschaft und gesellschaft” (Economía y sociedad) que, si bien la diferencia de clases se basa en condiciones económicas objetivas, “en su formación también son importantes otros factores como los recursos de conocimientos técnicos y las credenciales y calificaciones que influyen en el tipo de trabajo que las personas pueden obtener”. Por su parte Marx y Engels decían en “Die deutsche ideologie” (La ideología alemana) con respecto a los individuos que hallan al nacer prefijadas sus condiciones de vida: “La clase a que pertenecen les señala su posición social, y con ello, la vía por la que han de desarrollar su personalidad. Este sometimiento de los individuos a la clase en nada difiere de su sometimiento a la división del trabajo. Ya hemos indicado muchas veces cómo este sometimiento de los individuos a la clase va derivando al mismo tiempo hacia un sometimiento a ideas, etc.". Desde este punto de vista, el sistema de castas tenía un gran poder regulador de la economía, haciendo que la igualdad social fuese imposible.
En el estadio ulterior de la evolución de las sociedades, el de la economía señorial agrícola, la célula de la actividad económica pasó de la familia patriarcal a la del señor feudal. Es la fase de la economía que apareció hacia el final del mundo romano y se desarrolló, sobre todo, en la alta Edad Media. Si bien la actividad continuó diversificándose, la técnica siguió siendo muy tosca. En esta etapa de la evolución económica, la concepción romana de la propiedad dio lugar a la concepción feudal. En ella, el señor feudal tenía la propiedad de la tierra y el vasallo un simple derecho de usufructo. Cualesquiera que fuesen las diferencias jurídicas entre las distintas clases sociales, éstas se reducían a tres, de acuerdo con sus profesiones: campesinos, guerreros y clérigos. Los primeros, sean pequeños propietarios, renteros o siervos, estaban sometidos a la justicia y explotación del señor territorial. Los caballeros, que gozaban de exención económica, quedaron también articulados dentro del sistema feudal, y los clérigos fueron los únicos que formaron una auténtica corporación, con sus leyes y privilegios especiales. En materia de trabajo agrícola, perduró el régimen de coacción sin libertad, aunque pasó a llamarse servidumbre. El siervo estaba sujeto hereditariamente a la tierra de un señor a quien debía un cierto número de contribuciones y de servicios personales. A diferencia del esclavo, el siervo disponía de su persona y poseía ciertos derechos sobre las tierras que cultivaba. La servidumbre, suprimida en Inglaterra desde el siglo XIV, lo fue definitivamente cuando la Revolución Francesa, aunque sobrevivió hasta principios del siglo XX en algunos países como por ejemplo Rusia. La importancia del Medioevo, especialmente en Europa occidental, es trascendental, porque en él se generaron las fuerzas de cuya expansión surgieron las actuales sociedades industriales.


“El estudio del feudalismo -dice el historiador francés Jacques Verger (1943) en “Naissance et premier essor de l'Occident chrétien” (La Alta Edad Media)-, ha estado sometido a profundas contradicciones. Iniciado por la burguesía ascendente en lucha con él, se esforzó en presentarlo como la edad de la irracionalidad, de la superstición, del oscurantismo y de la barbarie, como un trágico error de la humanidad. Esta concepción parece justa si se considera a la Alta Edad Media situada entre el equilibrio y la serenidad del mundo clásico y la racionalidad de la sociedad capitalista. Pero este enfoque sufrió un profundo cambio bajo el impacto de las investigaciones dirigidas a esclarecer los orígenes del Mundo Moderno que han demostrado que, precisamente, la sociedad burguesa capitalista se ha gestado en el seno de la sociedad medieval”. Y fue a partir del siglo XI, cuando el despertar de las ciudades produjo profundos cambios. La economía urbana artesanal nació, justamente, cuando se pasó del dominio rural a la ciudad o comuna, y de una economía casi exclusivamente agraria a una economía de pequeña industria artesanal. En ésta, el régimen de trabajo ya no fue la esclavitud o la servidumbre sino un régimen de profesiones cerradas y organizadas conocido como corporativismo medieval, un régimen que se caracterizó esencialmente por una estricta reglamentación profesional. El régimen corporativista impulsó notoriamente la producción artesanal y funcionó con relativa armonía tanto desde el punto de vista económico como desde el social hasta el siglo XV. A partir de los progresos de la división del trabajo y de la aparición de ciertos excedentes, el potencial de trabajo de los artesanos fue progresivamente pasando a manos de corporaciones monopólicas que ya no estaban interesadas en producir exclusivamente para satisfacer las necesidades personales del productor, las de su familia, las de sus vecinos y, accesoriamente, intercambiar algunos productos superfluos, sino en producir bienes para satisfacer las necesidades de personas desconocidas.
Este cambio supuso una situación social esencialmente diferente. Explica el economista e historiador belga Ernest Mandel en “Initiation à la théorie économique marxiste” (Iniciación a la economía marxista): “En una sociedad basada en la pequeña producción mercantil se efectúan dos clases de operaciones económicas. Los campesinos y los artesanos que acuden al mercado con los productos de su trabajo quieren vender sus mercancías -cuyo valor de uso no pueden utilizar directamente- a fin de obtener dinero, medios de intercambio para adquirir otras mercancías, de cuyo valor de uso carecen o que, para ellos, es más importante que el valor de uso de las mercancías de que son propietarios. El campesino acude al mercado con trigo; vende este trigo a cambio de dinero, y con este dinero compra tela, por ejemplo. El artesano llega al mercado con tela, vende su tela a cambio de dinero, y con este dinero compra trigo, por ejemplo. Se trata de la operación vender para comprar que se caracteriza por un hecho esencial: el de que el valor de los dos extremos es exactamente idéntico. Pero, al lado del artesano y del pequeño campesino, en la pequeña producción mercantil aparece otro personaje que realiza una operación económica diferente. En lugar de vender para comprar, va a comprar para vender. Es un hombre que acude al mercado sin llevar ninguna mercancía en las manos, acude como propietario de dinero. El dinero no se puede vender, pero se le puede utilizar para comprar, y es lo que este personaje hace: compra para vender, a fin de volver a vender. Entre esta segunda operación y la primera existe una diferencia fundamental: la segunda operación no tiene sentido si al cabo de ella nos encontramos exactamente con el mismo valor que  al principio. Nadie compra una mercancía para volver a venderla exactamente al mismo precio que la compró. La operación ‘comprar para vender’ sólo tiene sentido si la venta proporciona un suplemento de valor, una plusvalía”.


En los comienzos de la pequeña producción mercantil, cuando la división del trabajo entre artesanos y campesinos era aún muy elemental, la forma en que se  realizaba el intercambio de bienes estaba dada por la cantidad de trabajo necesaria para producirlos. Los productos de una jornada de trabajo de un agricultor se trocaban por los productos de una jornada de trabajo de un tejedor. De esta forma, las actividades productivas se redistribuirían entre los diferentes sectores de acuerdo a una regla de equivalencia, una “ley del valor”: por una misma cantidad de trabajo proporcionado, una misma cantidad de valor recibido en el cambio. Sin embargo, “muy rápidamente -dice Mandel en la obra citada-, la pequeña producción mercantil exigió la aparición de un medio de cambio universalmente aceptado para facilitar el cambio. Este medio de cambio por el que se podían cambiar indiferentemente todas las mercancías, es la moneda. Con la aparición de la moneda, otro personaje social, otra clase social, apareció como consecuencia de un nuevo progreso en la división social del trabajo: el propietario de dinero, distinto del propietario de mercancías y opuesto a él. Es el usurero o el negociante especializado en el comercio”. De esta manera, aunque la economía medieval siguió siendo fundamentalmente rural mientras el artesanado predominaba en las ciudades y los grandes negocios no eran más que una capa superficial, para el siglo XIII la extensión de los negocios por parte de estos negociantes -mercaderes- llevó a un creciente desarrollo de la actividad comercial en los siglos siguientes.
Estos grandes mercaderes fueron quienes prepararon el advenimiento del capitalismo. Apunta el historiador francés Jacques Le Goff (1924) en “Marchands et banquiers du Moyen Âge” (Mercaderes y banqueros de la Edad Media) que “por la masa de dinero que maneja, por la extensión de sus horizontes geográficos y económicos y por sus métodos comerciales y financieros, el mercader medieval es un capitalista. Lo es también por su espíritu, por su género de vida y por el lugar que ocupa en la sociedad”. Estos personajes tenían intereses extensos y complejos que iban desde el comercio propiamente dicho hasta operaciones financieras de todo orden, pasando por la especulación y las inversiones inmobiliarias y rurales. La expropiación a las clases rurales de la propiedad de la tierra, acción en la que tomaron parte los mercaderes, fue la fuente de la acumulación primitiva del capital. El gran mercader medieval concentró los medios de producción en manos privadas y aceleró el proceso de enajenación del trabajo de los artesanos, de los obreros y de los campesinos quienes, para los siglos XIV y XV -en Florencia y Flandes, por ejemplo-, fueron ya subordinados económicamente y proletarizados. Para entonces, el poseedor de capitales no era ya un simple usurero, banquero o mercader. Era el propietario y organizador de los medios de producción, alquilaba brazos, fabricaba manufacturas o productos industriales. La plusvalía ya no se extraía de la esfera de la distribución sino que se producía en el curso del proceso productivo.
Se puede así definir al capital como un valor que se incrementa con una plusvalía, ya sea en la circulación de mercancías tal como ocurría en el régimen corporativista, o en la producción de las mismas como sucedería más adelante en el régimen capitalista. Es decir que la existencia del capital es mucho más antigua que el modo de producción capitalista, la primera forma de organización social en que el capital ya no sólo desempeñó el papel de intermediario y de explotador de formas fundadas en la pequeña producción mercantil, sino que se apropió de los medios de producción y se introdujo en la producción propiamente dicha. Estos cambios, fundados en la búsqueda de ganancias y en el mecanismo del mercado, se produjeron en un principio lentamente, se precipitaron en el siglo XVIII y lograron su forma más acababa a fines del siglo XIX y principios del XX, sobre todo en los países más evolucionados como Inglaterra, Francia, Alemania y Estados Unidos. Pero el desarrollo económico de la humanidad, que terminó con el particularismo medieval, no se detuvo en las fronteras nacionales. El crecimiento del intercambio mundial fue paralelo a la formación de las economías nacionales. La tendencia de este desarrollo -por lo menos en los países avanzados- se expresó en el traslado del centro de gravedad del mercado interno al externo.


En su “Grundzüge der neueren wirtschaftsgeschichte vom 17 jahrhundert bis zur gegenwart” (Historia de la economía desde el siglo XVII hasta la actualidad), el economista liberal alemán Heinrich Sieveking (1871-1945) admite que “el verdadero problema que caracterizó esta época fue el de la constitución del capital; siendo el dinero la forma más fluida de éste, no es de extrañar que encontremos a los mercantilistas ocupados primordialmente en los problemas monetarios. Se ha llegado incluso a echarles en cara que el velo del dinero no les permitió ver más allá, reproche ciertamente injusto. No obstante, es cierto que atribuyeron al dinero un valor principalísimo”. Ya el antes citado economista inglés William Petty llamaba en su “Political arithmetick” (Aritmética política) al oro, la plata y las joyas “la riqueza de todos los lugares y de todos los tiempos”, riqueza que había que fomentar por encima de todo. El capital encontró entonces especialmente en el  comercio una gran actividad económica. El comercio exterior se constituyó en uno  de los principales temas de los mercantilistas. Así pues, el período que va desde el siglo XVI al XVIII fue la etapa del apogeo del mercantilismo, en la que se desarrolló la teoría de la demanda y la del mercado como motor de la evolución económica y social.
Y fue en el siglo XVIII cuando se desarrolló una ciencia de la economía política con pretensiones de aplicación universal, ciencia que ejerció una influencia decisiva sobre el posterior desarrollo de la vida económica. Basada y fundamentada en el llamado “derecho natural” que supone la libertad de las personas para desenvolver sus propias capacidades y de hacerlas eficaces en su relación con los otros hombres dentro de la sociedad, esta teoría dio por sentada la existencia de una armonía “natural” de intereses entre los individuos y entre éstos y la nación. En Inglaterra el principal representante de estas ideas fue el susodicho John Locke, quien es considerado el padre del liberalismo moderno. A él le siguió el estadista francés René Louis d'Argenson (1694-1757) cuando en un artículo publicado en 1751 en el “Journal Oeconomique”  formuló de un modo radical la demanda de la libertad de comercio: el “laissez-faire”. Pero fue el economista francés François Quesnay (1694-1774) el que redondeó la idea al fundar la escuela de los fisiócratas. Estos,  mientras los mercantilistas dedicaban su atención a las manifestaciones exteriores del comercio conceptuando al dinero y su circulación como el signo de la riqueza, dirigieron su atención a la producción y a la distribución. La doctrina esencial de la fisiocracia fue desarrollada en la “Tableau économique (Tabla económica) que Quesnay publicó en 1758, modificándola y perfeccionándola en múltiples ediciones posteriores. Se trataba de un modelo de reproducción económica que analizaba la circulación de la renta en una sociedad dividida en tres clases: agricultores, propietarios y el resto, a los que caracterizaba como clase estéril. De allí al capitalismo liberal faltaba dar un solo paso.