6 de marzo de 2021

Acerca de Cortázar, el cronopio inmortal (IX). Ivonne Bordelois

Ya en 1950, Cortázar pudo reunir lo suficiente como para realizar su soñado viaje a Europa, con una estadía de dos meses en Italia y un mes en Francia. A mediados de octubre de ese año se embarcó en el transatlántico Conte Biancamano con destino a Europa. En el mismo barco viajó Edith Aron (1923-2020), la escritora y traductora literaria alemana que años después le inspiraría el personaje de Lucía, “la Maga” de la novela “Rayuela”, pero durante las tres semanas que duró el viaje sólo fueron dos pasajeros más. Recién cuando casualmente se reencontraron tiempo después, ya en París, en una librería en el Boulevard Saint-Germain primero, y en un cine después, se reconocieron y comenzaron una relación de amistad. Tras recorrer Florencia, Pisa, Venecia y Roma, Cortázar llegó por fin a París, ciudad que con sus grandes bulevares, los pasajes cubiertos, los puentes, los canales, las plazas, el Barrio Latino, los museos, los jardines, las fachadas y los cafés, le causó un hechizo muy superior a la impresión que obtuvo de su contacto con Italia. A fin de año se reencontró con Aurora Bernárdez (1920-2014), la traductora argentina que había conocido en Buenos Aires en 1948 y con la que se casaría en París en 1953. En enero de 1951, tras su regreso a Buenos Aires, Cortázar le confesaría a un amigo que sentía nostalgia por París y que, si pudiera irse para siempre, no dudaría en hacerlo. La posibilidad del exilio voluntario le supondría el alejamiento de la realidad argentina que aborrecía. La oratoria filofascista del peronismo, con sus arengas, sus altavoces, sus manifestaciones y su demagogia, no cabían en su concepción del mundo.
Cuenta el doctor en Filología y escritor español Miguel Herráez (1957) en su obra “Julio Cortázar, una biografía revisada” que en 1951, “año en que en él se instalará el pensamiento recurrente de regresar a París, la editorial Sudamericana publicará lo que Cortázar siempre consideró su auténtico primer libro, ‘Bestiario’. Los relatos integrados en él serán los primeros sobre los que empezó a sentirse seguro de haber expuesto lo que quería decir. Firmado ya sin seudónimo o sin el segundo nombre de pila, ‘Bestiario’, que agrupa ocho cuentos, significará el verdadero principio del principio de su carrera de escritor. Todo lo demás, lo publicado hasta el momento, ‘Presencia’, ‘Los Reyes’; lo inédito, ‘De este lado’, ‘La otra orilla’, ‘El examen’, ‘Diario de Andrés Fava’, ‘Divertimento’, ‘Pieza en tres escenas’; lo extraviado, ‘Las nubes y el arquero’, o aquello que se encuentra en proceso de escritura, como el ambicioso ensayo sobre Keats continuado desde años, quedará en la otra esquina de su vida como quedarán también ya de un modo desdibujado sus días en Bolívar, Chivilcoy e inclusive Mendoza”.
Y fue precisamente a mediados de ese año cuando Cortázar obtuvo una beca del gobierno francés para estudiar la literatura francesa contemporánea y sus influencias y vinculaciones con las letras inglesas. La subvención comprendía su estadía en París durante de diez meses, esto es, desde octubre de ese año hasta julio de 1952. Concluida esa labor, y con la firme intención de quedarse allí, gracias a un aviso en el diario Cortázar conseguiría un empleo en una distribuidora de libros. Su trabajo consistía en empaquetarlos y llevarlos a distintas librerías de la ciudad, para lo cual le compraría una moto Vespa de segunda mano a un médico argentino. Si bien el sueldo no era gran cosa, lo que más le importaría sería la flexibilidad horaria, lo que le dejaría tiempo libre para vagar por la “ciudad luz”, leer y, por supuesto, escribir. También, y gracias a las gestiones de la escritora y editora argentina Victoria Ocampo (1890-1979) -fundadora de la revista “Sur” en la que Cortázar había publicado entre 1948 y 1953 ensayos y reseñas literarias- llegaría a establecer una vinculación profesional como traductor de documentos públicos y técnicos en la UNESCO. En ese organismo internacional conocería años después a la poetisa y traductora argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972). A ella le daría los originales de “Rayuela” para que los tipease, pero ella los extraviaría en su desordenado departamento, por lo que, hasta que los volvió a encontrar, estuvo cerca de impedir que se publicara.
La poetisa, ensayista y lingüista argentina Ivonne Bordelois (1934), gran amiga de Pizarnik, escribió un artículo para el diario “La Nación” en ocasión de conmemorarse el vigésimo aniversario del fallecimiento de Cortázar. También lo citó en “Fidelidad a la belleza”, uno de los fragmentos de su breve ensayo “Belleza y amor” publicado en junio de 2018 en la revista electrónica “Literariedad”, y en “Poesía y lenguaje”, uno de los capítulos de “La palabra amenazada”. Partes de esos textos pueden leerse a continuación.
 
Decía Borges: “la literatura es una forma de la felicidad, y no se puede obligar a nadie a que sea feliz”. Pienso que esto significa asimismo que se debe rehuir firmemente todo lo que conduzca a la infelicidad en la literatura, como lo es sepultarse en la mediocridad ignorante de los otros, para extraer la brizna de poesía, totalmente casual, que pueda resplandecer entre tanta opacidad y basura.  Me hace feliz ahora leer el “Crátilo”, mi diario, algunos poemas de la generación del 40 -como los de Barbieri-, la desengañada y excelente autobiografía de Bogarde, la gramática de la IE University que se traspapeló en los estantes etimológicos. Reservar la energía, o más bien preservar, defendiéndola ferozmente, la devoción por aquella única forma de la belleza que somos los únicos en avistar.
Todo genio tiene sus pequeñeces, pero la exhibición de las mismas no aclara ni enaltece nada y además, degrada la literatura: son chismes de peluquería los que afloran en estas conversaciones de Bioy con Borges. Quizá lo que se salve es la irreverencia con que Borges acomete a los grandes clásicos, como Quevedo o Shakespeare, pero lo triste es que esos destellos de irreverencia se acompañan de excesos de vulgaridad imperdonable con respecto a otros temas: rimas ridículas o groseras sin ninguna gracia, referencias malignas con respecto a colegas menos exitosos, etc., etc. ¿Qué mundo mental o afectivo habitaba cotidianamente Borges? Parecería que en ciertos aspectos uno asfixiante, por lo que aquí trasluce -y también, mundo profundamente desdichado, sin verdadera ternura, sensualidad ni alegría. Quizá lo interesante fuera estudiar qué alquimia de barro y belleza es la que se requiere para el surgimiento de un genio- es decir, cuáles son las proporciones tolerables de fango para que la belleza no se ahogue y florezca con todo. Lo he dicho en otra parte: “Tan ubicuo como certero, el genio de Borges nos espera así, en estas narraciones, con una ironía saturada de inteligencia, desde donde fluye indiscutiblemente su magnetismo y su universalidad. Es como si estuviéramos en un castillo giratorio poblado de espejos que fueran repicando, a través de inmensas y misteriosas galerías, los enigmas de nuestra naturaleza y de nuestra incertidumbre radical. Algo así como una serena sonrisa de aceptación de la desdicha y la falibilidad que todos compartimos, como seres humanos, habita estos relatos. La exactitud de su lenguaje es una prueba más de lo inexorable en los destinos que narra. Borges no ha buscado conmovernos, sino conducirnos para siempre a ese lugar inevitable donde el universo se apodera de nosotros, y el rostro de la belleza no se distingue del de la fatalidad”.
(…)
A principios y mediados del siglo XX hubo una gran renovación de la poética mundial, iniciada por las vanguardias y continuada por grandes figuras de la talla de Neruda o Dylan Thomas. Se ha hablado mucho, por ejemplo, del boom de la novela latinoamericana, pero se olvida demasiado que a este boom lo precedió y lo alimentó un boom anterior, el de la poesía en lengua española representada por Vallejo, Lorca, Neruda o el primer Paz. En ciertos aspectos, estos escritores desataron ideológica y metafóricamente la imaginación de los grandes novelistas que de ellos se nutrieron. Es más, dentro de la novela del boom, los límites entre poesía y narrativa no son siempre nítidos, y figuras como las de Cortázar no representan sólo a novelistas innovadores, sino, en su caso específico, a un buen poeta muy mal conocido, que convendría releer con mayor atención. En ese sentido, ha habido un nuevo Siglo de Oro para la literatura española -y para la poesía en general- en esa etapa del siglo XX, y a las grandes cumbres de inspiración poética, como se sabe, suelen sucederse períodos de cierta opacidad y repliegue. (…)
Julio Cortázar sufrió una doble excomunión en la cultura argentina: como representante de una apertura nueva y audaz en el campo de la imaginación, fue amordazado por el Proceso, pero también fue menoscabado por las valoraciones sesgadas, en lo político y en lo literario, que se abrieron paso después del Proceso. Arlt remplazó a Borges y Puig a Cortázar en los programas (o pogromos) académicos oficiales, como si la literatura argentina fuera una casa para escasos moradores. No se le perdonó su antiperonismo, como luego tampoco se le perdonarían su castrismo o su anticastrismo. Pero lo cierto es que el admirador de Keats, que dejó un libro tan espléndido como ignorado sobre su encuentro con el poeta inglés; el gran cuentista de "El perseguidor" y "Las puertas del cielo", el escritor conmocionante de “Rayuela”, el ensayista, lúcido e incendiario a la vez, de “Último round” y “La vuelta al día en ochenta mundos”, el poeta desconocido que todavía aguarda una lectura, merecida pero hasta ahora postergada, el Cortázar capaz de todos esos rostros nos ha dejado marcados para siempre, con todos los fuegos del fuego. Y también es Cortázar en nuestra memoria el hermano mayor que abría caminos compartiendo lecturas y revelaciones, el gran amigo, el de la voz clara que preservaba la infancia y señalaba los destinos borrascosos de la historia latinoamericana, el que podía hacer circular un manifiesto apasionado a favor de los desaparecidos y escribir una carta de conmovida admiración a Susana Rinaldi.
Traductor de Gide y de Chesterton e intérprete oficial en la Unesco, fue capaz de ser amigo de Octavio Paz y también de Fidel Castro, adherente a la Revolución Cubana cuando lo sintió necesario y denunciante cuando lo supo necesario. Fue arriesgado, dispuesto al cambio, cordial y vital: un hombre a tono con las difíciles condiciones de su tiempo, con el cual se comprometió y en el cual se inspiró para crear una escritura nueva, íntima en ocasiones, a veces coloquial, otras veces erótica o lúdica, iluminada por grandes acentos de desgarramiento humano y de piedad e indignación profética. Una decidida vocación de universalidad lo impulsaba a una actividad omnívora que abarcaba enormes y sustanciosas lecturas e inspiraba la familiaridad con plásticos sobre los cuales dejó importantes escritos, un gran amor por la música contemporánea, la libertad de experimentación manifiesta en sus colecciones o invenciones de juguetes y máquinas imprevisibles, la voluntad permanente del viaje, el arraigado y diferente sentido del humor. También lo guiaban la curiosidad y el interés con que seguía los experimentos de percepción extrasensorial, y su propia capacidad para ponerse en contacto con las zonas limítrofes del conocimiento.
Generacionalmente, Cortázar representa el último embate de la vanguardia latinoamericana, cuando trastrueca el género narrativo en ese proyecto extraordinario que es Rayuela, una obra que debe tanto, por su capacidad de transformación del lenguaje y de las técnicas narrativas, a autores tan diversos y opuestos como Witold Gombrowicz, Leopoldo Marechal y James Joyce. Con los autores contemporáneos comparte el propósito de hacer de la literatura un objeto de la literatura, pero se aleja del acostumbrado cinismo posmodernista, y de las consignas que imponen lo light y lo cool como mandamientos supremos de la estética moderna, por su apasionamiento indomable y su búsqueda permanente de absoluto. Cortázar concibe la literatura, en la huella de los románticos alemanes y los surrealistas franceses, y en el ámbito de las teologías heterodoxas del hombre nuevo, como una experiencia capaz de transformar al hombre a través de una revolución radical de lo imaginario y del lenguaje. Lo interesante fue su manera de cuestionarse a fondo, a través de las dos revoluciones a las que adhirió, la surrealista y la socialista, sin traicionarse nunca a sí mismo. Siguió así un camino solitario entre opciones erizadas de dificultades, rupturas y malentendidos. Lo llamaríamos, sin desmedro ni ironía, un utopista crítico y un memorable maestro; pero también lo recordamos como un mentor irreverente, un defensor leal y valiente de autores incómodos o aparentemente marginales, como Marechal, Martínez Estrada y Pizarnik; un permanente vigía de lo desconocido, y un escritor imprescindible en el mapa de nuestra literatura.


Entrañable fue la amistad entre Cortázar y Pizarnik, en el París de fines de los sesenta. Acaso ella había explorado más a los medievales y él supiera más de jazz, pero lo importante es que en esa generación aparece, con ellos dos, un lector argentino mucho más universal, ávido e irreverente que los anteriores, a caballo entre el francés y el inglés, incorporado a la tradición latinoamericana de dialectos urbanos y de rechazo del español académico. Un lector abierto, además, a un nuevo tipo de poética transgresora, que en la década del cincuenta no había hecho aún su irrupción visible entre nosotros. Ninguno de los dos se deja contener en la huella de Borges, y su exploración por las fronteras de lo irracional o lo perverso tiene que ver con una suerte de insubordinación frontal con respecto a la estética de los círculos oficiales en aquel tiempo. Una sublevación permanente late en los escritos de ambos, salpicados de citas esotéricas, salvoconductos de un mundo dinamitado que exploraban con pasión insobornable. Les interesaban los escritores europeos contestatarios o diferentes: Beauvoir, Pasternak, Schulz, Gombrowicz. Ellos mismos habían asumido el riesgo de la marginalidad, internándose en un París fascinante pero también feroz, sumamente distinto y distante de los círculos porteños, emisores de fáciles seguridades, y los dos habían emergido de esta prueba como nombres fuertes, emblemas de encuentro para una nueva generación sedienta de un lenguaje que funcionara como documento de identidad epocal.
Verdaderamente extraordinaria es la lectura que hace Pizarnik del cuento de Cortázar “El otro cielo”, (“Todos los fuegos el fuego”, 1966). De este artículo ha dicho con razón Cobo Borda que es “el más perspicaz de los artículos de Pizarnik”: un texto “donde la sombra de Lautréamont sobrevuela como un vampiro sobre su presa”. La lectura de Pizarnik es vertiginosa: una espiral negra que se va hundiendo en un giro de interpretaciones cada vez más profundas, sometiendo cada párrafo a una vuelta de tuerca ulterior, hasta que el ajuste, impecable, se vuelve de algún modo irrespirable. No estamos leyendo una crítica, sino que nos sumergimos en una atmósfera de densidad asfixiante, pero también alucinatoria. Los lugares de paso son metáforas de lo ominoso: “Galerías y pasajes serían recintos donde encarna lo imposible”, acotará Pizarnik con su inimitable precisión para apuntar al sentido secreto de los símbolos.
El pasaje, físicamente representado por una galería, se da entre el relator, un opaco corredor de Bolsa que se traslada oníricamente de París a Buenos Aires, y sus dos dobles: un asesino que acaba por ser atrapado y un muchacho sudamericano que carecerá de nombre, como el protagonista, pero en quien se bosqueja una suerte de autorretrato del mismo Cortázar. “Un hombre joven, muy alto y un poco encorvado” que habla el francés “sin el menor acento”, y “parece un colegial que ha crecido de golpe”. El asesino es desenmascarado y sentenciado; simultáneamente, el muchacho sudamericano muere, oculto en su bohardilla, tan misterioso y solitario en su final como a lo largo de su trayectoria bohemia. El protagonista siente que las dos muertes son simétricas. Como lo anota Pizarnik, “el corredor de Bolsa logra eximirse de las más terribles confrontaciones con la locura y con la muerte; sin embargo, entiende que con ello dejó pasar la ocasión de salvarse de no sabe qué cosa”.
Aquello de lo que hubiera podido salvarse es, precisamente, la oscilación entre París y Buenos Aires, el tercer exilio real que proviene del espacio híbrido que habita, el “perdurar indefinidamente en la ambigüedad”. “El protagonista afirma que no se atrevió a dar el paso definitivo. A lo cual agrego una conjetura propia: no importa si no se animó a dar el paso definitivo porque alguien lo ha dado en su lugar. Ese alguien es su doble: un poeta que se extravió en la busca de las cosas que nos conciernen fundamentalmente”. Porque en realidad el sudamericano es una proyección de Lautréamont, el autor del epígrafe con el que Cortázar encabeza el relato, sin aclararnos su origen.
En el criminal, Lautréamont también ha desplazado su veta de asesino inconsciente; en el muchacho sudamericano, que vive y escribe, como él, en una bohardilla parisiense, su fervor por la noche, la poesía y la disolución. El protagonista de Cortázar queda en un limbo irresoluble: eco lejano, desprovisto a la vez de la crueldad del asesino y de la soledad misteriosa, desembocando en muerte, del muchacho sudamericano bebedor de ajenjo. Dividido entre Buenos Aires y París, el corredor de Bolsa -apelación siniestra si las hay- desaparece en un destino de penumbra sin espejos, imagen de una muerte definitiva. Porque el doble es la garantía de la inmortalidad: “el mentís definitivo a la omnipotencia de la muerte”, como lo ha dicho Otto Rank.
El criminal y el poeta mueren juntos, en un escombro de ruinas circulares. Pero el corredor de Bolsa, a su vez, ha quedado sin pasaje al otro cielo, ya que sus dobles, que en realidad son sus creadores, no están más allí para convocarlo: no es quien viene primero sino quien se aventura más en el territorio de la noche humana el que detenta el poder de crear a su doble. Golem deshabitado, el corredor de Bolsa caminará como un autómata, porque se ha negado o no ha tenido el coraje o la insensatez de responder a las invitaciones extremas de la locura y de la muerte. Tales confrontaciones, como sabemos, no fueron ajenas al destino de Pizarnik que, como Lautréamont, no se negó al paso definitivo, privilegio de aquellos “que buscan las cosas que nos conciernen fundamentalmente”.
Algo de la indecisión cortazariana se refleja en su diálogo con Prego, en “La fascinación de las palabras”: “Prego: Como escritor, ¿creés tener algún defecto insanable?”. “Cortázar: Sí. No tener el coraje suficiente para llevar adelante algunas experiencias que he entrevisto en el campo mental y que no he traducido, no he llevado a la escritura porque he sentido que rompía totalmente los puentes con el lector. Y si el lector me era totalmente indiferente en mi juventud, ahora no lo es”.
Mucho queda por decir sobre el sentido misterioso de las experiencias a las que se refiere Cortázar. Algunos testimonios suyos, sin embargo, nos empujan a un paisaje cercano a ese lugar de lo imposible en que fermenta toda gran poesía. Acaso él y Pizarnik también fueron dobles mutuos, desafiándose en un camino de audacias y riesgos por los que ambos pagaron alto precio. Cada uno a su modo, ambos fueron fieles a la búsqueda de las cosas que nos conciernen fundamentalmente. Cortázar es, en nuestra memoria, el hermano mayor que abría caminos, compartiendo lecturas y revelaciones; el de la voz clara que preservaba la infancia y señalaba los destinos borrascosos de América Latina.