11 de septiembre de 2018

Certezas, dilemas e intuiciones. Un ensayo controversial (V) 2º parte. Crónica coyuntural

Prolegómenos (como ejercicio de la memoria)
3. En busca del tiempo perdido

El proyecto redistribucionista del peronismo sentó las bases pa­ra una alianza entre los trabajadores y la burguesía nacional. Los cambios producidos durante dicho proceso en la economía y a nivel del Estado implicaron una efec­tiva democratización que se tradujo en el acceso al poder polí­tico de la clase burguesa en su conjunto. Con el peronismo, el Estado adquirió un carácter capitalista "puro" al institucionalizarse en su seno tanto el predominio de la fracción industrial de la burguesía como la presencia y el peso social de la clase obrera. Efectivamente, por entonces el Estado se convirtió en el órgano de un nuevo sistema de alianzas donde se encontraban representadas las fuerzas armadas, la burguesía nacional y las clases trabajadoras sobre la base de un progra­ma económico que apuntaba a la transferencia del excedente del sector agroexportador a la industria. Esto generó una nueva etapa en el desarrollo económico argentino. Se profundizó la industrialización sustitutiva ampliando el mercado interno a través de una redistribución de los ingresos (los asalariados llegaron a percibir el 50% de la renta nacional), de leyes sociales y de una mayor intervención del Estado. Se nacionalizaron además los principales servicios públicos (ferrocarriles, electricidad, teléfono, etc.), se crearon empresas estatales de aviación y navegación fluvial y marítima, y se rescató la deuda externa. No obstante ello, la gravitación creciente de las empresas extranjeras, a partir de princi­pios de la década del ‘50, cuando las industrias dinámicas adquirieron el papel hegemónico en el sector industrial y en el conjunto de la economía nacional, frustró tempranamente la formación de intereses locales que pudieran asumir la conducción de los sectores líderes, cuya expansión se apoyaba en las propias exigencias de la demanda interna y en la transformación del sistema productivo. En 1949 el plan económico entró en crisis dado que los términos de intercambio comercial comenzaron a ser desfavorables, las exportaciones argentinas disminuyeron sensiblemente y cayó la existencia de divisas disponibles. Esto generó dificultades a los empresarios industriales para importar maquinaria y materias primas, lo que puso en evidencia la debilidad de los cimientos de la industrialización peronista y el comienzo de los ciclos económicos con altibajos propios del desarrollo industrial en los países periféricos.
La crisis, agudizada por dos sucesivas sequías, llevó al gobierno a poner en marcha en 1952 un nuevo plan económico, mucho más austero, entre cuyos objetivos estaba el de detener la inflación y resolver el problema del déficit en la balanza de pagos. Para ello se apeló al capital extranjero (incluyendo concesiones petrolíferas a empresas norteamericanas) y se establecieron relaciones diplomáticas con los países del bloque soviético, sin por ello descuidar los vínculos con la Europa capitalista. Así, la dependencia de Argentina respecto de bienes de capital, tecnología y divisas hizo que el proceso de industrialización emprendido bajo el manto del populismo y el nacionalismo se agotara una vez disipada la “naturaleza singular” que posibilitó su origen. Las limitaciones de una acumulación de capital centrada en bienes de consumo, de baja escala, eficiencia y productividad, con infraestructura energética y de transportes endeble, evidenciaron la incapacidad para alcanzar un nivel de desarrollo autosostenido. El resultado inevitable fue, por consiguiente, que aquel régimen que dijo resistir al imperialismo, llegado a este punto, se transformase en uno de sus más esmerados aliados. De todos maneras, en septiembre de 1955 y en el marco de un enfrentamiento creciente con la Iglesia Católica y con sectores opositores que le reprochaban la existencia de un Estado omnipresente y una creciente restricción a las libertades públicas y al accionar de la otras fuerzas políticas, Perón se vio desplazado del poder por un golpe de estado cívico-militar a pesar de que contaba todavía con un amplio apoyo popular. No obstante, terminó abandonando ignominiosamente la escena sin apelar a la movilización de las masas y entregó el poder sin resistencia a la reacción burguesa. Como resultado de este período puede aseverarse que el marco capitalista en que operaron sus reformas quedó intacto, lo que implicó que éstas quedaran rápidamente vaciadas de contenido.


Es que, a partir de su doctrina de “comunidad organiza­da”, el régimen peronista concedió enorme poder a las corpora­ciones (sindicatos manejados verticalmente desde el Estado, cle­ro y fuerzas armadas) en desmedro de la democracia representativa. Como lógica consecuencia de un esquema de este tipo, a medida que se iban acentuando las dificultades económicas fueron redu­ciéndose los márgenes de la libertad de expresión y del derecho al disenso. Pero lo que constituye la verdadera estafa del peronismo es el sistemático esfuerzo de domesticación e instrumentación del mo­vimiento obrero que caracteri­zó las relaciones entre Perón y los sindicatos. No es de extrañar entonces que la masiva participación po­pular de los orígenes del peronismo fuera poco a poco reduciéndose a una rígida organización del consenso basada en el más estricto verticalismo. Ya hacia fines de la década del '40, con la consolidación del Esta­do populista, la CGT (Confederación General del Trabajo) se había convertido en un apéndice del Partido Justicialista. Los sindicatos habían perdido así casi por completo su autonomía y se transformaron en correa de transmisión de las políticas del gobierno, desvir­tuando sus fines como organismo representativo de los intereses de los trabajadores. El reconocimiento explícito del materia­lismo histórico y de la lucha de clases que había guiado al movi­miento obrero argentino durante gran parte de su existencia se había convertido en profesión de fe de la doctrina peronista.
Después de la caída de Perón, durante las dos décadas siguientes se sucedieron períodos de avance de la industria con otros de estancamiento, producidos por políticas de estabilización que favorecieron a los sectores agroexportadores. En la etapa de auge, ante el aumento de la producción industrial vinculada al consumo local, se incrementaron las importaciones para comprar bienes de capital e insumos básicos, y se redujeron las exportaciones por la mayor demanda interna originada en la suba del salario real y de los niveles de ingresos. Pero el déficit en la balanza comercial y la disminución de las divisas llevaron a una devaluación que provocó un aumento del precio de los productos agrarios exportables y de los insumos importados. Todo esto se tradujo en una crisis del sector externo, inflación y políticas monetarias restrictivas. La puja intersectorial se expresó, además, en sucesivos golpes de estado. Durante el breve gobierno de la autodenominada “Revolución Libertadora”, se intentó la “desperonización” de la sociedad argentina, proscribiendo al partido en ese entonces mayoritario. En materia económica se adoptaron medidas de liberalización de la economía con el objetivo de incorporar al país al mercado internacional. El gobierno adhirió al FMI y los organismos financieros internacionales y se redujo en gran medida el grado de intervención del Estado en la economía nacional. En resumidas cuentas, la “Revolución Libertadora” significó una vuelta a la ortodoxia económica. El golpe de 1955 acercó a la Argentina a los lineamientos de la política exterior impulsada por Estados Unidos para todo el hemisferio en el marco de la Guerra Fría.


En cambio, desde 1958, el gobierno de Arturo Frondizi (1908-1995), apoyado en las elecciones por el proscrito peronismo, reorientó la política exterior en función de su proyecto desarrollista. Se puso en marcha una nueva política económica que apuntaba al despegue de las industrias básicas (energía, acero, química, papel, maquinarias y equipos, automotores), para el cual era fundamental el autoabastecimiento petrolero y la tecnificación del agro. A fin de alcanzar estos objetivos el gobierno decidió apelar al capital extranjero firmando polémicos contratos petroleros con empresas estadounidenses. El proyecto desarrollista concordaba, de hecho, con los planes de expansión e inversión en América Latina de las grandes compañías transnacionales. Esto permitió un fuerte crecimiento del sector industrial y, hacia 1962, se logró el autoabastecimiento de petróleo. Pero pronto Frondizi perdió el apoyo del sindicalismo peronista con sus políticas de estabilización, se enajenó el apoyo de sectores políticos y debió enfrentar planteos militares, que terminaron en su deposición tras haber aceptado, en elecciones parciales, la participación electoral del peronismo. Su actitud comprensiva con Cuba, negándose a seguir a Estados Unidos en su planteo de expulsarla de la OEA y la visita secreta en Buenos Aires de Ernesto Guevara (1928-1967) provocaron un gran revuelo entre los militares. Esa política ambivalente derivó finalmente en su caída por otro golpe de estado. Tras el interinato de su vicepresidente, cuyo equipo de economistas liberales intentó retornar sin éxito a medidas económicas ortodoxas en medio de una profunda crisis del sector externo mientras en política exterior se aceptaba nuevamente el liderazgo norteamericano, le siguió un gobierno elegido con la proscripción del peronismo, el del radical Arturo Illia (1900-1983), que adoptó, por el contrario, una política nacionalista moderada cuyos objetivos eran limitar la presencia de capital extranjero (anuló los contratos petroleros firmados por Frondizi), alentar el mercado interno (hubo aumentos salariales, impuestos a las importaciones y disminución de las tarifas de los servicios públicos) y redistribuir ingresos.
Contó con una buena coyuntura económica (grandes exportaciones y balanza comercial positiva), lo cual permitió disminuir la deuda externa y dinamizar la economía. Intentó también diversificar la inserción internacional y abrir nuevos mercados, como el chino. Pero todo esto no sirvió, sin embargo, porque su gobierno era políticamente débil y los militares terminaron derribándolo en 1966 por un nuevo golpe militar: la “Revolución Argentina”, tal el nombre autoasignado. Este profundizó la modernización industrial a través de nuevas inversiones de capitales externos y, a pesar de no poder superar algunos de sus principales problemas, la economía argentina creció y el sector industrial comenzó a exportar sus productos. No obstante, todos estos aparentes cambios estuvieron signados por una profunda crisis orgánica, aquella que el periodista y activista político italiano Antonio Gramsci (1891-1937) definiera en "Noterelle sulla política del Machiavelli" (Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno) como crisis de hegemonía del bloque social dominante. Esta se da cuando “los partidos tradicionales, con una forma de organización da­da y con determinados hombres que los constituyen, represen­tan y dirigen, ya no son reconocidos como expresión propia de su clase o de una fracción de ella. En tales casos, lo más probable es que se refuerce la posición relativa del poder de la burocracia (civil o militar), de la alta finanza, de la Iglesia y en general de todos los organismos relati­vamente independientes de las fluctuaciones de la opinión pública. En cada país el proceso es diverso, aunque el contenido es la crisis de hegemonía de la clase dirigente, que tiene lugar o bien porque la clase dirigente ha fracasado en alguna grande empresa o bien porque vastas masas (especialmente de campesinos y de pequeño-burgueses intelectuales) han pasado de golpe de la pasividad política a una cierta actividad y ponen reivindicaciones que en su conjunto inorgánico constituyen una revolución. Se habla de crisis de autoridad y ello es precisa­mente la crisis de hegemonía, o crisis del Estado en su conjun­to”.


En el caso de la Argentina, esta crisis orgánica se fue profundi­zando hasta culminar en una situación revolucionaria, es decir, una fase de extrema vulnerabilidad del sistema, en la que éste se vio debilitado por la vacancia hegemónica y acosado por una in­tensa actividad y movilización de los sectores populares, levantamientos obreros y la radicalización estudiantil. En ese contexto se sucedieron los gobiernos militares hasta 1973, cuando retornó el peronismo al poder. Paralelamente, la burocracia sindical fue asumiendo funciones de dirigencia política y, durante la segunda mitad de la década del '60, su tendencia cor­porativa y anticomunista la llevó a apoyar el proyecto autoritario de los militares en el poder, en un primer momento, y a no atinar una respuesta coherente después, cuan­do se desencadenó la ofensiva de éstos contra los sin­dicatos. A raíz de ello, a medida que crecía el descontento antidictatorial tam­bién ella se vio rebasada y desplazada por la dinámica de la movilización popular. Durante ese lapso se asistió a la formación de las primeras organizaciones armadas que intentaron aplicar es­trategias de guerra revolucionaria para la toma del poder.
Mientras tanto, en el plano económico, la crisis del modelo de industrialización por sustitución de importaciones dio paso a la formación de una industria oligopólica que se limitó a establecer su control sobre un mercado interno restringido sin insuflar una nueva dinámica al conjunto de la economía. Peor aún, las políticas de tipo liberal ortodoxo instrumentadas por la mayoría de los gobiernos del periodo estrangularon dicho mercado por­que los aumentos de la productividad no se reflejaron adecuada­mente en la correlación entre precios y salarios. La principal concentración del poder económico se dio en las empresas extranjeras y en las empresas públicas. En torno de estas empresas se nuclearon intereses financieros y comerciales y empresas de capital nacional. Por su parte, la burguesía agraria fue reabsorbida como socia menor de la industria oligopólica. La alianza entre los sectores más con­centrados de las burguesías rural y urbana se renovó en esta fase con el predominio de la última y en una clara perspectiva de subordinación al capital financiero internacional. Cuando a comienzos de la década del ‘70 el sector externo entró nuevamente en crisis, salieron a la superficie las inconsistencias del programa: la expansión de las importaciones, estimuladas por la liberación de las mismas, influyó en el estancamiento de las exportaciones y la consecuente crisis del balance de pagos. Al mismo tiempo, la tasa de inflación dio un salto drástico, revelando la quiebra del esquema, por lo que se articularon un conjunto de medidas de corto plazo y de cambios drásticos en varios campos de la política económica. Se elevaron las inver­siones públicas con el doble propósito de la expansión de la infra­estructura y de la demanda global, se reabrieron las negociaciones de los convenios colectivos de tra­bajo como instrumento clave para fortalecer la posición negociadora de los trabajadores y contribuir a rectificar, al menos, una de las causas del deterioro de su participación en el ingreso nacional, y se dispuso la adopción de controles directos de precios, en particular sobre productos estratégicos y en artículos de consumo popular.


La democracia representativa, de todas formas, había quedado definitivamente abolida. El ejercicio dictatorial del poder permitió al Estado acallar los reclamos sectoriales e imprimir un rumbo definido a la economía. Se exacerbaron los conflictos sectoriales y la puja por la distribución, un ingrediente importante para comprender la movilización y politización de esos años. “Desde mediados de la década de 1960 -dice el historiador argentino Luis Alberto Romero (1944) en “La crisis argentina. Una mirada al siglo XX”- fue visible que un título universitario estaba lejos de garantizar una buena posición social; que el obrero altamente calificado rara vez se convertiría en pequeño tallerista, y que la anhelada casa propia solo sería una casilla o un rancho mejorados. Es posible advertir en estos cambios las raíces de una mayor crispación en los conflictos sociales. La movilización de la sociedad, hasta entonces aquietada por la represión autoritaria, se inició a fines de 1968 y tuvo un primer episodio espectacular en el Cordobazo de mayo de 1969. De ahí en más, se desplegó, en un crescendo que no se detuvo hasta 1973, cuando asumió el gobierno peronista; después se mantuvo, pero sin la unanimidad e inocencia iniciales”.
El contexto histórico en el que se dieron estos acontecimientos tiene que ver con los planes de estabilización y ajuste estructural impulsados por los acuerdos con los principales organismos de crédito internacional y con la modernización estructural producto del surgimiento de industrias de punta con fuerte inversión de capital extranjero que exigían una alta calificación técnica de la fuerza de trabajo. Tal como explica el historiador argentino Pablo Pozzi (1953) en “Los setentistas. Izquierda y clase obrera (1969-1976)”, “el ingreso a los colegios técnicos y las universidades de importantes sectores de esta fracción de la clase obrera así como la radicalización de los sectores juveniles procedentes de las clases medias urbanas, conformó una fuerza social que devendrá fuerza política en el contexto de las luchas contra las dictaduras, pero que trascenderá la reivindicación democrática para cuestionar el régimen social mismo. Sin esta caracterización general es difícil comprender la fortaleza de la coordinadoras fabriles así como los cuerpos de delegados en diferentes facultades. Por otro lado, la clase obrera sufrió un proceso de heterogeneización entre una masa obrera no calificada vinculada con las industrias del patrón de acumulación característico de la industrialización por sustitución de importaciones y una nueva masa obrera calificada y especializada. El dinamismo político de este sector se vio influenciado por la experiencia política de la proscripción del peronismo y la intervención de corrientes marxistas revolucionarias con diversos grados de penetración en los cordones industriales”.
La confluencia de las luchas dentro del peronismo y las agrupaciones marxistas revolucionarias se expresó, en cuanto a organizaciones políticas, en la conformación del PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores) y en cuanto a organizaciones sindicales, en la CGT de los Argentinos, la cual originó el llamado “clasismo obrero” de destacada actuación en las luchas callejeras que irrumpieron en la escena política entre fines de los ‘60 y primeros años de la década siguiente.
El sindicalismo clasista nutrió las filas de las organizaciones armadas más importantes durante este período: el Ejército Revolucionario del Pueblo (brazo armado del PRT), los Montoneros y las Fuerzas Armadas Revolucionarias. La primera de ellas, el ERP -cuyo objetivo era la revolución socialista-, intentó una profundización de la participación popular a través de una combinación de lucha de masas y acciones guerrilleras guiado por la percepción de que ambas formas de lucha se retroalimentaban mutuamente, aunque no descartaba la posibilidad de desarrollar una política de alianzas que permitiese su participación electoral presentando candidatos obreros y un programa antiimperialista. Las FAR, por su parte, que en un primer momento compartieron esta idea, encontraron que Marx era incomprensible y no tardaron en encolumnarse dentro del peronismo junto con Montoneros y, ambas facciones, apostaron por el “socialismo nacional” entendiendo que la clase trabajadora “no estaba todavía madura” para una acción histórica independiente y sólo después de una experiencia con la “revolución nacional” se podría llegar a la “madurez” para la “etapa socialista” y para la construcción de grandes partidos socialistas de masas. Tardíamente, ambas organizaciones, ya fusionadas, habrían de descubrir que la izquierda le producía alergia al peronismo y emprendieron el camino del neofascismo similar al de sus enemigos: las Fuerzas Armadas.


La Argentina seguía siendo, en concreto, una sociedad colonial avanzada. La amplia mayoría de su población, la dichosa y circunspecta clase media, proseguía con su aspiración principal: la adquisición de bienes materiales o la posibilidad de enriquecerse sin escrúpulos y al margen de los síntomas de agotamiento de la tendencia expansiva de la economía que ya se advertían por entonces. Confiaban en que el retorno de Perón al poder fuera también el retorno de la bonanza de 1945 tras la firma de un “pacto social” entre la cúpula de los empresarios y la cúpula sindical, quienes se comprometieron a mantener estables los precios y los salarios. No pasó mucho tiempo para que esa quimera se desvaneciera y la economía entrase en la espiral de inflación y parálisis propia de las crisis clásicas. Hasta el propio Perón pudo constatar la estructural infidelidad de sus firmantes. Las corporaciones, tanto empresariales como sindicales, podían ofrecer el sacrificio de su vida (“la vida por Perón” era la consigna), pero no el de sus intereses. La mayoritaria clase media, como siempre con objetivos políticos indefinidos y pocos ideales e invariablemente propensa a la protesta sin participación, llevó a la presidencia a Héctor Cámpora (1909-1980) y luego llenó la Plaza de Mayo frente a la Casa de Gobierno cuando Perón asumió el poder como presidente en octubre de 1973 después de haberse sacado a Cámpora del camino con una parodia de sucesión constitucional.
“Dieciocho años después de su partida en una cañonera paraguaya, volvía a gobernar por tercera vez en la Argentina el General Perón. Sólo pudo hacerlo durante 260 días. Ya era una viva leyenda. ‘Estoy desencarnado’ decía, ‘estoy más allá del bien y del mal’. Todo había cambiado en tan largo lapso. El protagonista, el país y el mundo. En lugar de aquel vigoroso sexagenario de 1955, entraba a la Casa de Gobierno un caudillo anciano, herido de muerte en el corazón. Los médicos le predicaban reposo y pocos disgustos”, contaba Jorge Abelardo Ramos (1921-1994), historiador y creador de la corriente política e ideológica llamada Izquierda Nacional, en “La era del Peronismo. 1943-1976”. Más adelante, esa misma porción de la población aclamaría al dictador de turno cuando la Argentina ganó el campeonato mundial de fútbol en 1978 mientras en el país se cometían innumerables crímenes de lesa humanidad, vivaría a otro general cuando ordenó la invasión de las Islas Malvinas y aclamaría al presidente Raúl Alfonsín (1927-2009) cuando asumió el gobierno en diciembre de 1983. La Argentina, ya se ha dicho, seguía siendo una sociedad colonial avanzada.