12 de diciembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XXV) 4º parte. Desenlace incierto

Impresiones (como síntoma de inquietud)
2. Sobre el libre mercado, la globalización y el poscapitalismo

Ya en el siglo XVIII, cuando el capitalismo industrial recién comenzaba a desarrollarse, Adam Smith reconocía que es el trabajo el que permite a los hombres extraer riquezas de la naturaleza. Por lo tanto, el grupo privilegiado que controlase las herramientas, la maquinaria y la tierra necesaria para la producción sería quien obtendría los beneficios mediante la explotación del trabajo de los que no las poseyeran. Marx entendió que esa explotación derivaba necesariamente en un sistema que escapaba al control humano y se volvía contra aquellos que trabajaban para mantenerlo. A ese proceso lo llamó “alienación”. “Los seres humanos son producto y parte de la naturaleza -decía Marx-. Existe una relación entre la humanidad y la naturaleza dada por las actividades o trabajos que en ella son realizados para conseguir todo aquello que los humanos utilizan. Del balance de esta actividad dependerá el equilibrio”. Así, cuando el trabajo, la actividad social, está expropiada por una determinada clase cuyo objetivo es la acumulación, el equilibrio se rompe. “La tasa de ganancia es la meta de la producción capitalista. Su caída aparece como una amenaza para el proceso de producción capitalista, lo que pone de relieve su carácter histórico, transitorio, ya que, en un determinado nivel, entra en conflicto con las posibilidades de continuar su desarrollo”. Mostraba así que “la verdadera barrera para la producción capitalista es el mismo capital”. Los razonamientos de Marx concluían en que existe un fallo fundamental e incorregible en el capitalismo. La tasa de ganancia es la clave por la cual los capitalistas pueden llevar adelante su objetivo de acumulación. Pero cuanto más se desarrolla la acumulación, más dificultoso es para los capitalistas obtener tasas de ganancia para continuar el proceso de acumulación.
Para sostener ese proceso de acumulación, fue fundamental el papel del Estado como organizador de la vida económica luego de la Segunda Guerra Mundial. Los flujos financieros constituyeron una herramienta regulada y controlada por los gobiernos, al servicio de la política y cuya máxima función estribaba en potenciar un modelo de crecimiento productivo. Este modelo de crecimiento capitalista se sostuvo hasta principios de la década de los ’70. El desarrollo económico fue aumentando vigorosamente, hasta alcanzar niveles sin precedentes en la historia del capitalismo, lo que dificultó contener una expansión desenfrenada del capital. Esta situación ocasionó que cada vez fuera más complejo, para el modelo de desarrollo económico, canalizar los flujos de capital hacia la inversión productiva y originaron el surgimiento de un sistema financiero enormemente desregulado, más descentralizado y coordinado únicamente por el mercado, que otorgaba rienda suelta a la liberalización de los mercados de capitales, lo que propició unas condiciones financieras mucho más volátiles e inestables.
A finales de 1973, la economía mundial entró en una recesión generalizada con  tasas de inflación y desempleo desmesuradas, descenso de la producción industrial, caídas pronunciadas en los ingresos nacionales y aumentos sin precedentes de los déficits en las balanzas de pagos de una gran cantidad de países. Esto significó, en los hechos, el fin del modelo capitalista de acumulación dirigido hacia el consumo de masas y abrió el camino a una nueva fase de expansión del sistema capitalista mundial. La nueva orientación económica incentivó la iniciativa privada e introdujo mecanismos de mercado en la esfera pública. Así, se redujeron las actividades gubernamentales a la racionalización de los servicios públicos, al control de los sindicatos y al desmantelamiento de las políticas de pleno empleo. Las transformaciones producidas fueron significativas: todos los países industrializados aumentaron su desregulación económica, las reformas tributarias, las privatizaciones y la flexibilidad laboral, propiciando unos logros significativos a corto plazo con tasas de crecimiento continuadas y reducción de la inflación. Estas medidas fueron rápidamente adoptadas por los países en vías de desarrollo por “sugerencia” del FMI, del Banco Mundial, de la organización Mundial de Comercio y demás entidades financieras internacionales. Había nacido la globalización. Del régimen de regulación macroeconómica consagrado en 1944 en Bretton Woods, se pasó a la apertura y liberalización económica, la privatización de empresas públicas y la desregulación de mercados propiciada por el Consenso de Washington en 1989. Como dice el antiguo refrán: “A falta de caballos, que troten los asnos”.


La estrategia de acumulación mundial centralizada, la llamada globalización, articuló nuevas modalidades de generación y apropiación de riqueza que le permitió a los monopolios y oligopolios transnacionales acceder a fuentes de ganancias extraordinarias. La globalización trajo aparejada una nueva división internacional del trabajo basada en la configuración de cadenas globales de producción y el uso masivo de fuerza de trabajo barata. También la privatización de medios de producción y sectores económicos estratégicos y la sobreexplotación del trabajo directo, lo que generó el incremento de la migración forzada. Y, no menos grave sino todo lo contrario, la incorporación de la mayoría de los recursos naturales al proceso de valorización de capital, tanto de la litosfera como de la biosfera, con sus nefastos resultados: cambio climático, destrucción de las selvas tropicales y la biodiversidad, contaminación, erosión, desertización, etc. “El capitalismo tiene el doble mérito histórico de haber elevado la técnica a un alto nivel y de haber ligado a todas las partes del mundo con lazos económicos”, escribía Trotsky en 1938. “De ese modo ha proporcionado los requisitos materiales para la utilización sistemática de todos los recursos del planeta. Sin embargo, el capitalismo no se halla en situación de cumplir esa tarea urgente”.
Dice el economista político mexicano Humberto Márquez Covarrubias (1968) en “Crisis del sistema capitalista mundial. Paradojas y respuestas”: “La visión predominante presenta a la globalización como un fenómeno de alcance mundial inevitable, sin alternativas, y al cual hay que asumir como un reto. Para ello hay que abrir los mercados, ofrecer condiciones idóneas a la inversión extranjera y afrontar el reto de la competitividad, donde el Estado debe generar un clima favorable a los negocios, particularmente a las grandes corporaciones multinacionales, abaratar la fuerza de trabajo barata, transferir recursos públicos al sector privado, además de implementar una estrategia de venta de las ciudades y el territorio, donde priman los intereses del capital, y no los de la población. No obstante, no se pone en tela de juicio la llamada globalización que, se dice, es un fenómeno que llegó para quedarse”. “Pero más aún -agrega-, se trata de una compleja crisis civilizatoria con cariz multidimensional que expone los límites de la valorización mundial de capital por cuanto atenta, como lo había advertido Marx, en contra de los fundamentos de la riqueza: el ser humano y la naturaleza, y porque pone en predicamento el sistema de vida en el planeta, es decir, el metabolismo social. Desde esta perspectiva, el capitalismo neoliberal se erige como una poderosa maquinaria destructora de capital, empleo, población, infraestructura, conocimiento y cultura. Su criterio central, la maximización de ganancia, está en las antípodas de la reproducción social y las condiciones biológicas para la producción”.
Sabido es que, para que una economía capitalista funcione adecuadamente, todo lo que se produce se debe vender. Si los asalariados no pueden comprar más que una parte de esa producción porque su nivel de vida no se los permite, estamos ante una crisis de sobreproducción, ya que se crea una diferencia entre lo que se produce y lo que se compra.


Para solucionar esta diferencia la solución propuesta fue la concesión de créditos, de modo que, tanto los Estados como las empresas y los individuos, pudiesen acceder a adquirir bienes que de otra manera no podrían hacerlo. Así crecieron, entre los años ochenta y los primeros años del siglo XXI, los endeudamientos gubernamentales, los empresariales y los particulares. Este esquema cumplía dos funciones para el sistema capitalista. Por una parte, proveía de un flujo de pagos de intereses que potenciaba los beneficios de los capitalistas. Y, por otro lado, permitió tanto a unos como a otros, mantener el consumo a niveles estables y aún crecientes. Parte de ese endeudamiento podría considerarse necesario cuando es utilizado, por ejemplo, en obras de mejoramiento de los servicios energéticos, viales, sanitarios o educativos (en el caso de los Estados), en inversiones para mejorar las estructuras productivas (en el caso de las empresas), o en adquirir bienes fundamentales como la vivienda (en el caso de los particulares).
Pero un gran porcentaje de este movimiento financiero terminó, como era previsible, por crear un bienestar ilusorio, la tan mentada “burbuja”. En realidad, sólo se ocupó de concentrar cada vez en menos manos el capital, en beneficiar a los que lo poseían y en bonificar a los especuladores. Las finanzas daban salarios a los trabajadores y préstamos a quienes los pedían, pero por sí mismas, las finanzas no producen ningún bien, no producen nada, pero proporcionan a unos el derecho a reclamarles a otros el dinero prestado. Como era de esperar, la consecuencia más directa de esta lógica financiera fue la creación de un crecimiento inadecuado que conllevó la aparición de sucesivas crisis financieras de manera regular, lo que afectó directamente la estabilidad de los países, el bienestar de sus habitantes e incrementó las desigualdades sociales. En el caso de los países, esto se tradujo en crisis energéticas y alimentarias, así como en el de las empresas se notó en la desinversión en la investigación y el desarrollo de nuevas tecnologías. El potencial económico de las familias, por su parte, empeoró progresivamente, siendo las más afectadas por esta tendencia, justamente, las pertenecientes a la clase trabajadora tradicional, las que se vieron obligadas a reducir sus gastos, tanto para la adquisición de bienes de primera necesidad como de bienes superfluos.
En su “Le FMI. De l'ordre monétaire aux désordres financiers” (El FMI. Del orden monetario a los desórdenes financieros), Michel Aglietta (1938), economista francés, distingue estos aspectos en el sistema capitalista contemporáneo: “El papel destructivo del negocio financiero ha sido simple. En su persecución de los beneficios ha rastreado el planeta en busca de oportunidades de prestar dinero para cosechar enormes cantidades en el pago de intereses, llevando a cabo especulación y ganando grandes sumas derivadas de supervisar absorciones y privatizaciones. En los años setenta y ochenta, este fenómeno se ha concentrado en los países pobres: se les prestaba tanto y a tasas de interés tan elevadas, que dichos países, para hacer los pagos, se veían forzados a pedir nuevos préstamos con tasas de interés aún mayores. Cuando estos países empezaron a tener problemas, los Estados Unidos, el gobierno británico y los gobiernos de la Unión Europea les enviaron al FMI para que les hiciera acatar su voluntad, forzándoles a abrir sus mercados a las gigantescas compañías occidentales, de manera que les vendían su industria; a privatizar su sistema sanitario y a forzar a los padres más pobres a pagar por la educación de sus hijos. Pero había límites en la capacidad respecto a cuánto se podían exprimir estos países, precisamente por ser tan pobres”.


A partir de los primeros años del nuevo milenio, el sistema financiero centró entonces su atención en los países ricos. “En particular -continúa Aglietta- en los beneficios que se podían hacer a través de la especulación en la bolsa, en la propiedad comercial, en materias primas como el petróleo, en fondos de pensiones y, por encima de todo, en el negocio inmobiliario. Las sumas de dinero hechas a través de esos préstamos podían llegar a ser espectaculares. Tan espectaculares, que las hojas de papel que contenían las promesas de pago de la gente endeudada adquirieron mucho valor. Las compañías hipotecarias podían vender estos papeles a los bancos, quienes después los empaquetaban conjuntamente en lo que llamaron ‘instrumentos financieros’, y se los vendían a otros banqueros obteniendo beneficios. Grupos de individuos muy acaudalados contribuían con unos cuantos millones cada uno para crear fondos de cobertura que se unieran a la acción. Una industria entera que daba trabajo a cientos de miles de personas alrededor del mundo se desarrolló en torno a este tipo de negocios”. “Bajo ese mecanismo -añade Márquez Covarrubias-, las superganancias del capital transnancional, los fondos soberanos, los fondos de inversión y otros recursos financieros ingresaban a la frenética órbita del capital ficticio que deambulaba los intersticios del sistema mundial, con el respaldo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y la aquiescencia de los Estados nacionales, en la búsqueda de ganancias mayúsculas y prontas. Las estafas estuvieron a la orden del día. Sin embargo, correspondió a los créditos chatarra otorgados a población de bajos recursos o ingresos irregulares, los inmigrantes, los nuevos pobres, presionar para que explotara la burbuja del sector hipotecario. Los pobres son invocados, bajo esta interpretación, como el eslabón más débil que detonó la gran crisis. Los efectos nocivos pronto trasminaron en la industria de la construcción, donde se ocupa una buena porción de inmigrantes, y al resto de la economía de Estados Unidos y del mundo. Ahora, esa burbuja toma las dimensiones de una depresión económica mundial”.
Para toda una hornada de analistas, el neoliberalismo está en crisis debido a su incapacidad congénita para generar crecimiento sostenido y desarrollo humano, y representa además el fracaso de las políticas de ajuste estructural y de la institucionalidad capitalista encabezada por el FMI, el BM y la OMC. Aunque el neoliberalismo, en tanto proyecto de clase, brinda buenos resultados en su propósito de concentrar capital, poder y riqueza en pocas manos, estos teóricos encuentran dificultades serias para explicar la trayectoria mecánica del capital. Algunos lo intentan desde la óptica neoclásica y neoliberal, el llamado pensamiento único, y se amparan en la idea de que la crisis es un fenómeno sectorizado y de corto plazo cuya solución pasa el rescate de los grandes capitales por parte del Estado. Otros, más heterodoxos, se cobijan en posiciones socialdemócratas y la ven como un fenómeno coyuntural, achacándole la responsabilidad a la desregulación neoliberal y a la codicia de los financistas, por lo que reclaman la implementación de nuevas regulaciones y una mayor participación del Estado. Los menos caracterizan a la crisis como estructural, sistémica y civilizatoria, y, si bien admiten que el gran capital y el Estado tienen en sus manos la aplicación de políticas de rescate, advierten sobre el hecho de que éstas no harían más que postergar el advenimiento de nuevas y quizás más profundas crisis. En ese sentido, se han empezado a buscarse diferentes respuestas a la crisis que van desde un neoliberalismo regulado o “posneoliberalismo” hasta la desglobalización o “poscapitalismo”. En todos los casos, tanto los análisis como los remedios están orientados a preservar al sistema capitalista y a rescatar a los grandes capitales centrales. Como decía Trotsky hacia el final de su vida: “Abundan los encantamientos y las plegarias, pero no se producen los milagros”.


Lo concreto es que la dinámica de la actual fase del capitalismo representa una vorágine destructora de capital, población, naturaleza, infraestructura, cultura y conocimiento. Su objetivo primordial es maximizar las ganancias de los grandes capitales transnacionales apoyándose en la estrategia del mercado total, la explotación de fuerza de trabajo barata, la depredación ambiental, la financiarización de la economía y la militarización de las relaciones internacionales. La crisis general del sistema capitalista mundial no sólo expresa una crisis del sistema financiero conectada a una crisis de sobreproducción, sino que representa una crisis del modelo civilizatorio, cuyas caras más visibles son el desarrollo desigual, el desempleo y el subempleo, la migración forzada, la pobreza, el hambre y la muerte, el agotamiento de los recursos naturales, la destrucción del entorno ecológico y la devastación del medio ambiente. En suma, la precarización de la vida humana. Bajo este modelo civilizatorio basado en la “destrucción creativa” de la que hablaba el antes citado Werner Sombart, la vida humana se convierte en un recurso desechable que se puede destruir en aras de incrementar la plusvalía para beneficio de una minoría. Porque, en definitiva, existe una vasta reserva laboral de trabajadores en el mundo -aquel que Marx llamaba “ejército industrial de reserva”- que puede relevar a los desechados manteniendo el bajo costo del trabajo.
Terry Eagleton, crítico cultural inglés mencionado en un capítulo anterior, se pregunta en “Why Marx was right?” (¿Por qué Marx tenía razón?): “¿Por qué el Occidente capitalista ha acumulado más recursos de los que jamás hemos visto en la historia humana y, sin embargo, es incapaz de superar la pobreza, el hambre, la explotación y la desigualdad? ¿Cuáles son los mecanismos por los cuales la riqueza de una minoría parece engendrar miseria e indignidad para la mayoría? ¿Por qué la riqueza privada parece ir de la mano con la miseria pública?”. Un concepto clave del marxismo es el de la lucha de clases como auténtico motor de la historia, noción que Trotsky sostuvo a lo largo de su vida y que hoy no ha perdido actualidad. Warren Buffett (1930), especulador bursátil estadounidense y poseedor de una de las mayores fortunas del mundo, dijo risueñamente en medio de la feroz crisis que estamos viviendo: “La lucha de clases sigue existiendo, pero la mía va ganando”, reconociendo, de paso, la veracidad de aquella sentencia. Nada de jocoso tienen, sin embargo, las numerosas bancarrotas, la constante y progresiva caída de las clases medias en la producción y participación de la riqueza nacional, la protección estatal cada vez más pequeña que reciben los pobres y las cada vez más frecuentes conmociones sociales que hacen tambalear las construcciones políticas existentes.
La escala histórica de Trotsky, obviamente, era otra. No obstante, cuando abordó en numerosos textos la tendencia del capitalismo hacia la catástrofe económica y la disolución de las relaciones sociales capitalistas, se preocupaba ya por entonces, en advertir sobre la incapacidad manifiesta de los partidos históricos de la clase obrera para orientar una salida revolucionaria a este desarrollo creador de situaciones prerrevolucionarias. Él mismo se encargó de advertir que, si bien sus pronósticos triunfaban sobre el de sus adversarios, lo hacían por el lado negativo, o sea por las sucesivas derrotas de la clase trabajadora. También fue perfectamente capaz de examinar el fenómeno de la vida como un producto de la concatenación de diversos factores históricos. Las leyes de Newton no fueron invalidadas por el hecho de que, tiempo después, se descubriese que las órbitas de los planetas están sujetas a perturbaciones. Así como la actuación de las leyes fisiológicas produce resultados diferentes en un organismo en crecimiento que en uno en decadencia, así también las leyes económicas de la economía marxista actúan de manera distinta en un capitalismo en desarrollo que en un capitalismo en desintegración. Tal vez sea por eso que las ideas de Trotsky aparezcan hoy como un movimiento que opera contra la corriente, lo que no debería sorprender, porque es lo que le ha ocurrido a todas las corrientes revolucionarias a lo largo de la historia.


Un cambio social radical es objetivamente necesario, tanto objetiva como subjetivamente. Pero mientras que la necesidad objetiva está más que demostrada y existen los recursos materiales y técnicos para realizarlo, no prevalece en cambio la necesidad subjetiva de ese cambio. Para el ya mencionado filósofo y sociólogo alemán Herbert Marcuse, “no prevalece precisamente entre los sectores de la población considerados tradicionalmente como agentes del cambio histórico”. Dice en su “Versuch über die befreiung” (Ensayo sobre la liberación): “La necesidad subjetiva es reprimida por una manipulación y una administración científicas masivas de las necesidades, esto es, por un control social sistemático no solamente de la consciencia del hombre sino también de su inconsciente”. Esto nos lleva necesariamente al -no por reiterado, menos trascendental- imperioso requisito de la “toma de consciencia” sobre que la vida debe ser un fin en sí misma y no un medio para conseguir un fin. “Solamente en un universo así -remata Marcuse-  puede ser el hombre verdaderamente libre y se pueden establecer relaciones auténticamente humanas entre seres libres. La idea de un universo así presidió el concepto de socialismo de Marx, y este objetivo debe estar presente en la reconstrucción de la sociedad desde el principio y no solamente al final o en un futuro lejano”. Escribía Engels en 1844: “El hombre solamente tiene que aprender a conocerse a sí mismo, a medir todas las condiciones de existencia con relación a sí mismo, a juzgarlas de acuerdo con su propia esencia, a organizar su universo de un modo verdaderamente humano, de acuerdo con las exigencias de su naturaleza, y habrá resuelto el enigma de su época”.
Walter Benjamin mencionó en “Das passagen-werk” (Libro de los pasajes) que, durante la Comuna de París, en todas las esquinas de la ciudad había gente que disparaba contra los relojes de las torres de las iglesias, de los palacios, etc., y que con ello expresaba consciente o inconscientemente la necesidad de detener el tiempo, de que al menos había que detener el tiempo predominante, la sucesión temporal establecida, y que debía comenzar un tiempo nuevo. Tal vez haya llegado el tiempo de deshacerse de los viejos relojes e inaugurar una era más original, más justa, más solidaria.