17 de noviembre de 2019

En defensa de Descartes

El filósofo alemán Georg W. F. Hegel (1770-1831) calificó a René Descartes (1596-1650) como el padre de la filosofía moderna. Para el autor de "Phänomenologie des geistes" (Fenomenología del espíritu), Descartes fue el primero en liberar al pensamiento de los límites de la escolástica tradicional, consumando la ruptura absoluta con Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) y desarrollando la filosofía que presidió la revolución cien­tífica del siglo XVII: la filosofía mecanicista.
Si bien con el tiempo los planteamientos cartesianos fueron mostrando sus debilidades y sus contradicciones, su genio científico fue tan grande que le permitió establecer las bases del raciona­lismo en descubrimientos y reflexiones sobre las mate­máticas, la óptica, la meteorología, la fisiología, la anato­mía, la embriología y hasta la música.En 1631, por ejemplo, aplicó la formulación algebraica a problemas geométri­cos -concepto básico de la moderna geometría analítica- y formuló en óptica la ley de la re­fracción. No obstante, su preocupación por la metafísica fue dominante: se puede señalar el año 1628 como punto de partida para este tipo de reflexiones, originadas en su insatisfacción por los estudios sobre filosofía escolástica que siguió en el célebre colegio jesuita de La Fleche, en cuyos libros de texto sólo encontró incertidumbre, contradic­ciones y decepciones.
Descartes osciló durante toda su vida entre la aceptación de las verdades eternas -a pesar de su oposición a las ideas del teólogo y filósofo italiano Tomás de Aquino (1225-1247)-, y la for­mulación estrictamente racional de una duda que le permitiese plantear la realidad a partir de una mente "vacía", es decir, sin cualidades innatas. Esta situación le ocasionó conflictos y tormentos interiores, teniendo en cuenta el carácter esencial­mente contradictorio de la época en que le tocó vivir. La búsqueda de la verdad lo acompañó durante toda su vida a pesar de su permanen­te sometimiento a los dogmas de la religión, frente a los que trató de hallar una solución de compromiso que lo librara de eventuales acusaciones de heterodoxia. Esto, a pesar de todo, no lo pudo evitar: el culto y progresista siglo XVII, heredero del Renacimiento e iniciador de una nueva visión científica fue vencido por el bárbaro, inquisitorial e intolerante si­glo XVIII.


Es llamativa la actitud indiferente de Descartes frente a los acontecimientos de su tiempo, como sucedió, por ejemplo, con el gran conflicto político-reli­gioso de la época, la Guerra de los Treinta Años, que aniquiló a un tercio de la población alemana y convirtió a Europa en escenario de una carnice­ría vergonzosa y absurda. Descartes, a pesar de haberse enrolado en el ejército, no participó en ningún aconteci­miento bélico. Su papel fue el de un mero espectador ocupado en su pro­pia vida interior y en sentar las primeras bases de su filosofía. Así, dedicó todos sus esfuerzos al propósito de inventar una "ciencia admirable" destinada a unificar todos los conocimien­tos y encauzarlos hacia la renovación que pretendía combatir activamente los prejuicios derro­cando al principio de autoridad y la concepción antropomórfica del universo, esto es, aquella de atribuir a un dios las ideas, los sentimientos, las pasiones y los actos del hombre.
De esta manera, dentro del contexto enmarcado por el surgimiento de la burguesía, el progresivo abandono del modo de producción feudal y la constitución de los Estados nacionales con sus renovadas relaciones con la iglesia, Descartes se encolumnó con Tycho Brahe (1546-1601), Johannes Kepler (1571-1630) y Galileo Galilei (1564-1642) en física y astrono­mía; con Miguel Servet (1511-1553) y Andreas Vesalio (1514-1564) en medicina; y con John Neper (1550-1617), Niccoló Tartaglia (1500-1557) y Francois Viéte (1540-1603) en matemáti­cas, entre muchos otros, los que vinieron a demostrar que la revolución car­tesiana no fue un hecho aislado.


En el mencionado año de 1628 escribió su primera obra metafísica, "Regulae ad directionem ingenii" (Reglas para la dirección del espí­ritu), libro publi­cado póstumamente en 1701 y cuya idea funda­mental era la de que la unidad del espíritu humano, sea cual fuere la diversidad de los objetos de la investigación, debe permitir el establecimiento de un método universal. El conocimiento depende por entero de la utilización de la mente humana; si ese uso es correcto, conduce a la verdad; si no lo es, al error. Para llegar a la utili­zación correcta, propuso eliminar opiniones preconcebidas y seguir la estricta práctica de un método analítico y ordenado tal como se hace en las matemáticas. Esta idea de la unidad del conocimiento y la for­mulación de un método específico son las dos ideas fundamentales del aporte de Descartes a la historia de la filosofía y fueron ampliamente desarrolladas en sus obras posteriores.
Antes de aplicarse al establecimiento de una firme base metafísica para su método, Descartes llevó a cabo un intenso trabajo científico en los campos de la óptica, la meteorología, las matemáticas, la fisiología, la anatomía y la em­briología, dentro del proyecto de una ambiciosa obra general que iba a constituir un tratado del Mundo. Este trabajo quedó interrumpido cuando tuvo noticia de la condena de Galileo por la Inquisición, de quien era -en física- parti­dario. Cuando por fin, en 1637, se atrevió a publicar tres pequeños extractos -"Dioptique" (Dióptica), "Météores" (Meteoros) y "Géométrie" (Geometría)- les añadió un prefacio que sería nada menos que el "Discours de la méthode" (Discurso del método).
Cuando publicó el "Discurso del método" aparecieron algunas contradicciones en su pensamiento. Si bien, por un lado impulsó la unidad de las ciencias del conocimiento, rechazando la diferenciación escolástica, por otro lado defendió la separación radical de cuerpo y alma, de hombre y naturaleza, de mundo material y mundo espiritual, es decir, de los objetos del conocimiento. Por ese camino llegó a plantear en la obra mencionada, que el Universo se componía de dos clases de sustancias diferentes: la materia o sustancia extensa (objeto de la física) y la mente o sus­tancia pensante (objeto de la metafísica).


Los estudiosos señalaron que esta obra fue una estrate­gia del filósofo para presentar las obras científicas -que tenían un carácter mecanicista- ante los ojos de la siempre atenta Inquisición, anteponiéndoles un texto en el que presentaba su plena fe y seguridad en la existencia de Dios y en la naturaleza puramente espiritual del alma. Aunque el "Discurso del método" no encaja muy bien como prefacio de los trabajos científicos, resulta evidente que la preocupación del pensador por dichos temas y por la metafísica en general, impregnaba todas y cada una de sus obras filosóficas.
En las "Méditations sur la philosophie première" (Meditaciones metafísicas) publicadas en 1641, Descartes se ocupó de la metafísica; con ellas alcanzó definitivamente la fama como uno de los mayores filósofos del siglo XVII. A pesar de sus esfuerzos por presentar doctrinas compatibles con los dogmas católicos, las "Meditaciones" dieron lugar a fuertes controversias de fondo teológico. Rápidamente fue acusado de ateísmo por el rector de la Universidad de Utrecht, el teólogo calvinista Gisbertus Voetius (1589-1676), y condenado en 1642 y 1643 por las autoridades locales; la intervención del embajador francés evitó mayores consecuen­cias. En 1645 un decreto de dicha Universidad zanjó la cuestión prohibiendo la publicación de obras a favor o en contra de la doctrina carte­siana. Dos años después fue acusado de pelagianismo, una anti­gua teoría declarada herética que se basaba en la voluntad igualmente libre para elegir hacer el bien o el mal. Los jesuitas franceses, por su parte, le dispensaron un frío recibimiento.


Lo mismo ocurrió con la institución que respetó durante toda su vida hasta el extremo de mantener una sumisión difícil de asociar con su mente libre y desprejuiciada: la Iglesia Católica y dentro de ella los jesuitas. Las "Meditaciones" se publicaron, tanto en latín como en francés, acompañadas de las "Objections" (Objeciones) y "Réponses" (Respuestas) que se había dedicado a reunir y comentar, demos­trando con ello que estaba abierto al diálogo y a la crítica. No obstante, a pesar de ello y del tono humilde de su nota introductoria, dirigida a los "señores decanos y doctores" de la Facultad de Teología de París, la aprobación de éstos no fue obtenida jamás. Tras la persecución que sufrió durante toda esa década por parte de las auto­ridades de su tiempo, intentó aún una reelabora­ción de sus teorías que las hiciese aceptables para los católicos y particularmente para los jesuitas, pero también eso fue en vano. Finalmente en 1662 -doce años después de su muerte- todas sus obras fueron incluidas, a manera de persecu­ción póstuma, en el Index de libros prohibidos.
El monje benedictino Anselmo de Canterbury (1033-1109) había formulado en el siglo XI un argumento ontológico para demostrar la existen­cia de Dios. Consistía en afirmar que la idea de Dios, siendo éste un ser perfecto, implicaba su exis­tencia, ya que la carencia de este atributo -la existencia- conllevaría la imperfección. Descar­tes lo aceptó matizándolo: para él, ninguna esen­cia finita implicaba la existencia; solamente la idea de infinito implicaba la existencia del infinito. Immanuel Kant (1724-1804) refutó en la "Kritik der reinen vernunft" (Crítica de la razón pura, 1781) la postura cartesiana afirmando que la exis­tencia no era un atributo del mismo tipo que el color, la forma, etc.; el concepto de una cosa era el mismo existiese o no, la diferencia estaba en el hecho de que existiera o no existiera. No era posible -según el filósofo alemán- deducir la existencia de un objeto a partir de su definición, como sí podría serlo un atributo cual­quiera.


Muchos de estos aspectos no tienen ya interés vital para el hombre de hoy; sí lo tiene, como explicó el filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976) en su ensayo "Sein und zeit" (Ser y tiempo) publicado en 1927, el hecho de que Descartes -en su proposición "cogito ergo sum" (pienso luego existo)- expresó la primacía del yo humano y por ello una nueva posición del hombre, el que se convirtió en el fundamento y la medida necesarios para fundar y medir toda certidumbre y toda verdad. En definitiva, muchas cosas terminaron con Descartes, pero muchas más empezaron.