30 de noviembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

VI. Falacias y abyecciones

Desprestigiado, carente del mínimo consenso político necesario y con su salud bastante deteriorada, Yrigoyen dejó el gobierno en manos del vicepresidente Enrique Martínez (1887-1938), quien decretó el Estado de Sitio pero no pudo impedir que el 6 de septiembre de 1930 el primer golpe de Estado de la Argentina contemporánea interrumpiese el régimen constitucional dando comienzo a una aciaga etapa de la historia argentina, un período que el escritor argentino Alberto Vanasco (1925-1993) recordaría así en el prólogo de su libro de cuentos “Los años infames”: “Casi todos los de mi generación crecimos y nos formamos a lo largo de un estrecho, lóbrego, sórdido corredor en el tiempo que duró algo más de diez años y que alguien con conocimiento de causa llamó la Década Infame. Fueron realmente años malos en que todo pareció resquebrajarse, desquiciarse, hacerse polvo, tanto las almas de las gentes como sus ropas y sus rostros. Años en que una tremenda desolación derrumbó la confianza, la voluntad, el orgullo y por eso toda capacidad de comprender, de sublevarse o de escapar. Años terribles en que la calamidad fue tan grande que se la tomaba por fatalidad, en que la injusticia era tan inconmensurable que se la consideraba como una parte de la naturaleza, en que la sociedad era tan ciega e inhumana que se sentía culpable de su propio destino desastroso. Crecer para la mayoría de mi generación fue nada más que ir reconociendo y adaptándonos a ese mundo que los hombres sin duda habían construido y elegido pero para el que nadie, ni siquiera ellos mismos, estaban preparados”.
En aquel entonces Perón, que había contraído matrimonio con Aurelia Tizón (1902-1938) a comienzos del año anterior, además de su actividad como profesor en la Escuela Superior de Guerra cumplía tareas administrativas en el Estado Mayor del Ejército, por lo que no fue ajeno a los preparativos del golpe. Inicialmente desarrolló sus actividades conspirativas bajo el liderazgo del nacionalista Uriburu, pero días antes del 6 de septiembre, sin perder su compromiso con el proyecto revolucionario, se alejó de su grupo y se integró al liderado por el liberal Justo. Su rol en la preparación del golpe fue estrictamente militar y su trabajo consistió en realizar contactos y participar, desde su nivel, en la elaboración del plan. El 3 de julio el teniente coronel Álvaro Alsogaray (1881-1935), ideológicamente nacionalista de derecha que proponía secuestrar a Yrigoyen con un camión de reparto del diario “La Prensa”, le comunicó que había sido designado para formar parte de la sección “Operaciones” del Estado Mayor Revolucionario y le encomendó gestionar la incorporación de oficiales al proyecto. Fue así que se reunió con distintos oficiales a quienes conocía y tenía una relación de amistad, entre ellos el teniente coronel Descalzo, su antiguo profesor en la Escuela Superior de Guerra, y varios otros a los que calificó en sus escritos posteriores como “hombres decentes y patriotas”, “hombres de acción y capaces”, “hombres conscientes, reflexivos e inteligentes” de quienes “conocía a fondo la pureza de sus sentimientos y sus pasiones de soldados”.


El propio Perón relataría en detalle su participación en el golpe en su libro “Tres revoluciones” publicado en 1963. Allí cuenta que en junio de 1930 fue conectado por el mayor Ángel Solari (1892-1973) que era un “viejo y querido amigo”, quien le dijo: “El general Uriburu está con intenciones de organizar un movimiento armado”. A continuación le preguntó si estaba comprometido con alguien y ante su respuesta negativa le dijo: “Entonces contamos con usted” a lo que respondió: “Sí, pero es necesario saber antes qué se proponen”. Esa misma noche Perón, invitado por Solari, concurrió a una reunión en la que estaban el general Uriburu y otros oficiales. Uriburu “habló sobre las cuestiones concernientes a un movimiento armado que debía prepararse juiciosamente”, lo que fue aceptado por todos. Cuando Perón propuso “comenzar el trabajo definitivo de la organización y preparación del movimiento” se le contestó que todavía no podía hacerse porque había otros grupos que “si bien tendían como nosotros a derrocar al gobierno, tenían otras ideas sobre las finalidades ulteriores”. “Desde ese momento -continúa Perón- traté de convertirme, dentro de esta agrupación, en el encargado de unirla con las otras que pudieran existir y tratar por todos los medios de evitar, que por intereses personales o divergencias en la elección de los medios, se apartara la revolución del 'principio de la masa' tan elementalmente indispensable si se quería llevar a ella a buen término”. Finalmente señala que “que el general Uriburu era el hombre que siempre conocí, un perfecto caballero y hombre de bien, hasta conspirando”.
Al amanecer del 6 de septiembre, la sirena de la base aérea de El Palomar sonó dando inicio a la asonada. Un avión partió para arrojar panfletos con la “proclama revolucionaria” sobre Buenos Aires. Desde el Colegio Militar, Uriburu pidió la renuncia al vicepresidente Martínez mediante un telegrama e inició su marcha sobre la Capital Federal con algunos escuadrones de caballería, cadetes y civiles que no sumaron más de 1.500 hombres. La inmensa mayoría de los efectivos de Campo de Mayo permaneció leal al orden constitucional al igual que los de otras guarniciones del Ejército. La Marina se mantuvo prácticamente ajena al acontecimiento y la Fuerza Aérea acompañó tímidamente el levantamiento desde la Base Aérea de El Palomar y en menor medida desde la base con asiento en Paraná, movilizando veinte aeronaves aproximadamente. Se formó una columna con tropas en la que Perón iba en un auto blindado armado con cuatro ametralladoras y que fue una de las que primero llegaron a la Casa Rosada. A medida que los insurrectos se acercaban a Plaza de Mayo, largas filas de ciudadanos al grito de “¡Democracia si, dictadura no, libertad!”, fueron formando una multitud que brindaba un marco popular al proyecto elitista. Militantes radicales armados apostados en la esquina del Congreso, en la confitería “El Molino”, tras un breve tiroteo lograron momentáneamente detener su irreversible avance. En la Casa Rosada, Uriburu, ante la negativa de Martínez a renunciar, le gritó “¡Aquí mando yo, carajo!” y también se dice que hasta desenfundó su arma. El vicepresidente Martínez capituló ante los golpistas.


Una vez consumado el golpe de Estado, Perón formó parte de una columna de militares que desalojó pacíficamente la sede gubernamental, donde grupos civiles estaban realizando saqueos y destrozos. En unos apuntes dejó más tarde su testimonio sobre esos episodios: “Cuando llegamos a la Casa Rosada, flameaba en ésta un mantel como bandera de parlamento. El pueblo en esos momentos empezaba a reunirse en enorme cantidad. Como era de suponer, hizo irrupción e invadió toda la casa en un instante a los gritos de ‘viva la patria’, ‘muera el Peludo’, ‘se acabó’. Adivinaba los desmanes que ese populacho ensoberbecido estaría haciendo en el interior del palacio. Entré con tres soldados y entre los cuatro desalojamos lo más que pudimos a la gente. Un ciudadano salía gritando ‘viva la revolución’ y llevaba una bandera argentina arrollada debajo del brazo. Lo detuve en la puerta y le dije qué hacía. Me contestó: ‘llevo una bandera para los muchachos mi oficial’. Se la quité y el hombre desapareció entre el maremágnum de personas. Dentro de la bandera había una máquina de escribir”. Dos décadas más tarde, haciendo gala del oportunismo que lo caracterizaría en toda su carrera política, evaluaría los hechos de otra manera: “Yo recuerdo que el presidente Yrigoyen fue el primer presidente argentino que defendió al pueblo, el primero que enfrentó a las fuerzas nacionales y extranjeras de la oligarquía. Y lo he visto caer ignominiosamente por la calumnia y los rumores. En esa época yo era un joven y estaba contra Yrigoyen, porque hasta mí habían llegado los rumores y no había nadie que los desmintiera y dijera la verdad”. Evidentemente, tener treinta y cinco años de edad y diecinueve de carrera militar, para Perón era ser todavía “un joven” susceptible de ser influenciado por “los rumores”.
Por la noche, Perón patrulló las calles de la ciudad de Buenos Aires para prevenir desmanes, lo que no impidió que una multitud eufórica y descontrolada asaltara la humilde residencia particular de Yrigoyen, destruyendo su moblaje y dando una clara señal de los sentimientos que movilizaban a muchos de los civiles que acompañaron y festejaron ese brutal acontecimiento. Mientras tanto el ya ex presidente había sido trasladado al Regimiento VII de La Plata ante cuyo comandante presentó su renuncia institucional y quedó encarcelado para luego ser confinado en la isla Martín García donde, curiosamente, quince años después también sería llevado detenido el propio Perón. Uriburu asumió la presidencia dos días después y el mismo Perón se encargó de acompañarlo en el cabriolé que lo llevó a tomar posesión de la Casa Rosada seguido de una larga caravana de autos.
Desde el balcón de la Casa de Gobierno, el flamante ministro del Interior Matías Sánchez Sorondo (1880-1959) expresó fervorosamente: “El gobierno yrigoyenista ha caído, volteado por sus propios delitos. Desde hace largo tiempo el país asistía, al parecer adormecido e inerme, al proceso angustioso de su paulatina degradación. Todo estaba subvertido: las ideas y la moral; las instituciones y los hombres; los objetivos y los procedimientos; una horda, una hampa, llevada al poder por la ilusión del pueblo, había acampado en las esferas oficiales y plantado en ella sus tiendas de mercaderes, comprándolo y vendiéndolo todo, desde lo más sagrado, como el honor de la patria, hasta lo más despreciable, como sus mismas conciencias. El 6 de septiembre de 1930 marca en la historia argentina una de las grandes fechas nacionales, junto con el 25 de mayo y el 3 de febrero. Son las revoluciones libertadoras. Y esta es la única que ha triunfado después de la organización nacional, a diferencia de los otros pronunciamientos, porque destituida de carácter político o partidario, sólo contiene la exigencia impostergable de salvar las instituciones”.


La oligarquía terrateniente, el conservadurismo, el fascismo vernáculo y varios intelectuales autoritarios habían generado el ambiente para el golpe en las calles. A ellos, desde las sombras, se sumó el cada vez más progresivo expansionismo estadounidense qué buscaba reemplazar al imperialismo inglés en sus relaciones comerciales con la Argentina. Lo hizo de la mano de la Standard Oil, la compañía que había resultado perjudicada por la política petrolera implementada por el depuesto Yrigoyen unos años antes cuando declaró ante el Congreso que “el Estado se reserva el derecho de vigilar toda explotación de esta fuente de riqueza pública, a fin de evitar que el interés particular no la malgaste, que la ignorancia o precipitación la perjudique, o la negligencia o la incapacidad económica la deje improductiva. Con el mismo concepto se ponen trabas a la posible acción perturbadora de los grandes monopolios”. Por esa razón, algunos sectores independientes denominaron “golpe con olor a petróleo” al alzamiento cívico-militar que había quebrado el orden institucional. Más teniendo en cuenta que uno de los ministros que nombró Uriburu, Horacio Beccar Varela (1875-1949), era abogado de las compañías petroleras norteamericanas.
El 10 de septiembre la Corte Suprema emitió una sentencia que convalidaba el golpe en una abierta violación a la Constitución Nacional. Una vez en el gobierno firmó el primer decreto por el cual ordenó disolver el Parlamento Nacional bajo el argumento de que “las razones son demasiado notorias para que sea necesario explicarlas”. No sólo deshizo el Congreso, también declaró el Estado de Sitio, estableció la Ley Marcial, impuso una fuerte censura, intervino las universidades y las provincias con excepción de Entre Ríos y San Luis, advirtió que reprimiría sin contemplación cualquier intento de regresión y designó como jefe de la Casa Militar de la Presidencia de la Nación al teniente coronel Alsogaray, el mismo que había convocado a Perón para coordinar las tareas previas al golpe.
Además designó como jefe de policía al hijo del famoso escritor Leopoldo Lugones (1874-1938), autor de obras destacadas como “Las fuerzas extrañas” y “Cuentos fatales” entre otras tantas, quien había participado en la conspiración golpista redactando la proclama revolucionaria. Leopoldo Lugones hijo (1897-1971), “Polo”, tal como se lo conocía, fue un tétrico personaje que introdujo un siniestro método de tormentos para hacer confesar a los presos. Su técnica para quebrar el espíritu de los políticos de la oposición consistía en colgarlos de las piernas y sumergirles la cabeza en excrementos humanos. Luego incorporó la picana eléctrica, un artefacto inventado y patentado en 1917 para azuzar al ganado vacuno que producía un shock de 12.000 voltios y bajo amperaje, aplicándolo a la víctima mediante un par de electrodos. Descargado en los genitales, el paladar o en las plantas de los pies, el shock causaba el anudamiento y convulsión de los músculos de la víctima con tremendo dolor. Dicho sistema sería institucionalizado en 1934 cuando se creó la Sección Especial de la Policía Federal bajo el mando de Leopoldo Melo (1869-1951), un abogado radical que había sido diputado, senador y hasta decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires durante los gobiernos de Yrigoyen, y que sería nombrado Ministerio del Interior en 1932.
Seis días después del golpe de Estado, el 12, Perón fue nombrado ayudante de campo del ministro de Guerra, general Francisco Medina (1870-1945), quien firmaría juntamente con Uriburu la sentencia de muerte del antes mencionado militante anarquista italiano Severino Di Giovanni. Según reseñó el historiador argentino Enrique Pavón Pereyra (1921-2004) en “Perón. Preparación de una vida para el mando (1895-1942)”, después de la revolución de septiembre de 1930, “Perón es designado como secretario privado del ministro de Guerra, cargo que ocupa hasta el 28 de octubre cuando se lo designa en una misión secreta en la frontera norte, en el límite entre Bolivia y Paraguay. La misión estaba vinculada con los prolegómenos del conflicto entre ambos países que iniciarían una sangrienta guerra entre junio de 1932 y junio de 1935. En julio de 1931 se reincorpora a sus funciones en el Estado Mayor y es ascendido a mayor a fines de ese mismo año”.


Por otro lado, el 27 de septiembre de 1930, tras un acuerdo entre socialistas, comunistas, sindicalistas revolucionarios e independientes entre los que sobresalían Sebastián Marotta (1888-1970), Francisco Pérez Leirós (1895-1971) y Ángel Borlenghi (1906-1962), se fundaba la Confederación General del Trabajo (CGT), una entidad que agrupaba a todos los gremios exceptuando aquellos de orientación anarquista y representaba a casi 130.000 trabajadores. El nombre de Confederación General del Trabajo fue tomado de su homónima francesa creada en 1895, cuna del sindicalismo en el concierto del movimiento obrero europeo que evolucionó gradualmente hacia las posiciones sindicalistas revolucionarias que propondría una década más tarde el filósofo francés Georges Sorel (1847-1922) en su obra más célebre, “Réflexions sur la violence” (Reflexiones sobre la violencia), en la que propugnaba por la formación de un sindicalismo obrero fuerte, consciente y preparado para enfrentarse con la sociedad burguesa, destruirla y crear sobre sus ruinas una nueva sociedad basada en la producción y libre de las jerarquías e instituciones del pasado. El Documento de Unidad de aquella primera central obrera unificada de la Argentina lejos estaba de aquel ideario. Sólo establecía la independencia de todos los partidos políticos y les aseguraba a los trabajadores afiliados la más completa libertad, compatible con sus deberes y derechos sindicales para desarrollar “las actividades más satisfactorias para sus aspiraciones de renovación social”. También implantaba un reglamento en el cual establecía que las huelgas sólo podrían ser resueltas por el voto general, y que le correspondería al Congreso fijar su inicio y finalización.
En la proclama que el general Uriburu dirigió al pueblo tras el golpe, entre otras cosas manifestó que “el gobierno provisorio, inspirado en el bien público y evidenciando los patrióticos sentimientos que lo animan, proclama su respeto a la Constitución y a las leyes fundamentales vigentes y su anhelo de volver cuanto antes a la normalidad, ofreciendo a la opinión pública las garantías absolutas, a fin de que a la brevedad posible pueda la Nación, en comicios libres, elegir sus nuevos y legítimos representantes”. Así, a instancias del susodicho ministro del Interior Sánchez Sorondo, convocó a elecciones a gobernador en la provincia de Buenos Aires. El 5 de abril de 1931 la Unión Cívica Radical consiguió un triunfo aplastante ante las fuerzas conservadoras, pero el gobierno de facto anuló los resultados y suspendió el resto de los comicios planeados para ese año. El 20 de julio, un levantamiento militar en la provincia de Corrientes encabezado por el teniente coronel Gregorio Pomar (1892-1954), ex edecán de Yrigoyen, fue rápidamente sofocado, un intento que Perón calificó de “inicuo”. Varios dirigentes radicales fueron detenidos y Alvear, que había comenzado a reunificar la UCR, fue obligado a exiliarse.

28 de noviembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

V. Enmiendas y preparativos

En ese contexto puede encuadrarse la llamada “Reforma Universitaria”, un movimiento estudiantil que cuestionaba el papel de las universidades en tanto meras “fábricas de títulos” que se encontraban desvinculadas de las problemáticas sociales que aquejaban a la época. Fue en la Universidad de Córdoba, fundada en 1613 por los jesuitas, donde el descontento de los estudiantes tomó forma de rebelión dado que aún se conservaban muchas de las características elitistas y clericales de sus comienzos cuando los profesores llegaban a las cátedras a través de designaciones arbitrarias o directamente heredando los cargos. Tal como lo contó en “Estudiantes y política en América Latina” el sociólogo argentino Juan Carlos Portantiero (1934-2007), “el dominio ejercido por la Iglesia se traducía en un régimen reaccionario y conservador que se empeñaba en abortar cualquier intento de modificar el control que los sectores clericales ejercían sobre la institución. En ese marco, los estudiantes cordobeses comenzaron a exigir la introducción de reformas en vistas de modernizar la casa de estudios que aún funcionaba con la dinámica heredada de los tiempos coloniales. En pleno siglo XX las ideas darwinistas eran consideradas heréticas y se impartían materias como la de ‘Deberes para con los siervos’. La clase media emergente, comenzó a presionar para lograr el acceso a la formación superior y protagonizó el movimiento para derrumbar muros que hacían de la Universidad un coto cerrado de las clases superiores”.

Deodoro Roca (1890-1942), el principal dirigente del movimiento reformista, defendía la postura de que la reforma no sólo debía expresarse en cuestiones meramente académicas sino que también debía tener en cuenta la relación entre la universidad y la sociedad. Gabriel del Mazo (1898-1969), otro de los dirigentes reformistas, subrayó en “La Reforma Universitaria. El movimiento argentino (1918-1940)” el componente político-social de la rebelión de 1918 con estas palabras: “Los estudiantes reformistas eran tildados por los hombres defensores de la vieja universidad de ateos en el orden religioso, unitarios en el orden político, demagogos en el orden universitario y chusma en el orden social”. Y el escritor Juan Filloy (1894-2000), protagonista de los hechos, contaría ochenta años después en una entrevista aparecida en el diario “Clarín”: “El futuro estaba condicionado por lo que era la universidad en ese entonces. Era un reducto frailesco, casi clerical, en el cual estaban arraigadas figuras del sector de derecha, pero que no estaban capacitadas para dictar clases. Estaban muy retardados en los progresos de las ciencias jurídicas y médicas. Y eso no se podía tolerar más. Los estudiantes queríamos abrir nuestra inteligencia hacia la modernidad y ellos eran un estorbo”.


La relación entre la juventud, los estudiantes y los ideales era uno de los temas elaborados en diferentes registros por intelectuales y literatos de la época como los sociólogos e historiadores Ernesto Quesada (1858-1934), Ramón Cárcano (1860-1946) y Enrique Martínez Paz (1882-1952), o los escritores José Enrique Rodó (1871-1917), Ricardo Rojas (1882-1957) y Saúl Taborda (1885-1944). Todos ellos, tanto en sus ensayos como en sus novelas, obras teatrales o artículos periodísticos, tenían presente la gravitación intelectual y espiritual de los estudiantes y apoyaron abiertamente aquel reclamo que perseguía el objetivo de abrir la enseñanza a las distintas tendencias, aceptando a todos los pensadores que tuvieran autoridad moral o intelectual para enseñar en las aulas. La reforma, que tras violentas batallas campales entre reformistas, la policía y grupos católicos, intervenciones federales, huelgas estudiantiles y represión militar fue aprobada a regañadientes por Yrigoyen, propugnaba la libertad de cátedra, la asistencia libre, los concursos para la distribución de cargos, la gratuidad de la enseñanza, los seminarios y formas de enseñanza donde el estudiante tuviera posibilidad de intervenir propositivamente. De esa manera, aunque parcialmente, la universidad pública pasó a ser uno de los principales mecanismos de movilidad social para la clase media, sector social que se identificaba estrechamente con el radicalismo.
Entretanto, el joven Perón, que en las elecciones presidenciales de 1916 lo había votado y apoyó luego su política exterior cuando decidió declarar neutral al país en la Primera Guerra Mundial, cambió de parecer cuando “el Peludo” (tal como se lo llamaba coloquialmente al presidente) colocó un civil al frente del Ministerio de Guerra, congeló el presupuesto militar, aplazó la compra de equipo y armamento y, en 1920, suspendió el envío de los pliegos de ascenso al Senado. Fue cuando le escribió a su padre en otra carta: “Con respecto al desgraciado del Peludo, que desgraciadamente para el país le llaman presidente cuando debía ser un anónimo chusma como realmente lo es, te contaré su última hazaña, propia de un cerebro desequilibrado, de un corazón marchito, porque en él no se hace presente un sólo átomo de vergüenza ni de dignidad. Porque sólo un anarquista falso y antipatriota puede atentar como atenta hoy este canalla contra las instituciones más sagradas del país, como el ejército, con la política baja y rastrera, minando infamemente un organismo puro y virilmente cimentado que ayer fuera la admiración de Sud América cuando contaba con un presidente que era su jefe supremo y que tenía la talla moral de un Mitre o un Sarmiento, cuando la disciplina era más fuerte y más dura que el hierro porque desde su generalísimo hasta el último soldado eran verdaderos argentinos amantes de su honor, de la justicia y el deber y que llevaban el sagrado lema de los hombres bien nacidos: ‘Seamos fuertes y unidos para servir a la Patria’. Todo ese legado honroso y sagrado lo ha destruido este canalla, con su gesto y su acción más digno de un ruso anarquista, que de un criollo”. Y terminaba clamando que se cumplieran las leyes y orando a Dios para “que termine este gobierno de latrocinio y vergüenza”.


El teniente primero Perón debería esperar diez años para que sus deseos se cumplieran. En los últimos dos años de su primer mandato presidencial, Yrigoyen creó el Instituto de Nutrición y el Instituto del Cáncer, comenzó la construcción del Ferrocarril Trasandino que uniría a la Puna con Chile permitiendo al Noroeste argentino la comunicación con el Pacífico y sancionó una serie de leyes que protegieron a los colonos y a los chacareros que arrendaban la tierra. Luego vendría el sexenio alvearista en el que el conspicuo representante de la elite dominante consiguió un fuerte aumento de inversiones provenientes de los Estados Unidos; permitió la instalación del patrón oro para beneplácito de las bancas internacionales; nombró al general Agustín P. Justo (1876-1943) frente al Ministerio de Guerra, un hecho que permitió que los grupos militares opositores al yrigoyenismo -que comenzaron a llamarse a sí mismos “profesionalistas”- ganaran poder e influencia dentro de las fuerzas armadas; y creó la Inspección General del Ejército, a la que puso bajo el mando del general José Félix Uriburu (1868-1932). Ambos militares se convirtieron en hombres clave del Ejército y tendrían una nefasta participación en los años venideros.
Para entonces la Unión Cívica Radical ya estaba dividida en dos corrientes antagónicas: la “personalista” dirigida por Yrigoyen y la “antipersonalista” capitaneada por Alvear. Durante el segundo mandato de Yrigoyen ocurrió un episodio trascendental que afectó las economías de todo el mundo: la quiebra del mercado de valores de Wall Street en Estados Unidos, país que desde el fin de la Primera Guerra Mundial venía experimentando un notable desarrollo económico al punto de convertirlo en el más rico y poderoso del globo. El impacto de la “Crisis del ‘29” o “Gran Depresión” como se la llamó, fue tremendo y la Argentina no fue ajena a ella. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, el progreso técnico había acelerado la formación e integración de la economía argentina a través de la expansión del comercio internacional, el flujo de capitales y las corrientes migratorias. La crisis de 1929 puso punto final a ese proceso y abrió un largo paréntesis durante el cual las relaciones económicas internacionales se debilitaron.
Comenzó como tradicionalmente había ocurrido con las anteriores crisis del sistema capitalista. La contracción de la producción, de los ingresos y de los niveles de ocupación en los países industrializados provocó la disminución de sus importaciones y, a través de esto, del volumen del comercio internacional. “En cambio -decía el economista argentino Aldo Ferrer (1927-2016)​​ en su ensayo “La economía argentina. Las etapas de su desarrollo y problemas actuales” publicado en 1963-, la profundidad y prolongación de la crisis de 1929 llevó a los países industrializados a adoptar una larga serie de medidas proteccionistas: la formación de bloques, la formalización de acuerdos bilaterales y el abandono de los cauces multilaterales del comercio, la devaluación de las monedas y el abandono del patrón oro, la adopción de controles de cambio, el establecimiento de cuotas de importación y la adopción de tarifas sustancialmente mayores que las imperantes antes de la crisis. Todas estas medidas tenían por finalidad desvincular los medios de pagos y el nivel de actividad económica interno de las fluctuaciones del balance de pagos, posibilitando, así, la adopción de políticas monetarias y fiscales compensatorias que permitiesen contrarrestar los efectos de la crisis. Las mayores trabas a las importaciones disminuyeron aún más el comercio internacional, agudizando el impacto de la depresión mundial”.


Esta caída del comercio internacional y del flujo de capitales afectó particularmente a los países especializados en la producción y exportación de productos primarios, países entre los cuales la Argentina ocupaba un lugar preeminente. Sus ingresos disminuyeron considerablemente y la situación social empeoró de manera notoria. Esta situación no hizo más que aumentar la oposición al gobierno de Yrigoyen tanto dentro como fuera de su propio partido. Hasta el embajador norteamericano Robert Woods Bliss (1875-1962) resumió desde su óptica particular las problemáticas que enfrentaba el gobierno. Según detalló el historiador estadounidense Robert Potash (1921-2016) en su “Army & politics in Argentina. 1928-1945: Yrigoyen to Perón” (El ejército y la política en la Argentina.1928/1945: de Yrigoyen a Perón), en un informe afirmó que “los problemas gubernamentales y económicos están acercándose a una situación de parálisis. No veo cómo puede seguir mucho más tiempo en el mismo estado sin que se produzca un estallido -violento o pasivo-. Un cambio de actitud de último momento podría salvar la posición del presidente Yrigoyen, pero creo que se trata de una concesión imposible en vistas de su edad y su deterioro mental, de modo que temo que este gobierno continuará su marcha hacia lo inevitable”.
Para el historiador argentino Federico Finchelstein (1975) el desbarajuste político, social y económico de la época “se caracterizó por la convergencia de varios factores algunos de ellos externos imbuidos en un contexto de carácter más global y complejo”. En su ensayo “Fascismo, liturgia e imaginario. El mito del general Uriburu y la Argentina nacionalista” afirma que “en él confluían el impacto de la crisis de 1929, el temor a la expansión del socialismo y la influencia creciente de pensadores nacionalistas y conservadores católicos (algunos de ellos del siglo pasado y retomados en este nuevo escenario)”. Efectivamente, entre los más notorios exponentes de las clases privilegiadas y de las filas del ejército influían las concepciones de gran número de autores como por ejemplo los franceses Joseph De Maistre (1753-1821), Maurice Barrés (1862-1923) y Charles Maurras (1868-1952), el italiano Enrico Corradini (1865-1931) o los españoles Juan Donoso Cortés (1809-1853) y Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) -entre otros- quienes se caracterizaban, en mayor o menor medida, por reflexiones en las que se conjugaban el ultracatolicismo, el antisemitismo, el conservadurismo y el nacionalismo.
Ante la amenaza socialista sentida como tal por las agrupaciones nacionalistas, por los políticos conservadores y por parte de las fuerzas armadas, el general Uriburu escribió varios artículos que aparecieron en publicaciones nacionalistas como “La Nueva República”, “La Fronda”, “Cabildo” o “La Voz Nacionalista”. En uno de ellos, titulado “Socialismo y defensa nacional”, manifestaba que “el militarismo representa un verdadero peligro cuando es bárbaro e ignorante como en México, pero nunca cuando es de carácter ilustrado, disciplinado y civilizador como en el caso de Alemania. El Ejército es la única institución capaz de oponerse eficazmente a las fuerzas organizadas de la sociedad que actúen desde un impulso revolucionario”. A pesar de estas expresiones agregaba -cínica o neciamente- que era “ingenuo hablar de militarismo en la Argentina, donde el ejército nunca tuvo influencia decisiva en los destinos de la Nación”. Este texto apareció en “La Nueva República”, el mismo periódico en donde se contrastó al fascismo italiano con el caos de la democracia nacional o donde el historiador revisionista Julio Irazusta (1899-1982) publicó un artículo titulado “La Constitución no es democrática”.


La conspiración militar empezó a cobrar forma apoyada por pequeños pero muy activos grupos nacionalistas y por gran parte de la prensa. “La Nueva República” (otra vez), por ejemplo, en sus páginas denunciaba que en la sociedad argentina había “una profunda crisis de orden espiritual” originada por las ideologías nacidas a partir de la Revolución Francesa que se habían difundido en las décadas anteriores y que habían producido el “desconocimiento de las jerarquías”. Atacaba el sufragio universal y alentaba a “organizar la contrarrevolución” para “recuperar el orden”. “La Fronda”, por su parte, sostenía la necesidad de reemplazar con mecanismos internos democráticos de deliberación “a la política contaminada de personalismo y caudillismo. El gobierno del Sr. Yrigoyen está muerto, sólo falta su entierro”. Mientras tanto Natalio Botana (1888-1941), fundador del diario “Crítica”, que ya en 1916 cuando Yrigoyen asumió su primera presidencia había dicho “Dios salve a la república”, fue más categórico aún y, dirigiéndose al presidente constitucional, tituló una edición de aquellos días: “Váyase”. En un editorial del diario “La Razón” se expresaba que “el país no está contento, la opinión no se muestra tranquila, el espíritu público, no se manifiesta inclinado a la reflexión y a la tolerancia. Lejos de ello, hay inquietud, hay alarmas, hasta un poco de zozobra. La gente dice que nos envuelve una atmósfera revolucionaria”. El diario “La Prensa”, por otro lado, advertía acerca de que “el momento político revela algo extraordinario que, sin definirse, mantiene una expectativa llena de posibilidades destinadas a desarrollarse fuera del orden normal”. Y “La Nación” manifestaba que “en la actualidad el supremo mal del cual se derivan los demás es la falta de gobierno. No existe orientación en el poder central como no la hay en los gobiernos provinciales”.
Muchos de los nacionalistas del país que pertenecían a una misma extracción social se sumaron primero a la causa anti-yrigoyenista y luego al objetivo golpista, utilizando estas publicaciones para difundir sus ideales opositores y destituyentes. Resulta necesario destacar que esta acción la ejecutaban desde un mismo conglomerado de derecha pero con diferentes tendencias ideológicas. Según analiza el historiador argentino Fernando Devoto (1949) en “Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo en la Argentina moderna. Una historia”, el yrigoyenismo “ofrecía y contenía varios aspectos y particularidades dignas de ser criticables para el nuevo nacionalismo argentino (como ser su populismo y demagogia clientelar). Pero no por ello se daban las condiciones para crear y unir en un frente social único y masivo bajo los parámetros ideológicos de los movimientos autoritarios y antiliberales europeos. El yrigoyenismo no apelaba desde un posicionamiento izquierdista a consignas internacionalistas, incluso reprimió duramente huelgas obreras y no predicaba la lucha de clases. Ante estas limitaciones, las críticas y propuestas emergerán desde un tono elitista, antidemocrático, o en algunos casos se mostrarán desde reminiscencias nostálgicas y conservadoras. En otros casos se recurrirá directamente con violencia y agresividad callejera, encarada desde organizaciones parapoliciales (toleradas desde el gobierno) como la Liga Patriótica Argentina, la Legión Cívica y otras”.

26 de noviembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

IV. Matices y ambivalencias


Cuando Perón llegó a esta institución ya se habían consolidado en el Ejército las doctrinas alemanas. Muchas de las clases eran impartidas por instructores y profesores alemanes venidos al país que aplicaban de manera práctica los reglamentos y ordenanzas impregnadas de esas fuentes doctrinarias. Los profesores argentinos, por su parte, casi en su totalidad adherían a las teorías del Estado Mayor Alemán. Entre los profesores foráneos se destacaban el coronel Wilhelm Faupel (1870-1945), un militar alemán de ideología nacionalsocialista que años más tarde colaboraría con el falangismo en España y el nazismo en Alemania; el coronel Günther Niedenführ (1888-1961), director de un regimiento de artillería en la Primera Guerra Mundial que luego sería ascendido a teniente coronel por Hitler y terminaría sus días como asesor militar en Argentina; y Karl Litzmann (1850-1936), general alemán de activa participación durante la Primera Guerra Mundial y más tarde miembro del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (coloquialmente conocido como Partido Nazi) e integrante de las Sturmabteilung o SA (Secciones de asalto), una organización paramilitar que jugó un papel importante en el ascenso de Hitler al poder en los primeros años de la década del ‘30 hasta que fueron integradas en 1934 a las Schutzstaffel o SS (Escuadras de protección) que dirigía Heinrich Himmler (1900-1945), uno de los impulsores de la “pureza racial” y principal arquitecto del Holocausto.
Entre los profesores nativos sobresalían el coronel Bartolomé Descalzo (1886-1966), un liberal ultranacionalista que participaría activamente en los sucesivos golpes militares que sucederían en la Argentina en los años siguientes, y los coroneles Guillermo Valotta (1880-1934) y Carlos von der Becke (1890-1965), ex agregados militares argentinos en Estados Unidos y Alemania respectivamente. En ese ambiente cultural castrense, Perón profundizó sus estudios sobre las teorías desarrolladas en obras tales como “Vom kriege” (De la guerra) del general prusiano Carl von Clausewitz (1780-1831), “Das volk in waffen” (La nación en armas) del general alemán Colmar Von der Goltz (1843-1916) y “Des principes de la guerre” (Los principios de la guerra) del mariscal francés Ferdinand Foch (1851-1929), ensayos todos ellos en los que analizaban el componente político no sólo las guerras entre Estados nacionales sino también las confrontaciones entre partidos políticos o clases sociales ya que, en las luchas revolucionarias, lo estrictamente militar invade lo político.


Tampoco le fueron ajenas a su formación teórica e ideológica las obras del filósofo católico francés Jacques Maritain (1882-1973) “Humanisme intégral. Problèmes temporels et spirituels d'une nouvelle chrétienté” (Humanismo integral. Problemas espirituales y temporales de una nueva cristiandad) y “Réflexions sur l’intelligence et sur sa vie propre” Reflexiones sobre la inteligencia y sobre su vida propia”; y las del sociólogo francés Gustave Le Bon (1841-1931) “La psychologie des foules” (La psicología de las masas) y “Les lois psychologiques de l'évolution des peuples” (Las leyes psicológicas de la evolución de los pueblos). A ellas le agregó la lectura de ensayos de autores argentinos, entre ellos “Juan Manuel de Rosas” y “En la penumbra de la historia argentina” del historiador partidario del nacionalismo corporativista Carlos Ibarguren (1877-1956); y, especialmente, los cuatro volúmenes de “La economía argentina. La conciencia nacional y el problema económico” del economista conservador cristiano Alejandro Bunge (1880-1943), obras de las cuales Perón absorbió la idea del corporativismo económico-social como mecanismo para transformar la realidad nacional y orientar las pautas de conducta de las clases sociales.
En 1928 Perón alcanzó el grado de capitán. Eran los tiempos en que gobernaba al país el aristócrata Marcelo Torcuato de Alvear (1868-1942), dirigente de la Unión Cívica Radical al igual que Yrigoyen, quien ese mismo año sería reelegido como presidente de la Nación. El 12 de enero de 1929 Perón obtuvo su diploma como oficial del Estado Mayor General del Ejército y un año más tarde se inició como profesor en la Escuela Superior de Guerra, actividad que se prolongará hasta 1936. Su desarrollo intelectual y profesional se enmarcó entonces en un ámbito donde la influencia alemana fue determinante ya que permitió la formación de varias camadas de oficiales superiores inmersos en el conocimiento de las ideas, las instituciones y la vida política de una nación que por entonces atravesaba una gran inestabilidad social y fuertes crisis económicas que desembocarían en el ascenso de Hitler al poder. El concepto de “nación en armas” fue el arquetipo de las ideas acerca de la organización, funcionamiento, crecimiento económico y social del país que prevaleció en los dirigentes tanto políticos como militares que tomarían el poder el 6 de septiembre de 1930. La alianza entre el capitalismo burgués, el liberalismo político y el nacionalismo liberal-conservador quebrarían por primera vez en el siglo XX el orden institucional de la Argentina dando comienzo a lo que se conocería como “Década infame”.


Cabe recordar que la política que Yrigoyen implementó a partir de 1916, cuando asumió su primer mandato presidencial, no introdujo novedades sustanciales en la economía argentina, la cual estaba ligada al mercado mundial a través de la exportación de alimentos (fundamentalmente cereales y carnes) y la importación de productos manufacturados (maquinarias e indumentarias de algodón y de lana). El país era conocido entonces como el “granero del mundo”, su balanza comercial tenía saldos positivos y su PBI estaba entre los diez más altos del mundo superando a Alemania, Francia o Italia, lo que no impedía que periódicamente la economía sufriera oscilaciones. Los factores fundamentales que desde mediados del siglo XIX habían impulsado el desarrollo económico argentino eran la expansión de la demanda internacional de productos agropecuarios, el flujo sostenido y abundante de capitales y mano de obra extranjera y la incorporación de nuevas tierras fértiles a la producción. De todas maneras, para trazar un cuadro más completo de las tensiones y dificultades a las que estaba sometida la economía argentina en la época es necesario incorporar al análisis el progresivo desplazamiento del centro de gravedad de la economía internacional desde Gran Bretaña hacia los Estados Unidos. Este cambio de liderazgo tendría enormes repercusiones en el funcionamiento de la economía tanto nacional como internacional.
Las desigualdades sociales en la Argentina de aquella época eran más que notorias. Este contraste no sólo era visible en materia socioeconómica sino también en lo referente a la educación y a la salud pública. Por aquellos años eran especialmente preocupantes enfermedades como el cólera, la fiebre amarilla, la malaria, el paludismo, el mal de Chagas, el tifus, la tuberculosis, la viruela y las diversas formas de gripe, entre ellas la llamada “gripe española”, una enfermedad que se introdujo en el país a mediados de 1918. Dicha enfermedad fue reportada por primera vez en marzo de ese año en una instalación del ejército de los Estados Unidos en Kansas. Cuando el antes aludido Woodrow Wilson, mandatario norteamericano artífice de una política exterior intervencionista en América Latina y defensor del segregacionismo racial, decidió dejar de lado la neutralidad de su país en la Primera Guerra Mundial y envió cerca de un millón y medio de soldados a Europa -muchos de ellos enfermos de gripe-, la enfermedad se expandió rápidamente generando una epidemia.
Varias personalidades de la época murieron por causa de esa gripe, entre otros el presidente de Brasil Francisco de Paula Rodrigues Alves (1848-1919), los pintores austríacos Gustav Klimt (1862-1918) y Egon Schiele (1890-1918), el primer ministro de Sudáfrica Louis Botha (1862-1919), el economista político y sociólogo alemán Max Weber (1864-1920), los escritores franceses Edmond Rostand (1868-1918) y Guillaume Apollinaire (1880-1918), el príncipe de Suecia Noruega Erik de Västmanland (1889-1918) y Sophie Freud (1893-1920) hija menor del neurólogo austríaco Sigmund Freud (1856-1939), reconocido como padre del psicoanálisis. Hasta el propio Wilson la contrajo cuando viajó a Francia para firmar el Tratado de Versalles, aunque, tras estar unos días gravemente enfermo, logró recuperarse.
La enfermedad ingresó a la Argentina en 1918 por el puerto de Buenos Aires, traída desde Europa en los barcos cargados de inmigrantes. Si bien tuvo como epicentro a esta ciudad, rápidamente se extendió hacia las provincias pobres del norte. Tal como señala el Licenciado en Historia Adrián Carbonetti (1958) en su ensayo “Historia de una epidemia olvidada. La pandemia de gripe española en la argentina, 1918-1919”, existió una relación directa entre porcentajes de analfabetos y tasas de mortalidad. Las áreas del país con menor analfabetismo tenían mejores condiciones sanitarias, más médicos y hospitales, sobre todo Buenos Aires y algunas áreas del Litoral. No obstante ello, los desheredados de la Capital -y también del Interior- eran atendidos en los dispensarios o se hacinaban en los hospitales de la Asistencia Pública y de la Comisión Asesora de Asilos y Hospitales Regionales.


La salud pública estaba por entonces en manos de las damas de la Sociedad de Beneficencia, las que recibían una asignación presupuestaria otorgada por el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto con la que manejaban hospitales y asilos. En esos lugares seleccionaban a los enfermos que recibirían atención dejando de lado a los trabajadores pobres, las madres solteras, los niños indigentes, los activistas y los ateos. Impulsado por el doctor Carlos Malbrán (1862-1940), quien había fundado la cátedra de Bacteriología en la Facultad de Ciencias Médicas en 1897, se creó el Instituto Bacteriológico, el cual se dedicó a la elaboración de productos biológicos para el diagnóstico, tratamiento y profilaxis de enfermedades e incluyó un depósito de vacunas, lo que puede considerarse como el único logro importante de aquella época en materia de salud pública.
Mientras tanto, seguían coexistiendo una ínfima pero poderosa oligarquía terrateniente y propietaria de los frigoríficos con una pequeña burguesía conformada por profesionales, empleados administrativos, maestros, comerciantes y transportistas. Los primeros, que habían gobernado al país hasta entonces, además de su mayoría numérica como partido opositor, mantenían sus posiciones en el poder económico y social. En este contexto, el gobierno tenía muy pocas posibilidades de cambiar el modelo económico -que beneficiaba a la oligarquía agroexportadora- y, al mismo tiempo, de mantener el apoyo de los segundos que conformaban su base electoral. Y, por último, existía una gran masa de trabajadores -en su mayoría inmigrantes- de diversos oficios manuales o mecánicos en el ámbito urbano y de pequeños chacareros en el ámbito rural. Sobre ellos se refirió Perón en una de las cartas que le envió a su padre criticando las consecuencias de la inmigración y advirtiendo que “la honradez criolla desaparecía contaminada por el torbellino de gringos muertos de hambre que diariamente vomitan los transatlánticos en nuestro puerto. Después, uno oye hablar a un gringo y ellos nos han civilizado, oye hablar a un gallego, ellos nos han civilizado, oye hablar a un inglés y ellos nos han hecho los ferrocarriles. No se acuerdan de que cuando vinieron eran barrenderos, sirvientes y peones”. Los integrantes de esta clase que se habían nacionalizado, mayoritariamente habían votado por Yrigoyen.


Sin embargo, su llegada al poder sólo implicó una tibia participación de los sectores medios, sin que esto significara la exclusión de quienes hasta ese momento lo detentaban, el grupo oligárquico. De hecho, la presencia de éstos fue muy significativa en el gobierno: de los ocho ministerios que integraron el gabinete, cinco pertenecían a la Sociedad Rural Argentina (SRA), la organización por excelencia que representaba los intereses de los terratenientes. Entre 1860 y 1930, época que los economistas denominaron “etapa de la economía primaria agro exportadora”, dos factores incidieron fundamentalmente para el crecimiento económico de la Argentina. Uno fue la expansión e integración creciente de la economía mundial que ocurría por entonces, y otro la gran extensión de tierras fértiles en las zonas pampeana y patagónica producto de la “Campaña al Desierto”, así llamada por la historiografía oficial, tras la cual se repartieron alrededor de 42 millones de hectáreas entre algo más de 1.800 personas. Esa violenta y arrolladora conquista de territorios habitados desde tiempos inmemoriales por comunidades autóctonas fue llevada adelante por el general Julio A. Roca (1843-1914) y permitió que el Estado argentino fortaleciese el proyecto de la oligarquía terrateniente y estanciera consolidando la hegemonía del Partido Autonomista Nacional (PAN), aquel que había sido fundado en 1874 por Adolfo Alsina (1829-1877) y Nicolás Avellaneda (1837-1885) y que fuera derrotado por Yrigoyen en 1916.
Con esa estructura de la propiedad de la tierra, para muchos trabajadores las únicas alternativas que se les presentaban eran la radicación en las ciudades o el trabajo en el campo como arrendatarios o peones en pésimas condiciones contractuales. Esto posibilitó el surgimiento de grandes cantidades de trabajadores  golondrinas y comprimió el nivel de remuneraciones de los trabajadores agrícolas e indirectamente el de los obreros urbanos, por lo que, palmariamente, las condiciones de vida de los obreros eran más que paupérrimas. Esto indefectiblemente llevó a que las huelgas se multiplicaran por diez y se extendieran en el tiempo, hecho que fue también utilizado por los sectores medios y conservadores para denunciar el “caos social” y exigir políticas represivas. El inconveniente era que el modelo agroexportador se basaba -entre otras cosas- en el empleo de mano de obra barata, y el sector patronal no estaba dispuesto a cambiar ese estado de cosas. Fue así que, la relación entre obreros y patrones, en vez de mejorar, empeoró. Una gran contradicción surgió entonces en el nuevo gobierno: debía proteger los intereses del sector propietario y, a la vez, tomar medidas tendientes a mantener el voto de los sectores trabajadores. Para los radicales, el Estado debía cumplir la función de “árbitro” en los conflictos laborales. En algunas ocasiones intercedió ante los patrones a favor de los trabajadores, pero en otras, la policía o el ejército actuaron contra los huelguistas. En muchos de estos casos resultaron decisivas las presiones de los grupos patronales y el gobierno se decidió por la represión que, como ya ha dicho, en los sangrientos sucesos conocidos como “Semana trágica”, “Patagonia rebelde” y “Masacre de La Forestal” alcanzó grados de violencia que nunca antes habían tenido.
Indudablemente el proceso de democratización que vivió el país por entonces no fue nada sencillo. El proyecto de Yrigoyen de implementar prácticas políticas nuevas con la intención de darle mayor espacio a los menos favorecidos en una comunidad políticamente muy compleja y socialmente poco armoniosa, fue visto por las clases dominantes como una amenaza. Ya un siglo antes el teórico político e historiador francés Alexis de Tocqueville (1805-1859) se había ocupado de desentrañar las características de un proceso de esta índole. En “De la démocratie en Amérique” (La democracia en América), argumentaba que en la democratización convivían dos dimensiones, la relativa al orden político por un lado, y la referida a la vida social por el otro. La primera de esas dimensiones aludía a la participación de un mayor número de personas en la esfera pública, mientras que la segunda advertía sobre los cambios en la experiencia cotidiana sobrevenidos con el fin de la era de los privilegios. Con la democracia era un nuevo “estado social” el que surgía, una nueva forma de lazo social entre los individuos. Sin embargo, el advenimiento de la igualdad no podía concebirse, para el intelectual francés, como un acontecimiento que ocurría en un momento determinado. Era, antes bien, “un movimiento perpetuo de las sociedades”. Probablemente, la aspiración de Yrigoyen fue dar comienzo a ese “movimiento”.

24 de noviembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

III. Primeros escarceos autoritarios

Durante la década del ’20 hicieron su aparición en Europa los primeros escarceos fascistas de la mano de Benito Mussolini (1883-1945) en Italia, Adolf Hitler (1889-1945) en Alemania y Miguel Primo de Rivera (1870-1930) -primero- y Francisco Franco (1892-1975) -después- en España. El 23 de marzo de 1919 Mussolini había creado en Milán los Fasci Italiani di Combattimento, grupos armados de agitación que constituyeron el germen inicial del futuro Partido Nacional Fascista, fundado en noviembre de 1921. El 28 de octubre de 1922 encabezó la llamada Marcha sobre Roma con la que obtuvo plenos poderes en ámbito económico y administrativo hasta el 31 de diciembre de 1923 con el fin de “restablecer el orden”. Por otro lado Hitler, quien se había afiliado en 1919 al Partido Obrero Alemán, precursor del Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores (del que se convertiría en líder en 1921), dirigió la insurrección conocida como Putsch de Múnich el 8 de noviembre de 1923 la que, tras su fracaso, motivó su detención durante ocho meses. Al año siguiente, Hitler consiguió obtener un creciente apoyo popular mediante la exaltación del pangermanismo, el antisemitismo y el anticomunismo. Mientras tanto, en el norte de África, al mando del Tercio de Extranjeros -o La Legión, como se la conocería popularmente- fundado el 20 de enero de 1920, Franco sembraba el terror en las colonias españolas de Ceuta y Melilla, asesinando a la población civil y decapitando a los prisioneros, cuyas cabezas cortadas eran exhibidas como trofeos. Las noticias de la brutalidad ejercida por la Legión en sus acciones llegaron a España y fueron acogidas con entusiasmo por gran parte de la población. A su regreso fue recibido como un héroe y pronto jugaría un papel fundamental en las conspiraciones contra la II República que desembocarían en la Guerra Civil.
Los dictadores fascistas comprendieron perfectamente que la coagulación de la masa moderna ofrecía a sus empresas inmensas posibilidades, y la utilizaron sin recato, con el más completo desprecio de la persona humana. “El hombre moderno -decía Mussolini- está asombrosamente dispuesto a creer”. Hitler, por su parte, descubrió que la masa, al coagularse, cobra un carácter más sentimental, más femenino. “En su gran mayoría -dijo- el pueblo se encuentra en una disposición de ánimo y un espíritu a tal punto femeninos, que sus opiniones y sus actos son determinados mucho más por la impresión producida en sus sentidos que por la pura reflexión”. Entretanto, Franco prometía: “Crearemos una España fraternal, una España laboriosa y trabajadora donde los parásitos no encuentren acomodo; una España sin cadenas ni tiranías judaicas, una nación sin marxismo ni comunismo destructores, un Estado para el pueblo, no un pueblo para el Estado.  Un estado totalitario que armonizará en España el funcionamiento de todas las capacidades y energías del país, en el que el trabajo, estimado como el más ineludible de los deberes, será el único exponente de la voluntad popular”.
La construcción del discurso nacionalista que devino en prácticas de corte autoritario evidenciadas en las organizaciones paramilitares constituidas a fines de la década de 1910, fue el caldo de cultivo para una recepción favorable de la ideología fascista que, consolidada en Italia, Alemania y España, fue utilizada por los sectores reaccionarios integrantes de la oligarquía argentina para retornar al poder político que habían detentado desde la instauración del llamado “orden conservador” en 1880 mediante acuerdos de las cúpulas dirigenciales, el voto oral, público e indirecto, el clientelismo y el fraude electoral, un sistema que perduró hasta la reforma electoral de 1912 mediante la ley 8.871 promulgada por el entonces presidente Roque Sáenz Peña (1851-1914). En ella se estableció el voto secreto, universal y obligatorio sólo para los hombres argentinos o nacionalizados. La definición de “ciudadanos” -término que figuraba en el artículo 1º de la ley- excluía así a casi la mitad de la población formada por mujeres y extranjeros, quienes constituían una enorme proporción de la población. Además estaban excluidos del derecho al voto los habitantes de los Territorios Nacionales, es decir aquellos que no constituían provincias, las cuales eran sólo catorce por aquellos años, con una buena parte de población originaria.


Sólo los sectores más oligárquicos se habían opuesto a la reforma. Uno de sus representantes, el rico latifundista e industrial azucarero Robustiano Patrón Costas (1878-1965), declaraba en la edición del 27 de octubre de 1912 del diario “La Prensa” que defendía al voto público sobre el voto secreto porque “el voto público permite su calificación, pues los empleados siguen las tendencias del patrón, los colonos las del profesional, y así sucesivamente; y de este modo, tienen en la elección el afincado y el intelectual una representación que es de hecho proporcional al valor de sus intereses y a la importancia de sus conocimientos culturales”. No obstante ello, el “patrón”, el “profesional”, el “afincado”, el “intelectual” de los que hablaba el “patriarca de la oligarquía salteña” -tal como se lo llamaba-, dieciocho años más tarde de la instauración de esa reforma decidieron tomar el poder.
Esta vez, esa camarilla lo hizo mediante el golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930 acompañada de un amplio consenso social que había sido promovido desde los medios de comunicación. El proyecto de ley del presidente Yrigoyen sobre nacionalización del petróleo, que limitaba la concesión de zonas petrolíferas a empresas extranjeras, fue sancionado por Diputados en 1927 pero la Cámara de Senadores se negó a tratarlo. Varios periódicos de la época señalaron que la negativa de algunos senadores se debía a su vinculación con empresas petroleras extranjeras (Standard Oil y Royal Dutch). Dado que la empresa estatal petrolera Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) -fundada en 1922- no satisfacía la demanda del mercado interno, Yrigoyen inició tratativas, a principios de 1930, con una petrolera soviética, la Luyamtorg. Esta proveería 250.000 toneladas de petróleo en trueque por cueros, extracto de quebracho, lana, ovinos y caseína. La oposición calificó a Yrigoyen de “bolchevique” y pronto sobrevendría el primer golpe de Estado que soportaría la Argentina a lo largo del siglo XX.
En la década del ‘20 los oficiales del ejército argentino fueron acrecentando cada vez más su implicación en las cuestiones sociales y económicas de la Argentina. Condenaban las huelgas del sector obrero y participaron en varias acciones de represión a los trabajadores en distintos lugares del país. La más notoria de todas ellas fue la que llevaron a cabo en la provincia de Santa Cruz entre 1920 y 1921 y que pasó a la historia conocida como la “Patagonia rebelde”. En aquel suceso, alrededor de 1.500 huelguistas fueron fusilados en el marco de la huelga que realizaron los peones rurales como protesta por sus magras condiciones laborales, movimiento al cual se sumaron con el correr de los días los arrieros y los esquiladores y también los telegrafistas del correo, los trabajadores gráficos, los obreros portuarios y los operarios mecánicos de las ciudades de Río Gallegos, Puerto Deseado y Puerto San Julián. Por entonces, unos pocos estancieros eran dueños de la mayor parte de los territorios de Santa Cruz y Tierra del Fuego en Argentina e incluso parte de la región de Magallanes en el extremo sur de Chile.


Los más poderosos eran Mauricio Braun (1865-1953), inmigrante de origen letón, y el asturiano José Menéndez (1846-1918). El primero, junto a su hermana Sara Braun (1862-1955)
era propietario de la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego, una empresa ganadera que llegó a disponer de 1.376.160 hectáreas repartidas entre Argentina y Chile en las que alrededor de 1.250.000 ovejas producían cientos de miles de kilogramos de lana, cuero y carne que se exportaban a Inglaterra. El segundo, por su parte, era un comerciante y empresario naviero que se encargaba justamente de la comercialización y el transporte de dichos productos. Más tarde, cuando su hija Josefina Menéndez Behety (1874-1955) contrajo matrimonio con Mauricio Braun, también adquirió varias estancias y ambos empresarios se convirtieron en dueños y señores de casi toda la Patagonia chilena y argentina. Su imperio económico llegó a sumar bancos, navieras, minas de cobre y frigoríficos.
No eran los únicos, entre ellos había también unos cuantos estancieros de origen británico, pero a todos los unía la misma ambición: la riqueza. Para lograrla no dudaron en diezmar a las comunidades autóctonas de la región que la habitaban desde hacía unos nueve mil años: yámanas, mánekenk y selk’nam. Estos últimos, también conocidos como onas, fueron los más perjudicados ya que fueron prácticamente exterminados por los matones a sueldo que enviaba José Menéndez para apropiarse de sus tierras. En esos territorios comenzaron a trabajar miles de peones, la mayoría de ellos inmigrantes, a los cuales se les pagaba con vales (con valor únicamente en las proveedurías propias de las estancias) sus jornadas laborales de 15 horas con temperaturas de hasta 18º bajo cero, se los alimentaba con raciones ínfimas de comida y se los hacía dormir en tarimas de maderas, tipo estantes, sin abrigo, sin luz y hacinados en habitaciones diminutas. Y fueron justamente estas humillantes condiciones de trabajo las que promovieron las huelgas y la posterior represión a cargo del teniente coronel Héctor Benigno Varela (1881-1923) enviado por el presidente Yrigoyen para controlar las huelgas “revolucionarias” y “pacificar” la situación.


La Sociedad Rural de Río Gallegos se resistía a aceptar la existencia de abusos patronales. Para sus autoridades, los reclamos sindicales eran injustificados ya que era falso que los obreros “estaban sometidos a un régimen de vida incompatible con su condición de hombres de trabajo”. Mientras tanto, desde el gobierno territorial se aducía que la revuelta se debió a la “propaganda ácrata y disolvente” que venían  desplegando algunos sujetos llegados a Santa Cruz. Ocultos tras la máscara del interés de los trabajadores, “aparecían los comunistas o los  anarquistas buscando objetivos inconfesables que encontraron un caldo de cultivo en la ignorancia de los peones”. De ahí que les resultó “sencillo convencerlos de la bondad de sus teorías y de la facilidad con que al final se dividirían las estancias y distribuirían entre ellos las haciendas, siempre, como es natural, que tentaran la aventura comunista”. La ingenuidad de los peones habría incitado a los revoltosos a  instalar un “gobierno comunista” que promoviera una revolución en la propiedad agraria y del ganado. Se había procurado “establecer el gobierno sovietista en la Patagonia, nueva Arcadia donde todos serían felices y propietarios de un determinado número de ovejas y del campo necesario”.
Mientras tanto en Buenos Aires, diarios como “La Nación” y “La Prensa” presentaban un panorama desolador y alarmista del conflicto, cuya responsabilidad atribuían a una “conjura bandolero-anarquista”. En sus ediciones de aquellos días aparecieron notas en la que se afirmaba que en Santa Cruz germinaba un problema delictivo-político pues “no se trata de huelgas ni de dificultades entre capitalistas y trabajadores, sino de un movimiento sedicioso, un levantamiento en armas producido por bandoleros que se titulan obreros”. U otro que decía que la revuelta fue protagonizada por “bandoleros que aprovecharon el levantamiento obrero para cometer toda clase de actos vandálicos”. En sus editoriales, también se ocuparon de alejar a los revoltosos de la imagen de dirigentes gremiales y emparentarlos a una organización criminal: “su desenfreno de falange tebana en nada podía relacionarse con la acción obrera. Las huelgas fueron un pretexto para ensayar procedimientos violentos en mira a tendencias inaceptables”, y aseguraban que la Federación Obrera de Río Gallegos proyectaba establecer “un gobierno comunista que, partiendo de la Patagonia, iría a rematar en la Capital Federal”. La conspiración  estaría “dirigida desde la Capital por los más conspicuos perturbadores del orden, carentes de escrúpulos”.
La Iglesia Católica, ciertamente, no se quedó atrás. Monseñor Miguel de Andrea (1877-1960), por entonces al frente de la Unión Popular Católica Argentina, una institución pseudopolítica que respondía a directivas de la Santa Sede, lanzó una campaña explicando que “el peligro nacía del hecho de que los trabajadores y las masas populares habían dejado de creer en Dios, en la Iglesia y en el régimen”. Y el obispo de Córdoba Zenón Bustos (1850-1925) redactó una carta pastoral acerca de la “Revolución social que nos amenaza”. Bustos denunciaba allí a quienes “enseñan el arte de insubordinar y rebelar a las masas contra el trono y el altar para dar por tierra con la civilización cristiana y ceder el puesto a la anarquía imperante”. En tanto, a su regreso a Buenos Aires, el teniente coronel Varela en el informe que entregó al Ministerio de Guerra denunciaba que las huelgas era parte de un complot destinado a jaquear a la república. “Envanecidos -decía-, se despojaron de la careta de simples huelguistas para declararse abiertamente por el establecimiento del régimen de los soviets. En el momento oportuno marcharían sobre las ciudades de la costa para derrocar a las autoridades y reemplazarlas por otras obedientes a los soviets de Rusia. Concentrados, marcharían triunfalmente hacia la Capital Federal, donde las otras sociedades obreras, de común acuerdo, los esperarían para engrosar sus filas”.


Evidentemente, los principios doctrinarios legados por el teórico anarquista italiano Errico Malatesta (1853-1932) tras su paso por Argentina entre 1886 y 1889 habían encontrado fervorosos adeptos, entre ellos Emilio López Arango (1894-1929) y Severino Di Giovanni (1901-1931), quienes desarrollaron durante la década del ’20 una intensa actividad agitadora entre las masas obreras. A ello debe sumarse la fundación de la Internacional Comunista en Moscú en 1919, una organización internacional que se proponía transformar revolucionariamente la sociedad de cada país como parte de un proyecto común de revolución mundial. Así, durante los años siguientes, fueron constituyéndose diferentes partidos comunistas en América Latina entre los que, obviamente, estaba la Argentina. Eran los tiempos en que el destacado periodista y activista político peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930), que ejerciera con su pensamiento una gran influencia en toda la región, asegurase que esto era “el gran acontecimiento hacia el cual convergen las miradas del proletariado universal. El primer paso de la humanidad hacia un régimen de fraternidad, de paz y de justicia”.
Todos estos episodios repercutieron sin dudas en el joven teniente Perón. Gracias a ellos comenzó a percatarse de la importancia de la cuestión social y de la acción efervescente que el pensamiento tanto socialista como anarquista tenía sobre las masas. El temor a una revolución con esas ideologías era visceral en la institución militar y a ello no fue ajeno Perón. Es posible que su ideario de raíz conservadora, nacionalista y militarista haya nacido por esta época. Estando aún en la Escuela de Suboficiales del Ejército Sargento Cabral en Campo de Mayo, se encargó de la edición traducida al castellano del “Reglamento de gimnasia alemán para el ejército y la armada”, y redactó un capítulo del “Manual del aspirante” al que tituló “Moral militar”. Basándose en el texto del coronel francés André Gavet (1849-1904) “L’art de commander” (El arte de mandar), Perón destacó tres componentes principales que debían ser desarrollados en la personalidad: el cuerpo, la inteligencia y los sentimientos, que denominó respectivamente instrucción física, intelectual y moral. Luego, en 1924 fue ascendido a capitán y, el 12 de marzo de 1926, ingresó como alumno en la Escuela Superior de Guerra.

22 de noviembre de 2020

1913-1943. Los prolegómenos del peronismo

II. Turbias irregularidades democráticas


Con el ascenso de Yrigoyen al poder se produjeron notables cambios en la relación establecida entre el Estado y los sindicatos, en comparación con las generadas en las administraciones anteriores. Si bien el gobierno de corte liberal popular había logrado encontrar puntos de contacto y conciliación con los sectores obreros, la crisis económica posterior a la Primera Guerra Mundial -que afectó directamente las exportaciones agropecuarias- ocasionó, entre 1917 y 1918, el empobrecimiento de las condiciones de vida y de trabajo. Las consecuencias de aquella situación se concretaron en el aumento brusco del costo de vida y la desocupación. Los salarios promedio descendieron un 38,2% y la combatividad obrera creció. En 1917 hubo 136.000 trabajadores en huelga, al año siguiente fueron 138.000, y en 1919 la cifra subió a más de 300.000. El 70% de los huelguistas pertenecía al sector de los transportes, tanto marítimos como ferroviarios. A estos factores se sumó la llegada en 1918 de las noticias sobre la Revolución Rusa y el estado de huelga generalizada en distintos países europeos. La existencia en la Argentina de una clase trabajadora sindicalizada y en estado de movilización generó en determinados sectores de las clases dominantes el alerta y el temor de que estallara, como consecuencia del conflicto obrero, una situación revolucionaria. Los “maximalistas” pasaron así a ser, para aquellos sectores, los principales factores de riesgo.
El poder real continuaba en manos de los sectores oligárquicos nucleados en la Sociedad Rural Argentina y en su subsidiaria, la patronal Asociación Amigos del Trabajo. Estos no dudaban en coartar e incluso reprimir cualquier accionar que cuestionara o limitara sus intereses, para lo cual crearon formaciones parapoliciales y paramilitares para “mantener el orden público mediante una acción estrictamente defensiva”, reclutadas entre “los ciudadanos que sin distinción de ideas políticas simpaticen con la iniciativa de formar una guardia nacional” y adiestradas por altos jefes de la Marina en el Círculo Naval, las que pasarían a la historia bajo el nombre de Liga Patriótica Argentina. El nuevo “enemigo interno” para ésta eran los “rusos” (término en el que englobaban a los inmigrantes nacidos en Rusia y a otros de origen judío provenientes de Europa central), a quienes identificaban en conjunto como los portadores del socialismo y el comunismo; más los catalanes, considerados todos ellos adalides del “anarquismo apátrida”.
Como narra el historiador argentino Horacio Ricardo Silva (1959) en “Días rojos, verano negro”, las “durísimas condiciones de trabajo y de vida pronto se convirtieron en tema de conversación general, dando oportunidad a anarquistas y socialistas de expresar sus ideas como solía hacerse entonces, de manera vehemente y con elocuencia. Los socialistas tenían un discurso en el que valoraban la sumisión del individuo a la autoridad -ya sea partidaria o estatal- y a las leyes, en beneficio del bien común. Los ácratas, en cambio, hacían una encendida defensa de la libertad del individuo, comparando ese derecho con el de las aves y demás seres del reino animal para culminar en una apología de la naturaleza, deplorando la destrucción de ese estado natural del hombre a causa de la esclavitud en las fábricas y estancias, a la que calificaban como la ignominia de la explotación”.


A principios de 1919, Perón tenía veintitrés años y revistaba desde hacía un año en el Arsenal Principal de Guerra Esteban de Luca. Para entonces, el movimiento obrero tenía ya una larga historia de luchas que se sucedían desde comienzos de siglo. En 1901 se había creado la primera central sindical, la Federación Obrera Argentina, que agrupaba a los distintos sindicatos y sociedades existentes de la ciudad del Buenos Aires y del Interior. En 1903, debido a discrepancias ideológicas y metodológicas internas, la FOA se desmembró en dos centrales: la anarquista FORA (Federación Obrera Regional Argentina) y la socialista UGT (Unión General de Trabajadores). En 1909, tras un intento fallido de unificación, nació la CORA (Confederación Obrera Regional Argentina) que absorbió a la UGT, conservando una dirección sindicalista revolucionaria. Fuera de estas centrales del movimiento obrero argentino, hubo otras organizaciones menores cuya existencia fue, en la mayoría de los casos, efímera. Entre las reivindicaciones obreras se incluían la actualización de los salarios, la reducción de la jornada laboral de once a ocho horas diarias, la no obligatoriedad de cumplimento de horas extras, la vigencia del descanso dominical y el aumento de los jornales. En ese contexto, durante el transcurso de los primeros días del mes de enero de 1919 ocurrió el conflicto sostenido por los trabajadores de los Talleres Metalúrgicos Pedro Vasena, un suceso conocido en nuestra historia como la Semana Trágica.
Los obreros de la empresa, cuyo paquete accionario estaba constituido en su mayoría por capitales británicos (C. Lockwood & A.G. Prudam) sumados al porcentaje minoritario del empresario italiano radicado desde 1865 en la Argentina Pedro Vasena (1846-1916), se encontraban en huelga de actividades desde el mes de diciembre del año anterior. Cuenta el politólogo francés Alain Rouquié (1939) en “Pouvoir militaire et société politique en République argentine Rouquié” (Poder militar y sociedad política en la Argentina): “1919 no fue cualquier año en Argentina. En enero, 800 obreros de la fábrica Pedro Vasena se declaraban en huelga en reclamo de mejoras salariales y reducción de la jornada laboral. La connivencia entre el poder político y el económico llevó a que el 4 de enero Vasena intimara al Ministro del Interior para que le enviara personal policial a la fábrica a fin de sofocar los reclamos. Apostados en los techos vecinos, la policía y los bomberos enviados por el Ministro del Interior dispararon durante dos horas sobre los obreros que manifestaban frente a las instalaciones. Como los reclamos de la clase trabajadora siempre se hacían en familia, las balas también iban dirigidas contra mujeres y niños. Cuatro obreros muertos y cuarenta heridos, muchos de los cuales fallecieron después como consecuencia de la masacre, marcaron con su sangre el comienzo de la matanza”. Mientras tanto, la policía tomaba sus recaudos incentivando a sus efectivos con un aumento sobre sus haberes del 20% y Elpidio González (1875-1951) -desde la Jefatura de Policía- denunciaba la “intensa agitación anarquista provocada por numerosos sujetos de la colectividad ruso-israelita”. Por su parte monseñor Dionisio Napal (1887-1940), arengaba desde su púlpito: “los judíos son sanguijuelas expulsadas de todos los países”.


Fue sólo el comienzo. En los días siguientes, los enfrentamientos continuaron y la represión recrudeció. Las cifras de muertos y heridos publicadas en los distintos medios gráficos oscilaron en función de la filiación ideológica de sus propietarios. El número total de víctimas durante los ocho días que duró el conflicto es muy difícil de establecer. En “Historia del movimiento sindical argentino”, el dirigente político Rubens Íscaro (1913-1993) -quien vio en la huelga un “triunfo estupendo de la lucha y la unidad de los trabajadores, de la solidaridad de todo el proletariado” aunque reconociendo que no hubo en ella “una dirección comprensiva y capaz de organizarla y orientarla”- cuenta que “la policía parecía no querer un arreglo pacífico del conflicto. En circulares internas recibidas en las comisarías se recomendaba ‘hacer fuego sin aviso previo contra los revoltosos’ y se ordenaba destruir esas circulares una vez conocido su contenido. En cuanto al reclamo de los sindicatos y de los familiares de las víctimas, de que les fueran entregados los cadáveres, la policía contestaba invariablemente que no los tenía. En realidad, como se supo después, la mayoría de los cadáveres fueron incinerados; nunca se publicaron sus nombres y su cantidad. Debido a ello la mayoría de las víctimas de la Semana Trágica -que sumaron centenares- son héroes anónimos”. Es decir que las cifras oficiales de 700 muertos y 3.000 heridos no incluyen a los NN. Por su parte el sociólogo e historiador argentino Julio Godio (1939-2011) en su obra “La semana trágica de enero de 1919” apunta que aquel suceso fue el factor que “fusionó la explosiva contradicción entre el capital y el trabajo: la lucha entre obreros y policías sobredeterminó el conflicto social, desencadenando una huelga general de carácter político”.
Más allá de las conclusiones guiadas por una inclinación ideológica o un argumento sociológico, lo taxativo fue que el aparato represivo de Estado, constituido por fuerzas policiales y militares comandadas respectivamente por el antes citado dirigente radical Elpidio González y el teniente general Luis Dellepiane (1865-1941), implementaron una verdadera matanza entre los trabajadores de Buenos Aires. A esas fuerzas se sumaron con total impunidad las formaciones paralelas de la Liga Patriótica Argentina conformadas por los miembros “más destacados de la sociedad”, los jóvenes de las “mejores familias” tal como los definía el diario “La Nación”. Formados en el odio al inmigrante, especialmente los judíos, a quienes acusaban de estar fomentando la “conspiración judeo-maximalista” para “disolver la nacionalidad argentina”, estas bandas de civiles decían combatir contra “los indiferentes, los anormales, los envidiosos y haraganes; contra los inmorales, los agitadores sin oficio y los energúmenos sin ideas; contra toda esa runfla sin Dios, Patria ni Ley”. Bajo una mirada al menos benevolente por parte del gobierno, los almirantes Eduardo O'Connor (1858-1921) y Manuel Domecq García (1859-1951) advertían que Buenos Aires no sería otro Petrogrado e invitaban a la “valiente muchachada” a atacar a los “rusos y catalanes en sus propios barrios si no se atreven a venir al centro”, les proveyeron de armas automáticas y se comprometieron a darles instrucción militar mientras algunos miembros de la comunidad eclesiástica como el padre Federico Grote (1853-1940), creador de los Círculos Católicos de Obreros, brindaban su “auxilio espiritual”.


Durante la Semana Trágica, estos “distinguidos caballeros” al grito de “fuera los extranjeros”, “mueran los maximalistas”, “guerra al anarquismo” y “mueran los judíos”, sembraron el terror en las calles. Atacaron sedes sindicales y locales anarquistas, incendiaron bibliotecas e imprentas y apalearon militantes. La Liga Patriótica se “cubrió de gloria”, según expresó el diario “La Prensa”, y uno de sus principales inspiradores (que cuatro meses después de aquellas sangrientas jornadas ocuparía su presidencia) fue el abogado proveniente de una familia acomodada Manuel Carlés (1875-1946), dirigente nacionalista que era además profesor del Colegio Militar de la Nación. Perón fue uno de sus alumnos. De él recibió una formación de acendrado carácter germánico, un exacerbado nacionalismo y una profunda aversión por las ideologías anarquista, socialista y comunista. En tales condiciones de preparación ideológica resulta ineludible preguntarse por el papel que desempeñó aquel 9 de enero de 1919, dos días después que el presidente Yrigoyen diera la orden para que interviniese el Regimiento de Infantería.
A Perón, que revistaba en ese regimiento, le cupo la función de abastecer de municiones a los regimientos que operaron en la Capital Federal durante esos días. Pero además estuvo presente en los talleres Vasena, según expresó él mismo públicamente en el acto que el 1º de mayo de 1948 celebró la Unión Obrera Metalúrgica en el solar donde se ubicaba la desaparecida fábrica. En dicha oportunidad, el ya por entonces general de brigada y presidente de la Nación, dijo: “Se ha dicho en la campaña electoral que yo tuve intervención en esta zona en la semana de enero. Yo era teniente, y estaba en el Arsenal de Guerra; hice guardia acá precisamente al día siguiente de los sucesos”. El discurso, reproducido por el diario “El Laborista” en su edición del 2 de mayo de 1948, continuó en los siguientes términos: “Pude ver entonces lo que es la miseria de los hombres, de esos hombres que fingen y de los otros que combaten a la clase trabajadora. Allí una vez más reafirmé mi pensamiento de que un soldado argentino, a menos que sea un criminal, no podrá jamás tirar contra su pueblo. Eso lo aprendí cuando vi los numerosos muertos del día anterior, mientras algunos dirigentes habían huido a Montevideo, como siempre, y que son de los que hoy tratan de hacerme aparecer mezclado en aquellos acontecimientos”.
“El día de los sucesos” no puede ser otro que el 9 de enero. Y si el joven teniente estuvo en la zona de los hechos el día 10, cuando los huelguistas se batían contra la policía y el ejército, es lícito suponer que su actuación no pudo limitarse a la actitud pasiva de hacer guardia. Salvo, claro está, que hubiera sido enviado después de librado el combate. Al respecto, otros autores aseguran que efectivamente Perón tomó una acción ofensiva contra los trabajadores metalúrgicos. Tal es el caso del sociólogo estadounidense Lindon Ratliff (1942-2013) quien en su artículo "Phenomenon" (Fenómeno) publicado en la página web “Historical Text Archive” dice: “A través de los años ’20, Perón vio muy poca acción. El único evento fue la Semana Trágica, en la cual comandó una unidad para refrenar un sector tumultuoso en Buenos Aires”. El historiador argentino Felipe Pigna (1959), a su vez, lacónicamente consignó en el suplemento “Mitos Argentinos” aparecido en el diario “Clarín” el 13 de junio de 2007: “1919. Es promovido al grado de teniente primero. Participa en la represión de los huelguistas metalúrgicos en los talleres Vasena, suceso conocido como Semana Trágica”.


Otro historiador argentino, el antes mencionado Milcíades Peña, fue mucho más categórico en su citado ensayo “Masas, caudillos y élites” al escribir: “Frente a la fábrica donde se había iniciado la huelga, un destacamento del ejército ametralla a los obreros. Lo comanda un joven teniente llamado Juan Domingo Perón”. Por su parte, el ya citado Abad de Santillán, activista de la FORA en la época de los acontecimientos, testimonió en un reportaje que le hiciera la revista “Panorama” en 1969 que “entre los oficiales del Ejército que reprimieron a las manifestaciones en esa sangrienta jornada, se encontraba un joven teniente: Juan Domingo Perón”. Abad de Santillán, sugiere al evocar los acontecimientos: “Quizás ahí afirmó su política demagógica, al ver que la represión sólo produce el divorcio del gobierno con el pueblo”. No es descabellado concluir que, a la luz del sempiterno y astuto doble discurso que mantendría a lo largo de su vida, aquel joven teniente de 1919 efectivamente reprimió a los obreros de Vasena, y que el maduro general de 1948 apuntara más a la lucha política contra sus detractores que a profesar el ejercicio de la sinceridad.
Más conciliador, Norberto Galasso (1936), ensayista e historiador revisionista argentino, concluye en su libro “Perón. Formación, ascenso y caída” que “no es posible asegurar la veracidad de una u otra de las distintas versiones” y justifica su accionar por tratarse “de un teniente sometido a la disciplina castrense”. De todos modos reconoce su evidente animadversión hacia los anarquistas -en aquellos tiempos “los anarquistas tirabombas” en el lenguaje coloquial- algo que era entendible en “un hombre del Ejército, habida cuenta de que el anarquismo profesa la abolición del Estado y de las Fuerzas Armadas”. Probablemente en esas mismas condiciones fue que, en diciembre de 1919, mientras revistaba en el Regimiento 12 de Infantería con sede en Santa Fe, fue enviado con tropas a su mando a preservar el orden en una huelga de los obreros de un centro ferroviario de La Forestal, una empresa de origen británico que constituía un verdadero Estado paralelo dentro de Argentina, con 2 millones de hectáreas, 40.000 obreros y empleados, cuatro fábricas, seis ciudades, un tren, 140 kilómetros de vías, un puerto, barcos, policía, moneda y bandera propias. El gigantesco imperio se dedicaba a triturar troncos de quebracho para obtener tanino, utilizado en el curtido del cuero. Los obreros trabajaban de sol a sol y recibían 2,50 pesos por tonelada de leña en vales que sólo podían cambiar por mercaderías en almacenes de la empresa. Tras la feroz represión de la huelga, Perón fue ascendido a teniente primero el 31 de diciembre de ese mismo año y luego, el 16 de enero de 1920, fue destinado a la Escuela de Suboficiales en Campo de Mayo.