7 de febrero de 2019

Entremeses literarios (CXCVI)


LIBERTADES
Santiago Ambao
Argentina (1975)

El portón del hospital permanece abierto apenas un instante, el suficiente para que entre el coche del director. Y el loco aprovecha y mira. Mira el mundo, sus calles asfaltadas, sus edificios tan rectos. Mira los postes de luz, los tachos de basura y las antenas de televisión. Mira a los chicos que salen de la escuela y a los oficinistas en sus pausas para almorzar y a madres apuradas y a un kiosquero y a dos policías y a varias maestras jóvenes, casi todas lindas o por lo menos tetonas. Mira también a un abogado trajeado y ajetreado. El loco siente tanto mundo metiéndosele a chorros por las pupilas, casi como si le doliera. Cuando el portón se cierra, le desconcierta una pena corrosiva. Y mientras la pena muta, poco a poco, en lástima, el loco piensa: “Pobre gente, encerrada ahí afuera”.


TODOS LOS HOMBRES SON IGUALES
Emilio del Carril
Puerto Rico (1959)

Corrió despavorida por las calles cuando se percató que todos los hombres tenían el mismo rostro. Se ocultó entre unos arbustos. Allí, frente a frente, tropezó con uno de los clones. Al verla, él también fue presa de un pánico desmedido e irracional. De inmediato, el hombre corrió lejos mientras gritaba: “No puede ser, todas las mujeres son iguales”.


LOS CONEJOS BLANCOS
Leonora Carrington
Inglaterra (1917-2011)

Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de Pest Street. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York. Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor. La luz nunca era muy fuerte en Pest Street. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente. Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas. Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una  moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego meció la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante. La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.
- ¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? -me gritó.
- ¿Un poco de qué? -grité yo, preguntándome s me habría engañado el oído.
- De carne en mal estado. Carne en descomposición.
- En este momento, no -contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
- ¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.
A continuación volvió a meterse en el balcón vacío y desapareció. El cuervo alzó el vuelo. Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar. Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente. Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme. Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de esas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada. La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
- ¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? -murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.
- Es usted muy amable -prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente- No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.
Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo. El último tramo de escalones daba a un tocador decorado con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.
- Tenemos visita muy pocas veces -sonrió la mujer-. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.
Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.
- ¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! -canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.
Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.
- Una acaba encariñándose con ellos -prosiguió la mujer - ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.
Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.
- Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención, entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne. La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.
- Ese es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro...
Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.
- ¿Ethel? -preguntó con voz bastante débil - No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.
- Vamos, Laz; no empecemos - su voz era quejumbrosa-. No me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.
La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.
- Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? -De repente me entró miedo y sentí ganas de salir,  de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.
- Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.
El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció. La mujer acercó tanto su cara a la mía que creía que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.
- ¿No quiere quedarse y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!
Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.


HAY AMORES QUE MATAN
Luisa Valenzuela
Argentina (1938)

Ante lo sublime del paisaje él sintió la necesidad de expresar sin palabras lo que resonaba en su corazón desde que la conoció. Estaban en lo más alto del monte, a sus pies se encadenaban los lagos y frente a ellos, tras los lagos, la cordillera se erguía majestuosa y nevada. Él busco por el suelo rocoso alguna mínima flor, no digamos ya un edelweiss, y sólo encontró una varita de plástico verde fluo, de esas que se usan para revolver el trago. Se la brindó a ella como una ofrenda: es mágica, le dijo. Y ella, que compartía sus sentimientos, la aceptó como tal y para demostrárselo elevó la varita mágica en el aire y con gracioso gesto señaló el pico más alto que asomaba inmaculado a través de las azules transparencias pintadas por la lejanía.
- Quiero una mancha roja allá -conminó. Y ambos rieron.
Quien no pudo reír en absoluto fue el alpinista solitario que perdió pie en ese preciso instante y se desplomó sobre las afiladas aristas del barranco, poniendo una mancha roja precisamente allá, en el pico más alto. Allá donde ni los dos enamorados ni nadie lograrían jamás verla.


IMPUNTUALIDAD
José Gregorio González Márquez
Venezuela (1965)

El defecto más emblemático que la acompañó en vida fue su impuntualidad. Llegaba tarde a todas sus citas. Se le ocurrió morir en Europa. El día de su velorio, el ataúd se extravió en la maraña de vuelos intercontinentales; apareció una semana después de su muerte.


ESCRITO EN LA PIEL
Esther Andradi
Argentina (1956)

Estaba escrito en mi piel que un día iban a descubrirme. Pero ellos, incapaces de leer los mapas, tardaron años en darse cuenta que lo comestible de mí no eran las flores ni las hojas ni el tallo sino mi raíz, el tubérculo. Pero igual: era Europa, y yo había dado la vuelta al mundo. Reyes y ejércitos se rindieron a mis pies, literalmente, porque sólo accedían a mí de rodillas sobre los campos. Los indios conocían todos mis parientes, varios centenares y de todos los colores y gustos, porque en casa siempre fuimos promiscuos, gracias a dios. Ahora la tecnología me quiere reducir a un par de primos, de piel amarillenta y despintada, sosos, en una norma de laboratorio. Pero yo, que estuve en todas acá abajo, sueño con conocer el universo y no les voy a dar con el gusto... No soy ninguna papafrita.


ORIGEN DEL LLANTO
Esteban Dublín
Colombia (1983)

Lejos, en un lugar inimaginable, un mago poseía un cofre de cristal que contenía todo el llanto del universo. Una noche, mientras el mago dormía, un travieso duende tomó el cofre, lo escondió en su chaleco y huyó con el cristal. Cuando el mago despertó, se percató del hurto y maldijo al ladrón con un poderoso hechizo. Justo en el momento del conjuro, el duende tropezó con una rama y el cofre se quebró instantáneamente contra el suelo. El contenido del cofre, combinado con la ira del mago, se desperdigó multiplicándose por el universo. Desde ese momento, las lágrimas del hombre son como las estrellas: siempre falta una por contar.


LA HISTERIA DEL TIEMPO
Reina Roffé
Argentina (1951)

Un día como hoy es dádiva y alimento para los que siempre hablan, o peor, escriben del tiempo: por la mañana, lluvia torrencial; al mediodía, muchas nubes en el cielo disipadas rápidamente por un fuerte viento que todo se lleva por delante; quietud y sol radiante a primera hora de la tarde; nuevas nubes al atardecer; agua nieve por la noche; tormenta eléctrica de madrugada. Un día como hoy es fuente, y simiente, de todas las indecisiones.


EL HOMBRE ELEFANTE
Agustín Martínez Valderrama
España (1976)

Me corté una oreja y salí de casa. En el ascensor mi vecino me preguntó qué había ocurrido. Le dije que fue un accidente, esquiando. Al tipo del quiosco le expliqué lo del atraco y la navaja. Luego, en la cafetería, el camarero insistió. Se me cayó, respondí sin más. En la oficina confesé que sufría un tumor. Funcionó. Hasta ella se acercó y me besó en la mejilla. Tenía una voz bonita, olía bien y era más guapa aún de cerca. Unos días después todo volvió a ser como antes. Ayer me corté la otra.


TOCAR LAS ESTRELLAS CON LA PUNTA DE LOS DEDOS
Marié Rojas Tamayo
Cuba (1963)

Cada vez que iba al parque de diversiones, corría a La Estrella. Aquella rueda giratoria, grande como un edificio, era mi favorita entre las atracciones. Cuando comenzaba a subir, lentamente, experimentaba una desesperación casi dolorosa por llegar a la cima. Al sentirme en el punto más alto, levantaba los brazos y sentía que podía tocar las estrellas. Se iniciaba el descenso y con él un cosquilleo indescriptible. Cerraba los ojos y dejaba que el vértigo subiera, encendiendo luces de colores, despertando al ángel que dormía en mi interior. “Si morir es tan fácil, no tengo por qué temerlo”, pensaba mientras extinguía mi ser para fundirme con el Universo. Concluida la rotación del astro metálico, era depositada en el suelo y mi antiguo miedo a la muerte regresaba con punzante insistencia. Y corría a comprar más entradas, para iniciar una nueva vuelta.