26 de diciembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (XXVIII) 4º parte. Desenlace incierto

Impresiones (como síntoma de inquietud)
5. Sobre la toma de consciencia

Uno puede llegar a pensar en muchas cosas, y volver a pensar y pensar. Pero, en medio de la desazón reinante, estas meditaciones dan la impresión que nada resuelven. Pensar parecería no arreglar nada. Una idea no sería más que una potencia imaginaria, una nube en forma de hongo que no destruye nada, que no construye nada, que se levanta desde una suerte de conciencia enceguecedora. Sin embargo, alguna vez dijo el matemático y físico francés Henri Poincaré (1854-1912) que el pensamiento “no es más que un relámpago en medio de la larga noche, pero ese relámpago lo es todo". Y, efectivamente, el pensamiento lo es todo. La Historia comienza cuando los hombres empie­zan a pensar en el transcurso del tiempo no en fun­ción de procesos naturales sino en función de una serie de acontecimientos específicos en que ellos se hallan comprometidos conscientemente y en los que conscientemente pueden influir. La historia, nos dice el historiador suizo Jacob Burckhardt (1818-1897) en “Weltgeschichtliche betrachtungen” (Reflexiones sobre la historia universal), es “la ruptura con la naturaleza causada por el despertar de la conciencia”. La His­toria es la larga lucha del hombre, mediante el ejerci­cio de su razón, por comprender el mundo que lo rodea y actuar sobre él.
El desarrollo de la conciencia que de sí mis­mo han tomado los hombres puede decirse que nació con René Descartes (1596-1650), que fue el primero en establecer la posición del hombre como ser que puede no sólo pensar sino pensar acerca de su propio pensamiento, que puede observarse a sí mismo en el acto de observar, de modo que el hombre es simultáneamente sujeto y ob­jeto de pensamiento y observación. Esta noción terminó de hacerse explícita hacia finales del siglo XVIII cuando Jean Jacques Rousseau abrió el cami­no hacia nuevas profundidades de la comprensión y la conciencia de sí mismo en el hombre, y brindó a la especie una nueva misión del mundo de la natu­raleza y de la civilización tradicional. Hoy en día, cuando la ciencia se interesa cada vez más por la elaboración de hipótesis operativas con las que se pueda so­meter la naturaleza a sus propósitos y alterar el medio ambiente, es notorio que el hom­bre ha logrado, mediante el ejercicio consciente de la razón, transformarse a sí mismo y modificar lo que lo rodea.
Estos cambios son producto fundamentalmente de los descubrimientos e inventos científicos, de su más difundida aplicación y de los hechos acarreados por ellos, directa o indirectamente. Su aspecto más visible es una revolución social comparable a la que, en los siglos XV y XVI, inauguró la subi­da al poder de una nueva clase social arraigada en las finan­zas y en el comercio, y más tarde, ya en el siglo XVIII, basada en la industria. Pero la época contemporá­nea ha ensanchado la lucha de una forma portentosa. El hombre pensante se propone ahora comprender y modificar, no sólo el mundo circundante, sino tam­bién a sí mismo, y esto ha añadido una nueva dimensión a la razón y una nueva dimen­sión a la Historia. Suele decirse que el hombre contemporáneo es consciente de sí mismo, y por lo tanto de la Historia, como nunca lo ha sido antes; que escruta de buena gana la penumbra de la que procede con la esperanza en que los débiles rayos de luz que en ella perciba ilumi­narán la oscuridad hacia la que se dirige. Y a la vez, que sus aspiraciones y ansiedades relacionadas con el camino que le queda por andar han aguzado su penetra­ción de lo que ha quedado atrás; que pasado, presente y futuro están ahora vinculados en la interminable cadena de su historia como nunca lo habían estado. Pero, ¿se puede generalizar? ¿Todos los hombres son conscientes del aciago presente de la humanidad? ¿Se puede tener esperanza cuando, año tras año, es cada vez mayor la cantidad de pobres e indigentes mientras que el 80% de la riqueza planetaria se concentra en el 1% de la población mundial?


Porque al tomar realmente conciencia sobre los avatares de la historia es cuando un pensamiento en forma de relámpago nocturno -tal como lo definiera Poincaré- aparece como producto de la aceleración del proceso de crisis que vivimos en estos años, una encrucijada histórica singular signada por el catastrófico abismo fiscal y el crecimiento exponencial de la deuda externa de la primera potencia mundial (epicentro de la crisis sistémica global y pilar de la estructura económica internacional), el derrumbe de las estructuras del estado de bienestar en los países desarrollados, la escalada de un ordinario populismo en los eufemísticamente llamados países en vías de desarrollo y la agudización de la miseria avecindada al parecer ya definitivamente en los países más menesterosos del globo. Esta cuestión depara interrogantes y controversias que cuestionan muy seriamente la subsistencia de las corrientes sociales, políticas y económicas predominantes. Hoy más que nunca está claro que la historia intelectual tiene que evolucionar y, de alguna manera, allanar el camino para nuevas reflexiones y el replanteamiento de las tesis consideradas intocables que, indudablemente, deben modificarse ante los vertiginosos cambios históricos que se están produciendo y ser expuestas al debate y a la crítica.
Allá por 1968, el antes mencionado ensayista argentino Arturo Jauretche enumeraba en su jugoso “Manual de zonceras argentinas” las técnicas de la “colo­nización pedagógica” utilizadas por el poder para, mediante el uso de su dominio económico, manejar el instrumental de la cultura en función de sus propios intereses. Así mencionaba, por ejemplo, “falsificar la historia, dividir ideológicamente a la población con planteos ajenos a la realidad, crear intereses vinculados a la dependencia y dotarlos de un pensamiento acorde, controlar el periodismo y todos los medios de información, manejar la cátedra, elaborar o destruir los prestigios políticos o intelectuales o morales, orientar toda la enseñanza, proponer modelos imposibles y ocultar los posibles”, etc. Todas estas variadas técnicas están patentizadas notoriamente hoy -no sólo en la Argentina sino también en buena parte del mundo globalizado- en los escándalos mundiales de corrupción corporativa y en las inagotables crisis de las democracias parlamentarias, de los gobiernos presidencialistas o de los regímenes inestables y transitorios (o no) que constituyen una modalidad de gobierno burocrático y son incapaces de establecer una base social duradera. La tan ensalzada democracia formal que hoy administra buena parte del mundo, aquella del sufragio libre, igual, universal, directo y secreto como garantía de la soberanía popular, tiene de formal sólo las reglas de juego, lo procedimental, pero en la práctica es pertinazmente vulnerada al punto de convertirla en una democracia aparente, insustancial.


“Vivimos en medio de una falacia descomunal: un mundo desaparecido que nos empeñamos en no reconocer como tal y que se pretende perpetuar mediante políticas artificiales -dice la ensayista francesa Viviane Forrester (1925-2013) en su “L'horreur écocnomique” (El horror económico)-. Se da como norma un pasado trastornado, un modelo perimido; se imprime a las actividades económicas, políticas y sociales un rumbo oficial basado en esta carrera de fantas­mas, esta invención de sucedáneos, esta distribución prometi­da y siempre postergada de lo que ya no existe; se sigue fin­giendo que no hay ‘impasse’, que se trata solamente de pasar las consecuencias malas y transitorias de errores reparables”. Y agrega más adelante: “Todo se organiza, prevé, prohíbe y realiza en función de la ganancia, que por lo tanto parece insoslayable, unida al meollo mismo de la vida hasta el punto que no se la distingue de ella. Opera a la vis­ta de todos, pero no se la percibe. Aparece activamente por todas partes pero jamás se la menciona a no ser bajo la for­ma de esas púdicas ‘creaciones de riquezas’ consideradas beneficiosas para toda la especie humana y proveedoras de multitudes de puestos de trabajo. Por consiguiente, la ganancia tiene la prioridad; es el ori­gen de todo, como una suerte de ‘big bang’. Sólo después de garantizar y deducir la parte que le toca a los negocios -a la economía de mercado- se tiene en cuenta (cada vez menos) a los demás sectores”. Ante todo está la ganancia, en función de la cual se instituye lo demás. Recién después se distribuyen las sobras de las dichosas “creaciones de riquezas”. Ese es el camino que se está siguiendo. Una mayoría de seres humanos ha dejado de ser necesaria para el pequeño número que, por regir la economía, detenta el po­der. Según la lógica dominante, multitudes de seres humanos carecen de motivo racional para vivir en este mundo donde, sin embargo, llegaron a la vida.
El capitalismo, sistema de producción con fines de lucro, parece estar en un callejón sin salida producto de sus propias contradicciones intrínsecas. La plaga del desempleo masivo, el subempleo, los bajos salarios, la destrucción de los beneficios, los recortes de servicios sociales y el aumento de la pobreza ha sobrepasado sus límites y está hundiendo en un desastre sin alivio a millones de trabajadores de todo el mundo. Sus destinos son destruidos, son vidas amarradas, acorraladas, zamarreadas, desmoronadas, tangentes a una sociedad en retroceso. Entre esos desposeídos y sus contemporáneos se alza una suerte de ventana cada vez menos transparente. Y puesto que son cada vez menos visibles, puesto que se los quiere marginar, apartar de esta sociedad, se los llama excluidos. El peso de la crisis, una vez más, está golpeando la espalda de los trabajadores. Nuevamente se aplica una de las reglas de oro del sistema: convidados de piedra en las épocas de bonanza y socios en las crisis, una regla que es tan inmoral como vigente. O como ironizaba el escritor y periodista estadounidense Gore Vidal (1925-2012): “el sistema económico actual es la libre empresa para los pobres y el socialismo para los ricos”. Además, esta crisis tiene características particulares, pues se extiende a la crisis del medio ambiente, a la crisis alimentaria y a la crisis energética, con consecuencias que pueden ser catastróficas para la vida humana. El sistema capitalista no tiene una salida integral para la humanidad, y sólo puede sobrevivir en base a generar una grave crisis humanitaria. A la vista que la realidad nos impone día a día, no cabe duda que el problema es justamente este sistema y que toda salida que no implique cambiar rotundamente esta organización de la sociedad significará nuevos fracasos, más hambre, más miseria, más desocupación para la humanidad. No se puede saber si ésta es la crisis terminal del sistema, pero lo que sí se vislumbra es que si no se modifica este sistema, el sistema acabará con la humanidad.


Sabido es que el capitalismo ha generado periódicamente crisis cíclicas: 1816, 1825, 1836-37, 1847, 1857, 1866, 1873-96, 1929-33, 1971-73, 1997-98, 2001 y la que comenzó en 2007 y tiene aún un final incierto. Existen muchas diferencias entre ellas pero también tienen similitudes importantes y fundamentales que ayudan a la comprensión de la crisis actual. En todas, el funcionamiento automático del mercado capitalista, el ciclo normal de auge, recesión, crisis, depresión y reactivación del desarrollo capitalista, quedó exhausto. Todas se vieron precedidas por largos períodos de enorme crecimiento de las fuerzas productivas, grandes avances en tecnología e incrementos importantes en la productividad de la clase trabajadora. La productividad del trabajo aumentó exponencialmente, pero también, el consumo no pudo mantener el ritmo de la producción. Pero la crisis actual va mucho más allá de aquellas crisis cíclicas normales. Cualesquiera que sean los auges y las caídas, todo pareciera indicar que nada podrá sacar al sistema de este prolongado callejón sin salida, ni los billones de dólares inyectados en rescates bancarios y corporativos ni los invertidos en gasto militar para guerras e intervenciones limitadas ni mucho menos cualquier cura cosmética que se aplique en la herida económica bajo la forma de estímulos. Dice Forrester: “He aquí, pues, que la economía privada goza de una li­bertad como nunca había tenido: esa libertad tan reclamada por ella y que se traduce en desregulaciones legalizadas, en anarquía oficial. Libertad provista de todos los derechos, de toda permisividad. Libertad desenfrenada cuya lógica satura una civilización que culmina y cuyo naufragio ella impulsa. Este naufragio disimulado es atribuido a las crisis temporarias a fin de que pase inadvertida una nueva forma de civilización que ya despunta, en la que sólo un porcentaje muy pequeño de la población encontrará funciones”.
“Hoy las riquezas ya no se crea a partir de la generación de bienes ma­teriales sino a partir de especulaciones abstractas, con esca­so o ningún vínculo con las inversiones productivas -continúa Forrester en la obra citada-. Las riquezas exhibidas en gran medida no son sino entidades vagas que sirven de pretexto al desarrollo de derivados que no tienen gran relación con aquéllas. Los derivados invaden la economía, la reducen a juegos de casino, a prácticas de tomadores de apuestas. En la actua­lidad los mercados de productos derivados son más importan­tes que los tradicionales. Ahora bien, esta nueva forma de economía no produce: apuesta. Corresponde al orden de las apuestas en las que no hay nada verdadero en juego. En ellas no se apuesta a valores materiales o siquiera a tran­sacciones financieras simbólicas (pero valoradas de acuerdo con activos reales, aunque su fuente sea lejana) sino a valo­res virtuales inventados con el sólo fin de alimentar sus pro­pios juegos”. Consiste, entonces, en apuestas sobre los avatares de negocios que aún no existen y tal vez nunca existirán, y a partir de ellos, en relación con ellos, se juega con títulos, deudas, tasas de interés y de cambio desprovistas de todo sentido, basadas en proyecciones puramente arbitrarias, próximas a la fantasía más desenfrenada. Consiste sobre todo en apostar a los resultados de esas apuestas y luego a los resultados de las apuestas sobre esos resultados.
Se llega así a la conclusión de que sólo son transacciones de compra y venta de lo que no existe, en las que no se intercambian activos reales, ni siquiera sím­bolos de esos activos, sino, por ejemplo, los riesgos asumi­dos por los contratos a mediano o largo plazo que aún no han sido firmados o sólo existen en la imaginación de alguien; se ceden deudas que a su vez serán negociadas, reven­didas y recompradas sin límite; se celebran contratos en el aire, a menudo de común acuerdo, sobre valores virtuales aún no creados pero ya garantizados, que suscitarán otros contratos, siempre de común acuerdo, referidos a la nego­ciación de aquéllos. El mercado de riesgos y deudas permite a los participantes entregarse con toda falsa seguridad a esas pequeñas locuras. Se negocian interminablemente las garantías de lo virtual y se trafica con esas negociaciones. Son otros tantos nego­cios imaginarios, especulaciones sin otro objeto ni sujeto que sí mismas y que constituyen un colosal mercado artifi­cial, acrobático, basado en nada o sólo en sí mismo, alejado de toda realidad que no sea la suya, en círculo cerrado, fic­ticio, imaginado y embrollado sin cesar con hipótesis desen­frenadas que sirven de base a otras extrapolaciones. Se espe­cula hasta el infinito sobre la especulación. Un mercado in­constante, ilusorio, basado en simulacros pero arraigado en ellos, delirante, alucinado.


Lo que, de alguna manera, se intenta señalar con estos apuntes concretos es cómo es necesario ingresar constantemente en nuestra noción de cultura tanto a las memorias, las creencias, las identida­des, la vida cotidiana y las culturas populares como a las problemáticas de la margina­lidad, del territorio, del trabajo, de los recursos, etc. Por eso surge este pensamiento, este relámpago en medio de la larga noche. Porque muchas veces consumimos información sobre nosotros mismos fabricada por el poder sin haber elaborado nuestra propia visión de la histo­ria. Es un intento de desinformación que bien podría generalizarse a otras instancias culturales en la medida en que cada vez más -informática median­te- somos procesados por otros. Debajo de esta idea subyace la hipótesis de que nuestra problemática económica, geopolítica y social necesita también de su explora­ción desde el lado de la comunicación, la cultura y la información para no quedar reducidas al ámbito tecnocrático. Las múltiples contrariedades que sufre el mundo hoy son un tema político y cultural y no sólo técnico. Por eso es necesario hacer un seguimiento cultural de esta cuestión que no se despegue de lo humano, de lo social, de lo histórico y que se salga de las formas reaccionarias en que muchas veces ha sido plan­teado.
Existe una cuestión lógica, no del todo tan familiar para la consciencia universal, que se refiere a las consecuencias prácticas. El filósofo y sociólogo alemán Max Horkheimer, anteriormente citado, se preguntaba en “Sozialphilosophische studien” (Estudios de filosofía social): “¿Sería posible reunir a hombres expertos de nuestros días para que bosquejasen un plan, pensado en todos los detalles y objetivamente realizable, para vencer la miseria, con la obligación de hacer caso omiso de las condi­ciones políticas y de las consideraciones nacionales? ¿Podría determinarse, en años de trabajo abnegado y a base exclusivamente de una investigación precisa, lo que cada país habría de suministrar con sus materias primas y sus máquinas, sin perjudicar a uno solo de sus ciudadanos, para entregar los alimentos y los instrumentos necesarios, construir almace­nes y vías para el transporte, regular el aumento de naci­mientos, para que en un tiempo más o menos calculable, na­die tuviera que morirse de hambre en la tierra, para crear hospitales, preparar personal médico, impedir las epidemias y, finalmente, para que todos tuvieran una vivienda humana­mente digna?”. Hoy, cuando las grandes potencias económicas pueden actuar más libres, más motivadas, más ágiles, infinitamente más influyentes que muchos Estados (frecuente­mente más pobres que ellas), sin preocupacio­nes electorales, responsabilidades políticas, controles ni, desde luego, la menor solidaridad con aquellos a quienes aplastan, la respuesta parece ser no.
Sean los que fueren los diagnós­ticos de los expertos, sus análisis y proposiciones, la vida co­tidiana de las personas se ve dominada por la amenazadora crisis económica. ¿Qué exámenes, críticas, respuestas o incluso alternativas se oponen a esa realidad? Ninguna, sólo se escuchan ecos. A lo sumo algunas variantes. Hay un estallido de sorderas, de cegueras endémicas por parte de los dueños del poder. Se vive un tiempo clave de la historia signado por una economía despótica que al menos se debería situar, analizar, descifrar sus poderes y su enverga­dura. Por globalizada que sea, por más que el mundo es­té sometido a su poder, resta comprender, quizá decidir, qué lugar ha de ocupar la vida en este esquema. Por eso, la verdadera respues­ta a estos males sería que llevan en sí mismos su propio correctivo. El remedio estriba en la toma de conciencia del papel que puede desempeñar la razón; ahí radica, y no en el culto del irracionalismo o en la renuncia al papel cada vez mayor de la razón en la sociedad contemporánea. Es un momento en que la revolución tecnológica y científica obliga a un mayor uso de la razón en todos y cada uno de los niveles de la sociedad. 


En consecuencia, para salvarla, no es necesario detener el desarrollo de la técnica, cerrar las fábricas, conceder premios a los agricultores para que saboteen a la agricultura, transformar a un tercio de los trabajadores en mendigos, ni recurrir a algún delirante para que oficie de dictador. Lo que es indispensable y urgente es separar los medios de producción de sus actuales propietarios parásitos y organizar la sociedad de acuerdo con un plan racional para que las necesidades de todos sus miembros puedan encontrar la posibilidad de una satisfacción creciente, para que las palabras “pobreza”, “crisis”, “explotación”, salgan de circulación. Para que, en definitiva, no exista más una sociedad conformada por vencedores y vencidos, porque, tal como narraba el poeta romano Publio Virgilio Marón ​(70-19 a.C.) en su poema épico “Aeneis” (Eneida), “sólo hay una salvación para los vencidos: no esperar salvación alguna”. Pecando a lo mejor de un excesivo y tal vez ingenuo idealismo, quien esto escribe considera que debiera existir una salvación para todos los seres humanos sin excepción. La toma de consciencia es el primer paso para lograrla.
Para finalizar podemos sumar un texto del escritor francés, teórico de la literatura y de la cultura George Steiner (1929), quien contra “la barbarie, la estupidez y la ignorancia” propone en su autobiografía “Errata. An examined life” (Errata. Examen de una vida) recordar un fragmento de “un tal Liev Davidovich Bronstein (también conocido como Trotsky)”. Un texto escrito en el “fragor de batallas encarnizadas”: “El hombre asumirá como propia la meta de dominar sus emociones y elevar sus instintos a las alturas de la conciencia, de tornarlos transparentes, de extender los hilos de su voluntad hasta los resquicios más ocultos, accediendo de este modo a un nuevo plano. El hombre será inconmensurablemente más fuerte, más sabio y más sutil; su cuerpo se tornará más armónico, sus movimientos, más rítmicos, su voz más, melodiosa. Los modos de vida serán más intensos y dramáticos. El ser humano medio alcanzará la categoría de un Aristóteles, un Goethe, un Marx. Y sobre este risco se alzarán nuevas cimas”. “Absurdo, ¿verdad? -cierra Steiner-. Pero un absurdo por el que vivir y morir”.