19 de octubre de 2020

Acerca del origen de la nacionalidad argentina

El nacimiento del Virreinato del Río de la Plata, el 1° de agosto de 1776, provoca algunas consideraciones que aún no forman parte de la conciencia histórica de los argentinos, en quienes nunca ha sido posible introducir en su mente, influida por la escuela primaria, la elemental idea de que su nacionalidad es anterior a su independencia. Es como si los italianos pensaran que no son una nación sino desde 1860, cuando los Saboya crearon un Reino unitario, o los alemanes desde 1870, cuando Otto von Bismarck (1815-1898) colocó la corona impe­rial en la cabeza de un Hohenzollern.
Lo que nace en 1816 es una República inde­pendiente, meta inconsciente de la insurrección municipal de 1810, cuyos mentores juraron lealtad a España -su patria- y eran -sin excepción- monárquicos. Pero el sentimiento nacio­nal se había formado en los dos siglos anterio­res. Antes de la Independencia hubo un período poblacional, desde la llegada en 1534 del primer Adelan­tado, Pedro de Mendoza (1487-1537) o, si se quiere, desde el descubrimiento del territorio en 1502; luego un período colonial, desde 1618, cuando la Corte designa al primer Gobernador de Buenos Aires, Diego de Góngora (1570-1623); y por fin un período virreinal, que comienza con el nombramiento en 1776 de Pedro de Cevallos (1715-1778).
Los argentinos empezaron a llamarse así -y a reconocerse como tales- a partir de 1537, cuando Domingo Martínez de Irala (1509-1556) fundó Asunción con el propósito de mandar expediciones a los montes de plata que los indios situaban hacia el oeste: se referían al cerro de Potosí (en la actual Bolivia). La primera idea de una con­ciencia localista aparece en 1544, con la revolución que aprisionó a Alvar Nuñez Cabeza de Vaca (1507-1559) y puso en su lugar a Irala, cuya influencia se prolongaría hasta su muerte, y se afianza en 1580 con la segunda fundación de Buenos Aires por Juan de Garay (1528-1583). Esa concien­cia se torna incontrastable en 1592 con otra revolución, de la que surge Hernando Arias de Saavedra (1561-1634), nativo de Asunción, el primer criollo que gobernó en América reelegido por sus paisanos y confirmado por la Corte durante casi treinta años.
Los gobernadores -todos oriundos de la me­trópoli- se suceden durante un siglo y medio; pero ya su poder está limitado por uno superior, el del Consejo de Indias, y otro inferior, el de los Cabildos, formados por "la parte principal y sana del vecindario", cuya creciente autonomía garantiza los intereses locales. La creación del cuarto Virreinato indiano, después del de Nueva España o México en 1535, el del Perú en 1542 y el de Nueva Granada o Colombia en 1739, obedeció no sólo a causas circunstanciales -la necesidad de rechazar las invasiones portuguesas a la Banda Oriental y a las Misiones (1767) y la británica en Malvinas (1764)- sino a la nueva política internacional borbónica y al impetuoso desarrollo de Buenos Aires y el país interior.
El Río de la Plata era un centro orienta­do hacia Europa que España había querido hasta entonces mantener en un relativo aisla­miento, pero que ella misma se vio obligada a defender cuando advirtió que era codiciado tanto por los portugueses como por los ingleses. Los gobernantes españoles habían intuido el valor geopolítico, estratégico y económico del Atlántico Sur, donde se iba a disputar el dominio del mundo, con ventajas para Gran Bretaña en donde la Revolución Industrial ya había comenzado. Pero los colonos y sus descendientes habían merecido -y exigían- la autonomía institucio­nal, administrativa y militar. La ciudad de Buenos Aires -en cuyas inmediaciones prospe­raba maravillosamente la ganadería- se distinguió desde temprano por tener una pujante vocación mercantil, radicada en un puerto que se había convertido en un paraíso del contrabando y su clase dirigente había con­traído un espíritu cosmopolita y tendencias democráticas. La provincia era inmensa: abar­caba desde Río Grande -comarca disputada por los portugueses- hasta el Cabo de Hornos, en la ruta descubierta en 1519 por Fernando de Magallanes (1480-1521).
Hasta entonces dependía del Virreinato del Perú, pero al segregarla, los consejeros del rey Carlos III de Borbón (1716-1788) le añadieron territorios aún más dilatados que el suyo propio. No sólo las gobernaciones de Montevideo, Misiones y Malvinas, sino también la del Paraguay (de donde había bajado la primera corriente colonizadora), las de Tucumán y el Alto Perú (estrechamente vinculadas a Lima) y la de Cuyo, aún integrada en la capita­nía general de Chile. La población no estaba repartida como aho­ra: cuando la de Buenos Aires se estimaba en 30.000 habitantes, la del Alto Perú era veinte veces mayor. En total, medio millón de blancos y tal vez el doble entre negros, mulatos, zambos, mestizos e indios poblaban unas quince ciudades. Las más antiguas eran Santiago del Estero (1544-53) y Córdoba (1574), sede de la primera Universidad. También tenía la suya Chuquisaca, desde donde la Audiencia administraba jus­ticia. Próxima estaba Potosí, con su cerro colmado de plata.
El Virreinato del Río de la Plata cubría la cuarta parte de América del Sur. Quizá no hubo en el mundo un Estado más vasto, con tantos climas diferentes y tan variados recursos naturales. El primer Virrey, en antes mencionado Pedro de Cevallos, al frente de la más fuerte y numerosa expedición que haya zarpado desde España, escarmentó definitiva­mente a los portugueses y sólo una componenda diplomá­tica urdida a sus espaldas en Europa, le impidió recuperar Río Grande, mientras las tropas porteñas aplasta­ban las revueltas indígenas en tierras lejanas. Españoles y criollos, unidos, vencieron por dos veces a la primera potencia del mundo -Gran Bretaña-, que pretendía explotar en estas regiones su dominio del Atlán­tico Sur conquistado en la batalla de Trafalgar en 1805. Bajo el mando consecutivo de diez virreyes -el undécimo, Baltasar Hidalgo de Cisneros (1756-1829), no duró sino nueve meses-, la gloria militar fue tan constante como el progreso cultural y económico.


Pero sólo se mantuvo a lo largo de cuarenta años. El derrum­be del Imperio Español y los errores políticos cometidos en Buenos Aires desde 1810 -que condujeron a la momentánea extinción del Estado en 1820-, despedazaron ese grandioso Estado. Uno tras otro, se perdieron la Banda Oriental, el Paraguay y el Alto Perú. Dos siglos más tarde, subsisten aún las agudas tensiones entre la ciudad-puerto y el interior, entre la Capital poderosa y las provincias -la mayoría de ellas- empobrecidas, como un vestigio de la Argentina que alguna vez fue.

13 de octubre de 2020

Arquímedes y el método de Heiberg

No es mucho lo que se sabe con certeza acerca de la vida de Arquímedes de Siracusa, a pesar de que su figura fue enaltecida o deformada por innumerables anécdotas y leyendas de toda índole. El hecho indudable de haber muerto a manos de un soldado romano en el saqueo que siguió a la caída de Siracusa en el año 212 a.C. bajo el control del cónsul romano Marco Claudio Marcelo (268-208 a.C.) y el testimonio del gramático bizantino Johannes Tzetzes (1110-1180), según el cual, Arquímedes habría vivido setenta y cinco años, sitúan la fecha de su nacimiento en el año 287 a.C.
La vida de Arquímedes transcurrió entonces en pleno período helenístico o alejandrino (323 a.C. a 30 a.C.), y es muy probable que visitara Alejandría y frecuentara a los sabios del Museo y de la Biblioteca, como lo hace suponer las cartas que más tarde envió, con trabajos científicos, a los matemáticos Conón de Samos (280-220 a.C.) y Eratóstenes de Cirene (276-194 a.C.). Pasó, sin duda, el resto de su vida en su ciudad na­tal, viviendo las vicisitudes de las primeras guerras púnicas, bajo el largo reinado de Hierón II (306-215 a.C.), con quien estaba vinculado y hasta quizás emparentado.
De atenerse a las leyendas que adornaron su vida, Arquímedes fue célebre y famoso entre sus conciudadanos: "Mostradme un hombre que haga crecer dos espigas de trigo donde hoy sólo crece una y le concederé más honores que a Arquímedes" dijo el propio rey Hierón. Esa fama de inventor ingenioso llegó hasta la actualidad a través de los escritos de los historiadores Polibio de Megalópolis (203-120 a.C.), Tito Livio (64 a.C.-17 d.C.) y Plutarco de Queronea (46-120) entre otros escritores antiguos, los que -en forma algo variada y con ribetes novelescos- narraron la vida del notable ingeniero militar de Siracusa. De todas maneras, su fama no descansa sobre esas hazañas, reales o no, verosímiles o no, sino en los escritos que de él se han conservado; escritos que no se refieren a sus inventos mecánicos, sino a ajustados trabajos científicos que lo convirtieron no sólo en el más grande de los matemáticos griegos, sino en uno de los más grandes matemáticos de todos los tiempos.


La obra de Arquímedes se perfila con caracteres propios frente a la de los otros dos grandes matemáticos alejandrinos: Euclides de Alejandría (330-275 a.C.) autor de "Los elementos", un sistema de conocimientos -en gran parte originales- ordenados y compilados científicamente, y Apolonio de Perga (262-190 a.C.), autor de "Sobre las secciones cónicas", una extensa monografía que trató de agotar un tema agregando a lo conocido muchísimos aportes propios y bautizando a las secciones del cono con sus nombres actuales: parábola, hipérbola y elipse.
Arquímedes, en cambio, se reveló exclusivamente como investigador. Sus escritos son cabales memorias científicas en las que se da por conocido todo lo antes creado sobre el tema y se aportan nuevos elementos. No obstante, en su obra, los escritos aparecen algo inconexos respecto de los temas; pero todos son originales, todos aportaron una nueva contribu­ción, un nuevo método o una nueva idea. Redactados en su dialecto dórico, siguió rigurosamente el método euclideano de fijar previamente las hipótesis que postula, a las que les siguen los teoremas cuidadosamente elaborados y terminados, pero en los que el proceso utilizado para lograr los resultados parece haberse ocultado deliberadamente, circunstancia que unida a la dificultad a veces intrínseca del tema, no hace fácil la lectura.


Por la índole misma de esos escritos y por el hecho, casi seguro, de haberse perdido algunos de ellos, no es fácil ordenarlos, ni lógica ni cronológicamente. De todas maneras, se han conservado doce escritos: "De la esfera y del cilindro", en el que se refiere a propiedades de los cuerpos redondos: esfera, cono y cilindro; "De la medida del círculo", que contiene la equivalencia entre el círculo y el triángulo cuya altura es el radio y su base la circunferencia rectificada; "De los conoides y de los esferoides", en el que se ocupa de los sólidos engendrados haciendo girar una elipse (esferoide) o una parábola o hipérbola (conoides) alrededor de uno de sus ejes; "De las espirales", donde estudia las propiedades de la curva; "Del equilibrio de los planos", un tratado de estática con definiciones, postulados y demostraciones; "El arenario", en el que se propone contar y dar nombre al número de granos de arena que llenan el universo desarrollando un sistema de numeración con el que se pueden representar tales magnitudes; "Cuadratura de la parábola", donde demuestra la equivalencia entre un segmento de parábola y un triángulo; "De los cuerpos flotantes", un cabal tratado de hidrostática; "Sobre el método relativo a los teoremas mecánicos", donde da a conocer las bases en las que se apoyan sus descubrimientos; "Stomachion", una especie de rompecabezas geométrico que trata sobre las relaciones de los diversos ángulos de catorce piezas de formas poligonales diversas que forman inicialmente un cuadrado; "Libro de los lemas", una reunión de proposiciones de geometría plana, y "Problema de los bueyes", un difícil problema sobre la teoría de los números.
Además de los escritos anteriores, hoy existentes, se le adjudican obras perdidas, de las que se tienen noticias, ya por él mismo, ya a través de fuentes griegas o árabes. Así, por ejemplo, se menciona un tratado sobre los poliedros regulares, donde Arquímedes enumera trece poliedros semirregulares, es decir, poliedros cuyas aristas y ángulos poliedros son todos iguales, pero las caras son polígonos regulares no todos iguales.
Las contribuciones de Arquímedes a la geometría revolucionaron la materia, y sus métodos sobre cálculo integral se anticiparon unos 2.000 años a Isaac Newton (1643-1727) y Gottfried Leibniz (1646-1716). Lo sorprendente es que los trabajos matemáticos de Arquímedes fuesen relativamente poco conocidos inmediatamente tras su muerte. Al respecto, el historiador de la ciencia Marshall Clagett (1916-2005) escribió en "Archimedes in the Middle Ages" (Arquímedes en la Edad Media, 1984): "A diferencia de los Elementos de Euclides, los trabajos de Arquímedes no fueron ampliamente conocidos en la antigüedad. Es cierto que algunos de sus trabajos individuales fueron estudiados en Alejandría, ya que Arquímedes fue a menudo citado por tres eminentes matemáticos de Alejandría: Heron, Papo y Teón. Sólo después de que Eutocio sacara ediciones de alguno de los trabajos de Arquímedes con comentarios en el siglo VI d.C., llegaron los importantes tratados a convertirse en más ampliamente conocidos".
Muy curiosa resulta la historia de los manuscritos del "Método", la obra más estudiada de Arquímedes, pues es la que ha llegado hasta el presente con mayor exactitud. El "Método" desapareció de la circulación en tiempos desconocidos y no fue recuperada hasta 1906, gracias a la sagacidad del eximio erudito Johann Ludwig Heiberg (1854-1928). El gran helenista e historiador de la Matemática exhumó la obra de Arquímedes en circunstancias casi novelescas, de un palimpsesto medieval (pergamino en el que el primer texto escrito ha sido lavado para escribir una obra nueva) de la biblioteca del Priorato del Phanar del Patriarcado griego del Santo Sepulcro de Jerusalén, en Constantinopla (hoy Estambul, Turquía).


Tras una titánica labor de arqueología matemática, Heiberg consiguió transcribir, letra a letra, el contenido del texto arquimediano, reconstruir figuras semiborradas y restablecer el orden secuencial de las hojas que había sido muy alterado. Tras la Primera Guerra Mundial, el manuscrito fue adquirido por una familia francesa que lo conservó hasta 1998, cuando decidió venderlo en una subasta celebrada en la sala Christie's de Nueva York. El anuncio de la subasta movilizó al gobierno griego que intentó paralizarla con el argumento de que el manuscrito había sido robado. Sin embargo, la demanda no prosperó y el "Método" salió a la venta. En un último intento por recuperar la obra, el gobierno de Grecia, acudió a la subasta llegando a ofrecer 1,9 millones de dólares, pero un coleccionista norteamericano -cuya identidad no se reveló- pagó 2,2 millones de dólares y lo adquirió para luego prestarlo al Walters Art Museum con sede en Baltimore, para que se exhibiese al mundo.

4 de octubre de 2020

Dibujos animados. Un preludio

Los dibujos animados nacieron antes que el cine mismo. Para conocer sus orígenes hay que remontarse a las célebres "Pantomimes lumineuses" (Pan­tomimas luminosas) que el inventor francés Emile Reynaud (1844-1918), tras crear el praxinoscopio -basado en el análisis del movimiento y su reproducción-, exhibía desde 1892 en el Museo Grévin para asombro y de­leite del público parisino. Pero, Reynaud pintaba sus muñecos directamente sobre una ban­da de papel y no como se haría más tarde, es decir, fotografiando sobre película las series de dibujos. Para que el cine de animación fuera una rea­lidad fue necesario inventar previamente el artificio llamado "paso de manivela" o "imagen por ima­gen", cuya paternidad se disputan el inglés James Stuart Blackton (1875-1941), el español Segundo de Chomón y Ruiz (1871-1929) y el francés Georges Mélies (1861-1938).


Sin embargo, el auténtico pionero de los dibujos animados no fue ninguno de ellos, sino el francés Emile Cohl (1857-1938), que acabó sus días en la miseria a pesar de ser el fundador de un género que re­portaría con el correr de los años inmensos beneficios económicos. Cohl creó sus primeros muñecos en Fran­cia hacia 1908, pero prosiguió su carrera en los Es­tados Unidos desde 1914, en donde dio vida, con la co­laboración del historietista George McManus (1884-1954), al personaje Snookum, protagonista de la primera serie de dibujos ani­mados del mundo. De regreso en Francia al finalizar la guerra, creó en 1918 junto a Louis Forton (1879-1934) la serie protagonizada por Pieds Nickelés.
Si bien el género nació en Francia, conoció su des­arrollo y esplendor en los Estados Unidos. Muy poco después de que Cohl iniciase sus experiencias animadas, el historietista Winsor McCay (1867-1934) creaba en Norteamérica el curioso y sim­pático personaje Gertie el dinosaurio en 1909, inspirándose en el estilo de las historietas cómicas po­pulares. Fue también el norteamericano Earl Hurd (1880-1940) quien perfeccionó decisivamente la técnica de los dibujos animados, al patentar en 1915 el uso de hojas transparentes de celuloide para dibujar las imágenes, lo que permitió su­perponer a un fondo fijo las partes en movimien­to. Este método de trabajo, mejorado por los dibujantes Raoul Barré (1874-1932) y Bill Nolan (1894-1956), que introdujo el movimiento de panorámica en los fondos, abrió una etapa de gran progreso en los dibujos animados.


Los hermanos Max Fleischer (1883-1972) y Dave Fleischer (1894-1979) dieron vida a personajes que alcanzaron gran populari­dad, como el travieso payaso Koko entre 1920 y 1930, y la seductora Betty Boop entre 1930 y 1939, la parodia de una vampiresa con su boca en forma de corazón y su traje ceñido con falda corta inspirado en la popular cantante Helen Kane (1903-1966), que alborotó a las ligas puritanas y final­mente fue prohibido por el Comité Nacional Republicano que presidía el censor William Harrison Hays (1879-1954). El persona­je más duradero de los hermanos Fleischer fue el marinero Popeye (1930/1947), creado ori­ginalmente por el historietista Elzie Crisler Segar (1894-1938) para una publicidad de espinacas en conserva, y que luego devino en la inolvidable serie animada en la que mantenía eternas peleas con el barbudo Bluto, disputándose el corazón de Olivia, a quien siempre recuperaba gracias a la contundente fuerza que obtenía gracias a la oportuna ingestión de espinacas. Su popularidad fue tan grande que la Marina norteamericana lo utilizó en sus campañas de reclutamiento antes de la Segunda Guerra Mundial.
El australiano Pat Sullivan (1887-1933), por su parte, fue el autor en 1917 del afortunado gato Félix, una suerte de preludio de los animales antropomórficos que crearía Walt Disney tiempo después. Nacido en Chicago el 5 de diciembre de 1901 y fallecido en Hollywood el 15 de diciembre de 1966, el caricaturista y dibujante publicitario Walt Disney se interesó por los dibujos animados hacia 1919 y creó la serie Alice Comedies (1924/1926) y la del conejo Oswald (1927/1928), el antece­dente del ratón Mickey que apareció en 1928, ideado probable­mente por su ayudante Ubbe Ert Iwwerks (1901-1971).


La incorpora­ción del sonido en 1928 le permitió jugar con los efectos musicales, creando felices gags cómicos. La etapa de las "Silly symphonies" (Sinfonías tontas) se inició con "Skeleton dance" (La danza macabra, 1929), en donde unos esqueletos golpeaban sus huesos emitiendo notas de xilofón, y también adoptó la nueva tecnología del Technicolor para reproducir en pantalla los colores reales, a partir de "Flowers and trees" (Arboles y flores, 1932). Disney dio vida a una pintoresca fauna humanoide, como Horacio el Caballo en 1929, el perro Pluto y la vaca Clarabella en 1930 y el pato Donald en 1934, que caricaturizaban bajo sus rasgos animales la psicología de los humanos. Mickey Mouse, el prime­ro de la serie y surgido de las cintas musicales, compañero de la encantadora Minnie (creada también en 1928), fue un personaje cándido y bondadoso, que se convirtió en símbolo del triunfo del débil sobre la fuerza bruta.
Pero poco a poco, los personajes fueron ha­ciéndose más complejos, astutos y hasta agresivos, como el perro Pluto y sobre todo el pato Donald, una certera caricatura del norteamericano medio, audaz e infantil, vanidoso e irascible, pre­sa fácil de rabietas y de euforias delirantes. Todo este conjunto de animales estilizados, como la coqueta pata Daisy creada en 1940 o el simpático, perezoso y despistado Goofy o Tribilín creado en 1932, surgió de las fantasías de Disney, quien además recreó la fábula de "The three little pigs" (Los tres cerditos, 1935), en la que el cerdito trabajador no era devorado por el lobo, en consonancia con las consignas políticas del New Deal del presidente Franklin Roosevelt (1882-1945). En 1935 consiguió Disney un nuevo método que facilitaba la descomposición del dibujo en varios términos in­dependientes y que utilizó por primera vez en "The old mill" (El viejo molino, 1937).


La madurez de su compleja organización industrial le permitió abordar los primeros largometrajes de dibujos animados en la historia del cine. El primero de ellos fue "Snow White and the seven dwarfs" (Blancanieves y los siete enanitos, 1937), que obtuvo un gran éxito mundial. La realización de un largometraje de esta es­pecie, que costó 1.700.000 dólares y contó con cer­ca de 400.000 dibujos, necesitó una vasta, rígida y eficaz organización, con una acentuada división del trabajo. Esta era, precisamente, una de las características de los estudios de Disney en Burbank, en donde se produjeron luego "Pinocchio" (Pinocho, 1940), inspirado libremente en el per­sonaje creado en 1880 por el italiano Carlo Collodi (1826-1890), "Dumbo" (1941) y "Bambi" (1942), que confirmaron las virtudes y limitaciones del gran mago de los dibujos animados.
Seguro de sí mismo, Walt Disney emprendió con "Fantasía" (1940) un ambicioso experimento audiovisual, intentando plasmar en imá­genes la música de Bach (Toccata y fuga), Tchaikowski (Cascanueces), Dukas (El aprendiz de bru­jo), Stravinsky (La consagración de la primave­ra), Beethoven (La sinfonía pastoral), Ponchielli (La danza de las horas), Mussorgsky (Una noche en el Monte Pelado) y Schubert (Ave María). Para conseguirlo, com­binó imágenes reales con dibujos animados e ideó para la película un sistema de sonido estereofónico con cuatro pistas llamado Fantasound, sistema que había ensayado en 1934 el pionero del cine mudo francés Abel Gance (1889-1981).
"Fantasía" se inscribió en el dibujo ani­mado de vanguardia, que había conocido ya algunas curiosas experiencias audiovisuales en Eu­ropa. Así, por ejemplo, "Une nuit sur le Mont Chauve" (Una noche en el Monte Chauve, 1933) de Alexandre Alexeieff (1901-1982) y Claire Parker (1910-1981), con música de Mussorgsky, una obra en la que se obtenía la animación mediante una pantalla de alfileres, cuyas cabezas componían las figuras en un estilo puntillista. Otras obras de este tipo fueron "L'idée" (La idea, 1934) de Bertold Bartosch (1893-1968), con música de Arthur Honegger; "La joie du vivre" (La alegría de vivir, 1934) de Anthony Gross (1905-1984) y música de Tibor Harsanyi, o la cinta abs­tracta "A colour box" (Caleidoscopio, 1935), pintada directamente sobre película por el neozelandés Len Lye (1901-1980).


Disney prosiguió sus combinaciones de imagen real y dibujo en "Saludos amigos" (1942) y "The three Ca­balleros" (Los tres caballeros, 1943), películas destina­das al público de América Latina. Pero a pesar de su indis­cutible potencia industrial y de la perfección de su técnica, su colosal imperio comenzó a sentir -a par­tir de 1940- los embates de los competidores. Walter Lantz (1899-1994), por ejemplo, creador en 1939 del oso Andy Panda, inició en 1941 la serie del pájaro carpintero Woody Woodpecker (Pájaro loco), producida por la compañía Universal, que introdujo el sadismo y el furor destructivo en el género, rasgos que serían llevados a una máxima expresión con la pareja formada por el gato Tom y el ratón Jerry, creados por la imaginación de William Hanna (1910-2001) y Joseph Barbera (1911-2006), con la producción de Fred Quimby (1883-1965) de la Metro-Goldwyn-Mayer.
Las sádicas y agitadas aventuras de los personajes de Hanna-Barbera, que contrastaban con la ternura de los de Disney, seña­laron un cambio de rumbo en el género que se acen­tuó en la postguerra, sin que el creador de Burbank puediera impedirlo. La Segunda Guerra Mundial cerró, en la historia del dibujo animado, la gran era de Walt Disney.

3 de octubre de 2020

León Tolstoi o el triunfo de la melancolía

El inicio de la primera etapa de la literatura rusa contemporánea se puede fijar en la aparición en 1825 de "Boris Godunov" de Aleksandr Pushkin (1799-1837), que coincide con la subida al trono del zar Nicolás I (Nicolás Pavlovich Romanov, 1796-1855), el recrudecimiento del absolutismo y las primeras revueltas liberales. La nobleza rusa más progresista estaba en la oposición, y sería esta nobleza, sobre todo la campesina -pero cosmopolita y en con­tacto con Europa-, la que "se esfuerza, frente al despotismo de los zares, en poner en vigor las ideas de ilustración y democracia. La nobleza liberal orientada hacia Occidente es, en esta época, la única clase culta de la sociedad en Rusia", tal como afirma el historiador Arnold Hauser (1892-1978), en "Sozialgeschichte der kunst und literatur" (Historia social de la literatura y del arte) de 1951. A esta nobleza se le agregó, en los años treinta, la clase sa­lida de una burguesía ciudadana incipiente, de profesionales liberales, que había dado lugar a los primeros tímidos intentos de industrialización y de algunas reformas judiciales y adminis­trativas. Este conjunto, compuesto de nobles e intelectuales burgueses, descontento con el panorama social, expresó su crí­tica en la literatura y en la oposición.
El problema de la libertad individual frente al grupo fue la base de la literatura rusa de la época: "Toda la especula­ción filosófica de los rusos alrededor de este problema y el pe­ligro de relativismo moral, el fantasma de la anarquía, el caos ocupan a los intelectuales rusos. Las decisivas cuestiones eu­ropeas del extrañamiento del individuo frente a la sociedad, de la soledad y aislamiento del hombre moderno las formulan los rusos como el problema de la libertad. En ninguna parte se ha vivido este problema con mayor profundidad, intensi­dad y conmoción que en Rusia, y nadie ha sentido de forma más atormentada la responsabilidad ligada a su solución como Tolstoi y Dostoievski", afirma Hauser en la obra citada. Es dentro de este contexto social donde se desarrolla la obra de León Tolstoi, cuya creación literaria enraiza con toda la producción anterior de la literatura rusa.
León Nikoláievich Tolstoi nació el 28 de agosto de 1820 en Yásnaia Poliana, una aldea del distrito de Tula, en el seno de una familia de la alta nobleza rusa, en un ambiente culto. Antes de cumplir los dos años murió su madre y empezó su primera educación con un preceptor. En 1827 la familia se trasladó a Moscú, en donde continuó sus estudios hasta el año siguiente, en que murió su padre como consecuencia de una apoplejía. La muerte de éste lo alejó de Moscú, marchando a la casa de un tío suyo en la ciudad de Kazan, para seguir allí con su formación.
Su escasa salud lo obligó a cambiar Kazan por Yásnaia Poliana, pues sus crisis psíquicas le impedían concentrarse en los estudios; crisis que lo llevarían a cometer excesos de todo tipo: se emborracha con los amigos, visita burdeles y se dedica al juego, donde pierde sumas cada vez más importan­tes. Presionado por las necesidades de dinero y por una ociosi­dad que cada vez le pesaba más, se alistó en el ejército ruso durante la guerra de Crimea (1854/1856) e intervino en el sitio de Sebastopol. Durante este período comenzó a escribir. E1852 terminó un relato autobiográfico, "Détstvo" (Infancia), que fue bien acogido por la crítica cuando apareció en Sovreménnik. Siguió luego "Ótrochestvo" (Adolescencia) en 1854 y más tarde "Yúnos’" (Juventud) en 1856.
También recibió el encargo de escribir una crónica sobre la campaña de Sebastopol, que plasmaría en "Sevastopolskiye rasskazy" (Relatos de Sebastopol) en 1856. Ter­minada la guerra, dejó el ejército que sólo lo había hecho su­boficial y volvió a San Petersburgo convertido en escritor.


Allí de­cidió emprender un viaje por Europa. En París lo esperaba su ami­go el escritor Iván Turguénev (1820-1910), y se quedó unos cuantos meses; más tarde fue a conocer Ginebra, ciudad en la que visitó a su amigo Pushkin. En Suiza se quedó poco tiempo; partió para Alemania, donde tuvo que poner punto final a sus proyectos de via­je por los restantes países de Europa ya que perdió todo el di­nero que llevaba en una casa de juego de Baden-Baden.
Regresó entonces a Rusia, a su finca de Yásnaia Poliana, y dedicó todo su tiempo a escribir y a la agricultura. Fruto de esta etapa son sus obras "Seméynoye schástiye" (Felicidad conyugal) de 1857 y "Kazakí" (Los cosacos) de 1858. En 1860 visitó Francia, Suiza, Inglaterra, Bélgica, Italia y Alemania, en donde tuvo ocasión de co­nocer los nuevos métodos de enseñanza para niños, métodos que intentó poner en práctica en su país. Abrió una escuela en Yásnaia Poliana, de la que se ocupó personalmente: "Ins­trucción libre y espontánea" era el lema. Animado por esta ex­periencia, abrió otras escuelas en el condado y se encargó de buscar maestros jóvenes.
En 1862 se casó con la hija de un mé­dico, Sofía Andréievna Behrs (1844-1919), con la que convivió en la hacienda de Yásnaia Po­liana dedicado a la administración de sus bienes y trabajando en las que serían sus obras más importantes. Primero apareció "Voyná i mir" (Guerra y paz) en 1869, considerada una de las novelas más importantes de la historia de la literatura universal, por la que desfilan quinientos cincuenta y nueve personajes perfectamente definidos por precisas descripciones físicas y por profundos análisis psicológicos, en la que in­tentó rehabilitar a la aristocracia, realzando su papel en la lu­cha contra el emperador francés Napoleón Bonaparte (1769-1821).
Tolstoi mostró, a través del personaje Karatáiev -un campesino convertido en soldado-, el camino que se debía seguir para llegar a una existencia sin Estado y sin Iglesia, la misma idea que desarrolló luego en "Íspoved" (Confesión) en 1882. Y luego, en 1877, escribió "Anna Karénina" (Ana Karenina), en dónde reflejó el inevitable hundimiento del régimen feudal latifundista de Rusia y el triunfo del capitalismo.
En 1881, la familia se instaló en Moscú para cuidar de la edu­cación de sus hijos, al tiempo que se agudizaban las crisis religiosas del escri­tor tras la muerte de Fiodor Dostoievski (1821-1881). Decidió entonces realizar una peregrinación a Optima, vestido de cam­pesino ruso, mientras que en San Petersburgo moría asesinado el zar Alejandro II (Alejandro Nikolaievich Romanov, 1818-1881), un monarca despótico y reformista en el que Tolstoi había puesto las esperanzas para la liberación de las clases campesinas. Esta muerte le provocó una nueva crisis y marcó su definitivo retiro a Yásnaia Poliana. Allí vivió ocupado en sus teorías religiosas, olvidando su pasado y ocupándose de las tareas más humildes.


A rachas volvía a la literatura y en 1885 publicó "Smert Ivana Ilyichá" (La muerte de Iván Ilich), una obra extraordinaria cuyo protagonista es un mediocre funcionario que Tolsoi modeló sobre un conocido suyo, un procurador del tribunal del distrito de Tula que murió de cáncer. Un hombre gris con una vida agradable, cuyo único entretenimiento es jugar una partida de cartas y sus únicas lecturas eran los papeles de la oficina. No importaba que un ascenso en su trabajo coincidiese con el deterioro de sus rela­ciones matrimoniales, cada vez más agrias y más aburridas; sólo la enfermedad le revelará una vida dedicada exclusivamente a su trabajo y a las apariencias, y el vacío de la misma. Después publicó "Kréitzerova sonata" (La sonata a Kreutzer) en 1889), "Otéts Sérguiy" (El padre Sergio) en 1898 y "Voskresénie" (Resurrección) en 1889, donde denunció la actuación de la justicia, de la Iglesia, de la alta burocracia y de todo el régimen social y estatal del absolutismo, lo que le supuso la excomunión.
A los ochenta y dos años, y cada vez más atormentado por la disparidad entre sus criterios morales y su riqueza material, y por las continuas disputas con su mujer que se oponía a deshacerse de sus posesiones, Tolstoi, acompañado por su médico y la menor de sus hijas, se marchó de su casa a escondidas en medio de la noche. Tres días más tarde, cayó enfermó de neumonía y, el 20 de noviembre de 1910, murió en Astápovo, una remota estación de ferrocarril.
Poco antes había escrito: "La verdad es que la vida no tenía para mí ningún sentido. Cada día de mi vida, cada paso en ella me iban acercando al borde de un precipicio desde donde veía ante mí claramente la ruina final. Detenerme o retroceder eran dos imposibles; ni podía tampoco cerrar los ojos para no ver el sufrimiento que era lo único que me aguardaba, la muerte de todo en mí, hasta la aniquilación. Así yo, hombre sano y dichoso, fui llevado a sentir que no podía vivir más, que una fuerza irresistible me estaba arrojando a la tumba".