6 de febrero de 2021

Acerca de Cortázar, el cronopio inmortal (II). Eduardo Montes Bradley

Hijo de padres argentinos y dado que su padre era un funcionario asignado a la embajada argentina en Bélgica como agregado comercial, Julio Florencio Cortázar nació el 26 de agosto de 1914 en el nº 116 de la Avenida Louis Lepoutre de Ixelles, al sur de Bruselas. Fue el día en que se produjo el primer bombardeo alemán sobre la ciudad en el marco del conflicto bélico centrado en Europa que sería conocido primero como la Gran Guerra y posteriormente como Primera Guerra Mundial. El propio Cortázar relataría los primeros años de su vida en una carta enviada desde París en 1963: “Nací en Bruselas en agosto de 1914. Signo astrológico, Virgo; por consiguiente, asténico, tendencias intelectuales, mi planeta es Mercurio y mi color el gris (aunque en realidad me gusta el verde). Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia; a mi padre lo incorporaron a una misión comercial cerca de la legación argentina en Bélgica, y como acababa de casarse se llevó a mi madre a Bruselas. Me tocó nacer en los días de la ocupación de Bruselas por los alemanes, a comienzos de la primera guerra mundial. Tenía casi cuatro años cuando mi familia pudo volver a la Argentina; hablaba sobre todo francés, y de él me quedó la manera de pronunciar la ‘r’, que nunca pude quitarme. Crecí en Banfield, pueblo suburbano de Buenos Aires, en una casa con un gran jardín lleno de gatos, perros, tortugas y cotorras: el paraíso. Pero en ese paraíso yo era Adán, en el sentido de que no guardo un recuerdo feliz de mi infancia; demasiadas servidumbres, una sensibilidad excesiva, una tristeza frecuente, asma, brazos rotos, primeros amores desesperados”.
El libro de cuentos “Bestiario” publicado en 1951 fue el primero que firmó con su nombre real, pero antes ya había publicado en Buenos Aires el poemario “Presencia” y el poema dramático “Los reyes” con el seudónimo de Julio Denis. Con ese nombre también firmó varios trabajos previos: el cuento “Llama el teléfono, Delia”, escrito en 1938 y publicado el 22 de octubre de 1941 en el diario “El Despertar” de Chivilcoy; el ensayo “Rimbaud” en la revista de Buenos Aires “Huella” nº 1, también en 1941; el prólogo al libro “Erques y cajas” de poeta argentino Domingo Zerpa (1909-1999) en 1942; y el poema “Distraída”, publicado en el número inaugural de la revista “Oeste” de Chivilcoy en 1944. Otros textos inéditos también llevaron esa firma: el poemario titulado “De este lado”, escrito entre 1938 y 1939 y enviado a un concurso cuyo jurado lo “ignoró olímpicamente”, según sus propias palabras; y los sonetos “Fábula de la muerte”, los poemas “Orden del día” y el ensayo “Soledad de la música”, todos ellos de 1941.
Con el mismo nombre firmó el numeroso epistolario que mantuvo entre 1938 y 1945 con antiguas compañeras de claustro del Colegio Nacional de Bolívar. En una de ellas, fechada el 9 de septiembre de 1940, dice: “Hoy, lunes, día libre para mí, está dedicado a esas tareas en que me recupero un poco, vuelvo a ser quien verdaderamente soy, más acá de las tareas y de las obligaciones civiles. Todo este discurso nació del hecho de que hoy, lunes, yo soy enteramente Julio Denis”.
No resulta fácil identificar el posible origen de ese seudónimo. Tras observar su biblioteca y leer sus cartas, los investigadores del tema oscilan entre el poeta austríaco Michael Denis (1729-1800), el arquitecto francés Jules Denis Thierry (1795-1863), el historiador francés Jean Ferdinand Denis (1798-1890) y el pintor francés Maurice Denis (1870-1943). Otros, basándose en personajes de ficción presentes en alguno de los libros que Cortázar leía por entonces, apuntan al Denis que protagoniza “Le grand Meaulnes” (El gran Meaulnes) de Alain Fournier (1886-1914). El propio Cortázar, en 1981, se refirió a su seudónimo de modo irónico como el “nombre falso” con el que “perpetró” su primer crimen literario.
Lo que sigue son fragmentos de “Cortázar sin barba”, una biografía parcial que abarca el período de la vida de Cortázar previo a su exilio en Francia que el documentalista y escritor argentino Eduardo Montes Bradley (1960) publicó en 2004.

Con frecuencia se ha dicho -él mismo se ha ocupado de divulgar la idea- que Cortázar se habría marchado a Francia porque los altoparlantes no lo dejaban escuchar sus discos de Alban Berg. Dicho así, supone una simplificación de las razones que determi- nan su decisión de emigrar. También van a emigrar muchos otros que no escuchaban a Alban Berg y que posiblemente no recuerden los parlantes a los que Cortázar se refiere. Los parlantes y Berg reducen las múltiples realidades de la época, revelando la estrategia con la cual Cortázar vuelve a caer parado, esta vez frente a las vanguardias dominantes en los sesenta y setenta. Cortázar asume esa corrección reductora muchos años después de sucedidos los hechos y a muchos kilómetros de distancia, favoreciendo un proceso de desgorilización al que está dispuesto a someterse para ganar el aprecio y la simpatía de una nueva izquierda que goza de una visión distinta del peronismo de la que él pudo haber acuñado en los años cuarenta como consecuencia de las transformaciones político-sociales que tienen lugar entre el derrocamiento de Perón y la revolución cubana, un proceso que Cortázar desconoce pero al que adhiere con fervor.
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Algo de exótico tenía Buenos Aires, después de todo. Alemania acababa de perder la guerra y si uno quería ver a un nazi de cerca, ése era un buen lugar para comenzar (todavía lo es). Al llegar a Buenos Aires, Cortázar no tiene muy claro qué quiere hacer pero, desde luego, la docencia no está entre sus planes. Atilio García Mellid, hasta entonces al frente de la Cámara Argentina del Libro, acaba de ganar un dudoso premio municipal y pronto será recompensado en su obsecuencia con una embajada en Canadá. El “timing” del belga es inmejorable. ¿Cómo hizo para ganar esa sinecura?
Por acefalía del cargo, el Consejo Directivo resolvió llamar a concurso para la provisión del cargo de gerente de la cámara, estableciendo una serie de requisitos cuyo cumplimiento señalara en buena medida la capacidad y aptitudes que tal función requiere. Asimismo resolvió destacar de su seno una Comisión a la que correspondió actuar en la recepción de antecedentes y exámenes, elevando un dictamen por el cual aconsejaba la designación del señor Julio Florencio Cortázar, temperamento que fue aceptado por el C.D. en sesión del 8 de marzo, por lo cual el señor Cortázar quedó al frente de la Gerencia de la entidad.
La Cámara del Libro es un lugar tranquilo. Cortázar puede darse el gusto de acudir medio día y desde ahí habrá de vincularse con escritores y editores a los que ofrece sus servicios como traductor y de los que depende para que sus escritos sean editados. La misma maquinaria que no cuestiona a Cortázar por sus simpatías con los aliados durante la guerra cuestiona a Jorge Luis Borges, editor de “Los Anales de Buenos Aires”, revista en la que aparece publicado por primera vez “Casa tomada”. Dentro del peronismo todo, fuera del peronismo nada.
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En Buenos Aires Cortázar se siente a gusto (como se sintió al llegar a Chivilcoy y Mendoza) y supone haber tomado la decisión correcta abandonando las cátedras en la universidad. Por axiomático que suene, no deja de ser menos cierto a esta altura de los acontecimientos que, donde fuera que estuviera parado, Cortázar siempre se encuentra mejor que donde había estado hasta entonces. En Suiza, mejor que en Bruselas; en Barcelona mejor que en Zürich y en Banfield mejor que en Barcelona; en Bolívar mejor que en casa de su madre y en Chivilcoy mejor que en Bolívar; en Mendoza mejor que en Chivilcoy y Bolívar, y en Buenos Aires mejor que en Cuyo o la pampa. Y en París… Bueno, en París uno puede darse el gusto de extrañar casi todo.
Ya en Buenos Aires, regresa, como en los buenos tangos (o los peores), a la casita que la vieja conserva en la calle Artigas junto a Ofelia y la abuela Victoria. Por un momento cree haber recobrado la memoria de un paraíso perdido. La rutina de ir y venir de casa al trabajo y del trabajo a casa acaba por convertirse en una pesadilla: viajar colgado del estribo de un colectivo “aguantando a sudorosos descamisados en la plataforma” es un precio demasiado alto. Pero para eso están los amigos. Fredi Guthmann le presenta a una prima que está a punto de marcharse a París. La prima buscaba quien se hiciera cargo de su departamento en la calle Suipacha al 1200. Cortázar consigue lo imposible en menos de veinticuatro horas, un bulín por cuatro meses en el centro cerca de su lugar de trabajo y la trama para un cuento.
La propietaria del bulo era Susanne Weil, quien por entonces vivía junto a Andrée Delsalle.
Susanne acabará convirtiéndose en el personaje central del cuento “Carta a una señorita en París”. El relato está escrito en forma de carta (algo que le sale con naturalidad) del supuesto inquilino a la propietaria del inmueble (suena bien inmueble, ¿no?) que vive en París contándole los pormenores de una angustiosa noche (¿día?) en la que unos conejitos que el protagonista ha vomitado terminan por destruir el decorado. Por momentos da la impresión de que Cortázar no se siente cómodo: “Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará”.
La carta (¿el cuento?) angustia. Hacia el final, el escritor habla del amanecer, de un balcón y de la posibilidad de tirar a los conejitos a la calle para deshacerse de ellos; también de sí mismo, si acaso él fuera ese otro cuerpo del que está hablando: “No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales”.
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Pensar que lo que pueda contar en sus cuentos es necesariamente autobiográfico es un capricho, justificado pero un capricho al fin, un capricho en el que se advierte la precariedad con la que convive Cortázar fuera de la casa de su madre. Más adelante, dice en el mismo relato: “Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua conveniencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra parte donde quizá…”.


Desde aquel bulín prestado en Barrio Norte hasta su despacho en la Cámara del Libro, Cortázar camina y fantasea con la posibilidad de regresar a Ítaca. Después de todo, la guerra ya terminó, y en Buenos Aires ardió Troya. Europa vuelve a ser un destino posible, con lo cual ya no quedan razones para seguir soñando con México o planeando expediciones a la Puna. París liberada es mucho más apetecible que una Buenos Aires ocupada.
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Las mañanas y las noches son suyas. Antes de mediodía trabaja en traducciones que le permitirán reunir el dinero que necesita para el viaje. A la Cámara del Libro, a muy pocas cuadras de su departamento, concurre recién después del mediodía. A las traducciones que viene realizando para Viau por encargo de su amigo Jorge D’Urbano van a sumarse una de “Robinson Crusoe” ilustrada por Carybé; “Naissance de l’Odyssée” de Giono; “The man who knew too much” de Chesterton, y una monumental biografía de Pushkin escrita por Henri Troyat que no hemos podido localizar. En muchos casos quien traduce es Natasha Czernichowska mientras que Julio Cortázar se limita a dar forma castellana a las traducciones de la rusa. Con los beneficios que piensa obtener de la última traducción citada estima haber reunido lo suficiente como para emprender el viaje: “Si lo cobro de una vez, me voy a Europa (y no vuelvo nunca más, se entiende)”.
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Hacia fines de 1946, Cortázar desarrolla un texto que provisoriamente titula “El laberinto” y al que alternativamente se referirá como “poema dialogado”, “teatro poético” o “tragedia lírica”. El escrito, que finalmente se conocerá como “Los reyes”, recrea la leyenda del Minotauro encerrado en su laberinto. Para Cortázar debió de ser una grata sorpresa la coincidencia temática con un cuento casi coetáneo de Borges, al respecto de lo cual nuestro protagonista se dirige al venerable en una carta celosamente conservada en la Universidad de Virginia.
La carta, hasta hoy inédita, es la siguiente: “A Jorge Luis Borges. Habrá usted notado desde algún tiempo atrás la presencia del Minotauro circulando otra vez sordamente entre los hombres que escriben sus imágenes. Luego de hallarlo en el Thesée de Gide -entrevisto apenas, pero hermoso-, lo encuentro pleno de admirable inteligencia en el relato que llama usted ‘La casa de Asterión’. He querido entonces hacerle llegar este minotauro mío, que curiosamente profetiza al morir (murió en enero de este año) lo que hoy ocurre: su retorno incesante y repetido. Acéptelo usted como testimonio de cariño hacia Asterión, de nostalgia por su voz tan ceñida, tan libre de lo innecesario. Con afecto, Julio  Cortázar”.
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En una de sus últimas entrevistas, Borges se refería a su cuento: “Yo trabajé en una revista que se llamaba ‘Los Anales de Buenos Aires’. Ahí publicó, por primera vez en su vida, un cuento Julio Cortázar. Un cuento que ilustró mi hermana. Un cuento que se llamó ‘Casa tomada’. Cuando teníamos que entrar en prensa, había tres páginas en blanco. Entonces, a mí se me ocurrió un argumento, ‘La casa de Asterión’. Fui a ver a la persona que hacía las ilustraciones, la condesa de Wrede, austríaca; le expliqué más o menos el tema cretense, un personaje que no se sabe muy bien quién es, un guerrero que avanzaba hacia él. Hizo un lindo dibujo”.
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Según contó, Cortázar viajaba de regreso a su casa cuando se vio envuelto en un sueño. Supone el escritor que algo misterioso hizo que así sucediera y estima que una fuerza arcaica lo habría sometido a esa experiencia de la mitología en un lugar tan distante del Parnaso como pudo haberlo sido Buenos Aires, en una situación tan de su tiempo como un viaje en colectivo de Colegiales al barrio de Agronomía. “Lo cual le daría la razón a Jung en el sentido de que todo está en nosotros, que hay una especie de memoria de los antepasados y que por ahí un archibisabuelo tuyo que vivió en Creta cuatro mil años antes de Cristo, por obra de genes y cromosomas, te manda algo que corresponde a su tiempo y no al tuyo. Y tú, sin darte cuenta, acabas escribiendo un cuento o una novela que arrastra un mensaje muy antiguo, muy arcaico. No tengo otra explicación que dar”.
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Cortázar dice no tener abolengo. Desconoce quién es su abuelo y no tiene la menor idea de dónde está su padre. Sin embargo, cree haber vivido una experiencia sobrenatural que lo ha puesto en contacto con un retatarabuelo que vivió en Creta hace casi seis mil años. Cortázar va más allá cuando insinúa que la posesión fue tan cabal que el resultado no respondió a sus impulsos sino a los de aquella fuerza que lo sometía: “Incluso el lenguaje en el que está escrito viene de alguien que no soy yo, un lenguaje suntuoso, lleno de palabras que bailan”. Y si no es él, ¿quién? Acaso el otro Cortázar. Aquí habría que hacer una separación, delimitar las responsabilidades. Quien habla en la cita no es el Cortázar de 1946 sino el Cortázar de 1977 durante una entrevista realizada por la Televisión Española en la que también dijo cosas tales como que el Renacimiento italiano y el Siglo de Oro español eran el resultado de la conjunción de los planetas y que tampoco encontraba una explicación para eso.
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La idea de haber sido sometido a un llamado ancestral, de haberse convertido en el receptor de un legado atípico, contradice aquello que dicta el sentido común. Miniaturas y laberintos estaban de moda. Cortázar debió de haberlo sabido cuando recurrió a ellos para someter sus propias agonías dando lugar a su versión del mito y a la inversión de los roles protagónicos con la que ya habían jugado otros antes que él. En 1977, el recuerdo desdibujado le haría decir: “Yo vi en el Minotauro al hombre libre, al hombre diferente al que la sociedad, el sistema, encierra inmediatamente en clínicas psiquiátricas y a veces en laberintos. Teseo, en cambio, es el perfecto defensor del orden que le hace el juego al rey; en cierta forma, un gángster que en nombre del rey viene a matar al poeta. Cuando Teseo encuentra al Minotauro ve que no se ha comido a los rehenes y que con ellos juega y danza y que son felices. Entonces el joven Teseo, que tiene los procedimientos de un perfecto fascista, lo mata”.
Y ya en 1982, en ocasión del prólogo para la versión francesa, remataría esa interpretación disculpatoria de la obra: “Comprendo que a pesar de su envoltorio espontáneamente anacrónico y del lujo verbal fuera de época -y muy especialmente de la mía, la Argentina de los años cuarenta- escribí de un modo abstracto aquello que intentaría más tarde comprender y expresar en el interior de la realidad que me envolvía. Ahora como entonces, sigo creyendo que el Minotauro -es decir, el poeta, la criatura doble, capaz de percibir una realidad diferente y más rica que la realidad habitual- no ha dejado de ser ese ‘monstruo’ que los tiranos y sus partidarios de todos los tiempos temen y odian y quieren aniquilar para que su palabra no llegue a las orejas del pueblo y no derrumbe las murallas que los encierran en sus redes de leyes y de tradiciones petrificantes”.
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En las circunstancias en las que fue escrito “Los reyes” es poco probable que Cortázar pretendiera aleccionar al modo de las fábulas (después de todo, el Minotauro es medio animal en más de un sentido). Borges no pretende instruir en este sentido. En su cuento queda claro que él es el Minotauro que mata a nueve atenienses cada nueve años porque estima que así se verán liberados de su condena. El Minotauro borgeano se compadece y espera que Teseo se compadezca de él matándolo, es decir liberándolo; por lo cual, cuando se produce el encuentro, la buena bestia no ofrece resistencia alguna. En la muerte, el Minotauro de Borges ve su liberación. En la muerte del Minotauro de “Los reyes”, Cortázar cree ver un acto de injusticia… treinta años más tarde.