6 de enero de 2019

Hebe Uhart: “La escritura es un trabajo artesanal, indisociable de la experiencia y, por ende, de la vida”


“Pienso y siempre pensé que la conciencia de la propia importancia conspira contra la posibilidad de escribir bien, más aún, pienso que la hipertrofia del rol le juega en contra a un escritor y a cualquier artista. Cuando veo que alguien hace gala de su rol, sospecho que no escribe bien”. Quien se expresó de esta manera fue la cuentista, novelista y narradora Hebe Uhart (1936-2018) en ocasión de recibir en Santiago de Chile el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas en noviembre de 2017. Toda una declaración de principios de quien fuera la autora de una obra intensa, con más de veinte libros publicados, entre la novela, la crónica y el cuento. Maestra rural, profesora de Filosofía, coordinadora de talleres literarios y frecuente colaboradora de diarios y revistas, la autora argentina opinaba que los cuentos no se hacían de ideas ni de abstracciones, sino de detalles. Y se mantuvo fiel a sus palabras desde la primera hasta la última de sus obras, haciendo uso de una mirada aguda que la convirtió en una lúcida observadora de la realidad. La escritura, para ella, era un trabajo artesanal, indisociable de la experiencia y, por ende, de la vida. Cultivó el humor en distintas facetas, sobre todo tratando de combatir la solemnidad inherente a la literatura cuando se vuelve un poco institucional, algo que la convirtió a la vez en un ejemplo muy poco frecuente de penetración filosófica al incluirse a sí misma en esa mirada, a través de sus distintos alter ego cuando hablaban en primera persona. Su carrera como autora se inició en los tempranos años ’60, pero alcanzó el reconocimiento de la atención de la crítica y de un público masivo a partir de los años ‘80. Entre sus obras más recordadas se pueden mencionar “La gente de la casa rosa”, “El budín esponjoso”, “La luz de un nuevo día”, “Memorias de un pigmeo”, “Del cielo a casa” y “Turistas” (cuentos); y “La elevación de Maruja”, “Leonor”, “Camilo asciende”, “Mudanzas” y “Señorita” (novelas). En los últimos años abandonó la ficción para dedicarse de lleno a las crónicas de viaje, destacándose en este género sus libros “Viajera crónica”, “Visto y oído”, “De la Patagonia a México”, “De aquí para allá” y el postrero “Animales”. Lo que sigue es un compendio resumido de entrevistas a Hebe Uhart publicadas en el periódico colombiano “El Tiempo” el 18 de noviembre 2016 (a cargo de María Paulina Ortiz), en el diario uruguayo “El País” el 30 de noviembre de 2016 (sin autor) y en el suplemento “Radar” del diario argentino “Página/12” el 14 de octubre de 2018 (a cargo de Ángel Berlanga).


Cuando se presenta, prefiere decir que es docente y no escritora. ¿Por qué?

Porque ser escritor es una ocupación un poco rara, ¿no te parece? Ser docente me parece una actividad más contundente. Nadie duda de un docente. Escritor es cualquiera que escribe un libro y, bueno, se publica cada cosa que... Además no me siento escritora. En realidad, he trabajado más como profesora. He sido docente de primaria, de secundaria y de universidad. Ahora tengo talleres literarios donde también doy clase. He vivido más horas como docente que como escritora.

¿Corrige mucho durante la escritura?

No, no. Yo tiro a la basura. Lo que no va, no va. Porque creo que si algo está mal, está mal todo. Mal estructurado, mal diseñado, como se llame. Yo tiro. De lo contrario sería armar retazos. Pero tampoco tiro tanto. Porque pienso mucho antes. No soy experimental para nada. Voy a lo seguro.

¿Ir a lo seguro quiere decir que al iniciar la historia ya sabe dónde va a llegar?

Cuando uno comienza un cuento, que es como cuando uno comienza un viaje, tiene una idea de la trayectoria. Porque si no, en lugar de irse a La Habana, supongamos, uno se iría a Dubái. Si quiero ir a La Habana, tengo que hacerme una idea de lo que es ese lugar. Pero en la práctica van ocurriendo cosas que hacen que ese viaje tenga una especificidad. El viaje siempre consiste en la relación del viaje con el que viaja. Ahí suceden cosas. Cuando escribes es igual: sabes a dónde vas a ir, pero pasan cosas en el camino. Y luego ya viene el final del cuento que, como todos los finales, es lo más difícil. Y lo es por una simple razón: siempre es complicado despedirse. ¿Vos viste esa gente que va a tu casa de visita y después vuelve para decirte una cosita más y otra más y otra más? Despedirse de un cuento quiere decir que ya no es tuyo, que ya está, que va para el libro o para lo que sea. Es difícil despedirse en la vida, y en la literatura también.

En Argentina hay una tradición muy fuerte de cuentistas. Si tuviera que situarse dentro de ella, ¿en qué lugar sería?

Hay una tradición fuerte de cuentistas y algo de cronistas. Si tuviera que nombrar escritores argentinos que son afines a mí, te citaría dos, ambos de origen judío: Alicia Steimberg e Isidoro Blaisten. Los dos con gran sentido del humor. Me siento cerca de ellos. Alicia escribió la vida de sus antepasados, que eran músicos por una rama y relojeros por la otra, y el libro lo tituló “Músicos y relojeros”. Ella cuenta cómo peleaban las tías, todo eso. Una de sus tías decía que no se iba a casar con un cristiano porque no quería que cuando peleasen él le fuera a decir judía de mierda…

En los argumentos de algunos de sus cuentos también ha acudido a memorias familiares…

Sí, mucho. De mi parte materna, la italiana, porque de ella tengo mucha transmisión oral. De mi parte paterna no, porque son vascos y a los vascos no les gusta comunicar mucho. Mi mamá sí me contó cómo llegó la abuela de Italia, me contó todo. Pero nunca he ido a ver la tierra de mis antepasados. He estado cuatro veces en Europa, en Italia una, y la conocí bien de Roma para abajo. Pero es que si vas allá tenés que explicar cosas que ni entendés: que era la tía de la prima del sobrino... Qué sé yo. Esas cosas largas, mejor no.

Su obra está muy asociada al humor. ¿Usted también percibe eso?

Me parece que sí, no sé. Cuando era más joven mi mamá me dijo, una vez: “¿Vos, sentido del humor?”. Como asombrada. Claro, porque en casa se percibe distinto a las personas. Me han asociado, me interesan los escritores que tienen más humor, pero es difícil hablar de uno.

¿Y qué situaciones le causan gracia?

Montones de cosas, qué sé yo. Algo que uno se toma muy a pecho un día, al siguiente me causa gracia. En general el sentido del humor tiene que ver con el recuerdo de alguna situación. Por ejemplo, cambié la mesada porque se había partido; y los que vinieron a cambiarla me dijeron, con todo tino, que el tramo que está del otro lado de la cocina quedaría de otro color. Y dije “no, no quiero”; me agarra un “no quiero” que será de los años, insensato, porque alguna vez tendré que arreglar eso. Y ahora quedará así, mal. Entonces me da risa, porque pienso que estoy tonta, y me río de mí misma. En vez de recriminarme, me río: se da ese movimiento. Uno se perdona y deja de perseguirse, se da como un corte a la tensión que supone manejarse con las cosas y la gente. Lo que no me causa ninguna gracia son los espectáculos de mímica; cuando leí que a Woody Allen le pasaba lo mismo me sentí consolada. No entiendo qué hacen. Y bueno, la gente se ríe, no sé de qué.

A partir de sus personajes suelen esbozarse “consensos” acerca de “lo que debería ser”; usted se detiene en esos imaginarios, como la importancia del ascenso social o el saber garantizado de alguien por ocupar un cargo en una familia o una institución, y se ríe un poco de ellos.

Sí, y también de las propias fantasías. Los de la mesada vinieron el famoso día de la tormenta de granizo; era un lío, andaba todo mal, así que pensé: “Bueno, me voy a vivir al campo. Con la capacidad que tengo para ordeñar vacas, o para soportar quince días de lluvia sin salir por el barro. Mejor me quedo acá y espero, algún día se compondrán las cosas”. Ahora, con respecto a los saberes, he trabajado mucho en docencia y tengo experiencia con profesores, sé cómo son, qué hacen. También tengo experiencia con locos, porque tengo una tía loca; lo que ella decía al principio me daba miedo, pero después sabía que eso entraba en su repertorio y me resultaba gracioso. Aunque al mismo tiempo lo que a ella le pasaba era dramático. Puede ser que yo haya observado mucho eso, que tenga personajes medio chiflados. Hay disparidad entre las fantasías de la gente y la propia realidad. Lo veo también en los talleres que doy, cuando se ponen a escribir de temas que no tienen nada que ver con la propia experiencia.

Con respecto a las observaciones sobre la lengua, ¿está a la pesca, atenta, o absorbe terminología y construcciones de la oralidad más bien inconscientemente?

Hay cosas que van quedando incorporadas, vocablos, que después yo uso y transmito. Me interesan las voces más marginales; una vez, hace como treinta años, me fui en micro a Corrientes, al precarnaval. Me tocó asiento al lado de un señor gaucho, todo vestido de gaucho. Una suerte, muy interesante, yo le preguntaba  por el chamamé, por cómo eran las cosas allá. Me dijo: “Hija, allá hay una crotera…”. Y yo lo adopté, lo incorporé. Y después, durante años, venía a trabajar a casa Leonor, que tenía un lenguaje propio de su clase social, con particularidades de ella misma, porque hay gente que usa de una manera muy especial su lenguaje.

¿Es la mujer del cuento que se llama así, “Leonor”?

Sí. Ella, por ejemplo, decía “pordelantear”, por llevarse por delante a alguien. Me interesa cómo es vista una realidad de los sectores medios desde otro sector. De donde también saco mucho es de las notas de viaje que hago para el suplemento de cultura de El país de Montevideo. Ahora estoy indagando en el lenguaje de campo; me fui a Pergamino y busqué ir a los bordes, donde está la población más campesina, más criolla. Y saqué cosas extraordinarias. Cuentos mitológicos, como el de la tapera que se convierte en mansión, o el del caballo “que se queda con las arriendas”; en vez de riendas, “las arriendas”. “Ahí puesto se queda el caballo, pero las arriendas son invisibles”. Es divino. Que el lobizón tiene tres lunares: me contaban todos los detalles. Y cuando me veían cara de incredulidad, decían: “Y, dicen que ha sido así”. Entonces queda en el aire. En una casa vecina aprendí para qué sirven los cuzcos: para despertar a los perros grandes, “que tienen el sueño pesado”, decían. Tenían como diez. “¿Cómo se llama este?”, pregunté. “No, ésta es perra: se llama Shakira”. Interesante, ¿no? “Y esta es la Barbie”. “¿Y estos?”. “Esos son Romeo y Julieta”. Lo juro, textual. Ahí, en los márgenes, pueden encontrarse cosas nuevas que provienen de muy diversos lugares. Respetando a la gente, por supuesto, porque no me voy a reír de ellos por eso. Y sí, busco, estoy atenta. Mi mamá me contaba muchísimas cosas, insólitas para mi generación: ella me tuvo de grande, yo era la menor entre unos cuantos hermanos.

¿Acerca de qué le contaba?

Era directora de una escuela rural en Paso del Rey, cuando era todo quintas: ahora hay diez secundarios, diez bancos. Tenía muchísimo sentido del humor y una gran capacidad, le hubiera gustado hacer unas cuantas cosas, pero no había podido estudiar más que para maestra. Ella me contó que mi abuelo, uno de los primeros habitantes de Paso del Rey, le dijo a mi abuela, que vivía en Buenos Aires, que decidiera si quería casarse con él “porque el pasaje para andar yendo y viniendo es caro”. No se casaban por amor, no estaba esa cosa del amor. Esas historias sobre ese mundo me dieron apertura para ver cómo ha sido la gente en otros momentos; tengo el anecdotario del pueblo donde nací. Ahí todos se conocían. Transmisión materna tengo mucha: era de familia de italianos, que cuentan todo. De parte de mi papá no, porque los vascos son más reticentes a contar.

La mayoría de sus personajes son personas comunes. ¿Por qué?

Para mí una persona común y corriente es más fuente de inspiración que un escritor, por ejemplo. Un escritor es complejo, tengo que trabajar lo que logró, lo que es, lo que idea. Son pocos los cuentos de escritores bien hechos; en general no me gustan, me fastidian: que no escriben, que no tienen inspiración; má sí, que no escriba, si no quiere. No sé si esto tendrá que ver con la sencillez. Me llaman mucho la atención los animales; yo si tuviera otra vida sería estudiosa de los animales. Porque uno va adonde ve algo que no entiende, donde hay un misterio que se quiere develar. A menos que las conversaciones sean de muy buen nivel, no me gusta hablar de política, ni de pintura, ni de literatura; sí me interesa cuando son personas que saben mucho. De literatura me interesan los talleres, para que aprendan algo. Los escritores no hablan mucho de literatura; los que ya están bien, que han publicado y todo eso, hablan de premios, concursos, esas cosas. No hacemos control de calidad los escritores, entre nosotros. Tendríamos que hacer.

Por lo que dice, y por lo que se desprende de sus conferencias, le huye a lo que suene a pretencioso.

A la gente que es vanidosa le huyo, sí. Aunque en realidad la gente que es así es porque no tiene resto; la gente que se humilla es la que tiene resto, en general es al revés. La vanidad es un disfraz como cualquier otro. En el taller una señora decía: “Yo, como creadora…”. No digas creadora, pensá más bien como en un artesano, es una imagen más linda. La vanidad siempre existe, pero por lo menos que llegue un poco disfrazada. Es un vicio de acá, ese. Un esnobismo, un cholulismo. A lo único que no se atrevieron es a decirle “Jorge Luis” a Borges; faltaba poco para que dijeran “porque yo y Jorge Luis…”.

Vuelvo a sus personajes: no le interesan aquellos que pueden considerarse “trascendentes”. Vio que hay escritores que tienen a un presidente, por ejemplo, como personaje.

Es que seguramente se basarán en miles de estudios, yo no puedo imaginar qué estará en la cabeza de un presidente, será un calidoscopio con miles de cosas que resuelve con asesores. En algún momento descansará de ser presidente y será una persona como cualquiera. Pero es muy complicado para mí, no me meto en cosas complicadas.

Pero la construcción de sus relatos también es complicada.

Sí, pero a un relato lo armo con una frase, me agarro de ahí. Yo escucho a alguien decir algo, desecho todo un montón de cosas y agarro la frase que me quedó. Y después la transplanto a un cuento.

Se ha dicho, bastante, que usted es una escritora secreta. ¿Cómo se lo toma?

No es cierto, es algo exagerado. Si me dicen dé una nota, la doy, en general no tengo problema. Lo que yo no hago es presionar. Pero no porque sea modesta; soy grande y no tengo ganas de ir a joder por ahí, a pedir. Cuando era chica iba, llevaba un libro a una editorial, a otra, con entusiasmo. Ahora, incluso, tengo posibilidades de editar, así que no tengo necesidad de hacerlo. Y además tengo otra filosofía: si lo publico, lo publico, y si no, no hay problema.

¿Por qué cree que se producen esos “malentendidos”?

Para llenar espacios, a veces. Lo de “naif” tal vez venga de que yo trabajo con material de cosas que pasaron ya hace mucho, y entonces quedan con ese tonito medio elaborado, ya visto; digamos que el conflicto ya está oculto. Y después, porque nunca trabajé el tema del sexo, jamás se me ocurriría escribir una novela erótica, por ejemplo. Eso puede ser lo que de cierta pátina de ingenuidad. Pero yo no creo que sea “naif”, porque parece como fama de pelotuda, ¿o no? Una nena. No me gusta.

¿Y esa agitación pasaba a sus primeros textos?

No. Tuve una vida familiar terrible, un hermano muerto joven, tíos queridos que murieron. Y eso también da una tesitura de sobreviviente. Uno vive y hace lo que puede con lo que tiene, y ya está. Tuve muchos novios, aventuras, desventuras. Pero nunca escribí de la relación vincular, del amor. De eso no se puede.

¿Por qué?

Porque es difícil. Alguno lo podrá hacer, pero yo no. Lo que estoy escribiendo -me falta el final- es un día de mi vida ahora, que estoy vislumbrando la vejez. Ahí el personaje soy yo. Pero no, de los grandes temas, de la libertad, el amor y la muerte, no escribí nunca.

¿Qué libro le hizo querer ser escritora?

Yo creo que más que un libro fue la tapa de uno, de la colección “Mujercitas”, que dirigía Louisa May Alcott. En la tapa ponían a veces chicas bonitas, pero había uno, me parece que la protagonista era violeta; no es que no fuera linda, pero llevaba anteojos y unas trenzas como al desgaire y estaba sentada a la que te criaste cruzando las piernas de cualquier manera, y pensé "esa soy yo". Más que escritora, me reconocí como una especie de intelectual, sin saber seguramente lo que era una intelectual.

¿Y qué libro ajeno le habría gustado escribir?

Me hubiera gustado escribir no un libro pero sí un cuento de Katherine Mansfield que cuenta la historia de un viejo comerciante o industrial, con dinero bien habido. Tenía una linda casa, las mejores flores del barrio, una mujer más joven que él y compañera, hijas encantadoras, etc. O sea, en la vida todo le salió bien, pero no podía disfrutar de todo eso porque estaba viejo y cansado, los colores de las flores eran demasiado fuertes para su espíritu cansado, y también tendía a apartarse de las chicas porque sus risas eran demasiado sonoras, se retiraba a un rincón en la oscuridad y todo lo que pasaba a su alrededor le sonaba como ajeno.