27 de febrero de 2019

Entremeses literarios (CXCVII)


MEDIDA CONTRA LA VIOLENCIA
Bertolt Brecht
Alemania (1898-1956)

En los tiempos de la ilegalidad, un día llegó a casa del señor Egge un agente que le mostró un documento expedido en nombre de quienes dominaban la ciudad y en el cual se decía que toda vivienda en la que él pusiera el pie pasaría a pertenecerle; también le pertenecería cualquier comida que pidiera, y todo hombre que se cruzara en su camino debería asimismo servirle. Y el agente se sentó en una silla, pidió comida, se lavó, se acostó y, con la cara vuelta hacia la pared, poco antes de dormirse preguntó:
- ¿Estás dispuesto a servirme?
El señor Egge lo cubrió con una manta, ahuyentó las moscas, veló su sueño y, al igual que aquel día, lo siguió obedeciendo por espacio de siete años. No obstante, hiciera lo que hiciera por él, hubo una cosa de la que siempre se abstuvo: decir aunque solo fuera una palabra. Transcurridos los siete años murió el agente, que había engordado de tanto comer, dormir y dar órdenes. El señor Egge lo envolvió entonces en la manta ya podrida, lo arrastró fuera de la casa, lavó el camastro, enjalbegó las paredes, lanzó un suspiro de alivio y respondió:
- No.


EL ÚLTIMO CUENTO
Juan Carlos García Reig
Argentina (1960-1999)

- En sus cuentos breves el tema de la muerte suele aparecer con cierta frecuencia, ¿a qué se debe?
- No es un tema privativo de mis cuentos, habrá notado que en la vida cotidiana también suele aparecer con cierta frecuencia.
- ¿No teme jugar con la muerte?
- Soy un escritor temerario.
- ¿Qué está escribiendo ahora?
- Un cuento trivial: el escritor que dialoga con la Muerte y la muy pícara lo sorprende en la mitad de una palabra.
- ¿Cuál palabra?
- No lo sé, pero seguramente le va a faltar la última sílaba y el cuento quedará inconclu


EL RAMO AZUL
Octavio Paz
México (1914-1998)

Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó:
- ¿Dónde va señor?
- A dar una vuelta. Hace mucho calor.
- Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.
Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo. Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:
- No se mueva señor, o se lo entierro.
Sin volver la cara pregunté:
- ¿Qué quieres?
- Sus ojos, señor -contestó la voz suave, casi apenada.
- ¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.
- No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.
- Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
- Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan.
- Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.
- Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.
- No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.
- No se haga el remilgoso -me dijo con dureza-. Dé la vuelta.
Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma le cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.
- Alúmbrese la cara.
Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. El apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.
- ¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
- ¡Ah, qué mañoso es usted! -respondió-. A ver, encienda otra vez.
Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó.
- Arrodíllese.
Me hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.
- Ábralos bien -ordenó.
Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.
- Pues no son azules, señor. Dispense.
Y despareció. Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta. Entré sin decir palabra. Al día siguiente huí de aquel pueblo.


PASATIEMPOS
Isabel Wagemann
Chile (1972)

Un botón es un objeto redondo y amigable. Suelo mezclarlos con las monedas de mi cartera. En la panadería, me gusta pagar con uno amarillo y, sin inmutarme, pedir el cambio. Era de dos euros, decir, y enfadarme si la vendedora, desconcertada, me enseña el botón. Yo insisto en los céntimos que -a esa altura- afirmo a gritos que me quieren robar. Lo mejor es cuando salgo de allí con mi barra de pan, recojo del suelo las monedas que me ha tirado la chica, y las mezclo, sin prisa, entre los botones de mi cartera.


TODO LO CONTRARIO
Mario Benedetti
Uruguay (1920-2009)

- Veamos -dijo el profesor-. ¿Alguno de ustedes sabe qué es lo contrario de in?
- Out -respondió prestamente un alumno.
- No es obligatorio pensar en inglés. En español, lo contrario de in (como prefijo privativo, claro) suele ser la misma palabra, pero sin esa sílaba.
- Sí, ya sé: insensato y sensato, indócil y dócil, ¿no?
- Parcialmente correcto. No olvide, muchacho, que lo contrario del invierno no es el vierno sino el verano.
- No se burle, profesor.
- Vamos a ver. ¿Sería capaz de formar una frase, más o menos coherente, con palabras que, si son despojadas del prefijo in, no confirman la ortodoxia gramatical?
- Probaré, profesor: “Aquel dividuo memorizó sus cógnitas, se sintió fulgente pero dómito, hizo ventario de las famias con que tanto lo habían cordiado, y aunque se resignó a mantenerse cólume, así y todo en las noches padecía de somnio, ya que le preocupaban la flación y su cremento”.
- Sulso pero pecable -admitió sin euforia el profesor.


LABERINTO
Miguel Bravo Vadillo
España (1971)

Se sienta frente al espejo y se quita la máscara. En un alarde de inspiración, el actor se pregunta si debajo de aquel disfraz no habrá muchos otros encubriendo su verdadero ser. Entonces, no bastándole con haberse desprendido de su personaje, decide no volver a aparecer en público hasta haber descubierto su yo auténtico. “Debo alcanzar esta meta aunque sea pasando hambre”, se dice, haciendo suyas las palabras de Séneca. Cargado de paciencia, comienza a despojarse de todo lo artificioso que encuentra en sí mismo: prejuicios y apariencias que había ido acumulando a lo largo de toda una vida de sufrimiento y sueño. Pero cada vez que cree haber alcanzado su genuina e incontestable naturaleza, no tarda en preguntarse, suspicaz, si aquello no será otra máscara. “El mundo es el escenario donde los hombres –personajes que adoptamos infinidad de máscaras– representamos el teatro de la vida. Entonces, ¿qué puede haber bajo una máscara, sino otra?”, reflexiona. Absorto en su inagotable tarea, pasaron los años. Nadie volvió a saber de él. Un buen día, su joven hijo (ya convertido en toda una persona) decidió salir en su busca. Cual místico Telémaco, rastreó las huellas del padre adentrándose por los intrincados senderos de la metafísica. El buen muchacho se temió lo peor cuando, en pleno desierto conceptual, encontró el esqueleto de un hombre.


EL GRAFFITI
Yenitza Anseume
Venezuela (1978)

Caminó mirando aquella enorme pared. Sus manos estaban equipadas con algunos de los mejores aerosoles de color que pudo obtener en las rebajas. Pero también derramaban sudor. Estaba nervioso. Se detuvo ante la inmensidad que se había ampliado ante su rostro. Sin titubeos se fundió en la locura de los colores. Pintó. Cada línea era como él. Era como un brote o una extensión de su ser. En cada movimiento su aerosol soltaba la tensión y la pasión que brotaba de su alma. Sin darse cuenta sus miedos se fueron. Y danzaban sus muñecas en el arte que lo llenaba. Colores. Líneas. Sombras. Brillos. Volumen. La pared toda se llenó de formas increíbles que hablaban de su mundo interior. Al terminar la miró. En ella se miró a sí mismo como un espejo revelador. Había silencio pero también había mucha gente a su alrededor como si fuera un espectáculo. Aplaudieron. No miraban el graffiti. Lo miraban a él. No lo supo hasta ese momento. Había pintado toda la ciudad.


CAMBIO DE PLANES
María Carvajal
España (1977)

- Buenas noches. Soy Susan, la jefa de su marido. Me temo que él va a tener que venir a trabajar esta noche. A última hora de la tarde nos ha entrado un pedido muy urgente. Siento tener que molestarles para esto un viernes por la noche. Ah… por cierto, no se preocupe, se le compensará con otro día libre.
- Buenas noches. Soy Roxanne, la esposa de su amante. Me temo que él no va a ir. A última hora de la tarde ha sentido un dolor fuerte en el pecho y hemos tenido que ir al hospital. Siento tener que decirle que en un arrebato de sinceridad, creyendo que iba a morir, me lo ha contado todo. Ah… por cierto, no se preocupe, solo eran gases. Nada grave…


TATUAJE
Ednodio Quintero
Venezuela (1947)

Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal. La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad. En la soledad de su aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal. El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.


¿VALES LO QUE TIENES?
Gustavo Fingier
Argentina (1964)

Felipe era un hombre humilde, que trabajaba en su pequeña herrería. En su pueblo era marginado por su situación social. Cansado de los desprecios, un día confió a su amigo Pedro, con la condición de que guardara muy bien su secreto, que había heredado una gran fortuna, que seguía con la herrería porque le gustaba el trabajo, y que nadie debía enterarse de su herencia puesto que todos recurrirían a él por su dinero. Pedro esa misma noche se lo comentó a su esposa, pidiéndole antes discreción. En pocos días todo el pueblo lo sabía, pero nadie decía nada porque era un secreto. Felipe comenzó a ser invitado a las fiestas del pueblo, pero se negaba a concurrir. Finalmente, por pedido de un grupo representativo y del propio Alcalde, comenzó a participar de las distintas reuniones. La forma en que era tratado distaba mucho del que recibía el humilde herrero. Más tarde fue elegido para integrar el Consejo del pueblo. El Banco le dio un préstamo para modernizar su taller sin pedirle garantías. Cada vez tenía más trabajo y con su vida sencilla, llegó a ser una persona adinerada. Con el tiempo se hizo tan importante, que se convirtió en Alcalde. Un día, en una conversación entre amigos, con las personalidades más importantes del pueblo, uno de ellos se animó y le confesó:
- Debo ser sincero con vos, todos conocemos tu secreto, sabemos de la fortuna que heredaste.
- En honor a tu sinceridad, les diré la verdad. Nunca existió dicha fortuna.


26 de febrero de 2019

El cuento. Historia, teoría, análisis y consideraciones (XV). Lauro Zavala

Lauro Zavala (1954), conocido por su trabajo en teoría literaria, teoría del cine y semiótica, es doctor en Literatura Hispánica por el Colegio de México e investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana de Xochimilco. Además es profesor del posgrado en Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. El núcleo de su propuesta es un modelo teórico para el análisis de los componentes formales en diversas formas de narrativa. Esta respuesta al formalismo ruso, la deconstrucción y otras teorías de origen europeo surgió del estudio de la literatura hispanoamericana, donde el elemento central no es el desarrollo moral del protagonista, sino la experimentación con el lenguaje.
Fundador y director de la revista semestral de investigación “El Cuento en Red. Estudios sobre la Ficción Breve”, es autor de una docena de ensayos entre los que se pueden mencionar “Paseos por el cuento mexicano contemporáneo”, “Cartografías del cuento y la minificción”, “La minificción bajo el microscopio”, “Cómo estudiar el cuento”, “La precisión de la incertidumbre. Posmodernidad, vida cotidiana y escritura”, “Manual de análisis narrativo”, “Semiótica preliminar. Ensayos y conjeturas” y “Principios de teoría narrativa”. Su interés por la profesión académica lo ha llevado a elaborar una docena de antologías literarias de carácter didáctico, entre ellas “Teorías de los cuentistas”, “La escritura del cuento”, “La palabra en juego. El nuevo cuento mexicano”, “Cuentos sobre el cuento” y “Cien años de literatura mexicana”.
Los textos que siguen a continuación provienen de los artículos “La enseñanza de la narrativa”, publicado en la revista “Perfiles Educativos” en 1994; “Una propuesta metateórica para cine y literatura”, publicado en el Portal periodístico mexicano “Es lo Cotidiano” en 2017; y “La ficción ultracorta y la literatura posmoderna”, discurso de presentación del curso Minificción Contemporánea organizado por la Universidad Autónoma de Guanajuato en 2011.

La utilidad de un modelo teórico consiste en las estrategias de análisis de textos que permite producir. En este caso, lo esencial del modelo consiste en distinguir la naturaleza de los componentes formales, es decir: inicio, narrador, personaje, tiempo, espacio, lenguaje, género, intertextualidad y final. Esta regularidad formal (que no es una regularidad morfológica) nunca fue estudiada por el formalismo norteamericano, que es la fuente de la crítica literaria que se sigue produciendo hoy en día en gran parte de la tradición europea. Por ejemplo, en lugar de estudiar el tiempo narrativo (que puede ser muy complejo) y la manera como este tiempo es manipulado por la voz narrativa (digamos, en un cuento de Juan Rulfo), la tradición académica estadounidense estudia el tema del cuento y su efecto en el lector. Esto es terriblemente confuso, porque definir el tema de un cuento es algo que depende de cada lector, y el efecto que puede producir en los lectores es muy distinto en cada caso. El modelo que yo propongo es lo que llamo el “modelo paradigmático”, pues permite distinguir con precisión los elementos del cuento clásico, moderno y posmoderno. Por supuesto, se trata de literatura y el modelo es asintótico y aproximativo, pues cada cuento es distinto de cualquier otro, pero al mismo tiempo comparte elementos similares con cualquier otro cuento del mismo paradigma.
Definición de cuento. Al definir el género literario llamado cuento es necesario distinguir entre el cuento clásico, el cuento moderno y el cuento posmoderno. Un cuento literario de carácter clásico es una narración breve donde se cuentan dos historias de manera simultánea, creando así una tensión narrativa que permite organizar estructuralmente el tiempo de manera condensada, y focalizar la atención de manera intensa sobre una situación específica. La tensión narrativa que define al cuento es creada por la existencia de una historia subterránea que sale a la superficie al final del texto, y a cuyo efecto en el lector lo llamamos epifanía. Esta tensión define la naturaleza metafórica del cuento, y lo distingue de géneros narrativos claramente metonímicos, como la novela.
Algunos de los elementos narrativos del cuento (título, inicio, narrador y final) están ligados a las estrategias del suspenso. A su vez, el género y el intertexto están relacionados con la tradición, ya sea para asumirla, rechazarla o jugar con ella. Los demás elementos determinan que el texto narrativo alcance un nivel artístico: el tiempo (estructurado en una forma compleja), el espacio (que puede alcanzar un carácter alegórico o crear una atmósfera particular), el lenguaje (que puede estar particularmente trabajado) y los personajes (cuya profundidad humana puede ser sugerida de manera intensa). Por otra parte, el cuento literario de carácter moderno (también llamado relato) se caracteriza por la multiplicación, la neutralización o el carácter implícto de la epifanía, así como por una asincronía deliberada entre la secuencia de los hechos narrados (historia) y la presentación de estos hechos en el texto (discurso). La segunda historia permanece implícita, y el texto requiere una lectura entre líneas o varias relecturas irónicas.
Por último, en el relato llamado posmoderno hay una coexistencia de elementos clásicos y modernos en el interior del texto, lo cual le confiere un carácter paradójico. Las dos historias pueden ser sustituidas por dos géneros del discurso (lo cual define una escritura híbrida), y el final cumple la función de un simulacro, ya sea un simulacro de epifanía (posmodernidad narrativamente propositiva) o un simulacro de neutralización de la epifanía (posmodernidad narrativamente escéptica). Por supuesto, algunos lectores prefieren el cuento clásico o moderno, y se interesan más porque se cuente una historia o por la fidelidad a las vanguardias que por las posibilidades que ofrecen el diálogo intertextual y la presencia de recursos como la parodia, el pastiche y la polifonía que caracterizan al cuento posmoderno y a la minificción. En síntesis, el cuento posmoderno puede ser cualquier cosa que no cabe en el canon del cuento clásico o moderno, al integrar elementos de ambas tradiciones. Incluso puede ser un simulacro de cuento.
Definición de minificción. La minificción es la escritura experimental cuya extensión no rebasa una página impresa, es decir, que tiene menos de (aproximadamente) doscientas cincuenta palabras. La minificción es el género más reciente de la historia de la literatura. Mientras el cuento moderno (cuya extensión oscila entre dos mil y diez mil palabras) surgió en los Estados Unidos en la primera mitad del siglo XIX (con los textos de Nathaniel Hawthorne y Edgar Allan Poe en la década de 1840), por su parte la minificción surgió en Hispanoamérica en la primera mitad del siglo XX (con los textos de Julio Torri, en México, y de Macedonio Fernández, en Argentina, en la década de 1910). La minificción moderna y experimental se distingue por la presencia de uno o varios de los siguientes componentes literarios: tiempos simultáneos, espacio anamórfico, ausencia de arquetipos, narrador irónico, lenguaje estilizado y final abierto. Minificciones modernas son las de Julio Torri, Oliverio Girondo, Cristina Peri Rossi y Juan José Arreola. La minificción posmoderna y lúdica se distingue por la presencia de uno o varios de los siguientes componentes literarios: tiempo anafórico, espacio metonímico, narrador implícito, personajes alusivos, lenguaje metafórico, género alegórico, intertexto catafórico y final fractal, es decir, diferido o serial.
Minificciones posmodernas son las de Luis Britto García, Guillermo Samperio, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Augusto Monterroso, Eduardo Galeano y Ana María Shua.
Introducción a la teoría del cuento. Uno de los principales problemas al estudiar la narrativa breve es determinar el empleo de cada término. En este trabajo trataré sólo el cuento literario, es decir, aquel que tiene siempre un autor individual y que se distingue del autor de cuento popular, que es anónimo y colectivo. Al cuento literario se le llama también cuento corto. La extensión del cuento es muy variable, y va de quinientas a diez mil palabras, con numerosas excepciones. Al cuento con una extensión menor a las dos mil palabras se le llama ultracorto o microficción, mientras la novela corta tiene una extensión que va de las diez mil a las cincuenta mil palabras, aunque su carácter novelesco no depende de su extensión. Por ejemplo, “El perseguidor” de Julio Cortázar tiene alrededor de veinticinco palabras, y es considerado un cuento corto, mientras que “Aura” de Carlos Fuentes tiene menos de la mitad de esa extensión y es considerada, con toda legitimidad, una novela. La idea central consiste en sostener que hay tres tipos de cuentos literarios hoy en día, aunque su distinción es objeto de polémicas: el cuento clásico, el cuento moderno y el cuento experimental. Este último también es llamado cuento posmoderno o, más tradicionalmente, anti-cuento.
El cuento clásico. El cuento clásico tiene numerosos antecedentes, pero su forma canónica, con reglas precisas, surgió hacia el primer tercio del siglo XIX en Europa, Hispanoamérica y Estados Unidos simultáneamente. En él suele haber un narrador omnisciente o impersonal; se cuenta una historia de manera secuencial y obedece a determinadas reglas de verosimilitud que llamamos reglas del realismo genérico. Una de sus formas más perdurables e interesantes es el cuento policíaco, que nació también con su primer teórico: Edgar Allan Poe. Para Poe, la brevedad del cuento es consecuencia de su intensidad, y esta brevedad lo lleva a producir la unidad de impresión. No es casual que la narrativa policíaca surgiera en forma de cuento, pues la tensión narrativa que le es característica es más propia de una narrativa intensa.
El cuento clásico (Poe, Quiroga, O. Henry,) se caracteriza por la intensidad, la unidad de acción, la secuencia lineal de las acciones y la sorpresa final. Por ello, a mayor dramatismo, mayor revelación. Su desenlace es lógico pero sorprendente. Para algunos autores, el cuento (clásico) es el arte de la revelación moral, mientras la novela es el arte de la evolución moral. Esta observación recuerda la existencia en el cuento clásico de una epifanía o revelación, es decir, la importancia decisiva de un momento específico en la vida cotidiana del personaje, mientras en la novela se muestran indiscriminadamente todas las relaciones del personaje con su universo. La epifanía es el momento en que el personaje aprende algo sobre sí mismo, como resultado de una súbita revelación.
El cuento clásico exige más de una lectura, debido a su compresión. Toda información es dudosa, ambigua o irreconocible en la primera lectura. Por otro lado, siempre hay simbolismos presentes, y éstos pueden ser el elemento central. A esto se le puede llamar el efecto micro cósmico: producir un efecto intenso en el lector a partir de un incidente trivial. Por último, el cuento clásico tiene una estructura arbórea, es decir, se inicia con frases enigmáticas para el lector, y al avanzar en la lectura éste va aclarando la idea del lugar hacia el que se dirige la narración, de tal manera que el final produce la sensación de algo lógico e inevitable. Muchas ramificaciones posibles al principio, pero una fuerte raíz al final. A esta estructura de árbol puesto de cabeza se le podría llamar la regla de la inevitabilidad en retrospectiva.
El cuento moderno. Hacia fines del siglo XIX surge otra forma de contar cuentos, especialmente a partir de las narraciones escritas por Chéjov. Se podría hablar en este caso de historias sin historia, en las que cuenta más la creación de atmósferas, la presentación de conflictos morales y el compromiso del lector con determinados estados de ánimo que el relato explícito y didáctico de una súbita revelación, característico del cuento clásico. En esta clase de cuentos se llega con frecuencia a la paradoja de tener una narración sin narrador, hasta llegar al extremo de contar solamente con los diálogos de los personajes. Al nacer esta forma de cuento, en Hispanoamérica surge un interés muy marcado por lo social. El interés por conflictos morales, especialmente de personajes marginales y antihéroes es, por ejemplo, la tradición del cuento ruso y del cuento irlandés. El cuento moderno tiene un final abierto, incierto y problemático, en el que hay una espacialización del tiempo (como en el caso de Rulfo), es decir, en él las imágenes de la memoria se fragmentan. En el cuento moderno, a menor dramatismo corresponde una mayor revelación. De hecho, lo más importante nunca se cuenta, sólo se alude. En esta clase de cuento la anécdota es, como decía
Ernest Hemingway, la punta de un iceberg frente al cual el lector ha de imaginar lo que queda sin ser mostrado. Claramente, casi todo el cuento del siglo XX es moderno: Conrad, Kafka, Borges, Beckett, Joyce, Cortázar. De hecho, en Chéjov se anuncian las características del cuento moderno. Entre ellos están los siguientes: naturalidad, que consiste en la ausencia de efectos espectaculares o dramáticos buscados por el narrador; descripción selectiva, lo que significa que a partir de un detalle único se ilumina todo un ambiente; ausencia de moraleja y diversidad de matices, a lo que Nabokov llamo “sistema de olas, no de partículas”; la combinación de belleza más compasión, es decir, la idea de que lo alto y lo bajo no son distintos, aunque lo sean para los personajes; el final abierto, y la descripción de minucias que contienen otros posibles cuentos. Este último elemento anuncia ya un rasgo de la escritura contemporánea: los fractales en los que se desdobla un cuento dentro de otro. En el cuento moderno el ambiente puede llegar a ser el personaje, y el tiempo se espacializa, es decir, se rompe el orden sucesivo, pero siempre desde una visión unitaria que termina por mitologizar a los personajes. Como señaló W.H. Auden, en el cuento moderno el personaje es un estado emocional.
Cuento y novela. A continuación se señalan algunas diferencias internas entre el cuento y la novela. Mientras la novela realista muestra la relación entre un personaje y su universo, el cuento muestra una intuición o visión del autor sobre un hecho, una idea o un personaje. De lo anterior se desprende que el cuento, lo mismo en su versión clásica que moderna, es un género más centrado en el tono (y por lo tanto en el narrador) que en la trama (y por lo tanto menos centrado en los personajes) que la novela. El escritor Irving Howe señaló en alguna ocasión que en el cuento se logra un tono de voz más que una visión de la vida. Mientras la novela ofrece descripciones directas y detalladas, el cuento tiende a las descripciones elípticas y ambiguas.
Por otra parte, la novela tiende a ser metonímica, ya que cada fragmento lleva a una totalidad, mientras el cuento tiende a ser metafórico, pues el todo lleva a otras posibilidades. Esto significa que la novela aspira a una totalización, es decir, a decirlo todo sobre su personaje, mientras el cuento aspira a la relativización, y por ello, a dudar de todo. Quien escribe o lee una novela parte de la creencia de que hay una versión total de la verdad, mientras el lector o el autor de un cuento parten de la creencia de que es imposible que exista una verdad total. Para el lector de cuentos sólo existen verdades parciales, provisionales, inciertas.
Por ello mismo, la novela parece representar la búsqueda de verdades, mientras el cuento (especialmente el clásico) representa la búsqueda de epifanías o iluminaciones. En ese sentido, puede hablarse del cuento como de la voz de una aria (una voz dominante), o bien como de la coexistencia de varias voces compitiendo en un mismo tono. Por su parte, la novela es como un conjunto sinfónico de voces complementarias en diversos tonos, como un ejemplo de lo que los músicos llaman polifonía. En consonancia con lo anterior, habría que añadir que mientras la novela narra con una focalización indiscriminada, como parte de la tradición homérica, el cuento narra desde una focalización contrastada, en la tradición de la narrativa hebraica. En una palabra, mientras el cuento es un ejercicio de síntesis, surgido ahí donde hay tensión, la novela es una forma de análisis, un ejercicio de extensión.
El cuento experimental. Además del cuento clásico y el cuento moderno, durante los últimos cincuenta años se han estado escribiendo cuentos que cuestionan todos los principios de ambas formas de escritura, al grado de ser considerados como diversas formas del anti-cuento por sus detractores y por muchos de sus estudiosos también. Para Philip Stevick, hacia fines de la década de 1960, los cuentos experimentales podían formar parte de alguna de las siguientes tendencias: a) cuento metaficcional: ficción sobre la ficción, como una crítica de la mimesis; b) cuento fantástico: ficción que crea su propia realidad, como una crítica a las convenciones del realismo; c) cuento como crónica: ficción sobre lo cotidiano, como una crítica a la narrativa de lo extraordinario; d) cuento como deriva: ficción sin una historia específica, como una crítica a la noción de que se debe contar siempre acerca de algo; e) cuento como viaje interior: ficción sobre los extremos de lo humano, como una crítica a las experiencias comunes; f) cuento fenoménico: ficción como registro de la actividad mental, como una crítica a la narrativa que contiene el resultado de un análisis; g) cuento de lo absurdo: ficción como crítica a la omnipresencia del sentido; h) cuento ultracorto: ficción como crítica a la noción de que sólo la narrativa extensa es valiosa.
A estas formas experimentales, junto con otras más, algunos teóricos las han llamado cuento posmoderno. El estudio del cuento experimental requiere de herramientas de análisis diferentes a las utilizadas para estudiar el cuento clásico y moderno, pues el cuento experimental parte de la crítica a los presupuestos del cuento tradicional (clásico o moderno), y amplía la utilización de algunos elementos surgidos en el cuento moderno.
En el cuento hispanoamericano, y con el antecedente de los cuentos (o, más exactamente, las “ficciones”) de Jorge Luis Borges, hay una proliferación de escritura irónica, paródica y ultracorta, de carácter fronterizo, en el que se juega con todas las convenciones clásicas y modernas acerca de lo que es un cuento literario. En muchos casos, esta escritura está muy próxima a la crónica periodística, y también en ella hay una presencia cada vez más fuerte de perspectivas anteriormente marginadas, como las mujeres, los indígenas, los chicanos y otros grupos que coexisten en un espacio en el que la identidad (personal y social, pero muy especialmente literaria) es una mera hipótesis provisional de trabajo. Una guía para el análisis del cuento experimental podría partir de un reconocimiento cartográfico de sus manifestaciones, todas ellas de una u otra forma metaficcionales.
Estrategias de interpretación narrativa. En lo que sigue se utilizara la palabra cuento para hacer referencia exclusivamente al cuento clásico y a algunas formas el cuento moderno, pues el análisis del cuento experimental requiere categorías propias. Existen muy diversas estrategias de análisis del cuento, y cada una de ellas puede dar como resultado diversos análisis personales, según la experiencia, las expectativas y las condiciones de cada lectura.
Estas son algunas de las estrategias para el análisis de cuentos: A) Respuesta personal. Aunque este terreno es el objeto de análisis desde diversas perspectivas, la escritura de materiales informales realizada inmediatamente después de haber leído un texto ofrece una gran riqueza, pues de ahí pueden surgir los elementos para el análisis más sistemático del cuento. De hecho, éste es una de las mejores aproximaciones al proceso de creación narrativa. La respuesta personal a un cuento puede apoyarse en cualquiera de las siguientes estrategias de escritura: continuar el texto a partir de algún punto determinado, utilizando el estilo del autor pero alterando la secuencia o extendiendo su sentido, como un ejercicio de estilo; identificarse con un personaje del cuento, y a partir de esa identificación escribir acerca de la situación de este personaje, sus motivaciones, decisiones, actitudes; subrayar la palabra o pasaje más importante, y comentar brevemente su significado, buscar en la propia memoria una experiencia similar, y escribir acerca de sus similitudes y diferencias con lo narrado en el cuento; escribir un texto subjetivo, basado en la experiencia de haber leído el cuento en esta ocasión.
B) Análisis comparativo. Consiste en la confrontación de los resultados de cualquiera de los análisis previos con los principios estéticos declarados por el autor mismo sobre sus textos o sobre la literatura en general. O bien, la aplicación de dos métodos de análisis a un mismo texto, o la comparación de dos textos (escritos en la misma o en diferentes lenguas) desde una misma perspectiva de análisis. Todas estas comparaciones llevan a un mayor o menor grado de abstracción. C) Confrontación genérica. Consiste en la confrontación de los resultados del análisis de un cuento con el resultado de su adaptación al lenguaje audiovisual, en caso de existir. Este análisis parte del principio de que un guión es sólo un instrumento para apoyar el paso de un lenguaje a otro, y por ello sólo es posible comparar el resultado del análisis literario de un cuento con el resultado del análisis de una película adaptada a partir de aquel, utilizando para este análisis categorías comunes a ambos lenguajes. D) Lectura simultánea. Consiste en la lectura de un cuento individual, generalmente en términos intertextuales, siguiendo el orden de la escritura, es decir, línea a línea, párrafo a párrafo. Esta lectura puede partir de una teoría específica acerca del cuento (o la narrativa) en general o de una teoría acerca del subgénero del cuento al que éste pertenece, o bien de un estudio sobre el autor y las características de su escritura. También es llamado explicación de texto, y es el comentario analítico más didáctico en el estudio formal de la literatura. Este tipo de análisis también puede consistir en concentrarse en algún aspecto específico del cuento a lo largo de la lectura (a lo cual se llama lectura dirigida), o bien en la utilización de un modelo específico de interpretación. La lectura simultánea exige poner atención en los detalles y fragmentos mayores, y permite señalar lo que no es evidente en una primera lectura: un tema colosal sugerido por un detalle o una pequeña clave sugerida por una palabra. Una lectura dirigida puede concentrarse en un fragmento del cuento, es decir, en una escena clave, en una conversación crucial, el establecimiento de un tema, el párrafo inicial o la frase final.

25 de febrero de 2019

El cuento. Historia, teoría, análisis y consideraciones (XIV). José María Merino


El escritor español José María Merino (1941) es licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Miembro de la Real Academia Española, ha colaborado en proyectos educativos de la UNESCO para Hispanoamérica y, como articulista, ha publicado en diferentes medios como la revista “Leer”, la “Revista de Libros” y el periódico “El País”. Es autor, entre otras obras, de los ensayos “Ficción continua”, “Ficción perpetua” y “Fulgores de ficción. Palabras, miradas, lecturas”, y de las novelas “Novela de Andrés Choz”, “El caldero de oro”, “La orilla oscura”, “El centro del aire”, “Las visiones de Lucrecia”, “Los invisibles”, “El heredero”, “La sima”, “El río del Edén” y “Musa Décima”. En un artículo publicado en la revista “Mercurio” nº 116 de diciembre de 2009, escribió: “Aunque resulte paradójico, creo que en el cuento se han venido a concentrar esos aspectos literarios que el gusto más común por el puro entretenimiento no valora: la búsqueda de tonos narrativos, las tentativas de nuevos enfoques estéticos, la profundización en el intento de conocer mejor los comportamientos humanos y de descifrar datos oscuros del mundo en que vivimos. Acaso parte de la sustancia de la verdadera literatura, al margen del negocio de las grandes ventas y de la mercadotecnia editorial, haya encontrado en el cuento su cobijo”. Años más tarde, en una entrevista concedida al diario malagueño “Sur” en noviembre de 2018, aseguraba que “el cuento requiere precisión y no es un aprendizaje de la novela, ni es un género menor. Sólo es más corto, que es su gracia”.
Merino, que le ha dedicado al cuento sus mejores esfuerzos como escritor, suele incursionar en lo fantástico, cultivando temas como los mitos, los sueños, la brujería, la magia, las apariciones, los espectros… ingredientes todos ellos que se presentan en sus cuentos con matices modernos. Hasta el momento ha publicado “Cuentos del reino secreto”, “El viajero perdido”, “Cuentos del Barrio del Refugio”, “Cuentos de los días raros”, “Las puertas de lo posible. Cuentos de pasado mañana”, “El libro de las horas contadas”, “La trama oculta. Cuentos de los dos lados con una silva mínima” y “Aventuras e invenciones del profesor Souto”. También ha incursionado en el microrrelato, habiendo publicado de ese género narrativo los libros “Días imaginarios”, “Cuentos del libro de la noche”, “La glorieta de los fugitivos” y “El libro de las horas contadas”.
El 18 de enero de 2010, Merino dio una conferencia en el Instituto Cervantes de Estambul titulada “Del cuento popular al cuento literario”, cuyo texto puede leerse a continuación seguido de algunos fragmentos de “Reflexiones sobre la literatura fantástica en España”, una disertación que brindó durante el primer Congreso Internacional de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción, celebrado del 6 al 9 de mayo de 2008 en la Universidad Carlos III de Madrid.

La ficción es la primera forma de sabiduría creada por la especie humana. Apareció previamente a la ciencia, la metafísica o la escritura y durante muchos siglos se transmitió oralmente. Esa ficción intentaba filtrar y describir de alguna manera el misterio de la vida y del universo. Existe un “pacto de credulidad” entre los creadores de ficciones y sus oyentes por el cual los oyentes deben creerse las historias que cuentan los narradores o creadores y aceptarlas como válidas para luego transmitirlas.
El cuento popular tiene un origen remoto y anónimo. Generalmente ha sido transmitido a través de los ancianos de cada comunidad a las generaciones siguientes de manera también oral, aunque a veces existen personas especializadas en su narración. El cuento popular es el heredero directo de aquellas ficciones originarias de los hombres primitivos. Puede ser de muchos tipos (maravilloso, de costumbres, de animales, etc.), está en un espacio atemporal y su trama es fija con un argumento que se repite invariablemente. Los personajes son abstractos (el rey, la madrastra, el hada, el ogro, el labrador, el criado…), pero su expresión depende mucho de la gracia y el talento de cada uno de sus narradores porque ellos son los que dotan de matices a la trama fija. Por eso un cuento popular cambia cada vez que es contado, aunque lo haga el mismo narrador. También se apoya mucho en los silencios, los gestos, la entonación, etc.
El cuento literario es, por el contrario al popular, una ficción transmitida siempre de forma escrita, con una forma precisa que no puede ser modificada y con un autor determinado. La línea argumental y la forma expresiva son fijas y, si se modificaran, se estaría traicionando a su autor. Su escenario no es atemporal sino histórico y tiene personajes concretos. Pero ofrece algunos aspectos que le familiarizan con el cuento popular. Ambos son breves, deben despertar el interés del auditorio-lector para que sean escuchados-leídos hasta el final, deben ser verosímiles incluso en los momentos más ilógicos, comprender una gran intensidad dramática en una pequeña extensión y tener gran concisión (esta última característica es la diferencia fundamental entre el cuento literario y la novela y es lo que hace que en un cuento nada sea superfluo).
La cultura del cuento popular convivió durante siglos con la del cuento literario creado en ambientes más cultos y destinado a un público de clases altas. En España la primera recopilación de cuentos populares de la que tenemos noticia fue ordenada por el rey Alfonso X el Sabio de Castilla y se publicó en 1251. Es el libro titulado “Calila e Dimna” que recoge relatos de la tradición india y extremo oriental que llegaron a nuestro país a través de los árabes. En esa misma época aparecieron otras recopilaciones de colecciones de cuentos árabes o tomadas de otras zonas del mundo y que nos llegaron a partir de esa lengua. El “Libro de Apolonio” o “El conde Lucanor” son los mejores ejemplos tempranos de una creación culta que recoge cincuenta y un cuentos populares (o ejemplos morales). Así, poco a poco, los cuentos populares serían absorbidos en parte por los cuentos literarios.
El inventor del género del cuento literario en España es Cervantes con sus “Novelas ejemplares”, ya que la denominación de “novela” que él utiliza en este título no se refiere a lo que nosotros entendemos en la actualidad por novela sino que la había tomado del italiano “novella”, lengua en la que significa un cuento un poco largo. En este libro no todos son cuentos pero lo que sí queda muy claro (porque el propio autor así lo explica en el prólogo) es que Cervantes lo escribió con la conciencia estética de estar realizando literatura.
En España ha habido una tradicional desconfianza desde el mundo culto hacia el cuento popular: por un lado los cuentos populares eran vistos como un semillero de creencias estúpidas y supersticiosas del que había que desembarazarse; y, por otro, ni siquiera los académicos aceptaron su valor hasta tiempos ya muy recientes. Sin embargo, es evidente que el cuento popular y el cuento literario han sufrido muchos intercambios. Por ejemplo, muchas obras de teatro de Lope de Vega o, incluso, “La vida es sueño” de Calderón estaban inspiradas en relatos populares. En el caso de Calderón, se inspira en un relato de “Las mil y una noches” llamado “Abdulhasan, el dormido despertado” el cual, a su vez, recogía un cuento chino de Chuan Tzu, de varios siglos antes de Cristo de antigüedad, titulado “El sueño del hombre y la mariposa”. Si tenemos en cuenta que “Las mil y una noches” no fueron traducidas a ninguna lengua occidental hasta el siglo XIX -la primera traducción sería la francesa-, es evidente que la influencia no le pudo llegar a Calderón de una manera culta, es decir, a través de la lectura, sino de forma oral.
En los siglos XVIII y XIX muchos países europeos se dedicaron a recopilar sus cuentos populares e hicieron publicaciones al respecto para que no se perdieran; sin embargo, en España muy pocos se ocuparon de este tema. Tan sólo algunas figuras, influidas claramente por el Romanticismo, siguieron esta estela (Bécquer, Fernán Caballero o W. Irving, que no era español). Los primeros recopiladores sistemáticos de cuentos populares españoles en el siglo XX fueron extranjeros, aunque curiosamente herederos de españoles llegados a América en el siglo XVII: Aurelio Espinosa padre e hijo. Espinosa padre realizó su labor de campo a principios de los años ‘20 y luego publicó su labor en una universidad americana. Su hijo comenzó a trabajar quince años más tarde pero tuvo que dejar sin acabar su empresa por culpa de la Guerra Civil (por lo que sólo pudo recopilar cuentos populares de la región de Castilla y León) y su trabajo no pudo ver la luz en España hasta la Transición.
El desarrollo del cuento literario, a pesar de tener sus orígenes en el XVII, es mucho más tardío que el de la novela. En realidad no emergerá verdaderamente hasta el XIX con tres grandes maestros: Poe, Maupassant y Chejov. Todos ellos tendrían una gran influencia no sólo en sus propios países sino en toda la literatura de la época y por eso son considerados los “padres” del cuento literario. Pero en España el siglo XIX fue, desde el punto de vista histórico, una época muy enfrentada, con dos concepciones de la realidad totalmente contrapuestas. Esta situación se reflejó inevitablemente en la literatura la cual acabaría acusando esa falta de equilibrio. Con todo, en el último tercio del XIX aparecerán en nuestro país los tres grandes maestros del cuento literario: Benito Pérez Galdós, Leopoldo Alas Clarín y Emilia Pardo Bazán. Ellos serán los que sienten en España las bases del cuento literario contemporáneo y lo hagan arraigar y adquirir prestigio. Además, estos autores no sólo van a influir en la posterior producción en España sino que, al haber sido también muy leídos en las antiguas colonias españolas en América, tendrán un papel fundamental en la aparición del cuento literario hispanoamericano.
El paso del siglo XIX al XX supuso una verdadera expansión del cuento literario motivada sobre todo por el papel de la prensa, ya que la mayoría de ellos se publicaban en periódicos y revistas. Muchos escritores pudieron llegar a vivir aceptablemente sólo de su publicación y otros completaron con su escritura sus ingresos habituales. Ya en el siglo XX se pueden distinguir tres etapas bien diferenciadas del cuento literario. La primera va desde sus comienzos hasta la Guerra Civil. En ella tenemos en primer lugar a la llamada Generación del ‘98 que englobó a varios renovadores de la estética del cuento literario español al que aportaron un nuevo estilo y nuevos temas. Será una época en que los cuentistas sigan abundando y publicando bastante. Es importante destacar la labor de Ramón Gómez de la Serna al aplicar las vanguardias estéticas al cuento y como creador en español de lo que ahora llamamos “microcuento” como podrían considerarse algunas de sus greguerías.
La segunda etapa engloba los años del franquismo y es, por tanto, la más larga. Esta etapa comenzó con la muerte o el exilio de muchos escritores e intelectuales, algunos de los cuales eran cuentistas importantes (como Max Aub o Francisco Ayala). Pero también hubo otros que se quedaron en España y que, a pesar de la censura y de la represión política, fueron auténticos maestros del cuento literario: Camilo José Cela, Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester, Zamora Vicente, Carmen Laforet, Ana María Matute, Ramón Pinilla, etc. En sus cuentos tenía bastante protagonismo la gente pobre, humilde, desfavorecida, las mujeres, los niños… a quienes se representaba en situaciones cotidianas. A esta generación sucedió otra que se ha venido a llamar la Generación de los ‘50 o el Grupo del Medio Siglo que resultó muy importante para el cuento literario, con figuras como Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Fernández Santos, etc. Los temas serán similares a los de la generación anterior pues siguen dando importancia a las gentes sencillas y las representan en un mundo modesto, a menudo muy humano, desde una perspectiva realista o, incluso a veces, existencial. La mayoría de estos autores publicaron en revistas culturales gubernamentales acogidos al populismo difuso del régimen y ayudados por la necesidad que sentía éste de dotarse de un cierto brillo cultural. El Grupo de Medio Siglo tuvo una gran integración que, a partir de entonces, va a comenzar a perderse. Después de ellos habrá una gran diversidad. Habrá muchos escritores de cuentos pero utilizan formas estéticas muy diversas. Por otro lado, se produce también un eclipse en la relevancia tenida hasta entonces por el cuento. Es por esos años cuando empieza a llegar a España también la producción cuentística realizada en Hispanoamérica que va a producir un gran impacto en las nuevas generaciones de autores. El canon del cuento literario en español quedará fijado entonces basándose en los cuentos hispanoamericanos. Los escritores americanos van a ser unos renovadores del lenguaje pero, al mismo tiempo, van a conseguir que resulte muy natural. Se salen del realismo tradicional y abordan aspectos fantásticos. Este asunto resultará fundamental a la hora de crear una imaginación globalizada en lengua española: a partir de entonces el español se considerará una lengua válida para hacer una ficción que no sólo van a entender los hispanohablantes sino todos los lectores del mundo.
La tercera etapa comienza con la muerte de Franco y se extiende hasta el final de siglo. Los nuevos escritores que surgen aquí aprecian mucho de nuevo el cuento literario y hay un auténtico renacer de este género en España. Para empezar, van a recuperar la denominación de “cuento” que en la etapa anterior se había sustituido generalmente por la de “relato” porque se consideraba que la palabra cuento era ambigua (ya que se podía confundir con el cuento infantil o con el cuento popular). Pero ésta es la denominación más ajustada porque la palabra “cuento” tiende a despertar el interés. La temática en esta tercera etapa va a ser asimismo, como al final de la anterior, poco unánime aunque se mueve entre lo simbólico, lo fantástico y lo expresionista.
El cuento literario (tanto el escrito en castellano como en el resto de las lenguas de España) no tiene una gran cantidad de lectores: éstos suelen ser una minoría especializada y culta que saben que cada pieza es importante en sí misma y que deben descubrir en ella lo que entraña el sincretismo de ese cuento. Sólo las editoriales muy especializadas en literatura publican cuentos y resulta muy difícil para un escritor novel comenzar a publicar con un libro de cuentos, por lo que generalmente debe empezar adquiriendo una cierta fama con alguna novela y publicar luego cuentos. Lo curioso es que sí se publican muchas antologías de cuento basadas en criterios muy dispares y cuya vida es, por regla general, efímera.
Desde que Carl Linneo clasificó a la especie humana han pasado dos siglos y pico, y en la actualidad sabemos bastante más de lo que se sabía en aquel tiempo acerca del lenguaje y de la invención de espacios imaginarios. A estas alturas parece obvio decir que todas las especies vivas poseen un lenguaje de comunicación: el tiempo primaveral nos permite contemplar a los pájaros que se reclaman entre las arboledas, los gatos y los perros nos saludan con sus zalamerías, las abejas saben señalar a los suyos el camino de la colmena, los delfines y los antílopes se avisan del peligro. Hasta los seres más simples de la escala zoológica tienen recursos para hacerse entender, de manera que no es el lenguaje lo que distingue a nuestra especie en el conjunto de los seres vivos, sino el haberlo empezado a utilizar para contar cuentos, para narrar historias.
La narración de ficciones ha sido el instrumento natural del ser humano para explicar el mundo a su medida desde que tuvo conciencia de existir en él. Nuestro conocimiento de la realidad comienza con los cuentos. Nuestra naturaleza es narración. Las narraciones -llámense cosmologías, mitos, leyendas, fábulas- nos han permitido leer la realidad externa e interior para poder asumirla, nos ayudan a descifrar el fluir tumultuoso y desordenado de los hechos, o al menos a comprenderlo mejor, y con ello a comprendernos y descifrarnos más certeramente a nosotros mismos. Hemos conseguido que la realidad haga fructificar ficciones, y con esa cosecha hacemos acopio de elementos para hacerla más asequible, menos hermética, y acaso para redimirla. Por medio de las ficciones que inventamos a partir de ella, rescatamos a la realidad de su feroz y ciega falta de sentido.
Por otra parte, la literatura tiene la gran virtud de poder infiltrarse con naturalidad en todas las zonas oscuras e invisibles que rodean las apariencias más serenas de lo cotidiano, y utilizar los sueños como material creativo de la misma solidez y dignidad que los elementos más razonables de la vigilia.
Reflexiones sobre la literatura fantástica en España. A propósito de la creación de literatura fantástica en España, no deja de sorprender el cúmulo de prejuicios y lugares comunes que ha suscitado. Durante mucho tiempo ha prevalecido la opinión de que lo fantástico es ajeno a la imaginación española, como si al menos dos de nuestros monumentos literarios -“El Quijote” y “La vida es sueño”- no estuviesen impregnados de una extrañeza que roza lo fantástico. Por recordar una opinión venerable dentro de los estudiosos de nuestra literatura, citaré a Ramón Menéndez Pidal, que en su obra “Los españoles y la literatura” señala como una peculiaridad del realismo español la parquedad en lo maravilloso y fantástico y precisa que, en la literatura española, a lo sobrenatural no religioso se le quiere dar también credibilidad, por medio de alguna explicación racional. Menéndez Pidal, citando a otros autores, justifica con varios motivos tal propensión al realismo: desde la temprana cristianización de los godos, hasta los descubrimientos maravillosos en el Nuevo Mundo, que habrían eclipsado todo lo imaginario ficticio. También alude al mayor afán por guardar la pureza de la fe.
De lo que no cabe duda es de la actitud social, académica y crítica que, hasta hace muy poco tiempo, se ha mantenido entre nosotros hacia lo fantástico, considerándolo un género indigno de consideración, una especie de registro menor, de muy poca entidad estética e intelectual. Lo que pudiéramos llamar canon realista ha sido imperante y excluyente, aunque con una notable falta de coherencia, pues si lo fantástico es un subgénero, inapropiado para su consideración entre los lectores “serios” y en el mundo académico o entre la crítica respetable, ¿por qué valorar a Borges, a Cortázar, a Kafka, o a Gómez de la Serna, tan abundantes en elementos propios de lo fantástico? ¿Por qué admirar “Niebla” de Miguel de Unamuno o el universo de heterónimos de Fernando Pessoa? ¿Por qué no establecer claramente las fronteras entre lo fantástico y lo realista en esa materia de lo que llamamos lo metaliterario, tan a menudo analizada con interés y respeto en el ámbito académico?
Profundizando en una perspectiva histórica, hay que recordar la crisis de la novela española en el siglo XVIII y un curioso fenómeno español, el del menosprecio, mucho antes de la Ilustración, del llamado “pensamiento culto” hacia la imaginación popular y el relato maravilloso de forma oral, lo que establece una clara diferencia de planteamiento con Inglaterra y los países centroeuropeos. Esto nos podría hacer pensar en la incidencia que, para el desarrollo de la literatura española a partir del Siglo de Oro, tuvo que ver el enfrentamiento religioso y político que supusieron la Reforma protestante y la Contrarreforma, y el papel que, entre nosotros, jugó la Santa Inquisición con su actitud de rigurosa vigilancia de la creación literaria y su claro rechazo de lo fantástico.
La literatura de entretenimiento nunca ha sido bien valorada por la Iglesia. Fray Luis de Granada, en su “Guía de pecadores”, señalaba que la imaginación era “la más baja” de las potencias del alma, denunciaba “las malas mañas de la imaginación” y advertía que había que sujetar esa “bestia”, consiguiendo que “le acortemos los pasos y la atemos a un solo pesebre”. La Inquisición intervino en el asunto de modo muy restrictivo, y volvemos a ese “mayor afán por guardar la pureza de la fe” de que hablaba Menéndez Pidal. No deja de ser sintomático que, ya en el siglo XVI, libros tan inocuos como el “Jardín de flores curiosas” de Antonio de Torquemada o la “Silva de varia lección” de Pedro Mexía fuesen prohibidos por su contenido predominantemente fantástico… y que la interminable lista de prohibiciones acabase afectando, ya a finales del siglo XVIII y principios del XIX, a innumerables libros de todo tipo, como “El vicario de Wakefield” de Oliver Goldsmith, “Los sufrimientos del joven Werther” de Goethe, las novelas de Walter Scott, “Atala” de Chateaubriand…
No hay que olvidar que en 1799 se publica un edicto prohibiendo la impresión y venta de novelas “porque lejos de contribuir a la educación e instrucción de la nación, sólo sirven para hacerla superficial y estragar el gusto de la juventud, sin ganar en nada las costumbres”, lo que no impide que, más adelante, algún sacerdote liberal, como Alberto Lista, defienda las novelas en cuanto “espejo para la enseñanza de las conducta”. La presencia eclesiástica, a través de la Inquisición, como implacable guardiana y anuladora de iniciativas en la vida intelectual, es un hecho incontestable.
Lo fantástico, en cuanto vehículo de lo que pudiera suponer un conjunto dañino de supersticiones y creencias heterodoxas, en cualquier caso competidor de la “verdadera” condición de lo sobrenatural, era perseguido no sólo directamente, sino creando una referencia suya como de algo pueril e intelectualmente despreciable. Tal postura siempre fue firme por parte de la Iglesia Católica si consideramos que el “Index Librorum Prohibitorum et expurgatorum”, entre 1559 y 1966 prohibió la lectura, sucesivamente, de todo Rabelais, de los cuentos de La Fontaine, de los ensayos de Montaigne, de “El sueño del juicio final” de Quevedo, de Dante, de varias obras de Descartes, de Montesquieu, de Diderot, de Dumas… “Madame Bovary”, Stendhal, Balzac, Zola, Victor Hugo, Galdós, Anatole France, Gide, Sartre (algunos ipso facto, como Shopenhauer y Nietszche) y que en la edición trigésimo segunda del “Index” (1944) aparecen cuatro mil títulos prohibidos. Si la literatura “canónica” sufría tales restricciones, ¿qué decir de la literatura “fantástica”, tan inoculada de superstición?
En España, donde la Iglesia Católica ha tenido y tiene tanta influencia social, no es de extrañar la visión despectiva del mundo académico hacia lo fantástico. Sin embargo, en los propios años del franquismo comienza, por fenómenos no ajenos a cierta incipiente “globalización” literaria y a la expansión del “boom” latinoamericano, la penetración de autores como Kafka, Borges, Cortázar, la llamada Fantasía Científica, Lovecraft… aunque no deja de ser sorprendente que lo fantástico, fuera de los autores bendecidos por lo académico, resultase un factor de disidencia, un elemento contracultural, mostrando otra más de las contradicciones del mundo intelectual del franquismo, pues para muchos críticos y estudiosos la verdadera literatura era la que llevaba consigo “la denuncia social”, o, en el polo opuesto, la que pretendía “destruir el lenguaje”, lo que marginaba una vez más a un limbo inefable a libros como “Industrias y andanzas de Alfanhuí” de Rafael Sánchez Ferlosio y a autores como Álvaro Cunqueiro o Joan Perucho. Sin embargo, se está produciendo una progresiva normalización de lo fantástico, algo que hubiera sido impensable hace veinte años, lo que es una muestra clara de la tendencia a la “normalización” académica y autorial de lo fantástico literario entre nosotros.

24 de febrero de 2019

El cuento. Historia, teoría, análisis y consideraciones (XIII). David Lagmanovich

Escritor y crítico literario, David Lagmanovich (1927-2010) fue un cultor del cuento breve que, como investigador en el campo de la microficción, contribuyó de manera relevante a sentar las bases críticas del género del microrrelato. Profesor de Literatura en la Universidad Nacional de Tucumán, en la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino y director del Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, escribió libros de cuentos y ensayos de crítica literaria. Entre los primeros pueden mencionarse “La hormiga escritora”, “Los cuatro elementos” y “Réquiem y otros cuentos”; entre los segundos, “El microrrelato. Teoría e historia”, “Códigos y rupturas”, “La narrativa policial argentina” y “El microrrelato hispanoamericano”. Escribió además una innumerable cantidad de artículos en distintas revistas tanto argentinas como extranjeras, destacándose entre ellos “Márgenes de la narración. El microrrelato hispanoamericano”, “La extrema brevedad. Microrrelatos de una y dos líneas”, “Estudios sobre la ficción breve”, “En el territorio de los microtextos”, “Sobre el microrrelato en la Argentina” y “El microrrelato hoy”. En los últimos años de su vida repartió su tiempo entre conferencias, dictado de cursos breves y participación en congresos y simposios. Lo que sigue es un fragmento de uno de sus artículos titulado “El microrrelato hispánico. Algunas reiteraciones”, publicado en la “Revista Iberoamericana” en diciembre de 2009.

Un género aparentemente nuevo. El notable crecimiento del microrrelato en lengua española, a partir de las primeras décadas del siglo XX, ha llevado a algunos a suponer que se trata de un fenómeno que se origina en tierras americanas y se traslada luego a España, para seguir produciéndose a ambos lados del Atlántico, como ocurrió con el Modernismo.
Aquí conviene recordar unas palabras de Jorge Luis Borges, en su libro de ensayos
“Otras inquisiciones”, de 1952, quien dice: “Las ilusiones del patriotismo no tienen término. En el primer siglo de nuestra era, Plutarco se burló de quienes declaran que la luna de Atenas es mejor que la luna de Corinto; Milton, en el XVII, notó que Dios tenía la costumbre de revelarse primero a Sus ingleses; Fichte, a principio del XIX, declaró que tener carácter y ser alemán es, evidentemente, lo mismo”.
Creo que en este punto, como en muchos otros, es necesario adoptar un punto de vista amplio. La eliminación de la redundancia, la reducción de la extensión y la intensificación de los valores puramente artísticos antes que de todo aquello que podemos calificar como “decorativo” ¿lo podemos considerar un fenómeno privativo del mundo hispánico? Por cierto que no: más que un fenómeno mexicano, argentino o del campo hispánico general, rasgos como los citados responden a una etapa en la evolución de la estética occidental.
Es una etapa, o un cambio de tono, que se registra no sólo en el caso de la literatura, sino que tiene manifestaciones paralelas también en otros campos artísticos. El interés por las concentradas composiciones poéticas japonesas, que se registra a finales del Modernismo (tal como se ve a partir de la obra precursora de José Juan Tablada); los principios estéticos de los compositores que -bajo el magisterio de Arnold Schönberg- trabajan en Viena en las primeras décadas del siglo XX, maestros del despojamiento musical; la repetida insistencia minimalista de la Bauhaus de Walter Gropius, Mies van der Rohe y sus asociados (entre los cuales, no lo olvidemos, figuró también Paul Klee); o bien, un poco antes, la afilada crítica de Claude Debussy a la frondosidad wagneriana, no son hechos demasiado ajenos a los principios implícitos en la elaboración de microrrelatos. Tampoco están muy distantes en este panorama ciertos textos debidos a escritores de lengua española, como Ramón Gómez de la Serna, José Antonio Ramos Sucre, Juan Ramón Jiménez y hasta Federico García Lorca, que sólo ahora han llamado la atención de la crítica en función de su afinidad con el microrrelato, sustrayéndolos a los nebulosos terrenos del así llamado “poema en prosa”.
Como se ve, estos procesos se dan tanto en países hispánicos como en los que pertenecen a otras culturas occidentales. Así lo prueban los casos de Franz Kafka y Bertolt Brecht en la literatura de lengua alemana; el elocuente rechazo, por Ernest Hemingway, de lo que este gran escritor estadounidense solía llamar “fine writing”, en favor de una expresión depurada y directa (es decir, “plain writing”); o, más adelante, la obra narrativa del escritor húngaro István Örkény, con sus “cuentos de un minuto”. Todos los escritores mencionados son maestros de la concisión: de la necesaria concisión. Lo dicho no implica en modo alguno desmerecer la importancia de los textos brevísimos que, al comienzo en forma pausada y más adelante con frecuencia cada vez más llamativa, se acumulan en las letras hispánicas a ambos lados del Atlántico. Pero, aunque nuestra tarea como hablantes de la lengua consista precisamente en disfrutar de ellos y estudiarlos, no está de más conceptualizarlos como un fenómeno a través del cual se expresa la modernidad -y si se acepta esta categoría, también la posmodernidad- en variados ámbitos de la cultura occidental.
Un rasgo común en las expresiones minificcionales, y esto es obvio, es el de la brevedad. Más no debemos ignorar que el mismo principio puede tener manifestaciones variables según el caso. Quiero decir que si, por una parte, la brevedad es siempre una condición que podemos considerar obligatoria, por la otra no hay que olvidar que las categorías de “lo breve” y “lo extenso” pueden variar según el contexto histórico y cultural. De ahí que los ejemplos de “short shorts”, como él los llama, recopilados por Irving Howe en una de las primeras antologías del género, nos deparen algunas sorpresas. Por ejemplo, los antólogos incorporan un cuento de Jorge Luis Borges que los lectores hispánicos nunca hubiéramos calificado de microrrelato. Es que en un principio era inevitable considerar la minificción en directa confrontación con el cuento, y los cuentos anglosajones son de mucha mayor extensión que los hispánicos.
Frente a ejemplos como los de William Faulkner (“El oso”), Ring Lardner (“Campeón”), William Somerset Maugham (“Lluvia”), Flannery O’Connor (“Un hombre bueno es difícil de encontrar”) o la mayor parte de las narraciones de Ernest Hemingway (“La breve vida feliz de Francis Macomber”, “Las nieves del Kilimanjaro”), un cuento como “El muerto” de Borges, parece brevísimo. En cambio nosotros -quiero decir, los lectores de lengua española- llamamos microrrelatos o microcuentos, si además cumplen con ciertas condiciones, a textos de extensión mucho menor.
Aclarado este punto, podríamos -quizá deberíamos- iniciar estudios más abarcadores de la realidad supranacional del microrrelato. Por ejemplo, trabajar un texto como “La verdad sobre Sancho Panza” de Franz Kafka, en confrontación con “Teoría de Dulcinea” de Juan José Arreola, “El precursor de Cervantes” de Marco Denevi, y algunos otros textos de inspiración cervantina como los que recoge Juan Armando Epple en su antología “Micro Quijotes”. O comparar la versión minificcional de la vida bajo una despiadada dictadura que da Örkény con lo que nos han mostrado autores de lengua española sobre la dictadura y los dictadores, por ejemplo en Chile. Se podrían investigar también las huellas de Kafka en nuestra cultura de la brevedad, con ejemplos como el cubano Virgilio Piñera o el español Javier Tomeo, y así sucesivamente. En otras palabras, es hora ya de que ahorremos explicaciones sobre la existencia de la brevedad (que yo llamo concisión), que nadie discute, y nos aboquemos a estudios que iluminen, como los faroles de los mineros, las oquedades y profundidades del género que nos interesa.
Para ello, propongo partir de una caracterización operativa del microrrelato (no una definición, algo que siempre es limitativo, sino una caracterización). Ello consiste en concebir el microrrelato como un género literario al que competen tres rasgos o características principales: 1) la brevedad o concisión (criterio externo fácilmente verificable, puesto que se puede expresar a través del cómputo de las palabras que constituyen un texto), 2) la narratividad (criterio interno susceptible de ser analizado por el crítico), y 3) la ficcionalidad, que depende sobre todo de la actitud, o del propósito, del escritor. Brevedad, narratividad, ficcionalidad: tales son las coordenadas del microrrelato.
Para una tarea por ahora limitada a la identificación, prescindimos de otros rasgos que también pueden estar presentes: por ejemplo, el carácter proteico a que se refiere Violeta Rojo, el cruce con tipos de escritura extraliteraria que siempre llamó la atención de Dolores Koch, o el carácter fractal que introduce en su análisis Lauro Zavala. En todo caso, tales rasgos pueden servir para identificar subtipos de microrrelatos, una tarea igualmente útil, pero que se realiza en un segundo momento del análisis. Prescindimos también, por el momento, de lo que Alfonso Reyes llamó las “maneras” de la literatura, es decir, la prosa y el verso.
El uso de la tríada propuesta puede llevar a resolver una duda frecuente: ¿qué es un
microrrelato? Nuestra respuesta es que si a un texto se le pueden atribuir los rasgos de brevedad, narratividad y ficcionalidad, se trata sin duda de un ejemplar del género que estudiamos. Si ostenta brevedad y narratividad, pero los hechos mostrados no son ficcionales, puede tratarse de un texto periodístico -más preocupado por lo que ocurrió que por lo que podría ocurrir-, de algún tipo de variedad de una escritura cuyo foco es lo fáctico, no lo ficcional. También podemos encontrar, y con frecuencia lo hacemos, textos que son narrativos y ficcionales, pero no breves, y eso los lleva a autodefinirse en otra provincia de la narrativa, como el cuento o la “nouvelle”. Por otra parte, la escritura gnómica, que genera aforismos, refranes y expresiones afines, tiene una eminente brevedad pero prácticamente nada de las otras dos condiciones. Y casi está de más decir que la existencia de uno solo de esos rasgos no alcanza para que el texto en cuestión se incluya en el orbe del microrrelato.
La razón de la escritura. Tal vez sea más interesante formular, o formularnos, otras dos preguntas: ¿por qué escribimos y por qué leemos microrrelatos? Habría que inquirir por las causas que llevan a un ser humano a escribir microrrelatos y no en cambio sonetos, cuentos de extensión convencional o ensayos sociológicos, entre otras muchas posibilidades. Porque en una actitud superficial o frívola podríamos decir que los textos de que nos ocupamos carecen de atractivo. Al ser demasiado breves, suelen inducir a perplejidad al lector; con frecuencia son incomprensibles para los lectores aficionados a productos culturales menos exigentes, como las series televisivas y las crónicas periodísticas; en fin, se complacen en presentarnos situaciones muy alejadas de la realidad. No sólo esto último: tienden a imaginar mundos inexistentes, tuercen el orden natural de las cosas y, a veces, hasta presentan conjuntos de palabras que antes se llamaban galimatías (y qué palabra tan poco elegante, esa de “galimatías”) y ahora han pasado a llamarse experiencias lingüísticas transgresoras: sintaxis imposible, asociaciones fonéticas de poco curso en la lengua, y selección léxica que hay que descifrar con ayuda del diccionario. Pareciera que, súbitamente, el prosista se hubiera convertido en un poeta: una palabra aún sospechosa para cierto tipo de lectores.
Urge, pues, averiguar el sentido de esta escritura, que tal vez en algún momento se convierta en lectura sólo para que alguien nuevamente la procese o recicle como escritura. Provisionalmente, aceptemos que el primer escritor de microrrelatos del mundo no se inspiró en nadie: no había minificciones ya escritas, y bibliotecas íntegras palpitaban bajo una suerte de velo genesíaco. El impulso necesario para escribirlos viene antes de toda tentación de leerlos: es un perfecto ejemplo de la urgencia de la creación.
Esta palabra, urgencia, es la primera que puede comenzar a explicar por qué se escribe un microrrelato. Un texto así no se planea, no se propone a un editor posible, no lo discute uno con su cónyuge o con los amigos, ni siquiera se esquematiza: es escritura pura, que surge decididamente de la conciencia del escritor cuando algo interior le dice que debe escribir lo que se ha formado en su interioridad. Y este impulso es urgente, porque los microrrelatos no escritos -aquellos que no llegan a la pantalla o al papel porque el presunto autor desobedece un mandato interior- son como los poemas sentidos pero no nacidos: entorpecen funciones del organismo y pueden llevar a la enfermedad y la desesperación. Regla número uno de lectores avezados: hay que desconfiar de aquellos que nos detienen en la calle para contarnos relatos mínimos -o poemas- que “aún” no han escrito, pues es posible que sólo estén buscando un pretexto para no escribirlos jamás. Si nunca se siente la urgencia de escribir un microrrelato, es que no se sirve para esta tarea, y sería mejor dedicarse a escribir otro tipo de textos.
El texto frente al lector. Toda la literatura del mundo se basa en un tácito pacto, tan común que casi nunca pensamos en él: es el contrato que se establece entre el autor y el lector. El escritor (sin enunciar estas palabras, sólo con su actitud) dice: “Te propongo que me leas, pues tengo algo que contarte”. Por su parte, el lector expresa: “Te leo, pero a cambio de que tú me cuentes algo; si no tienes ningún producto de interés que ofrecerme, guárdate tu mercancía y déjame seguir mi camino”. De estas dos condiciones, la segunda viene impuesta por el lector, y afecta hondamente la legibilidad de la obra, su apertura: el lector anuncia, de hecho, que puede dejar de serlo. Pero también pertenece al orden de las necesidades del escritor; por eso la podemos computar como una de las razones por las que escribimos microrrelatos, y, secundariamente, también por las cuales los leemos. El que cuenta un cuento tiene necesidad de hacerlo y, una vez hecho esto, de leerse a sí mismo; de lo contrario, también él preferiría abandonar la empresa. Así fue siempre: en las sociedades primitivas, en las renacentistas, en las modernas.
Claro que se puede contar de diversas maneras: la urgencia de escribir y la necesidad de contar explican el cultivo de la narrativa, pero no necesariamente del microrrelato. Ni Cervantes, ni Dickens, ni Proust sabían de la existencia de éste; y en caso de haberla sospechado, es seguro que no le prestaron atención. Aquí entran en juego otros factores, que tienen que ver con la configuración social o, más exactamente, con la respuesta que un escritor da a las tendencias imperantes en la realidad social en que le ha tocado vivir.
La sociedad contemporánea -la de finales del siglo XIX, la de todo el XX, la que tenemos en lo que va del XXI- se ha ido encaminando en forma vertiginosa hacia lo que podemos llamar el discurso de la brevedad. Esto no significa que las dilatadas formas antiguas hayan desaparecido, pues todavía hay quienes prefieren leer novelas extensas y perseguir ciclos novelísticos íntegros, los que permiten al lector ubicarse en forma cómoda en un ámbito temporal y espacial determinado. Pero al mismo tiempo hay que reconocer que las dimensiones de muchas otras obras de arte, y junto con ellas las posibles dificultades que pueden presentar a la hora de ser absorbidas por el lector (es decir, a la hora de su recepción), han cobrado importancia primordial. La extensión del relato, la del libro, la del ensayo, la de la obra teatral, no están ya prefijadas, y todo indica que la posibilidad de cambio que enfrenta el creador tiene mucho que ver con la resultante longitud.
En respuesta a esos condicionamientos sociales, ciertos narradores han optado por formas breves o brevísimas: disminuyen toda descripción hasta convertirla en insinuación; eliminan las digresiones, evitando cualquier tramo -cualquier desvío- que no implique un avance o progreso en la acción. Es un proceso que, observado históricamente, puede resultar alucinante. Si antes llamábamos “narrativa brevísima” a un relato de cuatro o cinco páginas, hoy sólo aplicamos este nombre a una pieza narrativa de cuatro o cinco párrafos, luego nos centramos en los dos párrafos, en el párrafo único, y en unas cuantas líneas. El caso extremo lo proporcionan aquellos que escriben los textos que llamo “hiperbreves”: composiciones de una o dos líneas de extensión. Más que brevedad, que es una palabra bastante frecuentada, a este rasgo prefiero llamarlo concisión. No es lo mismo lo conciso que lo corto: en una extensión mayor también puede haber concisión, si es que no hay excipientes, si nada sobra, si se usan las palabras justas y ninguna de las innecesarias. Escritura concisa, ajustada: virtud de los grandes escritores, el decir mucho con pocas palabras.
Un aparte. En todas las épocas de la historia ha habido textos literarios breves: ciertas parábolas de los textos sagrados, así como las máximas y aforismos, los “casos” de la literatura popular tradicional, y también determinadas formas poéticas, son testimonio de ello. Pero cuando hablamos de estos géneros no nos estamos refiriendo necesariamente a formas narrativas. Lo que no ha habido hasta hace cerca de un siglo, en cambio, ha sido una forma narrativa -una especie, si se quiere- deliberadamente concisa, que tenga este rasgo como una de sus características esenciales. La urgencia, la necesidad de contar y la conquista de la concisión son las tres primeras características del microrrelato, las que configuran su matriz. Estas características son las que ante todo hay que tener en cuenta, hasta el punto de defenderlas contra ajenos ataques, si queremos ser escritores de microrrelatos: son tentaciones a las que nos resulta indispensable sucumbir.
Hay otros aspectos de la cuestión: uno sumamente importante es tratar de discernir qué siente el escritor de microrrelatos en el proceso de escribirlos. Esto es vital: escribimos microrrelatos porque queremos experimentar cómo es la creación de algo “redondo”, como suele decirse: un producto literario satisfactorio en sí mismo, autosuficiente, dotado de autonomía, que pueda apreciarse en un golpe de vista y que, a pesar de la velocidad de la escritura y de la consiguiente rapidez de la lectura, guarde significados diversos y profundos. La autonomía es esencial. No sólo queremos escribir textos breves, sino que aspiramos a que su brevedad sea significativa, rica, pletórica de valores que sólo un lector semejante a nosotros los escritores sea capaz de descifrar. Sembramos significaciones y deseamos que ellas sean descubiertas por nuestros lectores. Lo que alguna vez pareció posible a través de un rondel medieval, de un soneto renacentista, de una rima becqueriana, de un cuento emparentado con la nueva narrativa hispanoamericana, ahora tratamos de hacerlo a través del microrrelato.
¿Pero es posible que la minificción alcance esos niveles, satisfaga de tal manera nuestras expectativas? Creemos que sí. Ante todo, los auténticos artistas del microrrelato aceptan tácitamente las condiciones básicas que hemos mencionado unas líneas más arriba: ceden a la urgencia de la creación, cumplen con la necesidad de contar y están dispuestos a poner lo mejor de sí mismos, en sucesivas revisiones del texto, para acatar el mandato de la concisión. Y cada uno de los textos que escriben se puede considerar como una realidad autónoma, que vale por sí misma, aunque el impulso creador -y luego el proceso mismo de la lectura- pueda relacionarlos entre sí. No es que baste con eso. Los rasgos mencionados corresponden a la creación del microrrelato, pero no son los únicos. Hay una manera especial de escribir estos textos.
Es difícil generalizar, porque cada autor de microrrelatos -desde Kafka hasta Borges y desde Monterroso hasta José María Merino- ha ejercido o ejerce su propia poética. Pero podemos intentar una aproximación. Hay rasgos externos y rasgos internos del microrrelato. Entre los externos, quiérase o no, está la cara visible de la concisión: la brevedad. Los microrrelatos (parece una perogrullada) son breves; no hay forma de que una narración de cinco páginas de extensión se incorpore a nuestro corpus de textos minificcionales, y si alguien lo hace, es que sus ideas sobre el género deberían definirse con mayor exactitud. Hay quienes quieren dejar de mencionar la brevedad, omitir su enunciación taxativa, por considerarla obvia. Pero confunden el orden de la argumentación: especificar que el microrrelato es una forma brevísima no equivale a decir que la brevedad sea su único rasgo pertinente. Escribir textos brevísimos no es lo mismo que escribir microrrelatos. Dicho de otra forma: no todos los textos brevísimos son microrrelatos (pueden ser cuentos breves, pueden ser aforismos, pueden ser ensayos minúsculos y tantas otras cosas), pero todos los microrrelatos son textos brevísimos.
Y hay rasgos internos, que tienen que ver con la realización de la escritura. En general, el microrrelato -que no ha sido planificado, como en cambio puede ocurrir con el ensayo o con la novela- tiene un título significativo, que hay que computar como elemento prácticamente indispensable del texto. Luego, suele comenzar in medias res, locución con la cual se indica que la primera acción presentada no es necesariamente la acción inicial en sentido cronológico; admite una variedad de estrategias discursivas en su poco extenso desarrollo, y termina con un final o remate que, aunque no exige en forma absoluta la atónita sorpresa del lector, por lo menos le proporciona cierto conocimiento de carácter conclusivo, sin perderse en vagarosidades ni en una especie de niebla (y mucho menos tiniebla) del significado.
Éstos son los mejores rasgos del microrrelato, su carta de identidad básica. Pero no debemos escandalizarnos si percibimos otros rasgos en textos minificcionales que admiramos: conviene tener en cuenta que lo mejor que puede hacerse con las prescripciones de las poéticas es ignorarlas o torcerlas. Más tarde o más temprano, todo lo que fue materia de legislación pasa a ser material apropiado para la insurrección.
Finalmente, escribimos microrrelatos por una razón que pocas veces se menciona: lo hacemos porque nos da alegría el hacerlo. La literatura compuesta con sacrificio no conmueve necesariamente al lector. El goce de la literatura es doble y mutuo: el escritor crea con alegría para despertar en el lector ese mismo goce. El microrrelato contemporáneo es uno de los mejores ejemplos de una bien entendida concepción hedonista de la literatura: una visión que adopta y justifica el deseo de placer, la búsqueda del placer, a través de la palabra. Y bien que merecemos tenerla, como contrapeso para tanta desdicha como nos ofrece diariamente el mundo de hoy.
Cinco notas, cinco rasgos que quizá ayuden a contestar nuestra pregunta inicial: ¿por qué escribimos microrrelatos? Los auténticos escritores no lo hacen para torcer el rumbo de la literatura occidental, ni para lograr que el ejercicio de las letras cambie las condiciones de vida de los sectores más desposeídos de la sociedad. El escritor escribe estos textos, en primer lugar, porque siente la urgencia de hacerlo; también, porque tiene necesidad de contar algo; inmediatamente, porque su modelo de narración está caracterizado por la concisión. Surge entonces la noción de la autonomía narrativa, lo que lleva a considerar las distintas maneras de contar que ofrece el microrrelato. Y por sobre todas esas cosas, el escritor imagina y escribe ficciones mínimas porque procura experimentar -y transmitir a sus lectores- la alegría de la creación.
Recordemos estas expresiones: urgencia, necesidad de contar, concisión, autonomía, alegría de la creación. La investigación sobre el microrrelato, o por lo menos el pensar sobre esta forma -tanto por parte de creadores como de críticos- ha avanzado bastante desde aquellos momentos iniciales, que podemos llamar de descubrimiento, en los que sólo se hablaba del número de palabras de determinadas composiciones. Ahora sabemos más y, como siempre ocurre, amamos más lo que conocemos mejor.