18 de agosto de 2019

Nancy Fraser: “Sólo aunando una sólida política de distribución igualitaria con una política sustantivamente inclusiva podremos construir un bloque contrahegemónico que nos lleve de la actual crisis hacia un mundo mejor” (2)


Cuando Nancy Fraser ingresó al Bryn Mawr College en Pennsylvania, se encontró por primera vez con el marxismo, produciéndose un quiebre en su interpretación de la historia de los Estados Unidos. A partir de allí comenzó a combinar concepciones de tradiciones diversas del pensamiento: del marxismo, de la corriente alemana de la teoría crítica desde György Lukács (1885-1971) a Jürgen Habermas (1929), conceptos del pragmatismo estadounidense de Richard Rorty (1931-2007), elementos del posestructuralismo francés, especialmente de Michel Foucault (1926-1984) y de la deconstrucción de Pierre Bourdieu (1930-2002). Estas investigaciones le revelaron las profundas conexiones existentes en el sistema social y, “si esas conexiones no se comprenden, se termina mejorando un poco una cosa y empeorando otra”, afirma en la actualidad. “Entonces creía, y todavía creo, que ninguna tradición de pensamiento ofrece ella sola toda la comprensión ni todas las respuestas, y que esas tradiciones deben ser de algún modo combinadas, aunque existan entre ellas tensiones reales que deben ser resueltas”. Fraser es autora, entre otros, de los ensayos “Unruly practices. Power, discourse and gender in contemporary social theory” (Prácticas rebeldes. Poder, discurso y género en la teoría social contemporánea), “Justice interruptus. Critical reflections on the postsocialist condition” (Justitia interrupta. Reflexiones críticas desde la posición postsocialista) y “Fortunes of feminism. From state managed capitalism to neoliberal crisis” (Fortunas del feminismo. Del capitalismo gestionado por el Estado a la crisis neoliberal). También ha sido coautora de “Redistribution or recognition?” (¿Redistribución o reconocimiento?), “Capitalism. A conversation in critical theory” (Capitalismo. Una conversación desde la teoría crítica) y “Feminism for the 99%. A manifesto” (Manifiesto de un feminismo para el 99%), por citar sólo algunos. A continuación, la segunda parte de una recopilación editada de las entrevistas aparecidas en “Left Voice” (Estados Unidos) y en “Contexto”, “Sin Permiso”, “El Diario” y “El Salto” (España) entre marzo de 2017 y mayo de 2019.


¿Cómo podemos abordar esta crisis de la reproducción social? Algunos autores consideran que lo que hay que hacer es volver al Estado del Bienestar, crear trabajos públicos y de calidad en sectores como el de los cuidados. Pero, ¿es una estrategia realista?

El Estado del Bienestar fue una especie de mezcla. A algunas personas, a una cantidad significativa de gente, les iba mejor de lo que les va hoy en día, eso está claro. Sin embargo, ese Estado del Bienestar estaba construido sobre la base de muchas exclusiones. Dependía de la idea del salario familiar, que significa que cada familia tiene que tener un varón proveedor y una mujer encargada de la casa, apuntalando la dependencia de las mujeres hacia los hombres. Excluía, desde luego en Estados Unidos, a las minorías raciales, cuyo trabajo en la agricultura o en los hogares no estaba cubierto por la seguridad social. Su concepto de familia era heteronormativo, no estaba a favor de las familias o relaciones LGBTQ. Y finalmente, gran parte se pagaba a través del valor que el llamado Primer Mundo extraía del Tercer Mundo, por lo que también tenía una dimensión neoimperialista. No es un ideal que podamos adoptar hoy en día, aunque sí nos interesan las ayudas sociales y la socialización de la reproducción social que trataba de ofrecer. Otro problema es que no podemos pensar solo en términos de marco nacional. Estados ricos, Noruega por ejemplo, que tiene mucho petróleo, pueden hacer un buen trabajo en su territorio nacional apoyando la reproducción social a través de políticas sociales, pero muchos Estados no están en esa situación. La mayor parte de la población mundial vive en países donde no hay un Estado que funcione, son Estados fallidos. Tenemos que pensar de manera transnacional cómo asegurar los derechos sociales para todo el mundo. La cuestión de la inmigración está muy relacionada con esto, ¿por qué hay gente tratando de emigrar a Europa o de cruzar la frontera sur de Estados Unidos? Porque sufren situaciones invivibles, ya sea por la violencia, por empobrecimiento extremo o por desastres climáticos. Sólo si pensamos de manera global, más amplia, podremos imaginar medidas que logren el objetivo de reconocer, validar y apoyar la reproducción social.

Me gustaría volver a prestar atención ahora a algunas cuestiones teóricas. En su artículo titulado “Marx’s hidden abode” (La morada oculta de Marx), ha discutido extensamente cómo el valor se produce no sólo por el trabajo productivo, sino también por el trabajo que no se contabiliza. Este último podría ser algo que, incluso, respalda y sostiene el primero. En un momento sugiere que una parte de la expansión del capitalismo es el “potencial emancipatorio del capitalismo”. Este “potencial emancipatorio” es una cuestión harto debatida en el pensamiento marxista y se ha argumentado que, a menudo, el trabajo no libre no deja de ser forzado por medio de la dialéctica de la “doble libertad” del capitalismo. En este contexto ¿cómo se puede entender el potencial emancipatorio del capitalismo en relación con este trabajo esclavo contemporáneo?

La expresión “doble libertad” es irónica. El lado positivo tiene que ver con tener libertad de movimiento y con tener el derecho de iniciar “voluntariamente” un contrato laboral. Pero, como bien sabe, esto tiene una contrapartida. Al devenir libre para vender la propia fuerza de trabajo, uno también es liberado -es decir, privado- del acceso a los medios de subsistencia y de producción. Marx hizo hincapié en que los proletarios han sido “liberados” del acceso a la tierra, a las herramientas, a las materias primas y demás activos que necesitarían para organizar su propio trabajo y satisfacer sus necesidades. En consecuencia, no tienen más remedio que firmar un contrato laboral con un capitalista. El lado positivo de la libertad está seriamente comprometido, si no es simplemente ilusorio. La libertad en el capitalismo es, en efecto, una espada de doble filo. Si uno es un esclavo o un siervo, la capacidad para convertirse en un trabajador asalariado es sin duda un paso adelante, como el mismo Marx subrayó. Pero eso no significa que uno sea libre en un sentido pleno y firme. Por el contrario, el proletariado se convierte en sujeto de una forma diferente de dominación, una dominación más impersonal y abstracta. Por ello, no exageraría el potencial emancipatorio del capitalismo, pero tampoco lo ignoraría. La clave es, sin embargo, otra cuestión: el capitalismo no es un sistema uniforme. No trata a todos de la misma manera al mismo tiempo. Incluso cuando “emancipa” a algunos de la dependencia y del trabajo forzado y los convierte en proletarios doblemente libres, deja a otros -a muchos más, de hecho- en contextos y formas de dominación tradicionales. O, más bien, reformula estos contextos y formas de dominación tradicionales formas nuevas y, a menudo, altamente opresivas. De hecho, he argumentado recientemente que la explotación de los “trabajadores libres” está íntimamente vinculada, y de hecho depende de ella, con la expropiación de “otros” dependientes. Por expropiación entiendo la incautación de los bienes de las personas subyugadas (su trabajo, tierra, animales, herramientas, niños y cuerpos) y la canalización de esos activos confiscados en los circuitos de acumulación de capital. En este sentido, la expropiación difiere marcadamente de la explotación. La explotación está mediada por un contrato salarial: el trabajador explotado intercambia “libremente” su fuerza de trabajo por salarios que se supone que cubren la media de los costos socialmente necesarios para su reproducción. La expropiación, por el contrario, prescinde de la excusa del consentimiento y secuestra brutalmente propiedades y personas sin recompensa, sea mediante fuerza militar o a través de la deuda. Mi percepción es parecida a las de Rosa Luxemburgo y David Harvey: la explotación por sí sola no puede sostener la acumulación capitalista a lo largo del tiempo. Esta última depende, por el contrario, de continuos aportes de expropiación. Así que los dos “exp” (explotación y expropiación) están entrelazados. Y es el proceso combinado de explotación y expropiación el que genera esa plusvalía. Esta idea está brillantemente ilustrada por una frase de Jason Moore. Él dice que “detrás de Manchester se encuentra Mississippi”. Esto significa que la industria textil altamente rentable de Manchester que escribió Engels no habría sido rentable sin el algodón barato suministrado a través del trabajo esclavo de las Américas. Añadiría incluso una tercera “M” por Mumbai, para señalar el importante papel que jugó en el ascenso de Manchester la destrucción calculada de la fabricación textil india por parte de los británicos. Este es un caso en el que la expropiación es una condición para la posibilidad de una explotación rentable. El capitalismo lleva a cabo un doble juego con las personas, destinando a unos a la “mera” explotación mientras que condena a otros a la brutal expropiación, una distinción que ha ido asociada históricamente con el imperio y la raza. Por lo tanto, rechazo la afirmación, a menudo atribuida a Marx, de que el valor se produce sólo por el trabajo asalariado. Hay muchas otras aportaciones no remuneradas al proceso, incluido el trabajo social y reproductivo de las mujeres, sin el cual no sería posible el trabajo asalariado.

Para comprenderlo mejor ¿podría explicar esta dinámica del potencial emancipatorio del capitalismo teniendo a las economías de la “periferia” en mente? ¿Cree que se puede seguir pensando en ellas como una periferia en el contexto del neoliberalismo que parece proveer de una libertad plena al capital al tiempo que restringe el trabajo al territorio nacional?

El lenguaje de “núcleo y periferia” tiene menos sentido ahora que en períodos anteriores, pero aún estamos batallando por encontrar una alternativa satisfactoria. Los defensores de la perspectiva del sistema-mundo [también conocida como economía-mundo] dicen que los países semiperiféricos están diseñando estrategias para ascender en la escala de valor agregado de la producción de productos básicos. Pero incluso esta visión no es completamente adecuada para una situación en la que la industria se está reubicando a gran escala desde los núcleos históricos hasta los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Dado el peso de las economías de estos últimos, se hace difícil llamarlos “semiperiféricos” y mucho menos “periféricos”. Lo que complica todavía más la situación es que, a pesar de su peso económico, los países BRICS no están (¿todavía?) en una posición que los afirme como poderes globales en el escenario mundial. Más bien, un poder económico en decadencia -Estados Unidos- aún (de momento) juega el rol de hegemonía mundial, a pesar de la caída en picada de su credibilidad moral y de su cambio de estatus al ser una nación deudora. A dónde va todo esto sigue sin estar claro y en gran parte depende de China. Pero al margen de cómo se desarrollen las cosas, tendremos que desarrollar nuevos vocabularios y marcos conceptuales para captar una nueva situación histórica. No obstante, una cosa sí que está clara: ha habido un cambio tremendo en la relación entre la explotación y la expropiación en el capitalismo financiarizado. Esto se debe en gran parte a la relocalización de la fabricación fuera del núcleo histórico y a la universalización de la expropiación vía deuda. Esto último es obvio en el caso del desposeimiento de tierras y de los programas de ajuste estructural que imponen condiciones de préstamo a los estados del sur global. Los gobiernos de todas las partes de América Latina, África y Grecia han tenido que reducir el gasto social y abrir sus mercados al capital extranjero, vampirizando a su gente para el beneficio del capital. En estos casos, la deuda es un vehículo de expropiación en la (antigua) periferia y semiperiferia, incluso cuando estas regiones también se están convirtiendo en territorios principales de explotación. Al mismo tiempo, la expropiación va en aumento en el “núcleo” histórico. Como el trabajo precario sustituye a la mano de obra industrial sindicalizada, el capital paga a sus trabajadores menos del costo socialmente necesario para su reproducción. Y sin embargo todavía necesita que estos trabajadores cumplan una doble función como consumidores. ¿Entonces qué hay que hacer? La solución es inflar la deuda del consumidor que permite a la gente comprar cosas baratas producidas en otros lugares. Aquí, también, la expropiación se alimenta de aquellos que también son explotados en los llamados “trabajos basura”. Así que esta es una nueva constelación que revuelve la vieja división explotación/expropiación. En este sentido, me preguntaba por las implicaciones de esto para la emancipación. Esta es, en mi opinión, la pregunta clave para la izquierda en nuestro tiempo. ¿Qué sigue políticamente al hecho de que el capitalismo ya no asigne la explotación a un grupo social o región y la expropiación a otro grupo o región? Cuando ese era el caso, los ciudadanos-trabajadores “libremente” explotados del núcleo podían disociar fácilmente sus objetivos y luchas de aquellos sujetos subyugados, racializados y expropiados de la periferia. Y eso debilitó las fuerzas de la emancipación, al tiempo que permitía un divide y vencerás. En la actualidad, sin embargo, casi todo el mundo está siendo explotado y expropiado simultáneamente. Por lo tanto, parece que la base material para esas viejas divisiones internas de la clase trabajadora está desapareciendo. En teoría, esto debería abrir perspectivas para alianzas nuevas y ampliadas. Si los que sufren de ello pueden entender que la expropiación y la explotación son dos elementos analíticamente distintos, pero prácticamente aunados en un solo sistema capitalista, podrían concluir que comparten un mismo enemigo y que deberían unir sus fuerzas. Pero este efecto no es automático ni garantizado. Por ahora, al menos, los cambios asociados con el capitalismo financiarizado están engendrando paranoia y ansiedad, que a su vez conducen a formas exacerbadas de chovinismo, incluso en los populismos de derecha que discutimos al principio. La izquierda, como dije, debe rechazar taxativamente los terroríficos juegos tácticos del liberalismo con la palabra “populismo”. Sin miedo a esta palabra y dispuestos a conquistar a aquellos atraídos por sus variantes derechistas, debemos armar nuestra propia crítica estructuralista de izquierda del neoliberalismo progresista y nuestra propia visión transformadora de una alternativa emancipadora. Rompiendo definitivamente tanto con la economía neoliberal como con las diversas políticas de reconocimiento que últimamente la han apoyado, debemos desechar no sólo el etnonacionalismo excluyente, sino también el individualismo liberal-meritocrático. Sólo aunando una sólida política de distribución igualitaria con una política de reconocimiento sensible a las clases y sustantivamente inclusiva podemos construir un bloque contrahegemónico que nos lleve de la crisis actual hacia un mundo mejor.

En su libro “Fortunas del feminismo”, decía que las luchas por el reconocimiento así como por la redistribución, “no tienen un carácter inherentemente anticapitalista”, sino que debían “estar ligadas a luchas anticapitalistas”. ¿Cuáles son las consecuencias políticas de esta división y cómo seguir hacia delante?

Yo daría un paso atrás, históricamente, para contextualizar esos términos, “redistribución” y “reconocimiento”, que han sido términos clave para la forma en que he intentado comprender estos desarrollos durante varias décadas. Para mí, el término “redistribución” ya era una especie de concesión y de alguna manera una alternativa al socialismo o quizás un “socialismo light”. Es el socialismo que no se atreve a nombrarse a sí mismo. En otras palabras, cuando los movimientos obreros y otros movimientos radicales, los movimientos socialistas, estaban luchando contra las reglas básicas de la sociedad capitalista, las relaciones de propiedad, la apropiación de la plusvalía, etc., no hablaban en realidad de redistribución, sino de transformación estructural. Creo que el término “redistribución” fue desarrollado dentro de la socialdemocracia y supone en realidad que el problema es la distribución injusta de bienes divisibles. No se trata de cambiar las reglas de base, por decirlo de alguna manera. Yo diría que después de la Segunda Guerra Mundial, este paradigma redistributivo se volvió dominante en Estados Unidos, pero también en países socialdemócratas ricos, y en muchos Estados desarrollistas que no eran tan ricos, los Estados independientes que también intentaban “desarrollarse”. Y ciertamente corrientes importantes del movimiento obrero y de la izquierda, la izquierda socialdemócrata, retomaron este concepto de la redistribución. Hay varios problemas con esto, evidentemente, pero un problema adicional es que este fue un período, de la posguerra, en el cual ese modelo redistributivo empezó a aparecer como demasiado restrictivo. Entonces, creo que lo que sucedió como respuesta fue que se desarrolló un segundo paradigma junto con el paradigma dominante redistributivo, que yo y muchas otras personas han denominado “reconocimiento”, en el cual el problema no es sólo que uno quiere ser tratado de manera igualitaria, sino que quiere que se reconozca, apruebe y valide su especificidad. Pero, una vez más, la historia nos presenta muchas sorpresas. Porque el momento en el cual se desarrollaba el paradigma del reconocimiento también fue el momento en el que el modelo capitalista fordista en decadencia se encontraba con dificultades y cuando la redistribución socialdemócrata perdía su base económica. Entonces había dos sectores que parecían estar en conflicto. Tenemos que entender que hoy el “desarrollo” es la transición de una forma de capitalismo -la forma socialdemócrata administrada por el Estado- hacia otra, la forma financiarizada y globalizadora. Esa transición es la que está creando las alianzas extrañas y los antagonismos muy poco productivos entre sectores de la población que tal vez se habrían aliado en otras circunstancias.

En su trabajo, describe la historia del feminismo como un drama en tres actos. ¿Cuáles son y en qué medida vienen marcados por el cese de las luchas por la redistribución en favor del reconocimiento?

Cuando el feminismo de segunda ola irrumpió en los ‘60 y ‘70 formaba parte, claramente, de la Nueva Izquierda y de la oleada de levantamientos juveniles, del antiimperialismo. Era el tiempo de la Guerra de Vietnam, del movimiento por los derechos civiles, del poder negro. El feminismo de segunda ola desarrolló un cariz radicalmente anticapitalista, antiimperialista y antirracista. Hasta que empezó a gravitar en una dirección liberal y se convirtió en lo que yo llamaría un movimiento meritocrático en lugar de uno igualitario. La idea es que se intentan desmantelar las formas de discriminación que impiden el ascenso de las “mujeres talentosas” a la cima de la jerarquía corporativa. Según este modelo, la igualdad de género significa, en esencia, que las mujeres de la clase directiva sean iguales a los hombres de la clase directiva. No significa realmente desarrollar una sociedad igualitaria para todos.

Sin embargo, su relato no termina ahí. ¿Qué abre la puerta a la posibilidad de un tercer acto?

Cuando estalla la crisis financiera en 2007/2008, se empieza a cuestionar la idea del capitalismo neoliberal, globalizador y financiarizado. Comenzamos a ver una revuelta contra el neoliberalismo, que empieza a inquietarse. Esto constituye para
mí el tercer acto del drama, una oportunidad para un nuevo tipo de feminismo.