19 de febrero de 2019

El cuento. Historia, teoría, análisis y consideraciones (VIII). Enrique Anderson Imbert (2)


Ya retirado de la actividad docente, Enrique Anderson Imbert continuó con su pasión por la escritura, incursionando en los géneros más diversos. Así, de su producción novelística pueden citarse “Evocación de sombras en la ciudad geométrica”, “La buena forma de un crimen” e “Historia de una rosa / Génesis de una luna”. También fue autor de una abundante cantidad de libros de cuentos, entre ellos, “El gato de Cheshire”, “La locura juega al ajedrez”, “El tamaño de las brujas”, “El anillo de Mozart” y “El leve pedro”. En uno de sus ensayos se preguntó: “¿Qué es lo que hace que un texto sea literario? ¿Y cómo se distingue de lo no literario? La Filosofía ya nos ha dado la respuesta. La realidad en sí -nos dijo Kant- es incognoscible: sólo conocemos fenómenos. Las sensaciones se convierten en intuiciones al entrar en las formas de nuestra sensibilidad y las intuiciones se convierten en conceptos al entrar en las formas de nuestro entendimiento. El conocimiento es una síntesis de intuiciones integradas en conceptos y conceptos abstraídos de intuiciones. Las intuiciones sin concepto serían ciegas y los conceptos sin intuición estarían vacíos. Esta actividad simbolizadora parece dividirse en dos tendencias: una ‘discursiva’, que parte de un concepto y, expandiendo cada vez más su área de generalizaciones, acaba por proponer un sistema de explicaciones racionales; y otra ‘metafórica’, que se concentra en la expresión de una experiencia personal mediante imágenes concretas. En la tendencia discursiva el poder de la lógica reduce a frío esqueleto la riqueza y la plenitud de la experiencia original. En la tendencia metafórica, en cambio, el poder artístico libera la vida en forma de ficción. La literatura es una de las formas de la ficción. ‘Fictiō-ōnis’ viene de ‘fingere’, que si no me he olvidado del latín que me enseñaron en el colegio significaba, a veces, fingir, mentir, engañar, y a veces modelar, componer, heñir. En ambas acepciones podría decirse que el cuento es ficticio pues a veces simula una acción que nunca ocurrió y a veces moldea lo que sí ocurrió pero apuntando más a la belleza que a la verdad”. A continuación, el capítulo “Génesis del cuento” del ensayo “Teoría y técnica del cuento”.

Introducción. Ricardo Güiraldes, en “Don Segundo Sombra”, creó a un gaucho que entretiene a sus amigos contando cuentos folklóricos. Don Segundo ha dicho: “Te voy a contar un cuento”. Y Fabio comenta: “Quedé un rato a la espera. Don Segundo nos dejaba caer, así, en un reino de ficción. Íbamos a vivir en el hilo de un relato. Saldríamos de una parte a otra. ¿De dónde y para dónde?”. De ese pasaje podrían extraerse las dos explicaciones -histórica y psicológica- de la génesis del cuento. Histórica porque describe una situación narrativa oral que está documentada en todos los períodos de la civilización; y psicológica porque describe la voluntad con que un hablante se prepara para suspender el ánimo de un oyente y el sentimiento de éste ante el anuncio de un viaje imaginario.
No es difícil imaginar que los hombres, siempre, en todas partes, se contaron cuentos y que ya entre los cavernícolas algunos debieron de haberse distinguido en el arte de contar. De esas proezas verbales no sabemos nada. Sólo podemos conocer los pocos cuentos que se conservan en textos legibles; y como las primeras civilizaciones con escritura aparecieron hace más de cuatro mil años -Mesopotamia, Egipto, India- todas las conjeturas sobre los orígenes del cuento y el paso del cuento dicho al cuento escrito son inverificables.
Muestrario de conjeturas. Conjeturas religiosas: Dios dio al hombre la gracia de contar y probablemente Adán fue el primer cuentista de maravillas. Conjeturas mitológicas: mitos primitivos que explicaban los misterios del universo se personificaron después en héroes de cuentos. Conjeturas simbolistas: autores iniciados en un sistema de creencias lanzaron mensajes en forma de cuentos; en cada cuento, una clave. Conjeturas psicoanalíticas: deseos y temores reprimidos en la subconsciencia se manifestaron en sueños y fantasías y de allí se configuraron en cuentos. Conjeturas evolucionistas: en el nivel más bajo de la conciencia los conflictos se liberaron en el lenguaje irracional, imaginativo del cuento popular, cuento que evolucionó junto con la evolución humana. Conjeturas antropológicas: costumbres de sociedades primitivas se reflejaron en cuentos; abandonadas esas costumbres, los cuentos sobrevivieron con un interés nuevo, independientemente del significado de las costumbres iniciales. Conjeturas ritualistas: ritos que se dejaron de practicar fueron comentados en forma de mitos y por intermedio del mito se convirtieron en cuentos.
Podríamos salir al encuentro de esas conjeturas con reflexiones escépticas. Por ejemplo: que la creación de un adánico cuentista es en sí un cuento. Que ni conocemos cuentos prehistóricos ni podemos documentar la relación de la sociedad prehistórica con los cuentos prehistóricos que sí conocemos. Que la literatura no tiene prehistoria porque, por definición, es Historia. Que interpretar los cuentos folklóricos como alegorías en las que los personajes representan ideas filosóficas no hace justicia al talento de los cuentistas, hombres que en sus momentos de ocio miran alrededor y se divierten inventando personajes y situaciones. Que los hombres no siempre creen sino que a veces simulan creer, y que aun en las primeras elaboraciones literarias de lo maravilloso hay ironías. Que “los primeros cuentos del mundo” describen refinamientos y aun lujos de civilizaciones muy avanzadas. Que no hay ni un sólo cuento que haya salido completo de un mito también completo, y mucho menos de un rito previo. Que afirmar que tal cuento escrito procedió de un cuento oral es tan arbitrario como afirmar que tal cuento oral procedió de un cuento escrito. Que las etimologías alegóricas de los nombres de héroes de cuentos han sido refutadas por la ciencia. Que quienes encuentran claves simbólicas en un cuento son los mismos que las pusieron allí precisamente para poder encontrarlas luego. Que el cuento es una creación consciente y que una subconsciencia conocida por la conciencia deja de ser subconsciente. Que los cuentos que podemos leer, lejos de revelar una evolución de la mente humana o un progreso técnico, prueban que el anónimo autor de “Gilgamesh” era un hombre tan sofisticado como Leopoldo Lugones. Que los cuentos míticos más antiguos que conservamos ya acusan una actitud escéptica ante los mitos.
En cuanto las conjeturas de que los cuentos se originaron en una comunidad primitiva y de allí se difundieron por el resto del mundo, o, al revés, de que los cuentos surgieron de lugares y épocas diversas y, aunque se parezcan en sus temas, son independientes entre sí -es decir, las conjeturas monogenistas y poligenistas- lo más prudente sería combinarlas. Es evidente que ciertas tramas de cuentos han aparecido en diferentes lenguas, culturas, naciones sin que la similitud pueda explicarse con una causa conocida. Los estudiosos no tienen más remedio que recurrir a hipótesis. Una de ellas es la monogenética. En una sociedad primigenia (no cuesta imaginarla anterior a la mítica Torre de Babel) hubo un protocuento del que han descendido todos los cuentos que conocemos. Esta hipotética explicación no es más verificable que la explicación teológica de que los animales de hoy descienden de las parejas que en el Arca de Noé se salvaron del diluvio universal. La opuesta hipótesis poligenista explica con la psicología la repetición de las mismas tramas narrativas: esperanzas, deseos, son constantes humanas e inspiran cuentos que constantemente las reflejan.
Cada una de estas dos hipótesis puede ser sugerente, y aun útil, pero ninguna de ellas vale como explicación verdadera, única, aplicable a todos los cuentos. Tal cuento que aparece en “El conde Lucanor” sí deriva de uno que se difundió desde la India por varias culturas hasta llegar a España; pero, en cambio, tal otro cuento, también de “El conde Lucanor”, coincide con uno de la India, no porque la India sea su remota fuente, sino porque hombres de la India y de España, por ser hombres, sintieron y pensaron lo mismo.
Orígenes históricos. Vayamos primero a los orígenes históricos: en el Cercano Oriente, Egipto, Israel, Grecia, Roma, India, China, etc. En todas las literaturas se distinguen dos momentos. Primero, cuando el cuento se mezcla con funciones narrativas tales como la historia, la mitografía, la epopeya, el drama, la poesía elegíaca, la oratoria, la epistolografía, la erudición, etc. Y segundo, cuando el narrador adquiere conciencia de estar escribiendo cuentos autónomos con vistas a un género independiente. En la literatura griega, por ejemplo, hay un momento en que el cuento aparece como una mera digresión en la Historia de Herodoto; y otro momento en que el cuento se recorta con redonda unidad, como en Luciano.
Para leer los primeros cuentos del mundo tenemos que desprenderlos, pues, de una gran masa de escritos. Una vez desprendidos observamos que, además, los cuentos se desprenden de conversaciones. Así como todos los seres humanos llevamos la marca de nuestro nacimiento, que es el ombligo, los primeros cuentos del mundo llevan la marca de su nacimiento, que es la conversación de donde salen. Conversadores se ponían a contar acontecimientos extraordinarios que se desviaban de la situación ordinaria en que los conversadores estaban. El cuento, en sus orígenes históricos, fue una diversión dentro de una conversación; y la diversión consistía en sorprender al oyente con un repentino “excursus” en el curso normal de la vida.
Daré unos pocos ejemplos. Las inscripciones cuneiformes en tablitas de arcilla que hace cuatro mil años celebraban las aventuras del héroe sumerio Gilgamesh, en la Mesopotamia, participaban del arte de la escritura y del arte de la conversación pues más que para ser leídas esas tablitas servían para que los recitadores les echaran una mirada y luego improvisaran adaptando el relato al público del momento, sea con omisiones, sea con añadidos. En esas conversaciones, uno de los temas solía ser, precisamente, el de la conversación. Gilgamesh, en busca de la inmortalidad, visita al viejo Utnapishtim. Conversan, y de pronto Utnapishtim le cuenta cómo, avisado por un dios, había construido un arca, en la que se salvaron, él y sus animales, cuando sobrevino el Diluvio universal. Todos conocen por la “Biblia” el mito del Arca de Noé y el Diluvio; pero su primera versión fue el cuento con que Utnapishtim divirtió a Gilgamesh, en una conversación.
Otro ejemplo. Los jeroglíficos sobre rollos de papiro, en Egipto, solían describir una situación en la que varios personajes, al conversar, contaban cuentos. En un papiro de hace cuatro mil años, encontramos una conversación entre el rey Keops y sus hijos. El rey está aburrido y los hijos lo entretienen, uno tras otro, contándole cuentos de maravillas. Otro ejemplo. En Homero (siglo IX a.C.), además de las aventuras que surgen directamente de la acción hay escenas en que los personajes, alejados de esa acción, se ponen a conversar. Así, conversando en el palacio de Alcinoo, cuenta Odiseo sus aventuras con los Cíclopes, con Circe, con las Sirenas, con Calipso. Acaso sea Luciano de Samosata (ca. 120-200 d.C.) el primer escritor de quien pueda decirse que fue consciente de que el cuento era un género independiente. Por eso es sintomático su diálogo “Tóxaris o sobre la amistad”, donde oímos cómo los cuentos se van desprendiendo de una conversación. Dialogan el griego Menipo y el escita Tóxaris sobre en cuál de sus respectivas patrias se cultiva mejor la amistad. Cada uno cuenta cinco ejemplos contemporáneos de lealtad entre amigos. El diálogo, pues, es un mero marco: lo que valen son los cuentos.
En la literatura latina las dos obras maestras de prosa narrativa -el “Satiricón” de Petronio (siglo I d.C.) y “El asno de oro” de Apuleyo (siglo II d.C.)- enmarcan en conversaciones varios cuentos de altísimo mérito artístico. En el “Satiricón” un personaje, Eumolpo, está conversando y de repente le viene a la boca el cuento de la viuda de Efeso. En “El asno de oro” la doncella Carita está quejándose de su desdichado cautiverio y una vieja, para divertirla, le cuenta la historia de Cupido y Psique. En la literatura de la India hubo varias colecciones de cuentos. Una de ellas, “Panchatantra” -o sea, “cinco libros”, compuestos probablemente entre los siglos IV a.C. y IV d.C.-, tiene unas setenta narraciones enmarcadas en una breve introducción que cuenta cómo un viejo religioso se pone a impartir a tres príncipes ignorantes e indolentes los principios de la sabiduría práctica y lo hace mediante ejemplos. Me eximo de otros ejemplos parecidos de Israel, India, China, Japón, Persia, Arabia. Ejemplos todos que pertenecen a la antigüedad; pero en las literaturas medievales y modernas, cuando el cuento ya se ha constituido en un género autónomo, también encontramos los mismos procedimientos para mostrar cuentos como momentos de una conversación.
Dejemos de lado las novelas donde hay cuentos intercalados para concentrarnos en colecciones de cuentos. Inmediatamente nos saltan a la vista varias formas, de las cuales dos son importantes: la del armazón común de cuentos combinados y la del marco individual de un cuento. Lo que aquí corresponde destacar es que, en las obras literarias, los armazones y marcos están simulando las condiciones de una conversación; y que en esa conversación imaginaria el cuento nos interesa con la misma fuerza con que, en una conversación real, despierta nuestra curiosidad el suceso que alguien se ha puesto de repente a contar.
La creación del cuento. La creación de un cuento implica un “esquema dinámico de sentido”. El término es de Henri Bergson (“La energía espiritual”). Lo describió así. Nuestra mente, siempre pero notablemente en el instante de la invención, salta hacia una forma. La mente arranca de una idea problemática y procura su solución. Es como un movimiento de concentración. “Nos transportamos de un salto al resultado completo, al fin que se trata de realizar: todo el esfuerzo de invención es entonces una tentativa para colmar el intervalo, por encima del cual hemos saltado, y llegar de nuevo a este mismo fin siguiendo esta vez el hilo continuo de los medios que la realizarían... El todo se ofrece como un esquema, y la invención consiste precisamente en convertir el esquema en imagen”.
Pensemos en un cuentista en el instante de concebir un cuento. Ha intuido un conflicto y su esfuerzo tiende a que la intuición adquiera un cuerpo literario. Se pone a escribir. Su intuición era incorpórea pero el “esquema dinámico de sentido” de esa intuición se lanza de un brinco hacia una forma literaria. El esquema dinámico -que era simple y abstracto- atraviesa un medio de imágenes y se va vistiendo de imágenes. Las imágenes son el medio en que el esquema dinámico inicial se desarrolla y completa. La invención del cuentista va, pues, “de lo abstracto a lo concreto, del todo a las partes y del esquema a la imagen”. Ahora bien: “el esquema no tiene por qué permanecer inmutable durante el curso de la operación. Es modificado por las imágenes mismas con que trata de llenarse. A veces no queda ya nada del esquema primitivo en la imagen definitiva... Los personajes creados (por el cuentista) reobran sobre la idea o el sentimiento que están destinados a expresar. Aquí está sobre todo la parte imprevista; está, podríamos decir, en el movimiento por el cual la imagen se vuelve hacia el esquema para modificarlo o hacerlo desaparecer. Pero el esfuerzo propiamente dicho es sobre el trayecto que va del esquema -invariable o cambiante- a las imágenes que deben llenarlo”.
Ocurre que “en lugar de un esquema único, de formas inmóviles y rígidas, cuya concepción distinta se forma de una vez, puede haber un esquema elástico o movedizo, en cuyos contornos el espíritu rehúsa detenerse porque espera su decisión de las imágenes mismas que el esquema debe atraer para formarse un cuerpo. Pero, sea fijo o móvil, durante el desarrollo del esquema en imágenes es cuando surge el sentimiento del esfuerzo intelectual”. Digamos, aplicando esta última frase de Bergson al caso del narrador: durante el desarrollo del esquema en imágenes es cuando surge el sentimiento del esfuerzo artístico para convertir la idea de una situación conflictiva en un cuento. La intuición que Bergson describió como un salto podría describirse también como un movimiento circular de la conciencia.
Junto con la intuición opera la técnica de la composición y el estilo. El vencer obstáculos en el proceso de la expresión -obstáculos que la conciencia se impone por el placer de superarlos- incide sobre la intuición misma; excitada, la intuición engendra otras. Sé que esta descripción es muy vaga, pero no creo que falsifique las descripciones -mucho más largas y ricas en detalles anecdóticos- que muchos narradores suelen dar de sus maneras de escribir. La bibliografía sobre confidencias y autocríticas de cuentistas es inmensa. De estas confidencias y autocríticas hay una que me importa destacar porque aclara el proceso de la creación artística en general y del cuento en particular. Horacio Quiroga, en su “Decálogo del perfecto cuentista” (“El Hogar”, Buenos Aires, 10-IV-1925), dictó: “No escribas bajo la impresión de la emoción. Déjala morir y evócala luego”. Artistas de todas las lenguas y épocas han dicho lo mismo en diferentes palabras. Una cosa es el sentimiento espontáneo y otra ese sentimiento contemplado y objetivado en formas artísticas. Me siento vivir. Siento que estoy viviendo en una realidad llena de cosas, de seres, de vidas semejantes a la mía. De pronto siento que de todo lo que vivo y percibo en mi circunstancia me interesa especialmente algo que ha ocurrido.
Sea que eso ha ocurrido y lo recuerdo o está ocurriendo de verdad y ahora lo presencio, sea que solamente se me ha ocurrido en la imaginación, estimulada por una experiencia real o por una lectura, lo cierto es que siento deseos de contado. El sentimiento con que reacciono a las acciones ocurridas o imaginadas -sentimiento de agrado, desagrado, extrañeza, compasión, ridiculez, curiosidad, etc.- no me llevaría nunca, por sí solo, al cuento. Es una mera disposición sentimental que da coherencia a sensaciones heterogéneas, es una materia prima que se ofrece a posibles elaboraciones, es el aleteo del pájaro antes de volar, es la invitación a un viaje, es el pálpito de que se ha descubierto un rumbo valioso. Para que el sentimiento me lleve al cuento es necesario que lo contemple y objetive. Sólo cuando lo intuyo, cuando lo veo recortado dentro de mi conciencia, cuando le doy forma puedo decir que me acerco al arte de contar. Gracias a mi autocontemplación, gracias a que he objetivado una zona de mi subjetividad, aquel sentimiento de agrado o de desagrado que había experimentado ante personas y situaciones asciende de la vida práctica al reino de la fantasía, y entonces aun lo desagradable es fuente de un nuevo placer: el placer de dar forma a la vida del sentimiento, el placer estético. Ha habido una depuración, una catarsis. En el mirarse vivir aumenta la distancia entre el sentimiento espontáneo y el sentimiento configurado, la agitación se tranquiliza y la temperatura del arte es más fría que la de la vida. El cuento, una vez concebido y escrito, es una emoción que vivió, murió y, por obra y gracia del Espíritu Evocador, resucitó transmutada en belleza.
La literatura. Si aún las artes llamadas del Espacio existen como experiencia de quien las produce o las mira, nadie va a disputar el carácter temporal de la Literatura y, dentro de ella, el género que estamos estudiando: el cuento. Aun los teóricos que se refieren a la “forma espacial” de una narración dan por sobreentendido que en el término “espacial” late una connotación de temporalidad: lo que nos quieren decir es que unas formas se nos antojan menos temporales que otras. Sin duda hay narradores que intentan espacializar sus cuentos. Para dar la apariencia de que su cuento es espacial esos cuentistas lo componen en varias direcciones y con varias velocidades. Simulan que están mirando la acción como se mira una arquitectura o un grupo escultórico a fin de que el lector crea que su percepción del cuento es tan reversible como la del arte plástico. Pero aún en estos casos, por mucho que se finja que se da al lector la libertad de leer a saltos, lo cierto es que el cuento se desenvuelve palabra a palabra en el orden en que está impreso. En el cuento más caprichoso el desorden es un orden. El cuento no está obligado a presentar una secuencia de acontecimientos en una línea progresiva, pero cada unidad -parte, sección, párrafo- sigue ciertas convenciones de sucesión, no sólo en la sintaxis de las palabras, sino también en el arreglo de incidentes, sentimientos, pensamientos. Los saltos de la acción para adelante, para atrás, para los costados pueden producir en el lector la ilusión de una coexistencia espacial pero son saltos en el tiempo.