22 de noviembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XX) 3º parte. Bosquejo ontológico

Apuntes (como sondeo de la historia)
2. Sobre las primeras expresiones de protesta de los trabajadores

El período comprendido entre la segunda mitad del siglo XVI y la primera del siglo XVII fue una época de agitación en el Viejo Mundo. La Reforma produjo una secuela de conflictos que agudizaron las tensiones estructurales del Antiguo Régimen, visibles, sobre todo, en el terreno de la economía. Los desequilibrios entre población y recursos, propios de la estructura económica de la sociedad preindustrial, se agravaron como efecto de las malas cosechas y de las periódicas hambrunas. Pero la Reforma también implicó una lucha por el poder político, económico y religioso dirigida por la burguesía, y la imposición de nuevos preceptos morales que sirvieron a sus intereses. Los cambios necesarios para la aparición del capitalismo no sólo fueron los relacionados con el control y el poder sobre los medios de producción, sino también cambios culturales. Según opinaba Max Weber en su ya citada “Die protestantische ethik und der geist des kapitalismus” (La ética protestante y el espíritu del capitalismo), existen muchas razones para buscar los orígenes de estos cambios en las ideas religiosas de la Reforma. Para Weber, la ética y las ideas puritanas -tanto luteranas como calvinistas- influyeron en el desarrollo del capitalismo. "Para que una forma de vida bien adaptada a las peculiaridades del capitalismo pueda superar a otras, debe originarse en algún lugar, y no sólo en individuos aislados, sino como una forma de vida común a grupos enteros de personas". Y colocó al protestantismo como la doctrina que favoreció la búsqueda racional del beneficio económico porque, si bien no fue su objetivo principal, la lógica inherente a esas ideas religiosas promovió la búsqueda de dicha utilidad. Esta idea fue respaldada por personalidades de la época tan disímiles como el médico y economista inglés William Petty (1623-1687) o el jurista francés Charles Louis de Montesquieu (1689-1755), para quienes existía claramente una afinidad entre el protestantismo y el desarrollo del espíritu comercial.
En cualquier caso, mientras en el transcurso del siglo XIV se había desarrollado la pequeña producción local, durante el siglo XVII -un momento clave en la evolución del feudalismo al capitalismo- se produjo una concentración del potencial económico: en el ámbito agrario bajo la forma de concentración de tierras en manos de terratenientes, y en el ámbito industrial al consolidarse la manufactura dispersa a expensas de la artesanía gremial. Ambos fenómenos contribuyeron a acelerar el proceso de acumulación capitalista previo a la Revolución Industrial aunque, de todas maneras, el proceso no se verificó en toda Europa de forma general. Para el historiador danés Niels Steensgaard (1932-2013) el elemento central que produjo la crisis del siglo XVII fue el papel jugado por los Estados, los que, a través de sustracciones fiscales provocaron la ruina del pequeño campesinado al fomentar un proceso de concentración de la propiedad, mientras que la nobleza, también afectada por la crisis, incrementó la presión señorial y se adueñó de tierras de explotación comunal. “Esto -dice en su “Verdenshistorie” (Historia del mundo)- desequilibró la distribución y forzó la polarización social”. Pero la beneficiaria indiscutible de estos cambios fue Inglaterra, país en el que primaron los intereses manufactureros respecto a los comerciales y financieros, por lo que salió fortalecida de la crisis. Esto contribuye a explicar el protagonismo inglés en el desarrollo de la primera Revolución Industrial durante el siglo XVIII y, en general, la precocidad de Inglaterra en la formación del capitalismo manufacturero.


Pero mientras esto ocurría en Inglaterra, un acontecimiento prodigioso se producía en 1610 en Padua, al norte de Italia, cuando Galileo Galilei (1564-1642) enfocó su telescopio hacia los cielos y dedujo que la Luna y los planetas, entre ellos la Tierra, rotaban alrededor del Sol. Estos hallazgos contradecían la visión doctrinaria que tenía la Iglesia Católica en cuanto a que la Tierra estaba en el centro del universo. Prontamente, el Vaticano condenó oficialmente la teoría y ordenó que todos los libros que la contenían fueran retirados de circulación. El propio cardenal Roberto Belarmino (1542-1621), conocido como el “martillo de los herejes” y que entre sus “méritos” contaba con haber mandado a la hoguera al astrónomo italiano Giordano Bruno (1548-1600), ordenó que la Inquisición realizase una investigación discreta sobre Galileo a partir de junio de 1611. Finalmente, después de dos décadas de luchar por establecer la absoluta independencia entre la fe católica y los hechos científicos, cuando en febrero de 1632 publicó su “Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo” (Diálogo sobre los sistemas del mundo), se desató un verdadero escándalo. Poco más de un año después, el 12 de abril de 1633 la Inquisición lo acusó formalmente de herejía. El proceso terminó con la condena a prisión perpetua, pese a la renuncia de Galileo a defenderse y a su retractación formal, condena que se le permitiría cumplir en una villa cercana a Florencia hasta su muerte.
Exactamente ciento setenta y ocho años después de aquel día en que se inició el vergonzoso proceso en contra de Galileo, en una Inglaterra exaltada por los progresos económicos que traía la Revolución Industrial, un grupo de obreros enfurecidos decidió manifestarse violentamente en contra de la nueva e innovadora maquinaria que los había marginado del aparato productivo, hundiéndolos en la miseria más absoluta. Se llamaban “luditas”, o simplemente “destructores de máquinas”, y su lucha apasionada representó un punto de quiebre en la historia de la sociedad europea. Durante la noche del 12 de abril de 1811, unos trescientos cincuenta hombres, mujeres y niños arremetieron contra una fábrica de hilados de Nottinghamshire, destruyendo los grandes telares a golpes de maza y prendiendo fuego a las instalaciones. La fábrica pertenecía a un fabricante de hilados de mala calidad pero pertrechado de nueva maquinaria para la incipiente industria de exportación. “La fábrica, en sí misma -relata el sociólogo argentino Christian Ferrer (1960) en “Cabezas de tormenta”-, era por aquellos años un hongo nuevo en el paisaje: lo habitual era el trabajo cumplido en pequeños talleres. Otros setenta telares fueron destrozados esa misma noche en otros pueblos de las cercanías”. La protesta trocó en epidemia y en los días que siguieron la revuelta llegó a Derby, Lancashire y York, corazón de la Inglaterra de principios del siglo XIX y centro de gravedad de la Revolución Industrial. El efecto contagioso de la furia contra las máquinas se expandiría sin control por el centro de Inglaterra durante dos años, perseguido por un ejército de diez mil soldados al mando del general Thomas Maitland (1759-1824), una cifra que excedió incluso a la cantidad de efectivos que la Corona movilizó durante las Guerras Napoleónicas.


“Maitland y sus soldados -cuenta Ferrer-  buscaron desesperadamente a Ned Ludd, su líder. Pero no lo encontraron. Jamás podrían haberlo encontrado, porque Ned Ludd nunca existió: fue un nombre propio pergeñado por los pobladores para despistar a Maitland”. “El tal Ludd era, en realidad -aclara la periodista cultural argentina Flavia Costa (1971) en “Los destructores de máquinas”-, un colectivo de campesinos y trabajadores anónimos acostumbrados a vivir de su trabajo artesanal y a quienes las nuevas máquinas estaban dejando sin trabajo o destruyendo drásticamente su tradicional forma de existencia”. Por entonces, al ingreso de maquinarias que dejaban sin empleo a los trabajadores más pauperizados y el complot de los nuevos grandes industriales y los distribuidores de productos textiles de Londres para que éstos no compraran mercadería a los talleres de las pequeñas aldeas, se sumó una ley que prohibía expresamente a los tejedores emigrar, ya que Inglaterra no quería transmitir sus conocimientos tecnológicos al resto del mundo. “El resultado fue nefasto -narra Costa-. A fines de 1811, más de cuatro mil doscientas familias se vieron forzadas a pedir ayuda del gobierno, una limosna del fondo para pobres y menesterosos. La reacción de los luditas no se hizo esperar. Pero no porque pretendieran tomar el poder o detener caprichosamente el avance de la industria y el ‘progreso técnico’, sino porque querían conservar el poder de decidir sobre sus propias vidas”.
Tal como lo recordó el médico y profesor escocés Samuel Smiles (1812-1904) en su “Industrial biography. Iron workers and tool makers” (Biografía industrial. Trabajadores del hierro y fabricantes de herramientas) de 1863, el perfeccionamiento de las herramientas “debió comprometerse en una larga y difícil batalla, dado que cualquier mejora en su poder efectivo chocaba sin duda con los intereses de algún oficio ya establecido. Esto fue precisamente lo ocurrido con las máquinas, que eran las herramientas más complejas y completas. Tómese, por ejemplo, el caso de la sierra. La tarea de cortar madera mediante el empleo de la sierra manual era tediosa y pesada. Para evitarla, alguna persona dotada de ingenio ideó que un cierto número de sierras se fijaran a un marco de manera tal que se movieran conjuntamente hacia arriba y abajo o hacia atrás y adelante, y que el marco así preparado fuera atado a la rueda de un molino que moviera las sierras por acción del viento o del agua. Se ensayó la propuesta y, como bien puede imaginarse, la cantidad de trabajo realizado por la máquina-sierra fue inmensa, comparada con el tedioso proceso del aserrado manual”. El nuevo método influyó notoriamente sobre el trabajo de quienes aserraban a mano y, naturalmente, éstos desconfiaron y sintieron hostilidad hacia los molinos-aserraderos. El primer aserradero de este tipo había sido instalado en Inglaterra en 1663, pero pronto fue abandonado a causa de la hostilidad de los obreros. Pasó más de un siglo antes de que se construyera otro en 1767, pero no bien estuvo terminado una multitud lo redujo a escombros. Lo mismo ocurriría con la lanzadera volante inventada por John Kay (1704-1780) -una máquina que permitía tejer piezas de algodón en mayor escala y a mayor velocidad de lo que se lograba manualmente-, el telar mecánico de James Hargreaves (1720-1778) o la hiladora hidráulica de algodón de Richard Arkwright (1732-1792), inventos todos ellos de mediados del siglo XVIII que se vieron afectados por graves revueltas y la ira de los destructores de máquinas.


El ya citado economista e historiador Ernest Mandel subrayó en “Die stellung des marxismus in der geschichte” (El lugar del marxismo en la historia) que “la organización masiva de los trabajadores por los trabajadores mismos fue anterior a la expansión de las grandes fábricas. Data de la segunda mitad del siglo XVIII, período durante el cual el proletariado británico era todavía, ante todo artesanal, manufacturero, agrícola. Su principal forma de organización eran las asociaciones oficiales de artesanos, condicionadas por el localismo y el corporativismo, pero impulsadas por una solidaridad tenaz, su esfuerzo por conquistar un mínimo de capacidad financiera de autodefensa, y su estatuto y espíritu cada vez más democrático: asambleas generales, elección de dirigentes, constitución de comités, control de la tesorería, etc.”. Como respuesta a estas actividades, el Primer Ministro William Pitt (1759-1806) hizo promulgar en 1799 una ley -conocida como “Combination Acts”- mediante la cual fueron prohibidas las coaliciones obreras. “El voto de esta ley -prosigue Mandel- obstaculizó la organización del joven proletariado inglés pero no la impidió en absoluto. Obligó que aquella pasara a la clandestinidad y que sus luchas en defensa de los intereses materiales de los trabajadores adquiriesen un carácter más violento”. La manifestación de hostilidad más feroz fue la desarrollada por los luditas, una sublevación sin líderes, sin organización centralizada, con el objetivo de discutir de igual a igual con los nuevos industriales. “Toda la historia posterior de las luchas obreras los tuvo por ancestros. Y también como oráculo: con sus ataques intempestivos, anticiparon la violencia silenciosa, el fascismo simpático, de la era de la técnica”, dice Flavia Costa en el artículo mencionado.
En 1848, Marx y Engels escribirían en el “Manifest der Kommunistischen Partei” (Manifiesto del Partido Comunista): “En Europa, cuna del socialismo, podemos observar que en sus orígenes las organizaciones del naciente movimiento obrero estuvieron ligadas a actos de terror individual y/o destrucción desesperada antes que la acción colectiva de los obreros en contra del gran capital pudiera demostrar en la práctica la eficacia de la lucha política y económica de masas. El primer instinto o reacción natural de los obreros y pequeños propietarios, que eran lanzados a la ruina creciente por la competencia del gran capital, hacia la miseria y la mendicidad, fue responder con actos desesperados de ira. En una primera etapa reaccionaron destruyendo la maquinaria o atentando individualmente contra los patronos y capataces. Los artesanos proletarizados y los semiproletarios no se contentaban con dirigir sus ataques contra las relaciones burguesas de producción, y los dirigían contra los mismos instrumentos de producción: destruyeron las mercancías extranjeras que les hacían competencia, rompieron las máquinas, incendiaron las fábricas, intentaban reconquistar por la fuerza la perdida posición del artesano de la Edad Media”.


Para Mandel, el objetivo de los luditas no era la eliminación de las máquinas de la industria textil, sino más bien el aumento de los salarios, la lucha contra la carestía de la vida y el desempleo, además de otros objetivos clásicos de las primeras agrupaciones obreras. “La táctica de inutilizar las máquinas se impuso porque los trabajadores arrendaban aún en su mayoría las máquinas a los patrones para utilizarlas en sus casas. En esas condiciones, el hecho de inutilizar las máquinas fue considerado como el único recurso para conseguir realmente una huelga general”. El antes citado Christian Ferrer observa que el caso de los luditas fue un laboratorio social y político donde colisionaron por primera vez las fuerzas emergentes de una nueva época. En el parto simbólico y simultáneo de la era de la técnica y el capitalismo industrial, nacieron también los servicios de inteligencia del Estado. “Fue contra los luditas que, por primera vez en Inglaterra, el Estado puso en marcha contra sus propios ciudadanos la tecnología política del espionaje y la infiltración de ‘dobles agentes’, además de la habitual oferta de recompensas suculentas y la imposición de jueces provocadores que sembraban el miedo y el descontento con sus duras sentencias valiéndose de juicios rápidos y falsos testimonios recogidos por los hombres del general Thomas Maitland”.
Es que la cruzada ludita resultaba muy costosa: en dos años sus ataques causaron daños a máquinas y propiedades por una cifra superior a las 100.000 libras, a lo que hay que añadir el gasto que supuso para el gobierno en jornales, comida, alojamiento y equipamiento para el ejército desplegado en las zonas afectadas durante todo ese tiempo. Además, la táctica de los luditas rápidamente se hizo popular. El antes mencionado historiador Eric Hobsbawm recordó en “The machine breakers” (Los destructores de máquinas) que en Nottinghamshire ni un solo ludita fue denunciado “a pesar de que gran número de pequeños patrones tenían que haber conocido perfectamente bien quién rompía sus bastidores”. Los luditas contaban con la aplastante simpatía de la población rural y aún la de los pequeños propietarios, cuyo ideal era el de mantener propiedades de tamaño reducido y jornaleros con un buen nivel de vida, ya que desconfiaban de la naciente estirpe de empresarios, esos “santos seguros de sí mismos” como los definió Max Weber en la obra antes aludida.
La represión no se hizo esperar. El 14 de febrero de 1812 los legisladores del ala conservadora propusieron penalizar con la muerte a quien dañara voluntariamente "cualquier telar de calcetería o encaje". La medida fue aprobada por amplia mayoría tres días después. En la Inglaterra de comienzos del siglo XIX, dañar una máquina pasó a ser un delito capital, uno más entre los doscientos veintitrés que catalogó el filósofo francés Michel Foucault en “Surveiller et punir” (Vigilar y castigar) y por los cuales un hombre podía ser condenado a muerte. Para la constitución del orden burgués capitalista era necesario “el disciplinamiento estatal, la sujeción de los cuerpos y su inserción compulsiva y las más de las veces brutal en el mercado de trabajo según las exigencias de la nueva producción industrial”. Así las cosas, la rebelión ludita terminó a mediados de 1816, poco después del ataque llevado a cabo durante la noche del 28 de junio a la fábrica de telares que el inventor de la máquina bordadora John Heathcoat (1783-1861) tenía en Loughborough.
“El golpe era inusual -puntualiza Flavia Costa-, ya que en esa ciudad no había habido hasta ese día ningún episodio de destrucción de maquinaria. Pero casi todas las máquinas rotas en Nottinghamshire provenían del taller de Heathcoat, y quizá por eso su dueño parecía estar esperando el ataque: cuando los trabajadores entraron en los talleres, se encontraron con seis guardias armados con pistolas y bayonetas”. El caudillo del asalto, James Towle (1780-1816), y otros ocho luditas fueron arrestados. Towle fue ahorcado públicamente en Leicester el 20 de noviembre de 1816, otros seis lo fueron al año siguiente y los dos restantes condenados a cadena perpetua. Este fue el fin de la aventura ludita, aquel movimiento obrero que peleó, no contra las máquinas en sí mismas, sino contra lo que ellas simbolizaban: el triunfo de una nueva economía política. “Una economía política -tal como precisa Christian Ferrer- sostenida en la domesticación y el moldeamiento de los cuerpos para convertirlos en mera fuerza de trabajo, volverlos piezas de una maquinaria infinitamente más grande e impersonal. Un movimiento imparable que iba vaciando las aldeas campesinas y las transformaba en ciudades fabriles hostiles a la vida, con su ambiente ferozmente degradado por el hollín, el humo, el pésimo estado sanitario; con sus tugurios oscuros, pequeños y ruidosos, sus barriadas populares y sus callejuelas sombrías repletas de basura, sin luz natural ni espacios abiertos, prácticamente sin ventanas, en el más completo hacinamiento”.


Como dato anecdótico cabe recordar parte del memorable discurso que uno de los más grandes íconos del Romanticismo, el poeta George Byron (1788-1824), hiciera durante su breve paso por la Cámara de los Lores en la sesión del 27 de febrero de 1812 y que le valiera ser insultado públicamente: “La perseverancia de estos hombres miserables en sus procederes refuerza la idea de que nada excepto la necesidad absoluta puede llevar a un enorme grupo de trabajadores otrora honesto e industrioso a cometer excesos tan arriesgados para ellos, para sus familias y sus comunidades. La policía, no obstante inútil, no estuvo de ninguna manera ociosa: detectó a varios notorios delincuentes, hombres que confesaban rápidamente, tan clara era la evidencia, ser culpables del delito capital de la pobreza; hombres culpables del nefasto hecho de haber engendrado a varios hijos a quienes, ¡gracias a estos tiempos! ya no podían mantener. Un daño considerable han padecido los propietarios de telares mecánicos. Estas máquinas eran para ellos una ventaja, considerando que reemplazaban la necesidad de emplear un número importante de trabajadores, a quienes en consecuencia se los deja morir de hambre. Con la adopción de una de estas máquinas en particular, un hombre realizaba el trabajo de muchos, y los trabajadores sobrantes fueron expulsados de sus empleos. Al mismo tiempo, cabe observar que el trabajo así realizado era inferior en calidad; no comerciable en el mercado interno y meramente despachado en vistas a la exportación. ¿Es que no hay ya suficiente sangre en su código penal que debe ser derramada todavía más para que ascienda a los cielos y testifique contra ustedes? ¿Y cómo se hará cumplir esta ley? ¿Creen que podrán meter a un pueblo entero dentro de sus prisiones? ¿Pondrán una horca en cada pueblo y de cada hombre se hará un espantapájaros?”.
Exactamente un siglo más tarde, Trotsky escribiría un artículo sobre la violencia y el terrorismo en el periódico “Der Kampf”. En él vertía, entre otros conceptos, su convicción de que “el Estado a través de la historia siempre ha tenido como instituciones neurálgicas al ejército, la policía, y las cárceles. De esta forma, la burguesía como la clase social dominante mantiene su ‘status quo’ y defiende la propiedad privada sobre los medios de producción… La amenaza de una huelga, la organización de piquetes de huelga, el boicot económico a un patrón explotador, todo esto y mucho más es calificado de terrorismo. Si por el terrorismo se entiende cualquier acto que atemorice o dañe al enemigo, entonces la lucha de clases no es sino terrorismo. Y lo único que resta considerar es si los políticos burgueses tienen derecho a proclamar su indignación moral acerca del terrorismo proletario, cuando todo su aparato estatal, con sus leyes, policía y ejército no es sino un instrumento del terror capitalista”.