30 de enero de 2019

Surrealismo, sociología y literatura


Hacia fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la literatura europea -particularmente la francesa- estuvo signada por el predominio del simbolismo como expresión continuadora de las viejas fórmulas del romanticismo. Pero, paralelo a este movimiento artístico definido como antagonista de la declamación, la falsa sensibilidad y la descripción objetiva, el positivismo y la filosofía del progreso implicaron una corroboración de las potencias intelectuales del hombre. Los poetas, pintores y escultores de esa época se movieron entre ambas corrientes y del predominio de una de ellas surgiría la nota distintiva de su obra.
Para la sociología formalista alemana de Leopold von Wiese (1876-1969), el individuo, frente al proceso social, opta por dos comportamientos opuestos: o se integra al proceso colectivo, a sus particulares modos de vida, a sus instituciones consagradas, a sus circunstancias y opera de ese modo un proceso sociológico de asociación o, por el contrario, se desintegra de la comunidad, se segrega de su estilo vital, rechaza la legitimidad de sus instituciones tradicionales y opera, entonces, un proceso sociológico de disociación.


Entre ambos procesos, sin embargo -decía en “Allgemeine soziologie als lehre von den beziehungsbedingungen der menschen” (La sociología general como doctrina de las relaciones de los hombres)-, media un tercero que participa de los dos anteriores; por una parte, el individuo asume la responsabilidad que surge de su condición de actor social, acepta y ratifica el orden comunitario, impulsa los aspectos a los que adhiere y, por otra parte, advierte sus errores y desajustes y, en ese sentido, niega su colaboración, declina su responsabilidad y adopta una actitud crítica y combativa.
Este tercer proceso de la sociología de von Wiese sería el que caracterizó y definió claramente el comportamiento del escritor surrealista frente a la sociedad de su tiempo y determinó “la síntesis peculiar del estilo contemporáneo que se funda en una contradicción entre las anárquicas fuerzas de lo oscuro, que pugna por sobresalir, y la confianza en las conquistas de la razón”, según ha sostenido el poeta y crítico de arte español Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) en su “Introducción al surrealismo” de 1953.


En Francia, a finales de los años ’20 del siglo pasado, todas las fuerzas vitales de la creatividad artística y la protesta social parecieron canalizarse a través del surrealismo, un movimiento cuyo alcance artístico e influencia sería el más importante desde los tiempos del romanticismo, con el que compartía sus aspectos más fantásticos y sombríos. Se trató del primer movimiento artístico de protesta, de repulsa contra la burguesía y contra todo el sistema ético y cultural de la época. Dicho movimiento tenía como objetivo la transformación radical de la sociedad a través de una revolución en el arte.
Influidos por los conceptos del sociólogo crítico Henri Lefebvre (1901-1991) sobre la “crítica de la vida cotidiana” y del filósofo existencialista Jean Paul Sartre (1905-1980) sobre la construcción de “situaciones subversivas”, los surrealistas emprendieron una especie de subversión cultural a la apropiación capitalista del arte. Sabotearon su sentido moral así como su sentido comercial, una actitud que llevó al filósofo alemánWalter Benjamin (1892-1940) a afirmar en su “Des surrealismus. Die letzte momentaufnahme der europäischen intelligenz” (El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea) que era un movimiento radical, el más libertario de Europa, un movimiento “iluminado” que buscaba “hacer estallar desde dentro el campo de la literatura, gracias a un conjunto de experiencias mágicas de alcance revolucionario”.


La actitud fundamental del surrealismo obedecía a una reacción contra las formas literarias tradicionales y exaltaba la potencia del instinto frente al imperio de la razón, promoviendo -dentro de la obra literaria- la pérdida de un tema conductor, de un desarrollo lógico y de toda coherencia racional. El escritor, en este caso, protagonizó un proceso de disociación que paradójicamente se fundamentaba en el opuesto de asociación, tal como se puede apreciar en la obra de André Bretón (1896-1966), Guillaume Apollinaire (1880-1918), Jean Cocteau (1889-1963), Paul Eluard (1895-1952), Tristan Tzara (1896-1963), Louis Aragón (1897-1982) y Robert Desnos (1900-1945), entre tantos otros.
Sin embargo, el proceso de disociación sucedió al de asociación no sólo sociológicamente sino también psicológicamente. Casi sin excepción los protagonistas del movimiento surrealista se rebelaron y rechazaron la sociedad de su tiempo porque la sabían inconmovible o así al menos lo creían. Su actitud comportó la realización de un acto gratuito, una pura libertad del espíritu sin consecuencias, finalmente, para el orden social que negaba. Para el filósofo Guy Debord (1931-1994), según expresó en su “Rapport sur la construction des situations” (Informe sobre la construcción de situaciones), el surrealismo trató de “fomentar la lucha de clases a través de la batalla del tiempo libre”.


Desde una mirada crítica hacia el movimiento surrealista, éste en el fondo se trató de una situación de clase social que permitía una cómoda rebeldía sin menoscabo del destino personal de cada escritor, que sabía de antemano que su negación y condenación carecerían de eficacia. El abandono de los principales protagonistas del movimiento surrealista de las corrientes políticas de izquierda a las que en un primer momento adhirieron, sería una prueba clara y terminante de la inconsecuencia del movimiento. Así, el surrealismo supuso, sociológicamente hablando, una irresponsabilidad, aunque su subversión haya sido provechosa para la literatura de nuestro tiempo.

27 de enero de 2019

Periodismo de autor (IX). Daniel Link: “Historia particular de la infamia”

Desde el legendario C. Auguste Dupin, creado en 1841 por Edgar Allan Poe (1809-1849), hasta el contemporáneo Mario Conde, fruto de la imaginación de Leonardo Padura (1955), muchos son los detectives memorables que han transitado por las páginas de centenares de novelas policíacas. Baste con nombrar a Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle (1859-1930), al aficionado Joseph Rouletabille de Gastón Leroux (1868-1927), al Padre Browm de Gilbert K. Chesterton (1874-1936), a Perry Mason de Erle Stanley Gardner (1889-1970), a Miss Marple y Hércules Poirot de Agatha Cristie (1890-1976), a Sam Spade de Dashiell Hammet (1894-1961), al comisario Maigret de Georges Simenon (1903-1989), a “Ataúd” Ed Johnson y “Sepulturero” Jones de Chester Himes (1909-1984), a Lew Archer de Ross Macdonald (1915-1983), al inspector Adam Dalgliesh y Cordelia Gray de P.D. James (1920-2014), a Mr. Ripley de Patricia Highsmith (1921-1995), al comisario Salvo Montalbano de Andrea Camilleri (1925), a Pepe Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003), a Kurt Wallander de Henning Mankell (1948-2015) y, por supuesto, a Don Isidro Parodi, el personaje creado por Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) bajo el seudónimo de Honorio Bustos Domecq. En fin, la lista es interminable.
Pero de entre todos ellos hay uno que sobresalió no sólo por su capacidad investigativa y su poder de deducción en su empeño por mostrar los aspectos más oscuros de la sociedad; lo hizo también por su cinismo, su melancolía y su idealismo desencantado. Se trata de Philip Marlowe, el inolvidable detective concebido por Raymond Chandler (1888-1959) quien lo presentó en sociedad en un relato breve llamado “Finger man” (El confidente) en 1934. Luego habría de protagonizar siete novelas, un relato corto y una novela inconclusa que sería completada por Robert B. Parker (1932-2010) treinta años después del fallecimiento de Chandler. Moralista en un mundo inmoral, observador pesimista de una sociedad corrupta, Marlowe era un hombre solitario y escéptico, habilidoso en las réplicas ingeniosas y poseedor de una mirada desencantada y ácida sobre la sociedad en la que le tocó vivir, una sociedad a la que enfrentó sólo armado con su insobornable ética y su dignidad personal.
En cada una de las narraciones, Chandler puso en boca de Marlowe palabras que describían su semblanza: “soy un investigador privado con licencia y llevo algún tiempo en este trabajo”; “soy sensible y hasta tímido, y soy cáustico y belicoso”; “me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más”; “tengo algo de lobo solitario”; “el término medio nunca me satisface, ni en la gente, ni en ninguna otra cosa”; “soy de California, nacido en Santa Rosa, padres muertos, ni hermanos ni hermanas y cuando acaben conmigo en un callejón oscuro, si es que sucede -como le puede ocurrir a cualquiera en mi oficio, y a otras muchas personas en cualquier oficio o en ninguno, en los días que corren- nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta de pronto el suelo”. Y fue precisamente a partir de estas y muchas otras reflexiones esparcidas a lo largo de cada novela que el crítico literario, profesor universitario, poeta y novelista argentino Daniel Link (1959) escribió la biografía de Philip Marlowe. Autor de, entre otros, los ensayos “Cómo se lee y otras intervenciones críticas”, “Literaturas comparadas. La construcción de una teoría”, “Fantasmas. Imaginación y sociedad” y “Suturas. Imágenes, escrituras, vida”, Link dirige en la Universidad de Tres de Febrero la Maestría en Estudios Literarios Latinoamericanos y dicta cursos de Literatura del Siglo XX en la Universidad de Buenos Aires. Habitual columnista del diario “Perfil”, anteriormente lo hizo en “Página/12”, en cuyo suplemento “Radar/Libros” del 17 de junio de 2002 apareció publicada por primera vez dicha biografía bajo el título “Historia particular de la infamia”. Más tarde, en 2008, formaría parte de su libro “La mafia rusa”, obra en la que mezcla ficción con autobiografía.


HISTORIA PARTICULAR DE LA INFAMIA

Aunque desde fines de la década del cincuenta no se sabe nada de él, es probable que Philip Marlowe haya muerto hace por lo menos veinte años. Si hay que creerle a quien fue su más habitual interlocutor y portavoz, el escritor Raymond Chandler, este año se cumpliría su centenario y, vivo o muerto, el más grande detective de todos los tiempos se merece nuestro homenaje. Philip Marlowe habría nacido probablemente en 1902. Hijo único de madre soltera, quedó huérfano a temprana edad. A los seis años se cayó del techo del garage de su pueblo natal, Santa Rosa, a unas 50 millas al norte de San Francisco, escenario donde, años después, transcurrirá la película “La sombra de una duda” (1943) de Alfred Hitchcock. Muertos sus parientes (se supone que vivió con una tía), pasó algunos años en un orfanato, período del que, razonablemente, nunca le gustó hablar demasiado.


Aunque no hemos podido verificar sus registros académicos, se sabe que cursó estudios superiores durante un par de años en Oregon: ¿la University of Oregon (Eugene) o la Oregon State University (Corvalis, Oregon)? Salvo para contar un accidente deportivo (jugaba al rugby) que le destrozó la nariz (reconstruida en el quirófano), tampoco se refirió nunca a sus años de college, aunque es probable que, becado, siguiera algunos cursos de literatura, dados los conocimientos en la materia de los que gustaba hacer gala. En su madurez, al menos, podía conversar con fluidez sobre Flaubert, Anatole France, Shakespeare, T.S. Eliot, Hemingway o Kafka (autor que no le simpatizaba porque sostenía una concepción sobre la ley radicalmente diferente de la suya y, sobre todo, porque consideraba snobs a sus seguidores). Le gustaba contar historias (tenía una memoria prodigiosa y una obsesión por el detalle que muchos de sus contemporáneos hubieran querido para sí). Se conserva una parodia (que él atribuye a otro escritor) de un texto de Francis Scott Fitzgerald, “el más grande escritor borracho” de todos los tiempos.
Tampoco hemos podido verificar su expediente militar, pero su edad lo habría eximido de participar en las dos grandes guerras del siglo XX.
Tenía ojos color café y pelo castaño oscuro que, en su madurez, encaneció ligeramente. Medía 1,84 de altura y era corpulento. Hacia finales de marzo o principios de abril de 1939 (cuando tenía 37 años) pesaba cerca de 90 kilos, diez más que su peso promedio, tal vez por el exceso de bebida o por la vida sedentaria: solía practicar algo de gimnasia y de boxeo pero, con los años, cada vez menos. A partir de 1947, cuando cumplió 45 años, comenzó a mentir su edad (más por necesidad profesional que por coquetería). En 1952, por ejemplo, confesaba 42. Entonces pesaba 87 kgs. Dos años después pesaría 84 kgs. Algo lo consumía por dentro.


En 1926, a los 24 años, se trasladó a Los Angeles, ciudad que no abandonaría sino hasta la década del sesenta. Trabajó como investigador de una compañía de seguros y luego, a las órdenes de Taggart Wilde, en la oficina del fiscal de distrito de Los Angeles, de donde fue despedido por insubordinación. En esos años, una de sus pocas amistades (de esas amistades anglosajonas que, como decía Borges, comienzan saltándose la confidencia y terminan obviando la charla) fue el jefe de Homicidios de la oficina del sheriff de Los Angeles, Bernie Ohls, quien intervendría en su favor todavía en la década del cincuenta.
Desde 1938 tuvo una oficina ruinosa en el sexto piso del edificio Cahuenga, en el centro de la ciudad, al lado del cual funcionó durante algún tiempo la cafetería Mansion House. Allí recibía a sus ocasionales clientes: luego de su despido consiguió una licencia de investigador privado pero (a diferencia, por ejemplo, de Sam Spade) siempre se negó aintegrar una compañía de seguridad privada de las muchas que proliferaban en Los Angeles en su momento (solía burlarse de su amigo George Peters, quien trabajaba para la Organización Carne, una de cuyos normas internas rezaba: “Los funcionarios de la Organización Carne se visten, hablan y se comportan como caballeros en todo lugar y en todo momento. No hay excepciones a esta regla”). Nunca aceptó casos de divorcio y, en general, siempre prefirió aquellos que lo pusieran en contacto con el “gran mundo”, debilidad enfermiza que en 1952 lo llevó a la playa de estacionamiento de The Dancers, un exclusivo club californiano donde conoció a Terry Lennox y, a partir de la aventura en la que se vio envuelto, a la que sería su única y tardía esposa.
Aunque no se conserven fotografías de Philip Marlowe (muchos pretendieron hacerse pasar por él), sabemos que sus rasgos no dejaban adivinar a un policía. Según sus propias palabras, la Sra. Grayle le habría dicho a fines de la década del treinta: “Es usted demasiado buen mozo para dedicarse a esa clase de faenas”. Era, en efecto, “buen mozo”, en el estilo de Cary Grant (parecido referido por Raymond Chandler) y muy consciente de su atractivo. En 1952, no sin ironía, le preguntó a un policía: “¿Quiere decir que porque soy alto, moreno y guapo alguien podría contemplarme?”, y hacia 1957 llegó a decir: “Si llego a quedarme un poco más me habría enamorado de mí mismo”. Ese narcisismo exacerbado probablemente se originó en algún trauma de infancia no resuelto, fue causa de su recalcitrante soltería y oscureció sus relaciones con hombres y mujeres. En 1938 confesó: “Prefiero los gusanos. ¿Sabía Ud. que hay gusanos de ambos sexos y que un gusano puede amar a cualquier otro gusano?” (por cierto, otra forma de decir gusano es verme).


Gustaba de manejar categorías psiquiátricas y psicoanalíticas en su caracterización de las personas, si bien desconfiaba profundamente de los médicos. En última instancia, sólo había personas que le gustaban o que le desagradaban moralmente, pero nunca consiguió sostener una relación que no lo dañara o que no considerara una invasión de su mórbida tendencia a la desdicha. En 1941 confesó ser “una persona de mentalidad amplia”. Apenas tres años antes (tenía entonces 36 años y pesaba poco más de 85 kilos) se lo oyó decir: “Las mujeres hacían que me sintiese mal”. En 1939, charlando consigo mismo o pensando en voz alta (prácticas, ambas, que cultivaba maniáticamente), dijo: “Es una buena chica (...). A cualquier tipo le conviene una buena chica”. Y se contestó: “Pero a mí no”. A fines de 1952 le contaba a un editor: “Me gustan la bebida, las mujeres, el ajedrez y algunas otras cosas”.
Pese a sus tensiones emocionales y sexuales (o precisamente por eso), las mujeres solían caer a sus pies. Le gustaban con igual intensidad las rubias y pelirrojas (“sinuosas, refulgentes, tenaces y pecadoras”) y los hombres altos y morenos (“no me era difícil comprender que las mujeres perdieran la cabeza por él”, reconoció de un tal Lovery en 1943), pero si hubiera que caracterizar su relación con las mujeres habría que decir que Philip Marlowe, esa máquina célibe, era intensamente misógino (una carcajada femenina bastaba para condenar al infierno a quien la había proferido). Por cierto, fiel a la época que le tocó vivir, fue también profundamente homofóbico.
Cuando ya nadie esperaba una claudicación semejante, se casó en 1958 con una rica heredera, Linda Potter, cuya hermana había sido brutalmente asesinada. Pero no estaba hecho para eso y el matrimonio no tuvo final feliz. Aunque las razones, queda dicho, eran un poco más complejas, en 1939 confesó: “Estoy soltero porque no me gustan las esposas de policías”. Si aceptó casarse pese a sus prejuicios contra el matrimonio fue porque Linda se lo pidió en el peor momento de su vida, cuando estuvo al borde de la locura o el suicidio. Poco antes de dar el sí, había pensado: “Fuera adonde fuera, hiciera lo que hiciera, esto era lo que encontraría al volver: una pared vacía en una habitación vacía de una casa vacía. Dejé la copa en una mesita baja sin siquiera probarla. El alcohol no era la solución. Nada era una solución, excepto un corazón endurecido que no pidiera nada a nadie”.


Tortuoso, solitario, endurecido a fuerza de voluntad, no tenía amigos porque no le gustaba hablar de sí mismo ni de sus problemas. El único hombre que consiguió sostener una relación profundamente afectiva con él estaba también muy al borde y Marlowe terminó apartándose de él en 1952, harto de sus dobleces.
Aunque no llegó a ser un alcohólico (odiaba la debilidad que toda dependencia implica), muchas veces se emborrachó por el abatimiento moral que sentía. Sus episodios de angustia eran recurrentes: a fines de 1938 contaba: “Nadie vino a la oficina. Nadie me llamó por teléfono. Seguía lloviendo”. Por esa época la vida le parecía “bastante insípida”.
En 1947, contaba, “cuando me encontré en el silencio vetusto de la pequeña sala de espera, volví a sentir la sensación familiar de haberme caído al fondo de un pozo seco desde hace veinticinco años, al que jamás se acercará un ser humano”. Si la sensación se refiere a un episodio de infancia o no es imposible saberlo, pero lo cierto es que esa angustia existencial no lo abandonó nunca. “Ya está bien, Marlowe –se decía ese año infausto, al borde de la disolución–. No hay nadie. Nadie tiene ganas de hablar contigo. Colgué. ¿Y ahora a quién vas a llamar? ¿Tienes en alguna parte un amigo a quien le gustaría oír tu voz? No, ni uno. Tiene que sonar el teléfono. Necesito que alguien me llame, para reestablecer el contacto (...). Todo lo que quiero es romper esta atmósfera de planeta muerto.”
Vivió siempre en esa atmósfera, desgarrado, aprisionado en una dialéctica del ser y el parecer, que el existencialismo de moda en su época no hizo sino potenciar en él hasta la angustia: se consideraba un “dulce” pero necesitaba parecer “duro” (“Si no fuese duro, no estaría vivo. Si no pudiera ser dulce, no merecería estarlo”, le dijo a la que sería su esposa). Le gustaba que sus gemidos parecieran gruñidos. Quería transformar su belleza en un signo de virilidad. Podía frecuentar tanto los bajos fondos (a donde lo llevaban sus investigaciones) como la “high society” (a donde iba guiado por su curiosidad casi antropológica).


Fue, en suma, un individuo de clase media dominado por “la misma esperanza siempre frustrada de una vida fácil”. Pero esa vida fácil, que pudo inclinarlo hacia el delito (como a muchos de aquellos con quienes se cruzaba) o llevarlo a ser un zángano (como a su ocasional amigo Terry Lennox), en el fondo lo repugnaba por su ausencia de moral. Como detective (se lo recuerda como el más grande de todos los tiempos) era bastante miope y nunca veía lo evidente o, al menos, así es como le gustaba contar sus casos. El detective clásico (digamos, el Auguste Dupin de Poe) ve lo que está allí pero nadie ve. Marlowe, parecería, no ve aquello que cualquiera vería allí donde está. Cada vez que contaba una de sus aventuras todos caían siempre en sus trampas retóricas que son, en realidad, la máscara a partir de la cual nos muestra su incompetencia.
¿Cómo es posible que en todos sus “grandes casos” siempre se le escapara, hasta último minuto, la culpabilidad de las mujeres hermosas (Eileen Wade, Carmen Sternwood, Dolores, Velma)? ¿Cómo es que nunca fue capaz de reflexionar sobre la relación entre la culpabilidad criminal de esas mujeres y la culpa original (casi una antropología metafísica y católica) de la Mujer? Nos abstendremos de psicoanalizar a Marlowe, porque no viene al caso, pero allí está (en el fondo de su torturada conciencia) su madre soltera como única explicación posible de su imposibilidad para ver lo evidente (la culpa criminal y el lastre psicológico).
Su concepción de la ley era, como correspondía a su oficio, a su país y a su época, totalmente sustancialista y alejada de todo formalismo jurídico (nada de Kelsen, mucho de Carl Schmitt). De allí su confianza ciega en su propio criterio y en la ineptitud de cualquier institución jurídica. De acuerdo con su perspectiva siempre había una repartición de penas y castigos, pero siempre fuera del aparato burocrático, al que consideraba (no sin razón) corrupto. En 1939 Marlowe no entrega a la Justicia a una asesina porque era epiléptica y tomaba láudano. Exige, en cambio, que la pongan en tratamiento.
Raymond Chandler, un poco celoso de la heroificación que de Marlowe hacían sus lectores, llegó a decir que tenía “la conciencia social de un caballo”. Lo cierto es que su moral era bastante primaria. En 1958 cuenta cómo una mujer (malévola, como todas) arroja una colilla fuera del auto, estacionado en las montañas. Marlowe se baja del auto, lo apaga con el pie y dice: “Esto no se hace en las montañas de California, ni siquiera fuera de temporada”. La moral de un boy scout. Es esa moral, precisamente, la que lo coloca entre un lugar intermedio, a idéntica distancia de la policía y del mundo del delito. Y esa moral, finalmente, es la contracara de su radical soledad.


En “Dormir y despertar”, el escritor norteamericano Francis Scott Fitzgerald (que Marlowe asimila a la figura de Roger Wade, ese talento malogrado) había escrito: “Es asombroso lo malo que puede llegar a ser un mosquito, mucho peor que un enjambre. Contra un enjambre uno puede prepararse, pero un mosquito adquiere personalidad: la odiosa, siniestra categoría de la lucha a muerte”. Fitzgerald lo sabe, ése es uno de los grandes temas norteamericanos: el héroe solitario, ese Edipo que viene a resolver imaginariamente las contradicciones de la comunidad (aun cuando esté atravesado por las suyas propias).
Probablemente Philip Marlowe sea la última gran encarnación de ese heroísmo desgarrador y probablemente sea por eso que hoy todavía debemos recordarlo. Le gustaba mucho el cine y vio bastantes películas durante la década del treinta, al punto que (como Manuel Puig, muchos años después) podía reconocer los papeles que las actrices de segunda línea habían desempeñado en cada una de ellas.
Le gustaba también el ajedrez y solía jugar, solo en su casa, partidas clásicas tomadas de libros. Era ateo y muy cariñoso con los animales. En Los Angeles vivió siempre solo: en un departamento de un ambiente, en uno más grande después, y en una casita en el distrito de Laurel Canyon, que fue alquilando entre mediados de la década del treinta y mediados de la década del cincuenta. En ese mismo lapso aumentó sus honorarios profesionales de veinte dólares por día (más los viáticos) a cuarenta (en 1947) y cincuenta (en 1958). Le gustaban los autos caros. Tuvo, entre otros, un Chrysler y, en su mejor momento, un Oldsmobile descapotable. Usaba sombrero, fumaba tabaco (en cigarrillos o en pipa) y tomaba mucho whisky. Gracias a Marlowe, todos nos aficionamos a tomar gimlets: partes iguales de gin y jugo de lima. “Deja chiquito al martini”, le dijo una vez Terry Lennox. Aunque no haya datos precisos, hay quienes piensan que en los años sesenta se mudó a San Francisco, donde hasta el final de sus días trabajó y alimentó gatos vagabundos.

24 de enero de 2019

Exabruptos, confidencias y revelaciones (XXXI)


JUAN CRISÓSTOMO
Doctor de la Iglesia, Obispo de Constantinopla (397)

“Igual que cuando alguien captura a un león orgulloso de mirada altiva, le corta la melena, le rompe los dientes, le corta las uñas y le convierte en un espécimen desgraciado y ridículo, así las mujeres convierten a los hombres que capturan en presas fáciles del mal. Los hacen débiles, airados, vergonzosos, despreocupados, irascibles, insolentes, inoportunos, innobles, rudos, serviles, tacaños, temerarios y tontos. En resumen, las mujeres toman todas sus corruptas costumbres femeninas y las imprimen en las almas de los hombres”.


BENEDETTO GAETANI
Papa Bonifacio VIII (1298)

“El darse placer a uno mismo, con mujeres o con niños, es un pecado tan insignificante como frotarse las manos. Hemos ampliado la gloria de la Iglesia de Roma, entre tanto oro y tanta plata, y delante de éstos y de aquellos, y por esta razón nuestra memoria permanecerá gloriosa por los siglos de los siglos”.


FAUSTINA SÁEZ DE MELGAR
Escritora y periodista española (1866)

“No seré yo la que clame por la emancipación de la mujer; no seré yo quien apoye con mi pluma la independencia del sexo, por la que abogan algunas ilusas soñadoras sin fe y sin creencias. El matrimonio es el árbol sagrado que nos cobija; bendito sea su amoroso yugo, que nos da la dicha; bendita sea la autoridad marital, que protege y ampara nuestra débil naturaleza, nuestra inexperta juventud. El someterse al imperio del marido no degrada, no rebaja ni abate el orgullo ni las atribuciones de la mujer, antes es una gloria”.


RAMIRO LEDESMA RAMOS
Filósofo y político español (1931)

“El fascismo es la forma política y social mediante la que la pequeña propiedad, las clases medias y los proletarios más generosos y humanos luchan contra el gran capitalismo en su grado último de evolución: el capitalismo financiero y monopolista. Esa lucha no supone retroceso ni oposición a los avances técnicos, que son la base de la economía moderna; es decir, no supone la atomización de la economía, frente al progreso técnico de los monopolios, como pudiera creerse. Pues el fascismo supera a la vez esa defensa de las economías privadas más modestas, con el descubrimiento de una categoría económica superior: la economía nacional, que no es la suma de todas las economías privadas, ni siquiera su resultante, sino, sencillamente, la economía entera organizada con vistas a que la nación misma, el Estado nacional, realice y cumpla sus fines”.


WINSTON CHURCHILL
Político y estadista británico (1937)

“No admito que se haya infligido una gran injusticia contra los indios rojos de América y el pueblo negro de Australia. No admito que se haya cometido una injusticia contra estos pueblos por el hecho de que una raza superior, una raza de grado superior, una raza con más sabiduría sobre el mundo por decirlo de alguna manera, haya llegado y haya ocupado su lugar. Estoy totalmente a favor de utilizar gas venenoso contra las tribus incivilizadas”.


JORGE R. VIDELA
General y dictador argentino (1979)

“Si no están, no existen, y como no existen no están. Los desaparecidos son eso, desaparecidos. No están ni vivos ni muertos, están desaparecidos. No hay listas con el destino final de los desaparecidos. Podría haber listas parciales, pero desprolijas. En toda guerra hay muertos, heridos, lisiados y desaparecidos, es decir, gente que no se sabe dónde está. Esto es así en toda guerra".


CHARLES DAVIDSON
Senador estadounidense (1996)

“La gente que siente un amargo odio hacia la esclavitud obviamente siente odio amargo contra Dios y su palabra, porque rechazan lo que Dios dice y abrazan lo que dicen meros seres humanos acerca de la esclavitud. Este pensamiento humanista es el que abrazaron los abolicionistas”.


JORGE BERGOGLIO
Papa Francisco (2013)

“Las mujeres son naturalmente ineptas para ejercer cargos políticos. El orden natural y los hechos nos enseñan que el hombre es el ser político por excelencia; las escrituras nos demuestran que la mujer es siempre el apoyo del hombre pensador y hacedor, pero nada más que eso”.


DEMETRIO FERNÁNDEZ
Obispo de Córdoba, España (2016)

“La ideología de género es una bomba atómica que quiere destruir la doctrina católica y la imagen de Dios en el hombre y la imagen de Dios Creador. La mujer tiene una aportación específica, dar calor al hogar, acogida y ternura; el hombre es signo de fortaleza y representa la autoridad que ayuda a crecer".


JORGE GÓMEZ
Sacerdote católico argentino (2017)

“Todos los estudiantes secundarios de nuestras escuelas estuvieron poniéndole a un pene de madera un preservativo. ¿Eso es educación sexual? Eso es una ofensa a Dios. Y tenemos que levantarnos en armas para defender a nuestras familias. Violar la fe es diez mil veces peor que violar a una hija”.

23 de enero de 2019

Julio Verne, los cuatro elementos y la ciencia ficción

Edmond Rostand (1868-1918) fue un dramaturgo francés autor de una brillante obra en verso -con la cual se hizo famoso en 1897-, que estaba basada en la vida de un personaje real, un infortunado poeta francés con una nariz descomunal. El personaje en cuestión, Savinien Cyrano de Bergerac (1619-1655), a su vez, consiguió la fama con dos fantasías en prosa sobre viajes a la luna y al sol, ambas publicadas póstumamente: "Histoire comiqué des Estats et Empires de la Lune" (Historia cómica de los Estados e Imperios de la Luna, 1656) e "Histoire comiqué des Estats et Empires du Soleil" (Historia cómica de los Estados e Imperios del Sol, 1662).
Para mu­chos estudiosos del tema, estas obras fueron las precursoras de la ciencia ficción, aunque para otros son sólo una parte de la producción poética del autor. Uno de los principales representantes de la Ilustración -aquel período de la Historia que resaltó con vehemencia el poder de la razón y de la ciencia-, Francois Marie Arouet (1694-1778), más conocido como Voltaire, incursionó también en la literatura astronómica fantástica con su cuento "Micromegas" (1752), en el que el principal personaje es un habitante de la estrella Sirio, que desciende a la Tierra en compañía de un ser originario del planeta Saturno.
El futuro lejano fue el tema de "L'an 2440, réve s'il en fut jamais" (El año 2440, un sueño si es que ha habido alguna vez uno) publicado en Londres en 1771 por Louis Sébastien Mercier (1740-1814). Otro tema recurrente en la ciencia ficción, la crea­ción artificial de la vida, fue desarrollado por Mary Wollstonecraft (1759-1797), en su novela clásica "Frankenstein" publicada en 1816. Finalmente, el atormentado escritor norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849), escribió el cuento "The balloon hoax" (El engaño del globo, 1844) referente a la na­vegación aérea, en el que Julio Verne (1828-1905) confesó ha­ber encontrado inspiración para sus primeras obras. Ninguna de las obras mencionadas y otras de te­mas semejantes, sin embargo, pueden considerarse verdadera ciencia ficción, ya que no alcanza para su caracterización la fantasía y la imaginación.

La ciencia fic­ción es científica, y no se limita a la exposición de hechos prodigiosos debidos a causas misteriosas. Es racional y sur­gió cuando el clima filosófico imperante se impregnó de un vigoroso materialismo. Verne publicó "De la Terre à la Lune" (De la Tierra a la Luna) al poco tiempo que Karl Marx (1818-1883) -en filosofía- y Charles Darwin (1809-1882) -en biolo­gía-, sacudieron violentamente los fundamentos del conocimiento humano. Julio Verne no trabajó con entidades misteriosas ni milagros sobrenaturales, sino que manejó há­bilmente parámetros diferentes a los habituales en su época, pero no por ello imposibles.Los puristas de la literatura tendieron durante muchos años a menospreciar a Julio Verne al no encontrar en sus textos frases elegantes o pará­bolas rebuscadas.

No obstante, está claro que fue el precursor de una nueva forma de expresar los hechos científicos a partir de un lenguaje directo, práctico y conciso, aportando datos sobre realidades comprobables y sacando al lector de la cándida contemplación de paisajes asombrosos y etéreos para hacerle conocer hechos reales y útiles. Esa ciencia fic­ción fue la que tuvo como herederos a H.G. Wells (1866-1946), Olaf Stapledon (1886-1950), Arthur Clarke (1917-2008), Isaac Asimov (1920-1992) y Stanislaw Lem (1921-2006) entre muchos otros.
Julio Verne creó definitivamente el arte de asomar­se al futuro, despertando inquietudes y planteando probables soluciones a las que llegarían, con el tiempo, la ciencia y la técnica. Y lo hizo a partir del abandono de las modestas obras teatrales -"La conspiration des poudres" (La conspiración de la pólvora), "Alexandre VI" (Alejandro V), "Les pailles rompues" (Las pajas rotas), "Un drame sous Louis XV" (Un drama bajo Luis XV), "La tour de Montlhéry" (La torre de Montlhéry), "Le quart d'heure de Rabelais" (El cuarto de hora de Rabelais), "Une promenade en mer" (Un paseo en mar), entre otras- que escribió durante diez años para dedicarse de lleno a su prolongada y fructífera carrera como creador de ficciones científicas, establecien­do un modelo en el que sistemáticamente el hombre fue dominando los cuatro elementos básicos de la naturaleza: aire, agua, fue­go y tierra, aquella mística tetralogía en la que descansaba el pensamiento filosófico materialista del mundo antiguo.
El doctor Fergusson dominó el aire en "Cinq semaines en ballon" (Cinco semanas en globo); el ca­pitán Nemo recorrió los prodigios naturales que pueblan los abismos marinos en "Vingt mille lieues sous les mers" (20.000 leguas de viaje submarino); el profesor Lidembrock desafió al fuego de los volcanes en "Voyage au centre de la Terre" (Viaje al centro de la Tierra) y, finalmente, Phileas Fogg circuvaló la Tierra con audacia meticulosa en "Le tour du monde en quatre vingts jours" (La vuelta al mundo en 80 días). Este tema se repetió incansable­mente en sus novelas y los cuatro elementos fueron una y otra vez dominados por el hombre y su ciencia en toda la obra de Verne.
Esa fue su doctrina, tal como se lo expresó a su padre en una carta: "Te dije el otro día que me pa­recía estar prisionero del espíritu de las cosas inverosímiles. No hay tal. Todo lo que el hombre es ca­paz de imaginar será realizado algún día por otros hombres".

22 de enero de 2019

Entremeses literarios (CXCV)

CÍRCULO VICIOSO
Mario Halley Mora
Paraguay (1926-2003)

Ella era rica. Él era pobre. Se enamoraron. El padre de ella, oligarca y plutócrata, dijo que no. La mamá de él, humilde y ambiciosa, dijo que sí. Por ambos lados opinaron los parientes, aconsejaron los amigos, sentenciaron los viejos y tomaron banderas los jóvenes. Por dos años permanecieron firmes en su amor, y sucedieron cosas. El padre de ella perdió su fortuna y la madre de él ganó la lotería. Ellos siguen amándose, pero la madre de él dice que no, y el padre de ella que sí, y los parientes opinan y los amigos aconsejan, los viejos sentencian y los jóvenes toman banderas.


ESCRIBNESIS
Eduardo Vardé
Argentina (1984)

Cuando todo comenzó era oscuridad. Cuando era oscuridad no había nadie. Cuando hubo alguien no tenía nombre. Cuando tuvo nombre no pudo escribirlo. Cuando pudo escribirlo inventó el punzón. Cuando vio que era difícil tallar la roca, inventó el papiro. Cuando el papiro le resultó incómodo, lo cortó y dobló. Cuando le costó copiar sus grandes cantidades, creó la imprenta. Cuando creó la imprenta, los libros circularon más rápido. Cuando los libros comenzaron a ocupar más espacio que la gente, inventó la biblioteca. Cuando las bibliotecas se llenaron de polvo, inventó el computador. Cuando el computador fue para todos, finalizó su creación y se echó a dormir. Cuando despertó, todo era oscuridad.


DESTINO
Saturnino Rodríguez Riverón
Cuba (1958)

Llegó corriendo atropelladamente, con temor a perder el barco, que efectivamente, acababa de zarpar. Impulsado por la carrera, tropezó con un bloque de hielo que los cargadores habían dejado indolentemente sobre el muelle y cayó al mar, todavía sosteniendo el equipaje. Como no sabía nadar y nadie lo auxilió, el hombre murió ahogado. Cuando lo izaron, las ropas chorreando agua, encontraron en el bolsillo de la chaqueta, un pasaje en primera clase para el Titanic, el mismo barco que se alejaba de la costa a todo vapor.


RELATO DE ACONTECIMIENTO
Rubem Fonseca
Brasil (1925)

En la madrugada del día 3 de mayo, una vaca marrón camina por el puente del río Coroado, en el kilómetro 53, en dirección a Río de Janeiro. Un autobús de pasajeros de la empresa Única Auto Ómnibus, placas RF 80-07-83 y JR 81-12-27, circula por el puente del río Coroado en dirección a São Paulo. Cuando ve a la vaca, el conductor Plinio Sergio intenta desviarse. Golpea a la vaca, golpea en el muro del puente, el autobús se precipita al río. Encima del puente la vaca está muerta. Debajo del puente están muertos: una mujer vestida con un pantalón largo y blusa amarilla, de veinte años presumiblemente y que nunca será identificada; Ovidia Monteiro, de treinta y cuatro años; Manuel dos Santos Pinhal, portugués, de treinta y cinco años, que usaba una cartera de socio del Sindicato de Empleados de las Fábricas de Bebidas; el niño Reinaldo de un año, hijo de Manuel; Eduardo Varela, casado, cuarenta y tres años. El desastre fue presenciado por Elías Gentil dos Santos y su mujer Lucilia, vecinos del lugar. Elías manda a su mujer por un cuchillo a la casa. ¿Un cuchillo?, pregunta Lucilia. Un cuchillo, rápido, idiota, dice Elías. Está preocupado. ¡Ah!, se da cuenta Lucilia. Lucilia corre. Aparece Marcilio da Conceição. Elías lo mira con odio. Aparece también Ivonildo de Moura Júnior. ¡Y aquella bestia que no trae el cuchillo!, piensa Elías. Siente rabia contra todo el mundo, sus manos tiemblan. Elías escupe en el suelo varias veces, con fuerza, hasta que su boca se seca. Buenos días, don Elías, dice Marcilio. Buenos días, dice Elías entre dientes, mirando a los lados, ¡este mulato!, piensa Elías. Qué cosa, dice Ivonildo, después de asomarse por el muro del puente y ver a los bomberos y a los policías abajo. Sobre el puente, además del conductor de un carro de la Policía de Caminos, están solo Elías, Marcilio e Ivonildo. La situación no está bien, dice Elías mirando a la vaca. No logra apartar los ojos de la vaca. Es cierto, dice Marcilio. Los tres miran a la vaca. A lo lejos se ve el bulto de Lucilia, corriendo. Elías volvió a escupir. Si pudiera, yo también sería rico, dice Elías. Marcilio e Ivonildo balancean la cabeza, miran la vaca y a Lucilia, que se acerca corriendo. A Lucilia tampoco le gusta ver a los dos hombres. Buenos días, doña Lucilia, dice Marcilio. Lucilia responde moviendo la cabeza. ¿Tardé mucho?, pregunta, sin aliento, al marido. Elías asegura el cuchillo en la mano, como si fuera un puñal; mira con odio a Marcilio e Ivonildo. Escupe en el suelo. Corre hacia la vaca. En el lomo es donde está el filete, dice Lucilia. Elías corta la vaca. Marcilio se acerca. ¿Me presta usted después su cuchillo, don Elías?, pregunta Marcilio. No, responde Elías. Marcilio se aleja, caminando de prisa. Ivonildo corre a gran velocidad. Van por cuchillos, dice Elías con rabia, ese mulato, ese cornudo. Sus manos, su camisa y su pantalón están llenos de sangre. Debiste haber traído una bolsa, un saco, dos sacos, imbécil. Ve a buscar dos sacos, ordena Elías. Lucilia corre. Elías ya cortó dos pedazos grandes de carne cuando aparecen, corriendo, Marcilio y su mujer, Dalva, Ivonildo y su suegra, Aurelia, y Erandir Medrado con su hermano Valfrido Medrado. Todos traen cuchillos y machetes. Se echan encima de la vaca. Lucilia llega corriendo. Apenas puede hablar. Está embarazada de ocho meses, sufre de helmintiasis y su casa está en lo alto de una loma. Lucilia trajo un segundo cuchillo. Lucilia corta en la vaca. Alguien présteme un cuchillo o los arresto a todos, dice el conductor del carro de la policía. Los hermanos Medrado, que trajeron varios cuchillos, prestan uno al conductor. Con una sierra, un cuchillo y una hachuela aparece João Leitão, el carnicero, acompañado por dos ayudantes. Usted no puede, grita Elías. João Leitão se arrodilla junto a la vaca. No puede, dice Elías dando un empujón a João. João cae sentado. No puede, gritan los hermanos Medrado. No puede, gritan todos, con excepción del policía. João se aparta; a diez metros de distancia, se detiene; con sus ayudantes, permanece observando. La vaca está semidescarnada. No fue fácil cortar el rabo. La cabeza y las patas nadie logró cortarlas. Nadie quiso las tripas. Elías llenó los dos sacos. Los otros hombres usan las camisas como si fueran sacos. El primero que se retira es Elías con su mujer. Hazme un bistec, le dice sonriendo a Lucilia. Voy a pedirle unas papas a doña Dalva, te haré también unas papas fritas, responde Lucilia. Los despojos de la vaca están extendidos en un charco de sangre. João llama con un silbido a sus auxiliares. Uno de ellos trae un carrito de mano. Los restos de la vaca son colocados en el carro. Sobre el puente solo queda una poca de sangre.


ESPECTROS
Ana María Shua
Argentina (1951)

Si los fantasmas se esconden a tu paso con temblores de sábana, si los esqueletos vuelven a zambullirse de un salto en sus propias tumbas, no te jactes, amigo. Nunca te jactes de asustar a los espectros. Las muecas de terror con que se apartan de tu camino no son más que simulacros con los que pretenden hacerte creer que todavía estas vivo.


EL DEDO
Feng Menglong
China (1574-1646)

Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Éste tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.
- ¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.
- ¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.


LA JIRAFA
Juan José Arreola
México (1918-2001)

Al darse cuenta de que había puesto demasiado altos los frutos de un árbol predilecto, Dios no tuvo más remedio que alargar el cuello de la jirafa. Cuadrúpedos de cabeza volátil, las jirafas quisieron ir por encima de su realidad corporal y entraron resueltamente al reino de las desproporciones. Hubo que resolver para ellas algunos problemas biológicos que más parecen de ingeniería y de mecánica: un circuito nervioso de doce metros de largo; una sangre que se eleva contra la ley de la gravedad mediante un corazón que funciona como bomba de pozo profundo; y todavía, a estas alturas, una lengua eyéctil que va más arriba, sobrepasando con veinte centímetros el alcance de los belfos para roer los pimpollos como una lima de acero. Con todos sus derroches de técnica, que complican extraordinariamente su galope y sus amores, la jirafa representa mejor que nadie los devaneos del espíritu: busca en las alturas lo que otros encuentran al ras del suelo. Pero como finalmente tiene que inclinarse de vez en cuando para beber el agua común, se ve obligada a desarrollar su acrobacia al revés. Y se pone entonces al nivel de los burros.


HIC SUNT SIRENAE O EL ORIGEN DE LAS SIRENAS
Rony Vásquez Guevara
Perú (1987)

No le importó que aquel hombre de poblada barba blanca ordenara que cierren las puertas de su descomunal embarcación, incluso cuando divisó que el diluvio se aproximaba. Atargatis prefería seguir bebiendo con sus amigas. Pasaron, entonces, cuarenta días y cuarenta noches, hasta que el cielo por mandato divino se despejó. Noé jamás imaginó que al abrir las puertas del Arca volvería a encontrar a Atargatis bebiendo con sus amigas, todas recostadas sobre unas rocas y con la mitad de su cuerpo en forma de pez.


EL CHACAL
Juan Armando Epple
Chile (1946)

Analfabeto, alcohólico, vagabundo, fue detenido por asesinar a una familia campesina y conducido engrillado a la cárcel. La prensa le dio el apodo de El Chacal. En la cárcel, mientras era sometido a un juicio largo y engorroso, le cortaron el pelo, le dieron un traje de ciudad, le enseñaron a leer y escribir, estudió la Biblia con el capellán del penal, se informaba de las noticias en los periódicos que compraban los gendarmes y al poco tiempo sabia responder de manera inteligente las preguntas de los periodistas. Cuando se hubo transformado en un ciudadano ejemplar lo fusilaron.


MITOLOGÍA DE UN HECHO CONSTANTE
Tomás Borrás
España (1891-1976)

A la madre le habían confiado los dioses el secreto: “Mientras alimentes la llama de esa hoguera, tu hijo vivirá”. Y la madre, infatigable, sostenía el fuego, vigilándolo, sin permitir que disminuyese en intensidad ni altura. Así pasaron los años. La madre, arrodillada ante el lar, veía cómo las ascuas alargaban sus alegres brazos escarlata, garantía de la vitalidad de su hijo. Sin dormirse, hora tras hora, agregaba al montón caliente nuevos troncos, en vela de su hermosa calentura. Un día, por la puerta abierta que daba a los campos, entró una joven blanca, sonriente y hermosa, de paso seguro y ojos que miraban con gozo y fe al porvenir. Sin hablarle, ayudó a levantarse a la madre, sorprendida, le hizo un ademán de adiós, y se arrodilló ante el lar, a nutrir ella, la crepitante llamarada. La madre no preguntó. Súbitamente comprendía que era su revelo, que estaba obligada a ceder el turno a la desconocida, a la que se encargaba desde entonces de sostener el alimento de la incesante llama para que viviera su hijo. Y, también en silencio, se salió de la casa y no se fue lejos; solo donde podía prudentemente contemplar el humo delicado disolviéndose en el delicado azul.

20 de enero de 2019

Samanta Schweblin: “Como sociedad es de vital importancia tener un espacio donde funcione la ficción. Es algo curativo, ordenador; el espacio en que nos pensamos como individuos y volvemos a nuestra vida ilesos y con una información vital” (2)

Los personajes de la novela “Kentukis” de Samanta Schweblin encarnan el costado más real -y a la vez imprevisible- de la compleja relación que los seres humanos tienen con la tecnología, renovando la noción del vouyerismo y exponiendo al lector a los límites del prejuicio, la intimidad, el deseo y las buenas intenciones. “Siempre empiezo una historia pensando en el cuento -dice la escritora-, aunque luego las historias exijan treinta páginas más, como en ‘La respiración Cavernaria’, o cien páginas más, como en ‘Distancia de rescate’, el cuento sigue siendo el género donde más cómoda me siento. Pero con ‘Kentukis’ el proceso fue distinto al de los libros anteriores. Nació como una novela desde su primerísimo borrador, unas quince páginas que escribí de un tirón. Y en ese primer intento ya era claro que esta historia era una novela, por los tiempos que se tomaba para narrar, porque ya estaba estructurada en capítulos y ya había varios personajes centrales. La verdad que esta novela me sacó de todas mis zonas de confort. No sólo por pasar por primera vez a un relato muchísimo más largo de esas diez o veinte páginas en las que yo ya me sentía más o menos cómoda, sino también por sus temas: tecnología, voyerismo, globalización. Nunca pensé que me pondría a escribir sobre estas cosas, pero sobre todo por la propia estructura del libro, este relato que se va configurando de manera coral desde distintas idiosincrasias y lugares del mundo. Fue un proceso realmente distinto”. “Las tecnologías han cambiado ya todas las artes. Música, cine, teatro… ¡y lo ha hecho para bien! Ha hecho una herramienta más preciosa, exquisita y sensitiva”, exclama Schweblin sobre la irrupción de la tecnología en la cultura. Aunque se pone a sí misma un pero: “En el único lugar que no pudo meterse es en la literatura. Creo que como sociedad es de vital importancia tener un espacio donde funcione la ficción. Me parece algo curativo, ordenador, el espacio en que nos pensamos, nos probamos como individuos y volvemos a nuestra vida ilesos y con una información vital”. A continuación, la segunda y última parte de la compilación editada de entrevistas que la autora concedió a distintos medios de prensa a raíz de la publicación de “Kentukis”.


Tus primeras obras se movían más dentro de lo fantástico, pero a partir de “Siete casas vacías” tu mirada se interesó por la “normalidad rara”, por la realidad.

El fantástico rioplatense fue la tradición fundacional para mí, especialmente los cuentos. Fue lo que me hizo vibrar inicialmente y lo que persigo aun cuando escribo: esa inminencia y ese estupor al que nos enfrenta lo fantástico, que tiene algo que es desconocido y extraordinario pese a que todo, incluso lo imaginario, es de este mundo. Cuando empecé a escribir mis propias historias y a publicar mis libros me di cuenta de que, cuanto más se acercaba ese fantástico a lo cotidiano, cuanto más posible era, cuando dejaba de ser lo imposible de suceder y se convertía en lo extraño de suceder pero posible, más miedo me daba y me tocaba de una manera más real. Y ahora cargo con los dos pesos: la fascinación por lo extraño pero en el mundo de lo real, el introducir en lo cotidiano esa tensión de lo fantástico.

Sabemos que el comienzo de tu anterior novela, “Distancia de rescate”, fue un cuento que no podías acabar ¿cómo fue el proceso a nivel estructural con esta nueva novela?

Mi primer impulso siempre es escribir un cuento. Pero con esta historia fue evidente que estaba frente a un material para novela desde el principio. El primer borrador no tiene más que unas siete u ocho páginas escritas a los apurones, intentando entender lo más posible esa nueva idea antes de cortar la escritura. Y ahí ya estaban tres de las cinco historias que luego fueron estructurales para la novela. Ya estaba la idea de capítulos cortos y largos, y hasta el “timing” de una historia que era claramente de largo aliento. Toda la estructura de la novela nació con ese primer borrador.

Tus dos primeros libros pueden considerarse dentro del fantástico, “Distancia de rescate” es una novela de terror, en “Siete casas vacías” lo fantástico pasa más bien por la locura de los personajes y “Kentukis” es, en gran medida, una novela de ciencia ficción. ¿Te gusta explorar los géneros?

Me gusta explorarlos, sí, pero pienso siempre en términos de historias, personajes, narradores, tiempos, y no tanto en términos de género. Los géneros, e incluso las extensiones -cuento, nouvelle, novela-, son espacios a los que llego casi con sorpresa, como a una conclusión para la que estuve pensando un tiempo. Quizá por eso también termino trabajando un poco en los límites de esos géneros. Quiero decir, me encantan todas las etiquetas de tu pregunta, me encantan porque soy lectora de esos géneros, los disfruto con devoción, y entiendo perfectamente por qué los elegiste para hablar de esos libros. Pero también podría decir que la gran mayoría de los cuentos de “Pájaros en la boca” pertenecen más a la literatura de lo extraño que a lo fantástico; que “Distancia de rescate” no tiene explícitamente ninguna característica del género de terror; y que “Kentukis”, tratándose de una tecnología que no es más que la cruza entre un peluche y el celular más rudimentario de este mundo, no tiene ni trabaja ninguna característica dura de la ciencia ficción. Por ahí entonces lo que más me interesa de los géneros son sus ambientes, la cercanía de sus límites y todo lo que se pone en juego cuando uno se acerca a ellos.

¿Cómo fue la experiencia de escribir una novela larga después de los cuentos y una novela corta?

Este libro, ya desde sus primeras notas, nació con una forma bastante distinta a todo lo que venía trabajando. Quizá el concepto de qué es un kentuki y cómo funciona podría contarse en un cuento, pero eso no es lo que yo quería contar, y desde los primeros borradores fue bastante claro para mí que, si me animaba a escribir esta historia, iba a tener que ser una novela. Me inquietó trabajar tan fuera de los espacios en los que suelo sentirme más cómoda. No sólo por animarme a la novela, sino también por pasar de mis narradores en primera persona a un narrador en tercera, por contar una historia de manera coral, por salirme del territorio argentino y trabajar desde distintas ciudades del mundo, por pensar un tema que hasta entonces me había sido completamente ajeno, como es el de las tecnologías, en fin, todo me parecía un poco extraño. Pero pasada la mitad del manuscrito me di cuenta de la trampa, de que quizá no es tan fácil salirse de esos espacios conocidos, en realidad, seguía hablando de lo que siempre me preocupa en mis historias: de la soledad, la incomunicación, los problemas del lenguaje, lo extraño. Sí hubo algo nuevo en lo logístico, algo que parece una obviedad pero no se siente así cuando finalmente hay que arremangarse, y tiene que ver con la cantidad de material con el que se trabaja en una novela en comparación con las diez o veinte páginas en las que se concentra el cuento. Como la carga es grande, cada movimiento lleva su tiempo, y como mi alma sigue siendo de cuentista, tuve que aprender a ganar algunas batallas internas con mi ansiedad y mi impaciencia.

¿Qué escritores pensás como modelo de “Kentukis”?

Modelo, ninguno, o por lo menos no se me ocurre claramente ninguna estructura o narrador, o personajes que me hayan llevado al mundo de este libro. Pero bueno, ya que me das la hermosa libertad de elegir modelos, pienso en “Crónicas marcianas”, de Ray Bradbury. A priori me cuesta encontrar puntos en común, pero algo hay. O mejor dicho, algo me gustaría que hubiera. Una novela que parece hablar sobre cohetes, pero en la que los cohetes siempre están hablando de otra cosa, una novela de relaciones humanas desde distintos lugares del mundo. Aunque hay algo que le envidio profundamente a Bradbury, y sé que nunca voy a poder heredar. Su optimismo. La luz que siempre deja en cada oscuridad en la que se mete. Es una fe en la humanidad todavía más peligrosa que la de aventurarse en el humor o en el sexo sin maestría. Creo que no hay escritor más valiente que él, y es uno de mis escritores muertos que más extraño. Si todavía siguiera escribiendo... Nos haría a todos tan bien.

¿Lees ciencia ficción? ¿Quiénes son tus autores favoritos?

Me gusta mucho la ciencia ficción. Pienso en autores como Stanislaw Lem, Úrsula K. Le Guin, Ray Bradbury... Mis primeras lecturas adultas fueron sobre todo libros fantásticos y de ciencia ficción. Pero no creo que “Kentukis” pertenezca a ese mundo. Hay un ruido extraño en cómo se lee hoy la ciencia ficción y cómo lidia con ella la literatura. Vivimos en un mundo hiper tecnologizado, y nos manejamos en él con absoluta naturalidad, usando recursos que hace solo diez años atrás serían impensables, y hoy ya no nos sorprenden. Pero basta que esta tecnología entre en un libro para que todo parezca girar alrededor de esto, todavía no terminamos de leerla con naturalidad. “Kentukis” no habla del futuro y no implica la existencia de ninguna tecnología nueva. Y sin embargo la vieja idea de la ciencia ficción late evidentemente entre líneas. Me encanta, porque es un género que siempre disfruto, pero me pregunto qué es lo que nos pasa a nosotros, como lectores, que aceptamos estas tecnologías con toda naturalidad en nuestras vidas pero, puestas estas sobre el papel, tomamos todavía tanta distancia. ¿Será que siguen dándonos algo de miedo? ¿Será que en realidad todavía no las hemos internalizado tanto como creemos?

¿Vivimos en una época voyeurista, donde somos incapaces de desaparecer? ¿Qué lugar ocupan los escritores en ese juego?

Siempre fuimos vouyeristas, cambian las tecnologías, pero siempre nos fascinó mirar al otro. Y el voyeurismo busca una verdad que es imposible de otra forma, y es la de ver al otro tal cual es, ver quién es el otro cuando cree que nadie lo ve. Hay información vital en esos descubrimientos. Y esa es la mirada que puede dar un kentuki. Si seríamos capaces de pagar una fortuna por ser anónimos en la vida digital, ¿cuánto pagaríamos por ser anónimos en la vida real? Y la literatura tiene mucho de esto también. Escribir es, por supuesto, una forma de voyeurismo, o al menos una forma de preguntarse qué es lo que uno miraría si pudiera mirarlo todo, y de descubrir, en las respuestas de esos libros, nuestras propias preguntas y nuestras propias respuestas.

En esta novela, como en “Distancia de rescate”, hay una mirada sobre fenómenos preocupantes, inquietantes, que atraviesan el mundo. En “Distancia de rescate” tenía que ver con una cuestión más vinculada al medio ambiente y en “Kentukis” aparece la trata de mujeres, cuestiones que tiene que ver con los vínculos, divorcios, orfandades, aparecen campamentos de refugiados en Sierra Leona… ¿Estás muy pendiente de lo que pasa en general a la humanidad?

Y sí, absolutamente. Creo que estamos todos un poco expuestos a través de los medios. Incluso en el desentendimiento o en el no saber completamente qué pasa en determinada ciudad o en determinada sociedad. Es como que todos esos males, y esas cosas hermosas también, se reflejan todo el tiempo de una manera rara en las redes. Está todo ahí, lo peor y lo mejor de nuestra sociedad está metido entre imágenes, palabras, sonidos que impactan, y algunas cosas preferís pasar y otras decís no, qué está pasando acá y decidís informarte de otra manera.

¿Considerás que a partir de esta novela hay un giro cosmopolita en tu narrativa, que ya no se limita a retratar personajes argentinos?

Me animaría a decir que no. Pero quién sabe. Creo que “Kentukis” solo podía contarse así, desde múltiples ciudades del mundo, con todos los límites y las libertades que abre ese juego. Es algo que tiene que ver más con la idea de los kentukis que con un giro cosmopolita en mi escritura o en mi vida. De hecho, aunque sea una argentina con pasaporte italiano viviendo en Berlín, me considero un bicho de barrio porteño. De cosmopolita, nada. Ahora estoy trabajando en algunos cuentos y, en cuanto me concentro en la escritura, mi mente vuelve inmediatamente al escenario argentino. Supongo que si aparece una idea en la que, por ejemplo, Berlín necesite ser escenario, me animaría sin problema a escribir sobre Berlín. Pero si nada particular lo convoca, diría que mi escenario sigue siendo Argentina.

¿Es la rica tradición argentina un fardo pesado de llevar?

Una tradición nunca debería comprometer porque es un poco como los abuelos que uno ha querido y admirado, como la familia de la que se viene. Y si lo hace debería ser desde el compromiso con el trabajo, desde la nostalgia de tu país como espacio literario pero que te permite abrirte a otras naciones y géneros literarios... Hay que tener raíces pero sentir que puedes despegarte de todo eso.

Lo decía porque es quizá el rostro más visible de una generación de jóvenes escritoras hispanoamericanas que triunfa en todo el mundo. ¿Cómo vivís esa proyección y ese momento fuerte de la literatura escrita por mujeres? ¿Te sentís reivindicativa?

Me siento muy bien acompañada en un momento privilegiado que no han disfrutado, por desgracia, otras autoras que no han tenido una obra publicada y espléndida, lo que no significa que no hayan escrito. Desde mi adolescencia vi como algo natural que en mi lista de los veinte o treinta favoritos todos fueran hombres. Habíamos leído por supuesto a Eudora Welty, a Flannery O’Connor, pero cuando aparecieron Lucia Berlin, Alice Munro, Edith Pearlman... fue un descubrimiento, también para mí. Cuando la literatura femenina empezó a tomar presencia hace quince años me parecían una esquina peligrosa esos espacios en donde por hacer visible a la literatura femenina se la ponía en un grupo aparte: las mesas de mujeres, las antologías de mujeres... Pensaba: tenemos que estar ahí porque somos buenísimas y no porque somos mujeres. Estoy tan contenta de que el espacio que hemos ganado ahora lo tengamos porque somos buenísimas... Si lees a Fernanda Melchor, a Mariana Enríquez, Vera Giaconi, Guadalupe Nettel, Valeria Luiselli... son buenísimas. Y eso si cito sólo a latinoamericanas pero en todas partes hay una literatura de mujer de primera.

Pasando a cuestiones más generales, ¿cómo sentís la relación con el idioma materno después de años de vivir en otros países? ¿Pensás que esa extranjería, por decirlo así, influyó en tu escritura?

Claro que influye. Sobre todo porque vivo rodeada de un idioma tan distinto al español  como es el alemán y que todavía no domino del todo, y además tengo muchísimas amistades latinoamericanas. Después de tantos años en continuo diálogo con mexicanos, chilenos, venezolanos, colombianos, uno empieza a neutralizar algunas palabras y a tomar otras que no existen en tu idioma pero comunican con mucha precisión algo que ahora sí sabés que existe, y que empezás a necesitar. Pienso mucho en esto en relación a la escritura. Por ejemplo, ¿que sería más natural? ¿Que mis personajes argentinos hablaran mi español, que ya no es exactamente el mismo porteño que se habla ahora en Buenos Aires? ¿O que hablen un porteño perfecto, pero que ya no es el mío, y que por lo tanto yo tendría que reconstruir? Siempre me acuerdo de cómo criticaba la generación de mis padres el “porteño viejo y atrasado” de Cortázar, cuando hacía ya años que escribía desde Francia. Pero creo que ahora tenemos una relación distinta con los cambios del lenguaje. Pienso en la cantidad de escritores de mi generación que viven fuera de sus países, y cómo sus idiomas, deformados y reformados cada uno a su manera, son también un mapa único de su pasado, de las ciudades en las que vivieron y hasta de las ideas que cada uno está rumiando.

¿El hecho de haber obtenido reconocimiento modificó en algo tu manera de escribir?

Estoy tentada a darte un no rotundo, porque así lo siento, pero ¿quién sabe? ¿Cómo puedo medir hasta qué punto separo una cosa de la otra? No lo siento así, eso seguro. Hay algo a lo que sí le tengo miedo, y que justamente, para evitarlo, procuro tener siempre presente, y es la profesionalización. Imagino que, el problema de adquirir cierta experiencia en la escritura, es que uno empieza a ser capaz de resolver demasiado. Y esto no está para nada cerca al hecho de adquirir genialidad, sino más bien al de perderla. En mi ideal, la escritura siempre debería intentar llegar hasta donde quiere desde el abismo de no saber cómo, desde el estupor, la curiosidad y el deseo sin armas.

¿Cuáles son tus lecturas más recientes que te influyeron de algún modo, esos libros que te hacen descubrir algo nuevo sobre lo que puede ser la literatura?

Me alegra la especificidad de tu pregunta, me obliga a dejar de lado libros muy buenos pero que ya se listaron demasiado, y a contestarte con más cuidado. Mi último gran descubrimiento en este sentido debe ser Anne Carson, sobre todo un librito muy chiquito que lamentablemente no está traducido todavía al español, “Short talks”. Nunca me enganché mucho con el microrrelato, pero a estos no puedo parar de leerlos, son pequeñas obras de arte, y sí puedo decir que me dispararon ideas nuevas, o que me hicieron pensar en nuevas posibilidades de escritura. Este año descubrí a Giuseppe Caputo, su novela “Un mundo huérfano” es una historia extraña y potente, y la leí todo el tiempo haciéndome la misma pregunta: ¿Cómo se puede ser tan tierno y tan oscuro al mismo tiempo? Es una novela hermosa. La nueva novela de Pilar Quintana, “La perra”, es muy buena. También me dejó pensando mucho “Las aventuras de la China Iron”, de Gabriela Cabezón Cámara. Y “El discurso vacío”, de Mario Levrero, que es una nouvelle que tenía pendiente hace tiempo. Disfruto mucho de los libros que, más allá de su argumento, también inventan una forma nueva de contarse. Esos libros que, si uno intenta empezar por la página cincuenta, ya le queda claro en muy pocas líneas que hay algo nuevo que se ha construido entre el lector y el escritor, que es indescifrable si no se empieza el libro desde el comienzo, una forma que solo puede ser excusada y entendida por su contenido, y que se aprende durante la lectura.

¿La escritura te da un margen para pensar?

Las palabras tienen su propio poder de invocación, me permiten pensar de manera más profunda e intuitiva, incluso hacer un recorrido novedoso. Cuando uno habla responde muchas veces con automatismos, y eso a mí no me interesa casi nada. La gran diferencia entre la oralidad y la escritura es el tiempo: las personas brillantes suelen ser las que rápidamente llegan a expresar ideas interesantes durante la conversación. Yo, en todo caso, necesito de la escritura. A mí me encanta que me lean, pero no tener que emitir respuestas acertadas todo el tiempo, en relación a lo que hago. Y me cuesta por respeto a mis propios libros: creo que ellos hablan por sí mismos mucho mejor de lo que yo lo hago por ellos.