25 de mayo de 2019

Buenos Aires y el cuento. Sinopsis de los primeros cien años de una relación fructífera

2º parte. Del costumbrismo a la Generación del ‘80

Fue la producción poética la que, durante esos años, consolidó los prestigios literarios ya que los escritores entendían la literatura ante todo como poesía. En lo referente a la producción cuentística, la misma fue bastante dispersa, discontinua, inestable. No obstante pueden citarse los cuentos escritos hacia mediados del siglo XIX por Juana Manuela Gorriti (1819-1892), entre ellos “Quien escucha su mal oye”,El pozo del Yocci”, “Una apuesta”, “El lucero del manantial”, “La hija del silencio”, “El guante negro” y “La hija del mazorquero”. También “El gigante Amapolas”, “Tobías o la cárcel a la vela” y “Peregrinación de luz del día” del abogado y autor intelectual de la Constitución Argentina Juan Bautista Alberdi (1810-1884); “Crisóstomo”, “El cabo Gómez”, “Un hombre comido por las moscas”, “Los siete platos de arroz con leche”, “Tipos de otro tiempo” y “El famoso fusilamiento del caballo” de Lucio V. Mansilla (1831-1913); “Las mujeres del año 1900” de Casimiro Prieto Valdés (1846-1906), y “El hombre hormiga” y “El capitán de Patricios” del ya mencionado Juan María Gutiérrez.


De ese modo, a medida que avanzaba el siglo, muy lentamente el género cuentístico fue adquiriendo caracteres propios e independientes de la novela, de la cual, para muchos académicos de la época, era tan sólo una deformación. Para avalar este análisis se basaban en las dimensiones minúsculas que el cuento poseía, como si la extensión de la historia narrada fuese una imperiosa condición de lo artístico. Pero, más allá de esas disquisiciones, lo cierto es que el romanticismo que cultivaban aquellos ignotos literatos revalorizó el cuento popular elaborándolo literariamente en un proceso lento que conservó la forma de la narración breve para toda clase de temas y no sólo limitada a las anécdotas y leyendas fantásticas y fabulosas tan frecuentes en la cultura de la época, sobre todo acerca de los mitos fundacionales de Buenos Aires, la trama trágica de la conquista, los espejismos de la evangelización, el asedio y la resistencia de los pobladores indígenas, la hostilidad de una naturaleza desmesurada, el hambre, las enfermedades, la antropofagia y demás.
Vale la pena recordar que la palabra cuento deriva del verbo contar, forma castellana de “computare”, que en latín significa “contar” en sentido numérico. De aquel significado originario de enumerar objetos, se pasó por ampliación al de exponer acontecimientos tanto ciertos como imaginarios. Es que toda narración, sea crónica de historiadores o relato maravilloso, incorporó desde tiempos muy lejanos el significado de enumerar acontecimientos reales o ficticios.


Los cuentos, con una procedencia de la tradición oral, pasando el tiempo se fueron fijando en la escritura y llegaron hasta nuestros días a través de versiones y testimonios recogidos en diferentes momentos de su itinerario secular. En la literatura española se registró el verbo contar antes que el sustantivo cuento. Por ejemplo, en el “Cantar de Mio Cid” -obra de autor anónimo que se estima fue escrita a comienzos del siglo XIII- ya se empleaba el verbo contar en el sentido de relatar. Un siglo después, las “Crónicas de los Reyes de Castilla” -atribuidas a Fernán Sánchez de Valladolid (1325-1364)- presentan expresiones que indican un empleo habitual del verbo contar aplicado a la relación de acontecimientos. Con la llegada a finales del siglo XVIII del movimiento cultural conocido como Romanticismo, los escritores descubrieron en las antiguas narraciones la figura de un género que rápidamente se iría precisando: el cuento literario. Fue en esa época cuando los grandes narradores del siglo XIX cultivaron el género e intentaron definirlo y delimitar sus alcances, un empeño que sigue evolucionando hasta el presente ya que, a pesar de ser considerado como una categoría autónoma dentro de la narrativa, aún sus márgenes son un tanto difusos.
Pero, retomando el enunciado inicial en cuanto a la federalización de Buenos Aires, puede admitirse que, en torno al eje cronológico del año 1880, actuó en esta ciudad una nueva pléyade de intelectuales que dieron una fisonomía característica a las letras y pasó a ser conocida como la Generación del ‘80 (dicho esto sometiendo el concepto de generación a cautelosos reparos y utilizando un criterio muy amplio). Entre 1820 y 1880, paulatinamente se fue dando un proceso de entrecruzamiento, de cierta aproximación entre la cultura de los sectores altos de la sociedad y el conglomerado heterogéneo que habitualmente se denomina “sectores populares”. Las personas de los sectores altos, en su mayoría, sabían leer y escribir.


Algunos pocos habían pasado por universidades americanas o españolas, conocían otro idioma y, eventualmente, leían la literatura prestigiada en el mundo europeo. Su composición era relativamente homogénea en lo que respecta a las maneras de vestir, de comportarse frente a los otros, de usar el lenguaje y de organizar la vida cotidiana. El mundo de los sectores populares era, sin dudas, más complejo y heterogéneo, de acuerdo con su procedencia (criolla, nativa de diferentes países de América, mestiza, negra por descendencia de esclavos y demás) y con el lugar que habitaban (grandes o pequeñas ciudades, campaña del litoral, noroeste). El factor que, en términos de la relación entre estos sectores y los dominantes, jugaba como elemento caracterizador y homogeneizador era la no posesión de la lectoescritura. Esto no significa que los llamados “sectores populares” no poseyeran un conjunto de elementos ricos en términos culturales, sino que éstos eran claramente insuficientes para establecer una relación con los sectores dominantes distinta de la subordinación.
Evidentemente, la manera dramática y sangrienta que revistió el enfrentamiento entre Buenos Aires y las provincias, y el posterior retraso en que éstas quedaron relegadas a partir de la consolidación del poder de la ciudad capital se vio reflejada en la literatura. La hegemonía literaria de Buenos Aires no fue más que otro síntoma de un país escindido y desequilibrado prácticamente todos los órdenes, en el cual los sectores provincianos vivían culturalmente aislados, empobrecidos y aún absorbidos por el centro porteño, ya que era precisamente allí donde se decidían las líneas rectoras predominantes de las tendencias y estilos, el lugar donde más rápidamente se iniciaban las transformaciones y adopciones de las modas literarias. De hecho, era en sus librerías, en sus redacciones de periódicos y en sus instituciones educativas donde funcionaban los espacios de reunión y de tertulia para reflexionar y debatir sobre estos temas.
La colocación central de Buenos Aires en todos los aspectos que hacen a la organización de una nación incidió indiscutiblemente en su entronización como epicentro del sistema cultural del país y, al menos durante los primeros tiempos, esto fue en desmedro de la literatura regional. Ésta, a partir de los sustratos tradicionales y folklóricos de cada lugar, reaccionó frente a los fenómenos de urbanización, cosmopolitismo e inmigración que transformaron a la Argentina en las dos últimas décadas del siglo XIX iniciando un movimiento de rescate y revalorización del terruño y de figuras arquetípicas como el indio y el gaucho. En ese sentido, José Hernández (1834-1886) escribió una obra emblemática: “El gaucho Martín Fierro”, un poema narrativo publicado en 1872 cuya segunda parte, “La vuelta de Martín Fierro”, aparecería siete años más tarde. Tiempo después, el extenso poema escrito en versos octosílabos pasaría a ser considerado como el texto fundador de la nacionalidad. Tanto esta obra como la novela gauchesca “Juan Moreira”, de Eduardo Gutiérrez (1851-1889), supusieron una manera peculiar de relación entre el mundo de la alta cultura y la cultura popular, en la medida en que el lenguaje y las temáticas eran de los sectores populares y que los sectores dominantes se apropiaron de ellos para crear bienes que consumirían los dos sectores. Esa relación se iría afianzando luego de los años ‘80 y, sobre todo, a principios de siglo XX cuando se alfabetizó a la población y se constituyeron las bases de la industria cultural.


En torno a esa etapa histórica, un grupo de escritores se destacó a la par de la conversión de Buenos Aires de una “gran aldea” a una ciudad cosmopolita. Nacidos y educados dentro de una misma época, alcanzaron la madurez bajo semejantes influencias políticas, sociales y económicas, por lo que reflejaron en sus obras una unidad de criterio de acuerdo con el período cronológico en que desarrollaron sus actividades. Integraban aquel grupo literario, entre otros, el ya citado Lucio V. López, Ricardo Gutiérrez (1838-1896), Olegario V. Andrade (1839-1882), Eugenio Cambaceres (1843-1888), Eduardo Wilde (1844-1913), Paul Groussac (1848-1929), Rafael Obligado (1851-1920), Calixto Oyuela (1857-1935) y José S. Alvarez (1858-1903), quien publicaba bajo el seudónimo de Fray Mocho.
La mayoría de ellos se inclinó por la novela, el ensayo o los poemas. En cuanto a la producción cuentística, Wilde se destacó con “La primera noche de cementerio” y “Prometeo y Cía”, libros en los que se recopilaron cuentos aparecidos en periódicos; Oyuela con “Crónicas dramáticas”, su único libro de cuentos; Fray Mocho con “Esmeraldas (Cuentos mundanos)”, una colección de relatos compilados póstumamente en los que utilizó la ironía y el sarcasmo para describir la ostentación en la vida porteña, la corrupción de los funcionarios públicos, la presencia de los inmigrantes y el consecuente cambio de costumbres en la sociedad; y Groussac con “La pesquisa”, un cuento originalmente publicado como “El candado de oro” en el periódico “Sud América” en junio de 1884 y trece años después con el título definitivo en la revista “La Biblioteca”, un relato que es considerado como el primer cuento policial argentino. Años después, como una sutil paradoja de aquella generación tan afrancesada, el mismo autor francés entregaría a las letras argentinas páginas ponderables por su corrección y por su fidelidad a la lengua castellana, tal como puede apreciarse en “El hogar desierto”, “La rueda loca”, “La herencia”, “La monja” y “El número 9090”, cuentos de raíces psicológicas que integraron su libro “Relatos argentinos”.


Este grupo de escritores denotó evidentemente una mayor preocupación formal, con obras que registraban notorias influencias de Edgar Allan Poe (1809-1849), Charles Dickens (1812-1870) y Alphonse Daudet (1840-1897) en algunos, y de Walter Scott (1771-1832), Ernst T. A. Hoffmann (1776-1822) y José Maria Eça de Queirós (1845-1900) en otros. El periodista José María Cantilo (1840-1891), por ejemplo, agrupó en “Un libro más” una novela, impresiones y artículos costumbristas, y algunos cuentos como “El Doctor Quijano y Golilla”, “Un idilio” y “El despertar de Marta” entre los más sobresalientes. Por su lado, Francisco Sicardi (1856-1927) en “Un anónimo más” publicado en la revista “Nosotros”, y Carlos María Ocantos (1860-1949) en los numerosos relatos reunidos en “Sartal de cuentos” y “El camión”, representaron también esa dualidad de los hombres del ‘80, que se debatieron entre un enfoque costumbrista de la realidad y el medio ambiente, con espíritu crítico y preocupación social, y una fuerte presión de tono europeo en el plano ideológico, formal y lingüístico, con influencias manifiestas y nuevos desarrollos fantásticos y psicológicos.