25 de noviembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XXI) 3º parte. Bosquejo ontológico

Apuntes (como sondeo de la historia)
3. Sobre socialistas utópicos, cooperativistas y anarquistas

La teoría del socialismo utópico reconoce sus orígenes en “Politeia” (La República), la obra del filósofo griego Platón en la que se discute la justicia existente en un Estado gobernado por filósofos, defendido por guerreros y mantenido por trabajadores. Preconizaba allí que, en un Estado ideal, el gobierno actúa para hacer valer la virtud y, en consecuencia, la felicidad verdadera de los ciudadanos individuales, teniendo como resultado una vida pública pacífica y productiva. Pero fue en el siglo XVI cuando el humanista inglés Tomás Moro (1478-1535) introdujo la palabra utopía (del griego, lugar que no existe) en su obra “De optimus Reipublicae statu deque nova insula Utopia libellus uere aureus” (Sobre la mejor condición del Estado y sobre la nueva isla Utopía). Allí criticó la situación social de Inglaterra signada por la expropiación de las tierras de los campesinos a favor de los nobles y el clero anglicano, situación que creaba la migración campo-ciudad y daba origen al surgimiento de la miseria y la criminalidad. También describió un Estado ideal en el que no existía la propiedad privada ni el dinero. Sólo debía trabajarse seis horas al día para permitir el ocio y el placer moderados, haciendo olvidar las ansias de obtener cosas superfluas. Algo similar a lo que planteó en el siguiente siglo el filósofo italiano Tommaso  Campanella (1568-1639) en su obra “Civitas Solis” (La ciudad del Sol), una ciudad regida por un estricto orden legal en la que no existía la propiedad privada y había trabajo para todos, lo que garantizaba la abundancia.
El desarrollo de la ideología utopista cobró impulso durante el siglo XVIII con Gabriel Bonnot de Mably (1709-1785), filósofo francés que, partiendo del reconocimiento de que la naturaleza había creado a todos los hombres libres e iguales, preconizó el retorno al comunismo primitivo y calificó a la revolución como un medio válido para la liberación de la esclavitud. También propuso la abolición de los impuestos indirectos, leyes contra el lujo, la restricción del derecho hereditario y, en agricultura, la supresión de arrendamientos de las tierras y la fijación de un máximo de extensión a la propiedad individual. En su obra “Doutes proposés aux philosophes et aux économistes sur l'ordre naturel et essentiel des sociétés politiques” (Dudas propuestas a los filósofos y a los economistas sobre el orden natural y fundamental de las sociedades políticas) sostuvo que la propiedad privada era el origen de todos los males y se manifestó en contra de las diferencias de castas y de bienes al afirmar que la igualdad era una ley natural de los hombres. Su contemporáneo, Étienne Gabriel Morelly (1717-1778), expuso algo similar en “Code de la nature” (Código de la naturaleza): una sociedad donde imperase la propiedad colectiva con un gobierno centralizado que dirigiera la producción y la distribución. Propuso también la abolición de la propiedad privada y el trabajo obligatorio para todos los ciudadanos. Nada en esa sociedad ideal pertenecería a nadie, ya sea como una posesión personal o como bienes de capital, con excepción de las cosas que las personas necesitasen para sus necesidades inmediatas, sus placeres o su trabajo diario. También François Noël Babeuf (1760-1797), en tiempos de la Revolución Francesa, preconizó un comunismo igualitario basado en la abolición de la propiedad privada y la colectivización de la tierra en su “Manifeste des plébéiens” (Manifiesto de los plebeyos). Proponía una "república de iguales", comuna nacional unida y dirigida de forma centralizada en la que reinara una absoluta igualdad política y económica de todos los ciudadanos.


Ya durante el siglo XVII Gerrard Winstanley (1609-1676), reformador protestante inglés considerado por muchos como el primer comunista de la historia, había propuesto en su “The law of freedom” (La ley de la libertad) un comunismo nivelador mediante la colectivización de la tierra y todos los recursos naturales, negando la propiedad privada y propugnando el uso del trueque. El régimen económico debía basarse en la pequeña economía de los campesinos y los artesanos. Unos años más tarde, el filósofo materialista francés Jean Meslier (1664-1729) en su “Testament” (Mi testamento), aparte de demoler la idea de la existencia de Dios y de sostener que la religión pertenece al dominio de la impostura, exhortó a fundar una sociedad basada en la propiedad colectiva. La unión de los trabajadores y su alzamiento contra los tiranos daría paso a un Estado donde no habría ricos ni pobres, opresores ni oprimidos, holgazanes y personas agotadas por un trabajo superior a sus fuerzas. Pero fue luego de los numerosos estallidos de sublevaciones obreras y las primeras tentativas de asociación sindical propiciadas, entre otros, por Willam Cobbett (1762-1815), Francis Place (1771-1854), William Benbow (1784-1841), John Doherty (1798-1854) y William Lovett (1800-1877) en Inglaterra, y Wilhelm Weitling (1808-1871) en Alemania, que aparecieron los primeros socialistas utópicos, entre ellos los antes mencionados Jeremy Bentham y Robert Owen, considerados los fundadores del utilitarismo y el cooperativismo respectivamente. Uno y otro propiciaron la reducción de la jornada laboral para los adultos de diecisiete a diez horas diarias, la prohibición del trabajo para niños menores de diez años, la apertura de escuelas gratuitas laicas para los trabajadores, la higienización de las fábricas, la construcción de viviendas para los obreros, la inauguración de almacenes cooperativos y la creación de cajas de previsión para la enfermedad y la vejez.
Dejando aparte estos primeros intentos de humanizar las condiciones laborales de los trabajadores de entonces, a mitad de camino entre el socialismo utópico y un sindicalismo práctico, los otros socialistas de esta corriente fueron franceses herederos de la tradición ilustrada y de la filosofía radical de la Revolución, en un París con un proletariado menos numeroso pero con una intelectualidad más sensible a las ideas políticas y a los cambios históricos. Estos pensadores consideraban la cuestión social como el problema más grave derivado de la industrialización. Para instaurar algún equilibrio en este asunto, propugnaban por la intervención estatal para mejorar la situación de las clases populares: la protección de los niños, de las mujeres, la asistencia sanitaria, la igualdad de los sexos, etc., partiendo de la premisa de que estas mejoras se producirían a partir de que de la burguesía tuviese un convencimiento progresivo de la necesidad de realizar cambios sin alterar la “armonía” de clases. Realizaron algunos experimentos en favor de una sociedad más justa, fraterna y con igualdad social, pero, en los hechos, estos fines siempre quedaron prisioneros de los principios económicos, jurídicos, morales y políticos de la burguesía y la pequeña burguesía preponderantes. De este modo, sólo consiguieron adoptar, en algunos casos, posiciones reformistas, y en otros, se volcaron al anarquismo.


Entre los principales socialistas utópicos de entonces se destaca el también citado Charles Fourier, cooperativista y mordaz crítico de la economía y el mercantilismo de su época, al que consideraba un sistema de robo sistematizado, organizado y amparado por las leyes. Fue el creador de falansterios o comunidades rurales autosuficientes como modo de reorganizar la sociedad sobre las bases de la ciencia y la industria para alcanzar una sociedad sin clases. No era partidario de abolir la propiedad privada sino de generalizarla de forma que incluyese a los asalariados. Se proponía de este modo eliminar el antiguo antagonismo entre amos y criados, deudores y acreedores,  productores y consumidores. Los beneficios de la explotación del falansterio se repartirían en doce partes: cinco al trabajo manual, cuatro al capital accionista y tres a los conocimientos teóricos. Su discípulo más original fue Victor Considerant (1808-1893), quien precisó y popularizó la noción de derecho del trabajo y publicó su “Principe du socialismo. Manifeste de la démocratie au XIXe siècle” (Principios del socialismo. Manifiesto de la democracia del siglo XIX) cinco años antes que Marx y Engels hiciesen lo propio con el “Manifest der Kommunistischen Partei” (Manifiesto del Partido Comunista). También el previamente citado Robert Owen, socialista utópico considerado el padre del cooperativismo, propuso en “A new view of society” (Una nueva visión de la sociedad) sustituir el sistema capitalista por otro más justo: el cooperativismo. Para Owen, el hombre dependía de su entorno natural y social; sus condiciones de vida eran las que determinaban su carácter y, para mejorarlo, se debía reconstruir el ambiente en que vivía. El hecho de proporcionarle mejoras de vivienda, higiene, educación, salario justo y una cantidad máxima de horas de trabajo redundaría en la elevación de la calidad y la cantidad de la producción de cada individuo.
El cooperativismo como forma de transición entre la economía política de la burguesía y la economía política del proletariado, como lo definía Marx, o una forma híbrida en el seno del capitalismo, incapaz de atacar las bases del capital, como lo veía la filósofa y economista polaca Rosa Luxemburgo (1871-1919), tuvo una gran penetración y popularidad en el seno de la clase trabajadora. A mediados del siglo XIX, cuando el cooperativismo estaba muy extendido en el proletariado, Marx condenó las cooperativas porque consideraba que, a pesar de significar una relación profundamente dialéctica entre futuro y presente, interno y externo, “su organización efectiva presenta, naturalmente y no puede menos que presentar, todos los defectos del sistema existente”. Marx resaltaba el hecho innegable de que el cooperativismo jamás podría derrotar a los monopolios, a menos que se desarrollase en dimensiones nacionales. Solo la clase trabajadora tomando el poder político podría hacer que el cooperativismo escapase del estrecho círculo de los esfuerzos casuales de grupos de trabajadores aislados. Pero igualmente las defendió como organismos socialistas tal como sostenía el abogado alemán Ferdinand Lassalle (1825-1864) quien, en "Arbeiterprogramm" (Programa de los trabajadores), postulaba la formación de cooperativas obreras que garantizasen que los obreros recibieran "el producto completo de su trabajo". Años después, Trotsky polemizaría con aquellos que las veían como un paso previo y lineal en dirección al socialismo: “Las cooperativas no pueden llegar a la cabeza del desarrollo industrial, no porque el desarrollo económico todavía no haya progresado suficientemente, sino porque lo ha hecho demasiado. El desarrollo económico prepara, indudablemente, el terreno para la producción cooperativa pero, ¿para cuál?: para la cooperación capitalista sobre la base del trabajo asalariado; cualquier fábrica nos puede servir como muestra de tal cooperación capitalista”.


Por otro lado, Rosa Luxemburgo profundizó -en su libro “Sozialreform oder revolution?” (¿Reforma o revolución?)- sobre los límites del sistema cooperativista. "Las cooperativas -escribió-, sobre todo las de producción, constituyen una forma híbrida en el seno del capitalismo. Se las puede describir como pequeñas unidades de producción socializada dentro del intercambio capitalista. Pero en la economía capitalista el intercambio domina la producción (es decir, la producción depende, en gran medida, de las posibilidades del mercado). Como fruto de la competencia, la dominación total del proceso de producción por los intereses del capitalismo -es decir, la explotación inmisericorde- se convierte en factor de supervivencia para cada empresa”. Advirtió más adelante: “Las cooperativas de producción pueden sobrevivir en el marco de la economía capitalista sólo si logran suprimir, mediante algún ardid, la contradicción capitalista entre el modo de producción y el modo de cambio. Y lo pueden lograr solo si se sustraen artificialmente a la influencia de las leyes de la libre competencia. Y sólo pueden lograr esto último cuando se aseguran de antemano un círculo fijo de consumidores, es decir, un mercado constante”. En este sentido agregó: “Las que pueden prestar este servicio a sus hermanas en el campo de la producción son las cooperativas de consumo. Aquí yace la explicación del fracaso ineluctable de las cooperativas de producción con funcionamiento independiente y su supervivencia cuando las respaldan cooperativas de consumo”. Pero aclara: “Si es verdad que las posibilidades de existencia de las cooperativas de producción dentro del capitalismo están ligadas a las posibilidades de existencia de las cooperativas de consumo, entonces el alcance de las primeras se ve limitado, en el mejor de los casos, al pequeño mercado local y a la manufactura de artículos que satisfagan necesidades inmediatas, sobre todo de productos alimenticios. Las cooperativas de consumo y, por tanto, también las de producción, quedan excluidas de las ramas más importantes de la producción de capital: las industrias textil, minera, metalúrgica y petrolera y de construcción de maquinarias, locomotoras y barcos. Por esta única razón (dejando de lado momentáneamente su carácter híbrido), no puede considerarse seriamente a las cooperativas de producción como instrumento para la realización de una transformación social general”.


Por su parte, el ya aludido filósofo y teórico social Henri de Saint Simon postulaba el bienestar para el mayor número posible de personas antes que el beneficio del proletario. En su obra “Du système industriel” (El sistema industrial), rechazó las doctrinas igualitarias y estableció que la sociedad estaba dividida en dos clases: la de los ociosos (cortesanos, dignatarios eclesiásticos y civiles, funcionarios oficiales y terratenientes nobles) y la de los trabajadores. No deseaba abolir la propiedad privada y atribuía el buen gobierno a una conjunción de sabios banqueros y empresarios que, junto con los proletarios, formaban la clase industriosa de los trabajadores. Se lo considera el precursor de la “tecnocracia” o gobierno de los tecnócratas y tuvo un nutrido grupo de discípulos, entre ellos Saint Amand Bazard (1791-1832), Barthélemy Enfantin (1796- 1864) y Ferdinand de Lesseps (1805-1894). Mientras tanto en Suiza, el economista y teórico del socialismo utópico Léonard  Simonde de Sismondi (1773-1842) consideraba en “Économie politique” (Economía política) que el objetivo de ésta no era el estudio de las formas de aumentar la riqueza sino de las de mejorar el bienestar de la población mediante una equitativa distribución de aquella. Inicialmente divulgador del pensamiento de Adam Smith, tras observar en varios viajes las duras condiciones de trabajo de la clase obrera, se convirtió en un crítico de la doctrina económica liberal ortodoxa, elaborando sus propias tesis económicas. En “De la richesse comérciale” (De la riqueza comercial), defendió la pequeña producción contraponiéndola al sistema industrial capitalista pues consideraba que éste conducía a la aparición de los monopolios, a la pauperización de los trabajadores y al retraso del consumo respecto de la producción.
Otros socialistas utópicos destacados fueron Etienne Cabet (1788-1856), quien en su “Voyage en Icarie” (Viaje a Icaria) desarrolló la doctrina de la colectivización de los medios de producción preconizando un comunismo para el futuro como marco optimista de la sociedad ideal, para el que era imprescindible, primero, la toma del poder. También Louis Blanc (1811-1882), el que en su obra “Organisation du travail” (La organización del trabajo) defendió la creación de talleres cooperativos promovidos por el Estado para luchar contra el desempleo. Auguste Blanqui (1805-1881), un conspirador y revolucionario nato partidario del golpe insurreccional para llegar a una dictadura al servicio del pueblo que los condicionamientos históricos no hicieron posible. Y el italiano radicado en Francia Filippo Buonarroti (1761-1837), activista durante la Revolución Francesa y autor de “Conspiration pour l’egalité” (Conspiración por la igualdad). Todos ellos, de un modo u otro, definieron los medios económicos y políticos, ideológicos e imaginarios, como los medios adecuados para alcanzar el socialismo.
Un párrafo aparte merece Pierre Joseph Proudhon (1809-1865), hijo de un humilde artesano de tonelería y luego obrero tipógrafo que fue el primer socialista en llamarse anarquista. De formación autodidacta, escribió varias obras trascendentales, entre ellas “Qu'est-ce que la propriété” (Qué es la propiedad) en la que desarrolló la teoría de que la propiedad es un robo en cuanto es resultado de la explotación del trabajo de otros y, sobre todo, “Système des contradictions économiques ou Philosophie de la misère” (Sistema de las contradicciones económicas o Filosofía de la miseria) en la cual se erigió en el portavoz de un socialismo libertario y declaró que la sociedad ideal era aquella en la que el individuo tenía el control sobre los medios de producción. También fue polémico su “De la justice dans la révolution et dans l'Église” (De la justicia en la revolución y en la Iglesia) donde definió la justicia como un derecho puramente humano, como un reciprocidad de servicios que aseguran el respeto de la persona en oposición a la moral trascendente de la Iglesia. Entre sus muchas propuestas figuran la creación de un banco popular que concediera préstamos sin interés, la fijación de un impuesto sobre la propiedad privada y la unión, incluso financiera, de burgueses y obreros en una sola clase media. Bajo la bandera del federalismo, criticó el centralismo y el autoritarismo en aras de lograr una sociedad sin fronteras ni Estados, con una autoridad descentralizada mediante asociaciones o comunas, donde los individuos deberían ser éticamente responsables por sí mismos y, por lo tanto, no necesitarían la dirección de un gobierno. Proudhon en ningún momento pretendió organizar un partido político o una revuelta violenta; fue un teórico del socialismo, no un revolucionario activo: “Republicano soy, en efecto, pero esta palabra no precisa nada. República es la cosa pública, y por eso quien ame la cosa pública, bajo cualquier forma de gobierno, puede llamarse republicano. Los reyes son también republicanos. Yo soy anarquista. Aunque amigo del orden. Soy anarquista en toda la extensión de la palabra”.


Existió inicialmente en Marx y Proudhon una concordancia de ideas en cuanto a sus objetivos comunes: la liberación de la clase trabajadora, la colectivización de los medios de producción y la eliminación de la sociedad burguesa y el sistema capitalista. Pero luego de la publicación en 1846 de “Filosofía de la miseria” por parte del anarquista francés, hubo una fuerte confrontación teórico-política que Marx puso de manifiesto al año siguiente en su “Das elend der philosophie” (Miseria de la filosofía). “¿Qué es la sociedad, cualquiera que sea su forma? -se pregunta Marx en una carta que le dirigió al crítico literario ruso Pavel Annenkov (1813-1887) en diciembre de 1846 a propósito de la obra de Proudhon-. El producto de la acción recíproca de los hombres. ¿Pueden los hombres elegir libremente esta o aquella forma social? Nada de eso. A un determinado nivel de desarrollo de las facultades productivas de los hombres, corresponde una determinada forma de comercio y de consumo. A determinadas fases de desarrollo de la producción, del comercio, del consumo, corresponden determinadas formas de constitución social, una determinada organización de la familia, de los estamentos o de las clases; en una palabra, una determinada sociedad civil. A una determinada sociedad civil, corresponde un determinado orden político que no es más que la expresión oficial de la sociedad civil. Esto es lo que el señor Proudhon jamás llegará a comprender, pues él cree que ha hecho una gran cosa apelando del Estado a la sociedad civil, es decir, del resumen oficial de la sociedad a la sociedad oficial”.
“Huelga añadir -agrega Marx- que los hombres no son libres árbitros de sus fuerzas productivas, base de toda su historia, pues toda fuerza productiva es una fuerza adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las fuerzas productivas son el resultado de la energía práctica de los hombres, pero esta misma energía se halla determinada por las condiciones en que los hombres se encuentran colocados, por las fuerzas productivas ya adquiridas, por la forma social anterior a ellos, que ellos no crean y que es producto de la generación anterior. El simple hecho de que cada generación posterior se encuentre con fuerzas productivas adquiridas por la generación precedente, que le sirven de materia prima para la nueva producción, crea en la historia de los hombres una conexión, crea una historia de la humanidad, que es tanto más la historia de la humanidad por cuanto las fuerzas productivas de los hombres, y, por consiguiente, sus relaciones sociales, han adquirido mayor desarrollo. Consecuencia obligada: la historia social de los hombres no es nunca más que la historia de su desarrollo individual, tengan o no ellos mismos conciencia de esto. Sus relaciones materiales forman la base de todas sus relaciones. Estas relaciones materiales no son más que las formas necesarias bajo las cuales se realiza su actividad material e individual”.