24 de marzo de 2019

Luis Sepúlveda: “La literatura siempre ha sido una constante reflexión sobre la condición humana” (4)


Luis Sepúlveda fue el primogénito de una modesta familia integrada por su padre -un militante comunista dueño de un restaurante-, su madre -una enfermera de origen mapuche- y un hermano. Nació casualmente en una habitación del hotel Chile en Ovalle, ciudad de la que hoy es hijo ilustre. “Mi madre era menor de edad y habían escapado porque su padre, que había denunciado al novio por rapto, se oponía tenazmente al romance”. Asegura que su venida al mundo durante esta fuga de amor bajo mandato de captura, lo marcó dejándole una extraña sensación: “Es raro pensar que tu patria es un hotel y ni siquiera de cinco estrellas”. Tranquilo, serio y creativo, vivió su infancia leyendo, escribiendo, aburriéndose mortalmente con los juegos infantiles de sus amigos. “Mi abuela, que era vasca, no dejaba ni una tarde, ni una noche, sin leerme un cuento de algún libro, o ella inventaba un cuento. Mi abuela era una inventora de cuentos maravillosa”, cuenta. Dio sus primeros pasos como escritor en el Instituto Nacional inspirado por una profesora de historia. Un día se sentó frente a la vieja máquina de escribir de su abuelo y escribió su primer cuento: “Las excitantes aventuras de una profesora de historia”. A los dieciséis años se empleó en un barco ballenero como ayudante de cocina y, un año después, uno de los muchos periodistas que frecuentaban el restaurante de su padre le consiguió trabajo como redactor policial del diario “El Clarín”. Desde hacía un par de años había ingresado en la “Jota”, nombre con que se conocía a las Juventudes Comunistas de Chile (JJ.CC.), de la que sería expulsado en 1968. Luego pasó a militar en los “Helenos”, una fracción del Partido Socialista llamada Ejército de Liberación Nacional (ELN). Reconoce las huellas que dejaron en su formación su abuelo paterno, “un anarquista andaluz maravilloso y un tío que fue voluntario en las Brigadas Internacionales en España y cuyo único patrimonio fue una foto donde aparece con Hemingway”. Mientras tanto trabajaba escribiendo libretos para el programa “Confidencias de un espejo” de radio Portales, cuando un amigo juntó un puñado de sus escritos y los mandó al concurso de Casa de las Américas de La Habana. Esa colección de cuentos breves llamada “Crónicas de Pedro Nadie”, salió triunfante. Por la misma época obtuvo una beca de estudios para la Universidad de Lomonosov en Moscú. Después del golpe militar de septiembre de 1973 fue encarcelado durante dos años y medio en el Regimiento Tucapel de Temuco, obteniendo la libertad condicional gracias a la sección alemana de Amnistía Internacional. Escapó de su arresto domiciliario y se mantuvo en la clandestinidad durante casi un año, pero posteriormente fue encarcelado de nuevo y condenado a cadena perpetua por traición y subversión. Esta condena fue reducida a veintiocho años de prisión. De nuevo Amnistía Internacional presionó y logró que la sentencia fuera convertida en expatriación por ocho años. Y allí comenzaría otra historia: la del exilio. Sepúlveda se declara autodidacto y la única formación de la que se siente orgulloso es de la recibida del poeta Pablo de Rokha (1894-1968), quien le contagió su pasión por el romanticismo alemán y le enseñó las posibilidades de la expresión literaria. Para finalizar, la cuarta y última parte de la edición de extractos de entrevistas concedidas por el escritor.


“El fin de la historia” parte de un acontecimiento que, aunque extraño a simple vista, es real.

Sí, sí. La novela parte de un hecho aparentemente fortuito y es, cuando en el año 1917, el que era el primer comisario del pueblo de la revolución rusa, Trotsky, le perdona la vida a un cosaco, el mandamás de los cosacos, Miguel Krassnof. Le perdona y no se imagina, no puede imaginarse, que perdonarle la vida a ese tipo iba a significar que un descendiente de él iba a sobrevivir y se iba a transformar en forma de uno de los peores torturadores de un país tan lejano como Chile, tan alejado de la realidad rusa.

La parte de ficción la protagoniza el agente Juan Belmonte, que ya creó en la novela “Nombre de torero” y que es quien trabaja para impedir la liberación de este criminal.

Belmonte, que tiene también una deuda personal con ese tipo, porque fue uno de los que torturó a la compañera de Belmonte, su mujer, se ve obligado a participar, impedir que gente que viene de Rusia lo libere y se ve enfrentado en un problema consigo mismo de conciencia, tal vez porque en su intimidad lo que desea es ajustarle cuentas. Está claro. Pero tiene esa virtud de saber diferenciar cuál es la realidad de la línea roja que separa la justicia de la venganza. Y está de parte de la mayoría de los chilenos que creo no quieren venganza, quieren justicia, que se haga realmente justicia.

“La sombra de lo que fuimos” es un friso generacional de la militancia chilena que combina el género de aventuras con el policial. ¿Esta novela nació de una anécdota real?

Hace tres años nos juntamos un grupo de amigos a comer un asado, en una casa de Santiago. Todos éramos de la misma camada, nacidos entre 1947 el mayor y 1953 el menor. Y ahí estábamos, felices hablando de hijos, de nietos, de planes. De pronto, y sin querer aguarme yo mismo la fiesta, empecé a pensar en hechos reales. Por ejemplo, estábamos en la casa de uno de los hombres más odiados y buscados por la dictadura, uno de los que participaron en el por desgracia fallido atentado a Pinochet que, por un pelo, se salvó de recibir un tiro de un lanzagranadas de mano. Yo miraba cómo ese tipo se concentraba en dorar bien los chinchulines. Todas y todos los que estábamos ahí, y que ahora éramos profesores de universidades, escritores, empresarios, abogados, teníamos el mismo pasado. Habíamos empezado a ser nosotros mismos al calor del ’68, habíamos participado en diferentes medidas del gobierno de Allende, habíamos conocido la cárcel, con todo lo que significó, el exilio, y el retorno a Chile. Entonces me propuse escribir una historia sin mayores ambiciones, que contara un día en la vida de un grupo de sesentones parecidos a los que estábamos ahí.

Abundan en el libro citas que se retrasan años o que nunca llegan, ¿cuál es su encuentro más aguardado?

Particularmente, ninguno, hasta ahora se han cumplido todas las citas que me he propuesto tener y he acudido a todas las citas que he tenido que acudir. La cita definitiva es con la muerte, eso está claro, y mientras más tarde, mejor. Pero siempre hay una sensación de que tienes que encontrarte con alguien en un lugar determinado. Ese gran misterio se llama vivir.

Conoció la cárcel y el exilio. Pero no se arrepiente. “Es más alto el precio de la traición propia”.

Claro que sí. Ya te digo que hice lo justo en el momento justo. Cuando había que hacerlo, hice lo que tenía que hacer. Y volvería a hacerlo. Si volviera a repetir la vida, la repetiría paso a paso igual, porque qué me dejó. Me dejó algo. Una satisfacción íntima que es algo muy personal y, por tanto, todas las mañanas te levantas, te vas ahí al baño y te miras al espejo y, cuando ves a un tío decente en el espejo, te sientes bien. Decirme: “Ese ha sido un tío decente”.

La lucha de aquellos años, en España, en Chile, en Argentina, ¿ha ayudado a construir un mundo mejor?

Ha intentado. No se ha conseguido. Pero sí ha dejado valores en el camino. Ha dejado valores que son heredados y que quedan ahí y que evidentemente van a ser los pilares para construir una sociedad mejor. El ejemplo de la gente no se olvida.

“Yo viví y crecí en un país que ya no existe”. ¿Tan nítida es la memoria que provoca el dolor?

Sí. Qué buena pregunta. Sí. Porque cuando la sociedad nos cambió tanto, cuando una dictadura hace cambiar la sociedad de una manera tan radical, que el país pierde su alma, el alma que era la gran sociabilidad, el sentimiento de ayuda mutuo que existía, no permitir que nadie estuviera solo, siempre existía la posibilidad de estar acompañado, un país que tenía una enorme vida gremial, sindical, una idea democrática muy intensa. Cuando todo eso se pierde, evidentemente permanece vivo en tu memoria y la recordación al contrastar con la realidad ciertamente que es algo muy triste, muy doloroso. Pero, por tanto, lo que la memoria te permite decirle a los que son más jóvenes es que este país que era así, es posible que vuelva a ser así también, ahora depende de vosotros.

¿La escritura de esta novela fue un ajuste de cuentas con el Chile que guarda en su memoria?

Sí, pero un ajuste de cuentas con el lastre ceremonioso de la izquierda. Durante ese asado, y en otros, nos reímos de lo ingenuos, hasta pelotudos que fuimos en muchas ocasiones.

Uno de los personajes recuerda que lo expulsaron del partido comunista junto a cientos de militantes acusados de “ultraizquierdismo”. La imagen de entregar los carnés, lanzarlos al aire, pero no sacarse los pañuelos rojos y conservarlos, es muy potente poéticamente. ¿Por qué la pertenencia comunista se plasma más en el pañuelo rojo que en el carné?

Así fue, en efecto. Luego del asesinato del Che en Bolivia el Partido Comunista no tuvo respuestas para las preguntas que nos hacíamos los jóvenes. La muerte del Che hizo nacer en nosotros algo desconocido y la primera consecuencia de ese nacimiento fue desconocer la rígida disciplina de las juventudes comunistas. Nos hicimos guevaristas, por fin teníamos un icono propio y en castellano. La respuesta fue declararnos traidores a la causa, expulsarnos. Desde los tiempos de Stalin no se había visto una ceremonia de depuración comunista tan grande y absurda como la que se realizó en el cine Nacional de Santiago. Más de tres mil chicos expulsados en cuestión de horas. No era necesario ser muy inteligente para entender que, a los dieciséis o dieciocho años, uno no podía ser un traidor a la Unión Soviética. Además, ¡qué les importaba a los soviéticos lo que pensábamos en un barrio proletario de Santiago! Claro que fue poético hacer volar los carnés y salir de ahí con los pañuelos rojos al cuello atados para siempre o para muchos años. Y lo más poético fue que, a la salida, los viejos del partido lloraban, nos abrazaban y nos rogaban: “Muchachos, háganse la autocrítica”.

¿Cómo se vivía el hecho de ser expulsado de un partido, de un mundo, de una identidad? ¿Se podría decir que esas expulsiones fueron el primer gran desarraigo, previo al golpe de Pinochet y los exilios?

La historia está llena de sorpresas. La mayor fue que, en lugar de aislarnos con esas expulsiones, de condenarnos a un ostracismo social, lo que el Partido Comunista logró fue que dejáramos de ser monjes shaolín rojos, y nos incorporásemos en masa o bien al MIR, o a las juventudes socialistas. Antes de la expulsión nuestras aspiraciones se encaminaban a servir a la causa, ya fuera como cosmonautas o como guardias rojos; luego de las expulsiones queríamos conocer la realidad latinoamericana, ser guerrilleros, comprender por qué los chilenos éramos un caso especial, una singularidad capaz de dar líderes tan seductores como Allende. La expulsión nos hizo más fuertes. Cuando se formó la Unidad Popular en el ’69, los expulsados convertidos en militantes socialistas fuimos muy importantes para romper la casi hegemonía comunista, lograr que retirasen la candidatura de Neruda y aceptaran el liderazgo de Allende. Se puede decir que con las expulsiones ganamos todos.

El capítulo tres de la novela, en el que una mujer lanza los ejemplares de Galeano, Fučík, Fromm y Harnecker, ¿podría relacionarse con el capítulo VI del Quijote? Aunque no se quemen libros y sólo se los arroje por la ventana, ¿esos libros serían el equivalente de los libros de caballería, algo así como los “responsables del daño”?

La novela está construida con una clave cervantina y es el humor de Cervantes. Lo que más admiro de él es que ninguno de sus personajes, en toda su obra, es ridículo o gratuitamente risible. No, Cervantes hizo que sus personajes sean divertidos, ingenuos o sabios, e incluso en los pasajes más serios siempre hay un toque de ironía, que es la base del humor inteligente. Cervantes trata a sus personajes con sana piedad. La observación cervantina es rigurosamente exacta. En eso pensé al escribir esa parte de la historia.

Hay un personaje que pide “el santo y seña” como si siguiera viviendo en la clandestinidad. ¿Qué aspectos de lo que vivió en la cárcel o en su paso por Buenos Aires, Uruguay, Brasil aparecen diseminados en los personajes de esta novela?

Hace algunos años, en una isla del archipiélago filipino encontraron a un soldado japonés que no sabía que la guerra había terminado hacía cincuenta años. Seguía luchando, a su manera, es decir esperando instrucciones y, cuando medio lo convencieron de que dejara de apuntar con su arma a los cientos de soldados filipinos que lo rodeaban, dijo que no podía rendirse si no se lo ordenaba el emperador. En muchos de nosotros las experiencias duras crearon una suerte de delirio militante que puede explicarse así: la vida se detuvo cuando el compañero que debía venir no llegó, y la vida continuará cuando llegue alguno que me diga el santo y seña para que la vida siga. Es triste, pero conozco varios casos de gente así.

Cuando estuvo por Buenos Aires, ¿le pasó como a uno de los personajes, Garmendia, que quedó entre los tiroteos de Montoneros y el ERP, la Triple A y los comandos de represión de la Argentina?

Hay mucho de eso. Yo bajé de un avión en Buenos Aires el 17 de julio de 1977, salía de la cárcel, tenía que continuar vuelo a Suecia, pero decidí quedarme. No tenía idea de la real envergadura del horror que se había desatado sobre Argentina. Busqué amigos en casas en las que no me abrían la puerta. Finalmente di con el incomparable Osvaldo Dragún, que me acogió en su casa. Intentando salvar la normalidad, la vida en definitiva, una tarde fuimos al teatro San Martín. Se estrenaba Cyrano de Bergerac, con un Oscar Bianco que transformaba el discurso de Cyrano a los cadetes gascones en una proclama revolucionaria y el teatro se venía abajo aplaudiendo. Luego fuimos a cenar al Edelweiss, y allí yo preguntaba en voz alta por mi hermano Paco Urondo, hasta que me hicieron callar y Bianco me abrazó susurrando: “Hermanito, estamos viviendo la peor tragedia, no nos jodás estos pocos minutos de comedia”. Más tarde leí en un periódico ecuatoriano que a Oscar Bianco se le había reventado el corazón durante una representación de Cyrano, justo en el discurso a los cadetes gascones.

¿Por qué recupera en la novela muchos episodios protagonizados por anarquistas? ¿Aún se sigue demonizando al anarquismo, no sólo desde la derecha sino desde la propia izquierda?

Siempre he sentido que se les debe más de un homenaje a esos anarquistas de viejo cuño, a esos que luchaban, no para ser hombres libres, sino para no olvidar que eran hombres libres. Osvaldo Bayer lo ha hecho de manera magistral, pero yo siento que me falta homenajear a los viejos anarcos de Chile. Es una materia pendiente. La izquierda chilena se nutrió de los anarquistas y luego los olvidó, por temor, y para esquivar una sentencia terrible que dice “todo el poder corrompe”. Actualmente no se demoniza al anarquismo, peor aún: se le desconoce, se le esquiva, se intenta decir que nunca existió.

“La memoria siempre tiende a la ficción”, se lee hacia el final de la novela. ¿Habría en esta reflexión un intento de “desacralizar” la memoria, de desplazarla del terreno de la realidad-verdad hacia el artificio?

La literatura es un gran ejercicio de memoria, o parodiando a Mempo Giardinelli, es el Santo Oficio de la Memoria, que finalmente crea las ficciones necesarias para la verosimilitud de lo que narro. La memoria me permite literaturizar la vida, proponer otra opción para los hechos, mejor que la mezquina versión oficial. La realidad y la verdad no van de la mano. ¿Fueron trecientos los espartanos que combatieron en el paso de las Termópilas? Si un historiador severo descubre que la pura realidad indica que fueron trecientos cinco, ¿modifica esto la belleza épica de la historia? Siempre serán trecientos. La literatura creó esa realidad. Hace algunos años, en un café de Roma se me acercó un chico, de la edad de mi hijo mayor, para decirme que había leído una novela mía, “Nombre de Torero”, y que esa lectura le había permitido acercarse a su padre, dejar de odiarlo porque le faltó durante toda la infancia y adolescencia. Yo vi morir al padre de ese chico en Nicaragua, y cuando me preguntó cómo había muerto, tomé la verdad que había en mi memoria y le narré la muerte de un hombre bueno, que jugaba fútbol y era malo en la cancha, que contaba los mejores chistes de don Otto, que antes de morir miró el agujero en su vientre por el que se le escapaba la vida y repitió su muletilla “cagamos te mandó saludos”. Entonces el chico rió y lloró al mismo tiempo y concluyó: “Qué lindo tipo era mi viejo”.

Abandonó la cárcel y se fue al exilio porque una mujer en silla de ruedas se empeñó en reunir firmas. Me parece una historia hermosa.

Es muy hermosa la historia. Era una chica de Hamburgo que colaboraba con Amnistía Internacional. Hay un montón de casualidades. Y es que yo en el año 1969, con un libro de cuentos gané el Premio Casa de las Américas de Cuentos en Cuba, “Crónicas de Pedro Nadie”. Harían mil ejemplares los cubanos. Se vendieron quinientos en Cuba. El resto fueron regalos de amigos. Pero un ejemplar llegó a Europa, a la República Democrática Alemana, y tres de esos relatos los tradujeron al alemán y los incluyeron en una antología. Nuevos escritores latinoamericanos se llamaba la antología. Y un ejemplar de esa antología llegó a esa chica en silla de ruedas allí en Hamburgo. Y cuando se dio a conocer la primera lista de los prisioneros políticos chilenos que se publicó, vio mi nombre. Empezó a preocuparse. “Este es un escritor”, dijo, “yo lo he leído”. Sola empezó la campaña de reunir firmas, redactar cartas con cortesía al dictador pidiendo mi libertad y consiguió que me cambiaran la condena de veintiocho años de cárcel por ocho de exilio. Una chica maravillosa que lamentablemente falleció. Tenía esa enfermedad terrible, degenerativa, que se llama ELA. Y la alcancé a ver, pude darle las gracias. Cuando llegué a Hamburgo, fue lo primero que hice.