9 de junio de 2019

Entremeses literarios (CXCIX)


CUÁNTOS AMANECERES NOS QUEDAN
Iván Teruel
España (1980)

Salgo al balcón y veo a mi padre acodado en la barandilla, fumando. Sus ojos se encuentran más allá del paisaje que tiene enfrente. Quizás en los recuerdos. Yo también he estado buscando recuerdos. Recuerdos y sentimientos. Pero sobre todo palabras. Palabras que definan contornos. Había creído encontrarlas mientras venía hacia aquí: todo parece más fácil cuando está a la espera de cristalizar. Y sin embargo, cuando me decido a hablarle solo consigo pedirle un cigarrillo. Yo, que llevo casi cinco años sin fumar. A mi padre, que me acaba de llamar para decirme que le han diagnosticado cáncer de pulmón.


AZOGUE
Eduardo Gudiño Kieffer
Argentina (1935-2002)

Pobrecita Alicia. Aunque la razón te decía no puede ser, intuías que siempre es más fácil recordar las cosas que sucedieron la semana que viene, intuías que primero está la cárcel, después se dicta la sentencia condenatoria y por último se comete el crimen; intuías que la herida sangrante solo sobreviene después del dolor. ¿Pero quién cree en la dichosa intuición femenina? Nadie, ni siquiera las mujeres. Sólo ahora estás segura de que no te equivocabas. Ahora: el día que cumples veinte años, cuando al levantarte vas a mirarte en la luna azogada del espejo y descubres, del otro lado, la imagen decrépita de una anciana que babea y te mira a su vez; ella te mira, la miras, las dos se miran y se ven y piensan que sí, que es cierto, que siempre es más fácil recordar las cosas que sucedieron la semana que viene, el mes que viene, el año que viene, el siglo que viene.


FRUSTRACIÓN
Mario Halley Mora
Paraguay (1926-2003)

Su manía eran los velorios. Gustaba del morboso placer de dar las condolencias. Envidiaba el dolor de los parientes y hasta la triste majestad del cadáver yacente entre maderos lustrosos y raso. Vivía soñando en su propio velorio como el pobre sueña en su casita propia, y se pasaba horas de insomnio imaginando su ataúd, la montaña de coronas y las frases patéticas estampadas en el álbum a la luz de los cirios. Tanto esperó que al fin se cumplió el sueño de su vida: morir. Pero al único velorio al que no pudo asistir fue al suyo, porque murió ahogado y se lo llevó el río.


FALLIDO
Julio Torri
México (1889-1970)

Una vez hubo un hombre que escribía acerca de todas las cosas; nada en el universo escapó a su terrible pluma, ni los rumbos de la rosa náutica y la vocación de los jóvenes, ni las edades del hombre y las estaciones del año, ni las manchas del sol y el valor de la irreverencia en la crítica literaria. Su vida giró alrededor de este pensamiento: “Cuando muera se dirá que fui un genio, que pude escribir sobre todas las cosas. Se me citará -como a Goethe mismo- a propósito de todos los asuntos”. Sin embargo, en sus funerales -que no fueron por cierto un brillante éxito social- nadie le comparó con Goethe. Hay además en su epitafio dos faltas de ortografía.


SI HUBIERA SOSPECHADO LO QUE SE OYE
Oliverio Girondo
Argentina (1891-1967)

Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido. Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia. ¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir! Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada instante. Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente. Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio. De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente. Aunque parezca mentira, esas humillaciones, ese continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio. Por lo común, estos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya va a extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre.
¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!


FIN
Fredric Brown
Estados Unidos (1906-1972)

El profesor Jones trabajó en la teoría del tiempo, durante muchos años.
- Y he encontrado la ecuación clave -informó a su hija un día-. El tiempo es un campo. Esta máquina que he hecho puede manipular, e incluso invertir, ese campo. Oprimiendo un botón al hablar, prosiguió.
- Esto debe hacer correr el tiempo hacia hacia tiempo el correr debe esto.  Prosiguió, hablar al botón un oprimiendo.
- Campo ese, invertir incluso, e manipular puede hecho he que máquina esta. Campo un es tiempo el. -día un, hija su a informó- clave ecuación la encontrado he y.
Años muchos durante, tiempo del teoría la en trabajó Jones profesor el.


El MÁS CORTO CUENTO CRUEL
Auguste Villiers de L'Isle Adam
Francia (1838-1889)

Desfile patriótico. Cuando pasa la bandera, un espectador  permanece sin descubrirse. La muchedumbre rezonga, luego grita: “¡El sombrero!”,  y se lanza contra el recalcitrante, que persiste en menospreciar el emblema nacional. Algunos patriotas le darán su merecido…
Se trataba de un gran mutilado de guerra que tenía amputados los dos brazos.


EL HOMBRE Y SU SOMBRA
Álvaro Menen Desleal
El Salvador (1931-2000)

La “Carta del tiempo” número 116 correspondiente al año de 1962, aparte de indicar que la humedad relativa a la fecha era de noventa por ciento y la presión atmosférica de 1011.0 milibaras -y otras cosas de igual jaez, como la temperatura, el crepúsculo civil, etc.-, decía esto como algo de no mayor importancia: Finalmente, hay que mencionar que los días 16 y 17 de agosto, a las 12:04 horas pasado meridiano, el sol, por segunda vez en este año, se encuentra en el cénit y proyecta su sombra. Fue un grave problema para Williams: al salir de casa, pisó la calle pero no vio su sombra. Dedujo por eso que había muerto, y se echó a dormir. Williams fue enterrado; más su sombra, que conocía el fenómeno, pasa las horas del día sentada a la puerta del Servicio Meteorológico clamando por un cuerpo y es gran molestia para los empleados.


EL CORRECTOR
Andrés Rivera
Argentina (1928-2016)

Ella y yo trabajábamos en una editorial de capitales europeos, y que se preciaba de haber publicado la primera Biblia que usaron los jesuitas en tierras de México. A la hora del almuerzo, ella y yo nos quedábamos solos. Los otros correctores, la cartógrafa (¿era una sola?), las tipeadoras, las mujeres de dedos velocísimos de la oficina de cobranzas, las secretarias de los gerentes, salían a ocupar sus mesas en los bodegones que abundaban por los alrededores de la empresa y, sentados, pedían ensaladas ligeras y Coca-Cola. Ella, a esa hora, extraía de su bolso revistas en las que aparecían figuras ululantes con nombres que, probablemente, castigaban algo más que mi ignorancia de hombre cercano a las edades de la vejez. Ella, a esa hora, escupía, en una caja de cartón depositada al pie de su escritorio, un chicle que masticó durante toda la mañana y suplantaba el chicle por un sándwich triple de miga, jamón cocido y queso. También cruzaba las piernas y un zapato se balanceaba en la punta del pie de la pierna cruzada sobre la otra. Ese viernes, ella llevaba puesto un walkman. Yo no miré su cara en el mediodía de ese viernes de un julio huérfano de alegría: miré un fino hilo de metal que brillaba un poco más arriba de la leve tapa de su cabeza, y después miré su cabeza, y miré su largo y lacio pelo rubio. Dejé de suprimir gerundios aborrecibles en el original de una novela que llevaba vendidos quince mil ejemplares de su primera edición, antes de que la novela y los gerundios que sobrevivirían a las infecundas expurgaciones de la corrección se publicaran, y cuyo autor, la cotización más alta de la narrativa nacional, es un hombre que ama el vino y el boxeo, y aprecia las bromas inteligentes, y caminé hasta el escritorio de ella. Y cuando llegué hasta el escritorio de ella, miré, por encima de la cabeza de ella y de la corta antena de su walkman, el cielo de ese mediodía de viernes. Miré, por las anchas ventanas de la sala vacía y silenciosa, el cielo gris y algún techo desolado y unas sábanas puestas a secar que batían el aire frío y violento. Me agaché, y agachado, me arrastré debajo de su escritorio, y allí, en una tibieza polvorienta, hincado, le acaricié el empeine del pie, el talón y los dedos del pie, por encima de la seda negra de la media. Ese ablandamiento de una elasticidad tensa y fría duró lo que ella quiso que durase. La calcé y, después, me puse de pie y frente a ella, le pregunté, en voz baja, si la había molestado. Ella me miró. Y sus labios, empastados con manteca y queso de máquina, me prometieron un invierno interminable.
- Hacelo otra vez -dijo, y le brillaron los dientes empastados, ellos también, todavía, con miga, manteca y queso de máquina.


LA HONDA DE DAVID
Augusto Monterroso
Guatemala (1921-2003)

Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en él -y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos- un nuevo David. Pasó el tiempo. Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada. David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente. Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños. Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una paloma mensajera del enemigo.