22 de septiembre de 2019

Cuentos selectos (XI). Antonio Dal Masetto: "Una voz"


“Creo que la literatura es también una forma de la amistad. Hay una relación secreta entre el lector y el autor que es amistosa, que es a distancia. El lector se siente amigo de ese autor. Creo que esta relación tiene la categoría de una cosa que se podría calificar como amistad, que es una de las mejores cosas que nos pasan a los humanos”. Quién así se expresaba en una entrevista es Antonio Dal Masetto (1938-2015), una persona cuya historia, como la de muchos otros italianos que emigraron a la Argentina tras la Segunda Guerra Mundial, conduce inexorablemente a la temática de la identidad y los viajes, a la experiencia del desarraigo y la integración.
Su vasta obra literaria, aun cuando no se limitó sólo a esas cuestiones, dejó una huella significativa en el testimonio de la experiencia inmigratoria, especialmente a través de la trilogía conformada por las novelas “Oscuramente fuerte es la vida”, “La tierra incomparable” y “Cita en el Lago Maggiore”. “Utilizo mi propia existencia para hacer ficción”, admitía al confirmar las huellas autobiográficas de esa trilogía sobre la inmigración. “He escrito sobre muchos temas. Creo que, esto es muy personal, todo lo que uno escribe finalmente configura una larga y abigarrada autobiografía. En cada libro uno pone un pedacito de sí mismo”.
Nacido en Intra, Italia, llegó junto a su madre y su hermana a la Argentina cuando tenía doce años, y junto a su padre -que había arribado dos años antes- la familia se instaló en Salto, provincia de Buenos Aires. La aventura de la naturaleza y la intemperie fueron su primera escuela antes de iniciar sus estudios primarios en un colegio religioso. Dal Masetto era el encargado de sacar a pastar las ovejas y las cabras. Las monjas le auguraron un destino como pintor y le contaron la historia del notable pintor y escultor prerrenacentista Giotto di Bondone (1267-1337), que era pastor y mientras cuidaba a las ovejas dibujaba con un carbón en las piedras.
El descubrimiento de la biblioteca pública de Salto fue el camino hacia la conquista definitiva de una lengua hasta entonces esquiva. Pronto se convirtió en su refugio personal y fue allí donde aprendió el castellano que le permitió sumergirse en los clásicos de Emilio Salgari (1863-1911) y, más adelante, forjar su carrera de escritor. “Para pintar necesitaba demasiado espacio. Para escribir con un lápiz y un cuaderno alcanzaba”, argumentó una y otra vez, en cada ocasión que tuvo que explicar por qué había elegido la literatura.


“Al llegar de Italia no conocía el idioma, tenía que adaptarme. A esa edad el adolescente tiene preguntas, interrogantes que no están muy clarificados, pero que le da la impresión de que no se los puede preguntar a nadie; primero porque no sabe cómo preguntarlos y segundo porque cree que son obvios, que son solamente suyos. Por lo tanto se cree una especie de elegido por el mal, y siente que está solo. Un día voy a la biblioteca del pueblo y de pronto abro un libro y me pongo a leer. Creo que era un escritor alemán. Y el tipo contaba la historia que yo estaba viviendo. El personaje era yo. No sé si era autobiográfico o el tipo había inventado un personaje, pero estaba contando los problemas que yo tenía. Entonces pensé: ‘Ah, entonces no estoy solo en el mundo, por lo menos hay uno más’. Y ahí tomé conciencia por primera vez de cuál podía ser una de las funciones de la literatura. Ese libro estaba ahí para que yo fuera, lo agarrara y me sacara un peso de encima. Esto es mágico”.
Al imaginario aventurero que le inyectó la temprana lectura del autor de las aventuras del pirata Sandokán -primero en su idioma original y luego las traducciones al castellano-, se fueron sumando Fiódor Dostoievski (1821-1881) y Henri Beyle Stendhal (1783-1842), entre otros de una larga lista en la que no podían estar ausentes varios narradores y poetas italianos como Giuseppe Ungaretti (1888-1970), Eugenio Montale (1896-1981), Salvatore Quasimodo (1901-1968) y Cesare Pavese (1908-1950). Fue así que, cuando tenía diecisiete años, una noche se fue de la casa familiar de Salto. Se instaló en una pensión en Sarmiento y Talcahuano en Buenos Aires y empezó a trabajar como cadete, después en una fábrica y luego como vendedor ambulante.
Sólo se entretenía con las lecturas desordenadas que le deparaban las librerías de segunda mano. Escribir era, en esa época, un afán pendiente que habría de orientarse con el conocimiento sistemático de Herman Hesse (1877-1962) y se definiría con Albert Camus (1913-1960), un asombro que lo marcó para siempre. Las charlas en los bares y en las librerías, a fines de la década del ‘50 y principios de los ‘60, eran como puertas de acceso a un mundo cultural que para ese joven italiano parecía infranqueable. Pronto conoció al escritor, traductor y periodista Miguel Grinberg (1937) y juntos sacaron la revista “Eco Contemporáneo” entre 1961 y 1969. En las páginas de esa revista Dal Masetto publicó sus primeros cuentos.


Así comenzó su larga carrera como escritor, la que incluye numerosas novelas y cuentos. Entre sus libros, publicados muchos de ellos en España, Italia, Francia, Alemania, Suiza e Israel, están -además de la trilogía antes mencionada- “Siete de oro”, “Ni perros ni gatos”, “Reventando corbatas”, “Amores”, “Señores más señoras”, “Hay unos tipos abajo”, “Siempre es difícil volver a casa”, “Imitación de la fábula”, “Crónicas argentinas”, “Bosque”, “Demasiado cerca desaparece”, “Sacrificio en días santos”, “Tres genias en la magnolia”, “Fuego a discreción” y “Gente del bajo”. El siguiente cuento breve, “Una voz”, apareció publicado en “El padre y otras historias” en 2012.

UNA VOZ

El teléfono sonó pasada la medianoche. Atendí y oí la voz de una nena:
— Abuelo, soy yo.
— No soy tu abuelo -le contesté-, ¿con qué número querés hablar?
Pero no me escuchó porque su voz llorosa se mezcló con la mía para decirme:
— Abuelo, te llamo porque tengo miedo.
Ya no insistí tratando de explicarle que no era el abuelo y pregunté:
— ¿Con quién estás?
— Sola.
— ¿No hay nadie en tu casa?
— No.
— ¿Y tu mamá?
— Mi mamá salió, se va por ahí y vuelve tarde.
— Es bastante tarde, ya debe de estar por llegar.
— ¿Y si no llega?
— En algún momento va a llegar, no tenés que preocuparte, tendrías que irte a la cama y dormir.
— Vos, cuando eras chico y te dejaban solo, ¿te morías de susto?
— No.
— Yo sí.
— A mí me parece que deberías acostarte y dormir. Cuando despertés tu mamá va a estar con vos.
— Me siento sola, tengo miedo.
— ¿Miedo de qué?
— De que me agarren, de que me pase algo, y también tengo miedo de que le pase algo a mi mamá.
— No le va a pasar nada a tu mamá.
— Si hoy no viene, mañana vas a tener que venir a buscarme porque quiere decir que le pasó algo.
— Ya vas a ver que no le pasa nada.
— Hay ruidos, me dan miedo.
— Son solamente ruidos.
— Quisiera que vengas para no sentirme sola.
— Tenés que tranquilizarte.
— Yo trato de estar tranquila, pero igual me da miedo, oigo pasos y estoy temblando de miedo.
— Conversá conmigo, no tengas miedo.
— Tengo miedo de los ruidos.
— Ya te dije, no son más que ruidos.
— Voy a contarte algo, pero no tenés que decírselo a mi mamá.
— ¿Qué es?
— Hoy lloré mucho.
— ¿Por qué?
— Porque me siento sola. Cómo quisiera que pudieses venir para acá. ¿Podemos charlar un poco más?
— Charlemos todo el tiempo que quieras. Pero me parece que estás muy cansada y tenés que ir a dormir.
— Sí, abuelo, pero lo que pasa es que cuando me siento sola y tengo miedo no puedo dormir y tiemblo. Cuando estoy hablando con alguien, aunque sea por teléfono, no me siento sola.
— Entonces sigamos hablando.
— Abuelo, oí un ruido en la puerta de la otra habitación.
— Tranquila, es tu imaginación.
— Abuelo, cómo quisiera que estés acá.
— Estamos hablando.
— Por favor, no nos quedemos callados, oigo pasos, oigo ruidos, quisiera salir de esta casa.
— A lo mejor es tu mamá que vuelve.
— No, no es mi mamá -llora-. ¿Y si le pasó algo?
— No le va a pasar nada. Tu mamá está bien.
— Sí, mi mamá está bien, está bien de salud, lo que no me gusta es que me deje acá sola. Tengo mucho sueño, pero no puedo dormir porque necesito estar con alguien, me da miedo, ¿me entendés, abuelo?
Ya no pude contestarle porque se cortó la comunicación. Durante un rato esperé junto al teléfono. Me decía: imposible que acierte por segunda vez con este número. En efecto, no hubo otro llamado.