24 de abril de 2021

Apuntes sobre Ricardo Piglia, el hombre que fue Emilio Renzi (VI). Silvina Friera

En 1999 Piglia publicó “Formas breves”, una recopilación de textos misceláneos que el propio autor describió como “páginas perdidas en el diario de un escritor y también como los primeros ensayos y tentativas de una autobiografía futura. Podría entenderse como un ejercicio de crítica que parte de relatos breves y que a la vez los contiene”. En sus páginas reflexionó sobre la literatura desde la ficción hasta el pensamiento crítico; desde un diálogo con los autores que se habían convertido en la estela de su obra e imaginario hasta los temas más abstractos, como la naturaleza del relato corto o el punto de inflexión entre realidad y ficción.
Luego, ya comenzado el nuevo milenio, presentó “Diccionario de la novela de Macedonio Fernández”, un ensayo centrado en la red de conjeturas e hipótesis que el escritor y filósofo argentino Macedonio Fernández (1874-1952) desarrolló sobre la teoría de ese género durante toda su vida y que volcaría en su “Museo de la novela de la Eterna”.
A esta obra le siguieron los ensayos “El último lector” en 2005 y “Teoría del complot” en 2007. En el primero de ellos, que Piglia declararía autobiográfico, relacionó biografías con contenidos ficticios y reales, y se explayó sobre el hábito de leer, la adicción a la lectura. En la obra recopiló los modos de leer que poblaron su memoria, su imaginación, y la de aquellos escritores que se cruzaron en su vida. En el segundo reprodujo una conferencia que dio en el marco de la serie de charlas que la TV Pública argentina y la Biblioteca Nacional auspiciaron en septiembre de 2013. Bajo el título “La biblioteca y el lector en Borges”, Piglia estableció los parentescos entre el conspirador, el sectario, el infiltrado, el invisible y el escritor que se define además como lector. Hay una filiación, sugirió, que anuda a la novela, cuando menos a ciertas novelas argentinas, con la esencia del complot o, en otras palabras, con el fin de la política. Esta filiación anunciaría la existencia de fuerzas ocultas que hacen posible el rumbo de la vida social y la creencia individual de saberse un instrumento de tramas secretas.
Sus últimos trabajos serían las novelas “Blanco nocturno” y “El camino de Ida”, publicadas en 2010 y 2013 respectivamente. En la primera narró la rutinaria vida en un pueblo de la provincia de Buenos Aires y el infierno de las relaciones familiares, en una trama típica de novela policíaca que concluiría con la aparición de Emilio Renzi, el tradicional personaje de Piglia. La segunda transcurre en el campus de una universidad de New Jersey adónde Renzi fue invitado por la directora del departamento, Ida Brown, para impartir un seminario sobre los años argentinos de mediados del siglo XIX. Pequeños incidentes y extraños equívocos culminan con la trágica muerte de la profesora Brown y la novela, narrada en primera persona por Renzi, pasa naturalmente de la autobiografía al registro policial.


Cabe recordar que Piglia, desde 1977 alternó su estancia entre Buenos Aires y Estados Unidos, en donde dictó sus cursos como profesor visitante y dio charlas en las universidades de Princeton, Harvard y California, una actividad que mantuvo hasta 2010. Tras ser diagnosticado con una esclerosis lateral amiotrófica en 2014, se dedicó por completo a organizar y editar los escritos que tenía pendientes. Así, sucesivamente fueron apareciendo los ensayos “La forma inicial”, “Por un relato futuro” y “Las tres vanguardias”, libro en el que reprodujo un curso dictado en 1990 dedicado a Rodolfo Walsh (1927-1977), Manuel Puig (1932-1990) y Juan José Saer (1937-2005).
También, a pesar la enfermedad que afectó a sus músculos pero no le quitó la lucidez intelectual y creativa, dedicó los últimos tramos de su vida a la transcripción de los 327 cuadernos que había escrito en forma de diarios desde fines de los años ’50. Ellos aparecerían con el título “Los diarios de Emilio Renzi”.
Subtitulados “Años de formación”, “Los años felices” y “Un día en la vida”, eran considerados por el propio Piglia como su obra más importante. En ellos es posible ver no sólo el derrotero literario y político de su autor (marxista heterodoxo en especial en cuanto a lo estético) sino también observar coyunturas y períodos muy ricos de la vida político cultural de Buenos Aires de los últimos treinta años del siglo XX.
Póstumamente se publicarían varias obras que no alcanzó a publicar en vida, entre ellas “Los casos del comisario Croce”, un tomo de doce relatos en los que se resuelven crímenes, se habla de la novela policial, del método del detective, se reflexiona sobre el crimen, el asesino y la víctima, y sobre el asesino perfecto. “La realidad está tejida de ficciones”, decía Piglia. En la página final de sus diarios lo resumió así: “¿Qué aprendí en estos largos años? Que no existen los argumentos hasta que uno no empieza a escribir, no hay nada antes. Siempre quise ser sólo el hombre que escribe”. Al día siguiente del fallecimiento de Piglia, el 7 de enero de 2017 la periodista argentina Silvina Friera (1974) publicó en el diario “Página/12” un artículo titulado “Adiós al hombre que fue una infatigable máquina de narrar”. En él recorrió la vida y la obra de Piglia. “Cuesta imaginar un panorama cultural en el que ya no estará la voz de Piglia. Desde esa adolescencia marplatense en la que se disparó su pasión, supo darle vida a una multiplicidad de voces literarias que no dejan de asombrar”.

“La fiebre lúgubre” empezó cuando a los 16 años sintió el cimbronazo de un desbarajuste existencial, la pérdida de un mundo que debía recobrar desde la palabra escrita. Entonces conjeturaba que los libros del futuro se escribirían “con la inminencia de algo que no llega y con la felicidad de la inspiración como su único tema”. El narrador es el hombre que permite que las suaves llamas de su narración consuman por completo la mecha de su vida. El joven escritor anota en su diario lo que le viene a la mente después de un velorio: “Dos ideas repentinas sobre la muerte. Una idea grosera, la felicidad de estar vivo. Una idea metafísica, no se vive en la muerte, la angustia es para los sobrevivientes. Ser inmortal sería no tener lazos afectivos, morir sin nadie que experimente el dolor de esa muerte. Morir sería entonces un salto al vacío”. Cuánta tristeza asedia sin tregua a los lectores del mundo. Ricardo Piglia, el mejor escritor argentino después de Jorge Luis Borges y a la par de Juan José Saer, murió ayer a los 75 años como consecuencia de la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), una enfermedad degenerativa de tipo neuromuscular que padecía desde hace un tiempo.
Ricardo Emilio Piglia Renzi nació en Adrogué el 24 de noviembre de 1941. Tenía 11 años cuando vivió un momento histórico en la casa de una de sus tías. Los primos jugaban a las cartas. La fecha -26 de julio de 1952- se clavó como una estaca que marcará un antes y un después en la vida de esa familia. Una radio, de esas que se enchufan a la pared, escupió “la” noticia del año. Un primo repitió -a los gritos- la novedad: ha muerto Eva Perón. Las cartas volaron por los aires. Algunos puños -los del padre del futuro escritor- se cerraron automáticamente por el dolor; otras manos se expandieron sin pudor por arengar, como si estuvieran celebrando un gol. “Se armó un lío tremendo”, recordaba el escritor. “Algunos se pusieron contentos, otros lloraban. La tensión que generaba el peronismo estaba en el seno familiar”. El padre de Piglia era un peronista que sufrió en carne viva la llamada “Revolución Libertadora” de 1955. Pronto, en 1957, decidió mudar a su familia de Adrogué a Mar del Plata, con la ilusión de empezar de nuevo. El adolescente Piglia acusó recibo de esa mudanza de un modo “muy dramático”, como si fuera un exilio o un destierro, a pesar de los 400 kilómetros de distancia. Entonces tenía 16 años y era una especie de Holden Caulfield bonaerense. “Todo lo vivía rabioso y con la sensación de que tenía que escapar”, repasaba. “Pero fue muy benéfico, porque Mar del Plata es una ciudad con una vida cultural muy intensa. Y ahí empecé a escribir”. No estaba enamorado de su propio desamparo. Escribir un diario implicaba un ejercicio sencillo: nombrar las pérdidas y entablar, sin saberlo todavía, un tipo de relación diferente con la experiencia. Inventariar lo perdido para recuperarlo en la ficción.
Piglia construyó una formidable máquina de lectura que le permitió establecer un camino de diálogo entre Borges y Arlt, un itinerario “atrevido” y novedoso para una década como la del ‘60 en que las encendidas pasiones políticas -de la izquierda tanto peronista como no peronista- obstaculizaban el peaje hacia al autor de “El Aleph”. Al fin y al cabo, postula a Borges y Arlt como escrituras paralelas y simétricas en “Homenaje a Roberto Arlt”, incluido en el libro de relatos “Nombre falso” (1975), donde promueve una alianza original entre crítica y ficción policial. El joven Piglia desplegó un importante trabajo editorial junto al editor Jorge Álvarez en la editorial Tiempo Contemporáneo a partir de 1968, cuando dirigió la “Serie Negra”, la primera colección de novelas policiales norteamericanas que se tradujeron en lengua española, con ediciones muy cuidadas de autores como Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Horace McCoy y David Goodis, entre otros. Aunque participó desde el principio en la creación de la revista “Los Libros” (1969), recién en el número 23 figuró en el consejo de dirección, integrado además por Héctor Schmucler y Carlos Altamirano. Las divergencias políticas en relación con la evaluación del gobierno de Isabel Perón en el número 40 (marzo-abril de 1975) provocaron el alejamiento del escritor.
Emilio Renzi, el alter ego de Piglia que está ya en su primer libro “La invasión” (1967), apareció por primera vez como traductor de un cuento de Ernest Hemingway, firmado por él en el ‘65. Renzi reincidió en la selección y las notas de la antología “Cuentos policiales de la Serie Negra” (1969). El escritor construyó un personaje-alter ego que lo fue acompañando, aunque siempre advertía que envejecía más lentamente que él. “Tiene posiciones más extremas que las mías. Dice cosas que yo pienso, pero no me atrevo a decir. Renzi dice que Borges es un escritor del siglo XIX y todos creen que lo dije yo. Pero fue él, siempre está provocando”, aclaraba el escritor. Tenía apenas 26 años cuando publicó “Jaulario” en Cuba (Mención en el Premio Casa de las Américas) -viajó a La Habana en un viaje que él definió como “iniciático” junto con Rodolfo Walsh, Francisco Urondo y León Rozitchner-; libro que salió por el sello Jorge Alvarez con el título “La invasión”.
Desde el inicio de su itinerario como escritor y crítico, Piglia ha problematizado la relación entre el narrador con su materia: cómo la figura del narrador implica la ilusión de una experiencia de la que se quiere apropiar, contar algo ajeno como si le hubiese ocurrido. No hay duda de que Piglia quiso dejar en claro afinidades y afiliaciones, de qué modo sin el magisterio de Borges y Arlt no sería el escritor que es; a lo que habría que añadir la importancia que también tuvieron Franz Kafka, Witold Gombrowicz, Cesare Pavese, Hemingway, William Faulkner y Scott Fitzgerald, entre otros. “Admiro las prosas lentas (Juan Carlos Onetti, Juan José Saer, Sergio Chejfec, Juan Benet), pero yo busco otra cosa. La prosa tiene que ser rápida, seguir un ritmo, un fraseo, tiene que fluir: eso es el estilo para mí, la marcha, no el léxico, el tono, no las palabras, sino algo que está entre las palabras, para decirlo así. Es lo que busco desde que empecé a escribir y es lo que me gusta cuando leo a Rodolfo Walsh o a Antonio Di Benedetto, o a Roberto Bolaño, que tiene mucha energía en la prosa, algo que viene de la generación “beat”. William S. Burroughs es el maestro de esa inmediatez, tiene un oído infalible”, planteaba el escritor.
Qué notable resulta, a medida que pasa el tiempo, “Respiración artificial” (1980), su primera novela en la que sorprende con la forma, como si arañara el ideal utópico de la novela total, atravesada por la divergencia de voces y la complejidad de una estructura escindida en dos partes. En la primera parte, trenzada en un relato epistolar mixturado con una investigación escalonada, Renzi se interesa por la vida de un tío que desconoce, Marcelo Maggi. A su vez, Maggi trata de escribir sobre unos papeles del siglo XIX que ha dejado Enrique Ossorio, turbio conspirador de la época de Juan Manuel de Rosas, que es abuelo del suegro de Maggi. La escritura une a estos sujetos: Ossorio sueña con publicar una novela, pero su prematura muerte se lo impide; Maggi quiere hacer pública la vida de Ossorio, pero su desaparición aborta el intento; y Renzi, al fin y al cabo, escribe la novela que no pudieron escribir sus dos antepasados. El personaje Renzi tiene tanta fuerza que muchas de sus afirmaciones en las páginas de la ficción -en la segunda parte- se las han atribuido a Piglia, como afirmar que Borges es el mejor escritor del siglo XIX y que con la muerte de Arlt muere la literatura moderna en Argentina. Los textos de Borges -para Renzi- “son cadenas de citas fraguadas, apócrifas, falsas, desviadas; exhibición exasperada y paródica de una cultura de segunda mano, invadida toda ella por una pedantería patética”. En esta segunda parte brilla la conversación entre Renzi y el exiliado polaco Tardewski, inspirado en el escritor Witold Gombrowicz, un personaje que asume el exilio como fracaso. Tardewski lee a Kafka desde Hitler; formula un hipotético encuentro que puede ser la más formidable fabulación de la imaginación. La literatura de Kafka anticipa la máquina criminal del nazismo antes de tiempo; esboza un mundo en el que toda persona es sospechada de algo o acusada intempestivamente -el Estado pasa a tomar posesión de la existencia y el destino de sus ciudadanos- y describe a seres humanos devenidos insectos, arrestados, aplastados, imposibilitados de luchar.
En “La ciudad ausente” (1993), la segunda novela de Piglia, la imagen fantasmagórica de la ciudad configura un cuerpo femenino o una isla de la utopía. Miguel Mac Kensey, argentino hijo de ingleses y más conocido como “Junior”, es un periodista del diario “El mundo” que a la par que investiga una serie de grabaciones producidas por una máquina creadora de múltiples relatos -ubicada en un museo y al cuidado de Tanka Fuyita- va descubriendo su identidad. Otra línea de la novela tiene que ver con el origen de la propia máquina, invento ideado por Macedonio Fernández y llevado a cabo por un ingeniero, Emil Russo; máquina capaz de mezclar lenguas y modificar relatos. En tercer lugar, se narra la historia política argentina durante la dictadura militar. El dolor parece ser el hilo conductor de muchos de los relatos que produce esa máquina desde las historias de tortura, represión y desaparición, el gaucho invisible o la mujer que abandona al hijo y se suicida, entre otras. Novela compleja, circular, narrada por múltiples voces -Renzi es una más-; personajes y tramas conforman una suerte de “mamushka” que finaliza con el peronismo y la perduración de la mítica de Evita. Con “Plata quemada” (1997), novela policial inspirada en un robo millonario de mediados de los años ‘60, fue un gran éxito de ventas, obtuvo el premio Planeta y tuvo su versión cinematográfica de la mano de Marcelo Piñeyro. En “El último lector” (2005) plantea que la pregunta “¿qué es un lector?” es en definitiva la pregunta de la literatura. Como en “Crítica y ficción” (1986) y “Formas breves” (1999), demostró una vez más su maestría a la hora de construir itinerarios novedosos para leer la literatura contemporánea. Piglia se parece mucho al lector como héroe inventado por Borges: quizás una de las claves de sus innovaciones resida en la libertad con la que usa textos sobre los que teoriza y ficcionaliza. Después publicaría “Blanco nocturno” (2010) y “El camino de Ida” (2013), su última novela. 
“La vida es un impulso hacia lo que todavía no es, y, por lo tanto, detenerse a narrarla es cortar el flujo y salir de la verdad de la experiencia”, se lee en “Los años felices”, el segundo tomo de “Los diarios de Emilio Renzi”. “Por su parte, la literatura es un modo de vivir, una acción, como dormir, como nadar. ¿Le quita esta idea el sentido de construcción deliberada que tiene la literatura? No creo, el error es buscar las cenizas de esa experiencia en el interior del libro, cuando en verdad hay que buscarlas en las pausas, en los fragmentos, en las formas breves”.

23 de abril de 2021

Apuntes sobre Ricardo Piglia, el hombre que fue Emilio Renzi (V). Jorge Carrión

En “La ciudad ausente”, la novela que Piglia publicó en 1992, se funden la novela policial y la literatura fantástica. Enmarcada temporalmente entre el inicio de la dictadura cívico-militar que comenzó en 1976 y la guerra de las Malvinas de 1982, en ella se narra la historia de un periodista que investiga una compleja trama de intrigas que se entretejen y que habitan dentro de otras ficciones: citas extrañas, conspiraciones, una máquina que empieza traduciendo relatos y acaba elaborando sus propios relatos, un museo secreto, una isla utópica, todo ello en una Buenos Aires incierta donde el Estado persigue cualquier creación narrativa que no coincida con su ideología.
A partir del entrecruzamiento entre ambos géneros, en una intriga con desenlaces vertiginosos, Piglia plantea una problemática política vinculada con la reflexión sobre la posibilidad de producir narraciones y el tipo de relatos que circulan en un determinado orden social. Propone que el control narrativo que el Estado ejerce sólo puede ser contrarrestado con el acto de contar historias, las que, a diferencia del relato homogéneo y autoritario que produce el Estado, son anónimas y heterogéneas. Son voces múltiples que apelan a un imaginario rebelde para contrarrestar el aparato burocrático que controla la mente de los ciudadanos. En una entrevista, Piglia decía que en “La muerte y la brújula” había sido “Borges quien funda la idea de que Buenos Aires es una ciudad invisible cuya descripción no debe ser la descripción de la ciudad tal cual la vemos, sino que debe ser la descripción de una ciudad imaginaria. En un sentido eso también es ‘La ciudad ausente’”.
Tres años después, en 1995, publicó “Cuentos morales”, una antología de sus cuentos escritos entre 1961 y 1990. De las dieciséis narraciones que la integran, las cuatro primeras formaron parte de la novela “La ciudad ausente”, otras habían aparecido en su primer libro de cuentos “La invasión”, otras son microhistorias extraídas de “Prisión perpetua”, y otras habían sido publicadas en diversas revistas de literatura y antologías varias. Luego, en 1997, publicó la novela “Plata quemada”, una obra basada en el millonario robo a un camión de caudales en la localidad bonaerense de San Fernando. Mezclando realidad y ficción, Piglia narró un hecho real ocurrido en noviembre de 1965 en el cual una banda de delincuentes luego de hacerse con el botín huyó a Uruguay y, tras permanecer dos meses escondida en un departamento, fue rodeada por la policía y se batió en un enfrentamiento armado que duró quince horas y dejó un amplio saldo de muertos.  Del destino del botín nunca más se supo. Piglia contó en la novela que el dinero había sido quemado por los ladrones al verse perdidos, de allí el nombre de la novela. Sin embargo no se encontraron rastros del dinero quemado, sólo algún que otro billete, y las investigaciones posteriores concluyeron en que fue robado por los policías y otras personas que invadieron el departamento luego del tiroteo.


A raíz de los aspectos personales de los ladrones que Piglia detalló en el texto, varios familiares de ellos lo demandaron por violación del derecho a sus intimidades, algo que la justicia desestimó después de que Piglia y su editorial insistieran en que se trataba de una obra de ficción que presentaba conexiones con un hecho real. En definitiva, desde su sentido explícito, la novela cuenta la historia de un robo, su planificación, su desarrollo y su desenlace y, desde su sentido implícito, cuenta la historia de todos los elementos que en él incidieron: la historia de un complot, la historia privada de sus perpetradores y, por último, la historia de una época y de un país corrompido en el que reinan las fuerzas marginales y amorales de la sociedad.
Por entonces, en sus diarios Piglia reflexionaba: “Todo lo que se considera externo a la literatura me parece a mí lo único interesante: tramas intelectuales, tiempos muertos, discusiones, etc. Hay que sostener la narración con los materiales que todo el mundo deja fuera de un relato”. Para él, un escritor vivía pocas experiencias traumáticas que definieran el futuro de su texto: “Todos los acontecimientos que uno puede contar sobre sí mismo no son más que manías. Porque a lo sumo, ¿qué es lo que uno puede llegar a tener en su vida salvo dos o tres experiencias? Dos o tres experiencias, no más (a veces, incluso, ni eso). Ya no hay experiencias (¿las había en el siglo XIX?), sólo hay ilusiones. Todos nos inventamos historias diversas (que en el fondo son siempre la misma) para imaginar que nos ha pasado algo en la vida”.
El 1 de octubre de 2017, el escritor y crítico literario español Jorge Carrión (1976) publicaba en el periódico estadounidense “The New York Times” un artículo titulado “La segunda obra maestra de Ricardo Piglia”. En él habla de los temas y las obsesiones de Piglia, como la novela negra, el diario, el escritor como crítico literario, la ficción política, el canon argentino, el simulacro o la reescritura, los personajes -históricos o ficcionales- profundamente aislados y solitarios.
 
El 28 de enero de 1969, Rodolfo Walsh escribió en su diario: “Fantaseo que la novela es el último avatar de mi personalidad burguesa, al mismo tiempo que el propio género es la última forma del relato burgués, en transición hacia otra etapa en que lo documental recupera su primacía. Pero tampoco estoy seguro de esto, que puede ser una excusa para mi momentáneo fracaso”. El autor de “Operación masacre” -que puede ser considerada como la primera gran novela de no ficción del siglo XX- no era capaz de asumir que la novela podía carecer de ficción. Uno de los grandes cronistas del siglo XX identificaba la gran literatura con la ficción y no con la crónica, es decir, con aquello que deseaba escribir y no con aquello que realmente escribía. Lo sabemos por su diario, otra forma supuestamente menor de la literatura. Otra forma también de no ficción.
Cuando Ricardo Piglia publica “Una propuesta para el próximo milenio” en 2001, un texto que después reescribirá y que, por su importancia, integrará en su “Antología personal” (2014), decide partir de Walsh y de sus convicciones documentales, para responder a la pregunta “¿Cómo narrar el horror?”. Detecta en el prólogo a la tercera edición de “Operación masacre” un movimiento crucial. Walsh se representa a sí mismo en un bar de La Plata, “al que va siempre a hablar de literatura y a jugar al ajedrez y una noche de 1956 se oye un tiroteo”. Walsh sale y se refugia en casa pero escribe: “Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo ¡Viva la patria! sino que dijo: No me dejen solos, hijos de puta”. Es decir, cambia el foco de la cámara, cede la palabra. Pone al otro en el lugar de enunciación que uno ha tenido hasta un momento antes. Entonces Piglia dice algo memorable: “La verdad tiene la estructura de una ficción donde otro habla. Hay que hacer en el lenguaje un lugar para que el otro pueda hablar”.
La clave de la ficción futura, por tanto, la encuentra en una novela de no ficción. Es extraño, porque Piglia no escribía literatura documental. No escribía libros de historia, aunque fuera un historiador en potencia. No escribía crónica. ¿O sí? Recordemos cómo comienza su primera obra mayor, “Respiración artificial”. El narrador, Emilio Renzi, ha publicado su ópera prima, una novela titulada precisamente “La prolijidad de lo real”, construida a partir de varias versiones de historias familiares (una novela que por fortuna nunca leeremos: parece ser que su estilo suena a Faulkner traducido por Borges, “a una versión más o menos paródica de Onetti”; se ha saldado enseguida en las librerías de Corrientes) y, de pronto, recibe una carta de uno de sus protagonistas, su tío Marcelo Maggi.
Se cartean. Vive apartado, en un pueblo lejano: “Enseño historia argentina en el Colegio Nacional y a la noche voy a jugar al ajedrez, al Club Social. Hay un polaco que es un as; acostumbraba jugar con el príncipe Alekhine y con James Joyce en Zurich”, esa versión libre de Gombrowicz, llamado Tardewski, tiene un sueño benjaminiano (“escribir un libro enteramente hecho de citas”), escribe artículos sobre ajedrez en un diario local y escribe un “cuaderno donde registra sus ideas”. Todo eso se lo cuenta en la carta inicial. La forma inicial. Él responde. Comienza la novela. La novela comienza, por tanto, con un desplazamiento de género. De la ficción familiar a la literatura epistolar. Pero, enseguida, dice Renzi: “No tiene sentido que reproduzca todas esas cartas”. Hay, por tanto, un proceso de edición. La novela es una arquitectura de voces desplazadas (Maggi, Tardewski, Enrique Ossorio, Hitler, Kafka, Arocena), a partir de un desplazamiento inicial y previo: de Ricardo Piglia a Emilio Renzi (ya presente en su primer libro de cuentos, “La invasión”).
Hasta 2015, a sabiendas que dos de sus grandes maestros son Godard y Duchamp, artistas del desvío, hubiéramos dicho no obstante que el gran desplazamiento pigliano se da entre otros dos géneros: la novela y el ensayo. La novela es en su caso, sin duda y comenzando por “Respiración artificial”, una gran máquina de ensayar. Es la operación que hace Duchamp con el arte contemporáneo: lo vuelve autoconsciente, lo vuelve crítica de arte, teoría artística; o Godard con el cine, primero narrativos, cada vez más ensayos filmados. Pero en los años cincuenta, sesenta y setenta, la novela -si se me permite la tonta generalización-, condicionada por la política, había dirigido el uso del ensayo hacia la defensa de una tesis. Cuando se publica “Respiración artificial” en 1980, en plena dictadura argentina, se podía leer en la contraportada: “Tiempos sombríos en que los hombres parecen necesitar un aire artificial para poder sobrevivir”. La alusión era clara pero indirecta. La novela podría leerse en clave política. Pero también en clave estrictamente literaria. Con ese desvío o giro, con ese desplazamiento, de la novela familiar (burguesa) inexistente o la novela política (de la generación anterior) a una novela que primero se sostiene sobre todo en la epistolaridad y después en la conversación, podría decirse que Piglia prefigura (pre-formatea) una estrategia que va a ser muy común en la literatura del estricto cambio del siglo XX al XXI.
En efecto, en “Los emigrados” (1992) de W.G. Sebald, en “Los detectives salvajes” (1998) de Roberto Bolaño, en “La novela luminosa” (2005) de Mario Levrero, en “La muerte me da” (2007) de Cristina Rivera Garza, o en “Verano” (2009) de J.M. Coetzee, los autores recurren a la manipulación de materiales de extracción no literaria, a menudo privada, como el diario o la carta, cuando no de naturaleza académica (la tesis doctoral) o periodística (la entrevista), para articular y formalizar las partes más decisivas de las estructuras de sus textos. Se trata de materiales “innobles” que difícilmente encontraríamos en los autores de la generación anterior o, al menos en sus novelas canónicas (a excepción, tal vez, de “Rayuela”).
Hasta 2015, repito, creíamos que los dos grandes desplazamientos piglianos eran el seminal (de Ricardo Piglia a Emilio Renzi) y el de género (de la novela al ensayo, crítica y ficción); aunque supiéramos que existían los diarios e incluso hubiéramos leído (como en “Formas breves”) algún fragmento de ellos. Pero entonces se publicó el primer volumen de “Los diarios de Emilio Renzi”: “Años de formación”; y en 2016 el segundo tomo, “Los años felices”; y ahora “Un día en la vida”; y gracias a esa obra maestra en tres partes entendemos que debajo de todas sus novelas y todos sus ensayos estaba, decisiva, una gran forma, un gran género, de no ficción cotidiana.
Que “Los diarios de Emilio Renzi” se pueda leer como un gran novela, como un gran ensayo y como unos extraordinarios diarios nos permitiría afirmar que Piglia realiza en ese gran libro una auténtica triangulación literaria. Pero de los 327 cuadernos de Piglia solo hemos leído una parte. En el segundo tomo, por ejemplo, faltan los viajes a Cuba y a China; y en el tercero se eliminan, entre tantísimos viajes, los que hizo a Venezuela (con motivo, por ejemplo, del premio Rómulo Gallegos) o a Barcelona (sorprendentemente no se mencionan ni a Jorge Herralde ni la editorial Anagrama).
Como las cartas de “Respiración artificial”, los diarios están editados. ¿Con qué criterio? Con el de centrarse en aquellos espacios y tiempos que ya conocíamos a través de la ficción. La Plata, Buenos Aires, los escenarios y las historias de los “cuentos morales” o de “Respiración artificial”, “La ciudad ausente” o “Plata quemada”. La publicación de los diarios interviene en esa serie de textos: genera un gran sentido a cincuenta años de escritura publicada. Un sentido que se puede establecer a partir de la famosa teoría de “Tesis sobre el cuento”: en efecto, toda la obra de Piglia contaba, simultáneamente, dos historias. En la superficie, la novela y el ensayo desarrollaban un discurso sobre los modos de leer y de escribir la literatura; en el subsuelo, el diario consignaba los modos de leer y de escribir la vida.
Dice Piglia en su más famosa forma breve que siempre hay un momento de intersección o de cruce entre la historia 1 y la historia 2. Son los libros y los autores que aparecen tanto en la superficie como el subsuelo. Y que todo cuento conduce a alguna forma de epifanía, de “iluminación profana”. La sentí en el momento en que entendí, tras leer sus diarios, que todo aquello que durante cincuenta años nos había parecido material leído, metaliteratura y metaficción había sido, en realidad, sufrido, palpado, vivido. Los diarios dibujan, de hecho, a un sujeto que sufre la depresión y la tentación del suicidio, que abusa de las drogas y practica la poligamia, que odia la figura del intelectual, ese traje o esa máscara que no obstante es imposible no ponerle: finalmente, el diario, pese a su ancla en los hechos, es una construcción hipersubjetiva, bastante ficcional.
Lo que me admira -y al mismo tiempo me asusta- es que es muy probable que todo esto que yo he dicho ya fuera pensado (es más: planificado) por Piglia. Él era consciente del efecto que provocaría la edición de sus diarios. Lo preparó todo para ese gran momento. En muchos de sus textos podría encontrar evidencias de que mi lectura es, sobre todo, suya. Por ejemplo, en “El escritor como lector” habla de los diarios de Gombrowicz y los define como su “gran laboratorio”: “El Diario es eso, una suerte de experimentación continua con la experiencia, con la forma, con la escritura”. Piglia va más lejos y dice que quizá sea “su obra mayor”. De algún modo, leer e interpretar a Piglia -como leer a Borges- es plagiar a Piglia como lector. Desde que leí, asombrado, “Formas breves” y “Respiración artificial” hace exactamente quince años, son innumerables las veces en que lo he citado a sabiendas y sin saberlo, revelando la fuente o robando sus ideas y asumiéndolas como mías.
Por suerte, eso también lo pensó y lo formuló: “En literatura los robos son como los recuerdos”, escribió en “La ex-tradición”: “Nunca del todo deliberados, nunca demasiado inocentes. Las relaciones de propiedad están excluidas del lenguaje: poder usar todas las palabras como si fueran nuestras”. La sección de “Antología personal” en la que se encuentran “Una propuesta para el próximo milenio”, “El escritor como lector” y “La ex-tradición” se titula, no podía ser de otro modo, “El laboratorio del escritor”.

22 de abril de 2021

Apuntes sobre Ricardo Piglia, el hombre que fue Emilio Renzi (IV). Martín Kohan

A comienzos de la década de 1980, Piglia alcanzaría el éxito y obtendría el reconocimiento internacional al ser publicada su primera novela, “Respiración artificial”, obra en la que desarrolló más a fondo el carácter de su alter ego, el periodista y aspirante a escritor Emilio Renzi, quien investigando una de las historias que circulaba en su familia, termina desarrollado una compleja trama que invita a la reflexión sobre la historia de la dictadura cívico-militar argentina y la literatura en sí. Con una estructura de novela policíaca, en la novela se intercalan cartas, conversaciones, anotaciones al azar, papeles personales, descripciones imprecisas y referencias a otros textos. La trama principal se desarrolla en una sociedad dominada por el terrorismo de Estado impuesto por el llamado Proceso de Reorganización Nacional en marzo de 1976. En un ambiente en el que se prohibía todo tipo de reunión y asociación política, los personajes -conscientes de la vigilancia del poder oficial- se mueven en un mundo clandestino y subterráneo. Se escriben, tienen encuentros privados y narran historias de su pasado. Cada uno de ellos tiene historias que contar, y las historias iniciales se multiplican en otras, se asocian de manera discontinua y aparentemente casual, se vinculan con épocas lejanas en el tiempo. En una ficción que juega permanentemente con la realidad, el pasado constituye los cimientos del presente y el presente redefine y valoriza al pasado, evitando que quede sumido en la indiferencia y el olvido.
El éxito de su primera novela se vio consolidado con la publicación de “Crítica y ficción” en 1986, un ensayo crítico que, bajo el marco formal de entrevistas con preguntas y respuestas, Piglia se explaya sobre los temas literarios de su predilección. Por sus páginas pasan sus opiniones sobre distintas personalidades del mundo cultural, desde Domingo F. Sarmiento (1811-1888), Macedonio Fernández (1874-1952) y William Faulkner (1897-1962), hasta Jorge Luis Borges (1899-1986), Roberto Arlt (1900-1942) y Julio Cortázar (1914-1984). También ahondó sobre la narración en el cine, el género policial, la influencia de la política y el psicoanálisis en la literatura, sus inicios como escritor y sus experiencias como editor.
Dos años después aparecería “Prisión perpetua”, obra conformada por dos novelas cortas: la homónima al título del libro y “Encuentro en Saint Nazaire”.
En ambas aparecería nuevamente a su alter ego Emilio Renzi y en ambas, también, la presencia de una constante en su obra: la autobiografía, el cuento policial, el relato histórico, la ficción teórica, el diario, el relato sentimental, el cuento fantástico. “Prisión perpetua” se inicia con un narrador en primera persona que relata el exilio de su familia ligado a la caída del peronismo en el ‘55, el traslado de Adrogué a Mar del Plata y el comienzo de la escritura de un diario en un intento de negar la realidad y vivenciar algún tipo de experiencia: “Al principio las cosas fueron difíciles. No tenía nada que contar, mi vida era absolutamente trivial. Me gustan mucho los primeros años de mi Diario. No pasaba nada, nunca pasa nada en realidad pero en aquel tiempo me preocupaba. Era muy ingenuo, estaba todo el tiempo buscando aventuras extraordinarias. Entonces empecé a robarle la experiencia a gente conocida, las historias que yo me imaginaba que vivían cuando no estaban conmigo”.


En “Un encuentro en Saint Nazaire”, relata la reunión de dos escritores en la ciudad costera de Saint Nazaire, en la región del Loira al noroeste de Francia. Estos dos personajes están allí gracias a la invitación de la Maison des Écrivains et Traducteurs Étrangers (MEET), asociación que invita a residir en el lugar a un escritor o a un traductor y les propone un pacto: producir o traducir un texto que tenga que ver con sus días en la institución  que luego será publicado en edición bilingüe. La historia comienza con la llegada de un escritor argentino y su encuentro con un escritor irlandés. Piglia fue efectivamente invitado a pasar allí tres meses (entre enero y marzo), y apeló a la ficción para referir su estadía sin dejar de lado aspectos autobiográficos. “Las dos historias que componen el libro -contaría tiempo después- recién ahora descubro que son, en realidad, relatos gemelos (gemelos desdoblados, se podría decir). En ‘Prisión perpetua’ he contado fragmentos de mi vida sin incurrir, confío, en la confesión sentimental ni en la autoindulgencia. Escribir un diario nos ayuda a olvidar la ilusión de tener una vida privada. Y ‘Un encuentro en Saint Nazaire’ fue escrito durante una estadía de tres meses en la Casa de Escritores y Traductores Extranjeros. Los extraños sucesos que ocurrieron en ese lugar”.
El escritor, crítico y docente universitario argentino Martín Kohan (1967) publicó en abril de 2018 en la revista digital “Anfibia” un artículo titulado “Maestro del complot”. Autor de una veintena de obras entre las que se pueden mencionar las novelas “Los cautivos”, “Ciencias morales” y “Fuera de lugar”; los libros de cuentos “Muero contento”, “Una pena extraordinaria” y “Cuerpo a tierra”; y los tomos de ensayos “Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin”, “El país de la guerra” y “1917”, en el artículo de referencia realizó una relectura de la obra de Piglia, destacando las distintas formas conspirativas de su ficción, su original desarrollo sobre la relación entre literatura y sociedad, y su capacidad para narrar ideas y teorizar historias.
 
En el cuento “La nena”, que antes de publicarse como pieza autónoma formó parte de “La ciudad ausente”, Ricardo Piglia expone la ficción de una patología lingüística: una nena que no habla en absoluto. Si no se logra curarla, no va a poder insertarse ni en el lenguaje ni en el mundo (es decir en el lenguaje y, por lo tanto, en el mundo). En el cuento “La loca y el relato del crimen”, que apareció en libro en “Prisión perpetua”, otra patología del lenguaje se presenta, y otra vez asignada a una mujer: la loca que desvaría en un discurrir de sinsentido.
La curación de “La nena” responde a un método por demás significativo: “Contarle siempre la misma historia y variar las versiones”. Y la resolución del crimen, por medio del relato del crimen, asume un carácter significativo también: se trata de escrutar una y otra vez el relato del sinsentido, hasta hallar en él un sentido, el murmullo del sentido que se infiltra en el delirio. Más allá de las búsquedas específicas de esos textos, terapéuticas en un caso y detectivescas en el otro, existen en sus planteos algunas claves con las que esbozar las marcas de un método Piglia (como las hay también en el famoso caso de Lucía Joyce, al que Piglia se refiere con frecuencia: qué límite separa la patología, femenina de nuevo, de un discurso psicótico como el de la hija de James Joyce, de lo que el propio James Joyce hacía con el lenguaje en textos de completa ruptura lingüística como “Ulises” o como “Finnegans Wake”).
El propio Piglia se vale, como narrador y como ensayista, como crítico literario y como profesor, del recurso a las variaciones logradas en la insistencia; el propio Piglia procede, como lector (como lector y por lo tanto como escritor, porque el de Piglia es uno de los casos en los que con mayor intensidad las dos figuras se funden), mediante esa clase de indagación que se esmera en percibir los murmullos, los ciframientos, los relatos secretos que habitan todo relato (su fantasma, por supuesto, es Arocena: el censor de “Respiración artificial”, el lector paranoico que ve siempre encriptamientos de más; el que, puesto a perseguir, enloquece y se persigue).
Las ideas de Piglia por lo general vuelven, reaparecen, insisten; entre las clases y los textos críticos, entre las novelas y las entrevistas, como escritura o como conversación. Y lo hacen siempre para producir variaciones, el destello de nuevas ideas, para explorar versiones distintas. Es el caso, por ejemplo, de su sostenido interés por el complot y por las sociedades secretas. Vuelve a eso, una y otra vez, pero cada vez en un registro diferente: como lector de literatura (las conspiraciones en “Amalia” de José Mármol o en “Los siete locos” de Arlt; el micromodelo de una sociedad alternativa en “El beso de la mujer araña” de Manuel Puig); cómo lúcido analista de las estrategias de escritor (las “redes y conspiraciones microscópicas” con que Witold Gombrowicz procuró darse un lugar en la esferita literaria argentina); como un recurso para definir la condición genérica de los escritores (a propósito de Baudelaire, el artista como un “agente doble, un espía en territorio enemigo”) o aun para definir la literatura misma (“la literatura nacional tiene la forma de un complot”); o bien un dispositivo de la propia escritura (el rastreo paranoico del complot en “Respiración artificial”, la fascinación por la doble vida de la clandestinidad política en “Notas en un diario”, etc., etc., etc.). Y por fin, en un plano ya más abarcativo, como un mecanismo para entender el funcionamiento de la sociedad en general (en el artículo “Teoría del complot”).
Este último giro es crucial para apreciar el tipo de enfoques que encara Ricardo Piglia. Porque lo más usual en las aproximaciones críticas que aspiran a poner en relación literatura y sociedad, es partir de las condiciones del contexto social, político o biográfico para, valiéndose de esos elementos, pasar a la indagación de los textos literarios. Piglia, por su parte, sin ser necesariamente ajeno a eso (por ejemplo en sus lecturas sobre Arlt, enfocadas en las relaciones entre dinero y literatura, y sobre Cortázar, centradas en la cuestión de los consumos culturales y la ideología), ensaya más a menudo un recorrido de signo inverso: parte de la literatura (de la circulación literaria de relatos, del sigilo semisecreto de los complotados, del imaginario contraestatal de Macedonio Fernández) para pasar a analizar desde ahí la manera en que funcionan la sociedad, la política, la vida.
No es ajena a esta cuestión la manera en que Piglia suele abordar las tensiones que se entablan entre la lectura y la acción, entre leer y vivir experiencias. Y así como pone el foco en lo que podría considerarse la instancia fundacional del tema (“Don Quijote de la Mancha”) o en una de sus referencias teóricas fundamentales (“El narrador” y “Experiencia y pobreza” de Walter Benjamin) o en una de sus versiones literarias más cabales (“El sur” de Borges), también puede rastrear sus huellas más allá de la literatura: en los diarios del Che Guevara, en “El último lector”. Y así desplegar, una vez más, una reflexión crítica que parte de la literatura para encarar, con los saberes de la literatura, una lectura que la trasciende: el conflicto entre lectura y vida no se lee ahora en una novela (como en “Madame Bovary”) sino en una vida, en la escritura de una vida, que es además vida de un hombre de acción (sólo que de un hombre de plena acción que, entregado como está a esa plena acción, se echa a leer cada vez que puede).
Existe una santificación de la experiencia como impulso y como motor narrativo para la literatura. Bajo tal concepción, lo más habitual es que se consagre, en lo literario, el propósito primordial de “contar historias”. Piglia encara el asunto con una inusual agudeza, porque aprovecha todo su potencial (lo aprovecha como narrador y lo aprovecha como crítico), pero a la vez, lejos de las simplificaciones, detecta también sus límites y pasa a interrogarlos. Piglia explora en profundidad ese “contar historias” en la literatura: desde la máquina de narrar de Macedonio Fernández activada en “La ciudad ausente” hasta la función de sanación ya citada en el cuento “La nena”; para pasar una vez más del saber de la literatura a un saber del funcionamiento de la sociedad en general, con la idea de que “contar historias es una de las prácticas más estables de la vida social”.
No es en la narración de historias, sin embargo, donde Piglia va a señalar el fundamento de la práctica literaria (porque narrar historias es, justamente, una práctica social general). Lo va a señalar en el lenguaje, y más específicamente en un desvío “de la ley que rige los lenguajes sociales”. Lejos entonces de la pura narratividad, de los mitos vitalistas o del crasoespontaneísmo del mero largarse a escribir lo vivido, Piglia hace que los formalistas rusos resuenen en sus planteos (por algo les dio el lugar que les dio en una novela como “Respiración artificial”, en la que la teoría se narra) y define lo literario en el artificio de un lenguaje que se desvía de las normas de su uso social. Incluso en textos que dejan ver en sí las huellas de lo que Piglia ha vivido (desde las calles de Mar del Plata o Adrogué ya en sus cuentos iniciales, en 1967, hasta sus años como docente en la Universidad de Princeton en “El camino de Ida”, su novela de 2013), lo que no deja de subrayarse es la idea de que “la esencia de la literatura consiste en la ilusión de convertir el lenguaje en un bien personal”. La creación de una lengua privada (que participa, como tal, tanto del afán de contar con un estilo literario en su sentido más fuerte, como de los códigos semicifrados de las conspiraciones) ha de oponerse entonces a “los usos oficiales del lenguaje”.
Y es que la consagración de la experiencia vital del escritor como usina generadora de relatos literarios, y al tiempo como garantía de un criterio de autenticidad, es retomada por Ricardo Piglia tan sólo para superarla mediante un examen más inquieto de la relación entre literatura y experiencia. Sucede, sí, en efecto, que la literatura se resuelve como plasmación narrativa de una experiencia determinada; pero también sucede que acuda a subsanar la vacancia de vivencias (bovarismo) o que logre superar, en la experiencia vivida del leer, porque también leer es una experiencia vivida, la trivialidad del mundo de la vida (quijotismo).
Piglia considera, tanto mejor, la alternativa de “vivir como propias vivencias que nunca se han tenido”. Y hasta toma esa formulación como una definición posible para la literatura. No ya el relato que transpone en lo directo apenas una experiencia propia, sino la posibilidad fenomenal de producir experiencias vicarias, dotar de ellas a otros, asumir uno mismo las ajenas. A partir de “La memoria de Shakespeare”, de Borges, esto es de la idea de recibir la memoria de la vida de otro, Piglia da en pensar la literatura como una construcción artificial de la experiencia. Y cuando dice: “No conocía ningún novelista que hubiera matado a nadie. Era raro”, pone en jaque, con ironía, toda una mitología vitalista del escritor de la experiencia. Porque es cierto que, con una vara de medición rigurosa, una que contemple vivencias realmente intensas, queda claro que las vidas de los escritores son casi siempre pobres en experiencias, insulsas, banales, anodinas, mediocres. Es mejor pensar que la literatura tiene el poder de producir y transferir experiencias, en vez de limitarse a registrarlas.
La inteligencia de Ricardo Piglia, no menos que el propio Piglia, rebosa de generosidad. Esa generosidad consiste en que, al desplegarse, nos hace sentir inteligentes; o más aún, tanto mejor: nos hace serlo. Ocurre con sus clases o con sus entrevistas, con sus relatos o con sus artículos. Ocurre cuando se aplica a analizar un episodio puntual en un libro (como, por ejemplo, su ya clásica lectura de la escena inicial de “Facundo”) tanto como a analizar el desarrollo integral de un género (como hace con el policial, en su novela “Blanco nocturno”), a ficcionalizar un hecho histórico en particular (el asesinato de Urquiza en “Las actas del juicio”, por ejemplo), o a explorar la maquinación completa de las leyes y su transgresión en el mundo del capitalismo (como en su novela “Plata quemada”). Porque no basta con decir, según creo, que Ricardo Piglia une crítica y ficción en sus textos, no basta con decir que el narrador y el ensayista conviven en él. La inteligencia de Piglia es, a un mismo tiempo, narrativa y crítica, por eso narra cuando ensaya y ensaya cuando narra, por eso brilla en las ficciones de la completa invención no menos que en el paisaje habitual de la realidad del mundo.

21 de abril de 2021

Apuntes sobre Ricardo Piglia, el hombre que fue Emilio Renzi (III). Juan Villoro

“Escribir es sobre todo corregir, no creo que se pueda separar una cosa de otra”, solía repetir como una letanía Ricardo Piglia. Esto es visible ya desde su primer libro: “Jaulario”, según la edición cubana, “La invasión”, según la edición argentina, en la que corrigió algunos de los cuentos. Y cuando en 2006 se reeditó, esa práctica fue aún más visible porque no sólo modificó sino que también acortó algunos de los textos porque, tal como él mismo aseguró, siguió “al Hemingway que había dicho que todo lo que podamos sacar de un cuento, lo va a mejorar”. 
Recién en 1975 publicaría su segunda obra: el libro de cuentos “Nombre falso”, una obra que también, al ser reeditada veinte años más tarde, tendría correcciones y el reemplazo de algunos cuentos por otros.
Mientras tanto, entre noviembre de 1971 y febrero de 1975 dirigió la revista “Los Libros”, la cual había sido fundada en 1969 por semiólogo argentino Héctor Schmucler (1931-2018). La revista, que tuvo que dejar de editarse tras el Golpe de Estado de 1976, constituyó un capítulo esencial dentro de la historia de las revistas culturales y, en especial, de la historia de la crítica literaria argentina. En ella Piglia, preguntándose “cómo se constituye un sistema literario en el que la dependencia funciona a la vez como condición de producción y como espacio de lectura”, generó debates en torno a la organización de la cultura polemizando fuertemente con el peronismo y su noción de cultura popular. Esta tarea no le impidió que siguiera añadiendo nuevos textos y diversos ejercicios literarios en sus libretas de hule negro que iría acumulando a lo largo de los años. En una de esas anotaciones se preguntó: “¿Cómo se convierte alguien en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción”. Pero esa “manía”, ese “hábito”, esa “adicción”, se verían seriamente obstaculizadas con la llegada de los militares al poder en marzo de 1976 apoyados por grupos conservadores de la sociedad, sectores con gran poder económico, algunos medios de comunicación afines y, obviamente, por los Estados Unidos.
Aquella dictadura implementó una feroz represión para disciplinar a la sociedad en un contexto caracterizado por la creciente organización y movilización social, cultural y política que se vivía en aquellos años. Así, la coacción no sólo se dirigió hacia los integrantes de agrupaciones armadas, sino también hacia los trabajadores, los sindicalistas, los estudiantes, los escritores, los intelectuales, en fin, hacia todos aquellos que, según rezaban sus comunicados, atentasen contra “los valores y la moral occidental y cristiana”.


Piglia no fue ajeno a esa estigmatización. Se cuenta que, por entonces, pasaba de un departamento a otro en su vida porteña de escritor y cierta vez, en uno de ellos, tocaron el timbre y desde la puerta de calle le dijeron su apellido mal pronunciado. De inmediato advirtió que lo venían a detener y bajó por uno de los ascensores del edificio mientras los militares subían por el otro. Abandonó su casa y sólo regresó semanas más tarde a rescatar algunas pertenencias. En los meses que siguieron, en otros departamentos, se alteraba cuando oía el ruido nocturno del ascensor a través de las delgadas paredes. Su temor era permanente: “Pienso que todos los que cruzo en la ciudad son asesinos en potencia”, escribiría en su diario.
A mediados de 1977 se reunió con el sociólogo Carlos Altamirano (1939) y con la periodista y ensayista Beatriz Sarlo (1942) para proyectar una revista que se llamaría “Punto de Vista”, cuyo propósito era “reconstruir todo lo que se ha perdido y entrar en conexión con los amigos exiliados”. La publicación se lanzaría un año más tarde gracias a la financiación de una organización maoísta a la que pertenecía Piglia, Vanguardia Comunista. Los dos dirigentes de ese grupo que eran sus contactos, Elías Semán (1934-1978) y Rubén Kristkausky (1937-1978), fueron secuestrados, torturados y desaparecidos por los militares cinco meses después de la aparición del primer número. Al enterarse de sus desapariciones, Piglia anotó en su diario: “Pienso en ellos y no puedo hacer nada”. El horror y la impotencia de la época, los tenues puntos de resistencia posibles, su desorientación y su persistente sensación de fracaso, los problemas para sobrevivir de quien aspira a consagrarse a la escritura fueron temas que volverían una y otra vez a las páginas de su diario. “La Comuna de París, los primeros años de la Revolución Rusa, eso es la utopía y eso es la política. En este país hay que hacer la revolución, sobre esa base se puede empezar a discutir de política. O vamos a entender la política como la renovación de las cámaras legislativas o la interna peronista. Si la política es eso, prefiero dedicarme al ajedrez o a la literatura del siglo XX”.
Diez días después del deceso de Piglia, el escritor y periodista mexicano Juan Villoro (1956) publicó en la revista “Ñ” un artículo titulado “Utopía, o la causa frágil”. El colaborador en distintos medios periodísticos tanto de su país natal como de Chile, Colombia y España, y profesor en distintas universidades como la Nacional Autónoma de México, la Pompeu Fabra de Barcelona, la Autónoma de Madrid, la Yale University de Connecticut y la Princeton University de Nueva Jersey, hace hincapié en la triple condición de Piglia: escritor, crítico e intelectual.

En sus ficciones la crítica opera como recurso narrativo; el tema puede ser el texto mismo y las distintas lecturas a las que queda abierto. Contra el discurso monocorde y opresivo del Estado, el hombre que a veces fue Piglia y a veces Renzi, concibió dispositivos para contar las tramas perdidas o inconclusas de la vida privada y aún secreta. No es casual que viera al detective como una variante popular del intelectual: los cabos sueltos de la realidad necesitaban un intérprete, un lector. Piglia dejó una literatura desafiante, que cambia al volver a ella, pero sobre todo defendió una manera peculiar de leer el mundo, más allá de su propia bibliografía. Su obra es un camino de llegada y una causa para seguir avanzando.
Una formulación suya muy conocida define la literatura como “forma privada de la utopía”. No lanzó la frase en el tono proselitista de quien firma un manifiesto o encabeza una vanguardia; sin embargo, solía afirmar que los escritores significativos provocan una ruptura; no pueden ser leídos en forma homogénea: dividen el juicio. Si Andy Warhol avizoró una “celebridad de masas” donde todo el mundo sería famoso quince minutos, Piglia parecía prometer una utopía de bolsillo, al alcance de cada lector. ¿Qué quiso decir? En primera instancia, estamos ante un eslogan “optimista”, ideal para decorar una camiseta.
Pero Piglia no invitaba a un reino de Oz (o, en todo caso, invitaba a un reino donde los trucos podían ser descubiertos). Su obra entera fue una llamada de atención sobre el carácter ambiguo de las utopías. En “La ciudad ausente”, las máquinas de narrar generan relatos alternos, pero esto no carece de consecuencias, algunas de ellas preocupantes. Saber que alguien está preso es menos aterrador que leer el relato que lo tiene preso. La fabulación puede ser más precisa que el entorno tangible: “Lo que vi era más real que la realidad, más indefinido y más puro”, escribe en el prólogo a los ensayos de “El último lector”. Un narrador visita la casa de Russell, fotógrafo que ha hecho una maqueta de Buenos Aires.
Piglia -o el otro que cuenta en su nombre- recuerda que Lévi-Strauss juzgaba que el arte depende de la noción de escala; es una reducción de la realidad. Sin embargo, al ver la ciudad disminuida en casa de Russell, percibe que ahí está la vida entera de Buenos Aires. Y algo más: se trata de una vida acrecentada. Como en “El Aleph” de Borges, los prodigios ocurren “sin disminución de tamaño”. Después de su visita, el narrador desciende al subterráneo y comprende que ha visto un símil de la imaginación; lo que puede ser pensado existe de ese modo, como un alarde admirable y perturbador.
En “Blanco nocturno”, un personaje construye con monomanía una máquina en medio del descampado. Ese complejo y casi demencial artilugio sirve para acercar objetos distantes: un punto que vibra en el horizonte puede ser una liebre. Estamos ante una metáfora de la lectura, capaz de aproximar realidades lejanas, actividad tranquilizadora o terrible. No hay sitio más incómodo que una utopía realizada. Ese orden “perfecto” excede a sus usuarios; se impone de manera hegemónica y exige una satisfecha subordinación. En contraste, el pensamiento radical procura que ese reino inmodificable no suceda del todo y apuesta por la pulsión utópica: el anhelo de llegar sin conseguirlo es más estimulante que la fantasía de creerse en el mejor de los mundos. Y alerta sobre el peligro de alcanzar la meta.
Un personaje de “Respiración artificial” distingue a Borges como el mejor autor argentino “del siglo XIX”. Piglia no asume la declaración como suya; la coloca en el frágil intersticio que separa al narrador del autor. ¿Busca sacudirse la sombra del principal autor de habla hispana del siglo XX, replegándola a la zona de lo ya sucedido, la lejana tradición? Son muchas las convicciones que comparte con Borges: no hay escrituras individuales, todo viene siempre de otro sitio, los libros sirven para leer el mundo y esto les otorga otro valor, clausurar un modo de leer significa iniciar otro: ser, de nuevo, el Quijote cuya realidad es superior a la de Cervantes.
Al postular la literatura como forma privada de la utopía, recuerda que no es la escritura sino la lectura lo que decide la suerte de un libro. Todo texto pide respuesta; está en entredicho. Sin embargo, y a diferencia de Borges, permite que la biblioteca sea invadida por otras realidades. Lector de Arlt, Walsh, Brecht, Marx, Benjamin, Enzensberger, la ciencia ficción, la gramática del cine, los discursos de la publicidad y las novelas policiales, pudo decir con Paul Eluard: “Hay otros mundos, pero están en este”. La forma privada de la utopía no ocurre al margen de los hechos; no representa una evasión a otro orden, sino su inclusión en una realidad impura, rota, amenazada.
Formado como historiador, Piglia concibió en “Respiración artificial” la parábola más dramática sobre la influencia de la fantasía en el entorno que la circunda: Kafka como precursor de Hitler. Lo que en el autor de “El proceso” es literario, en el depredador de Europa es literal. En el Café Arco, un joven pintor austríaco escucha las divagaciones paranoicas de un desconocido narrador checo. Años después, al frente de la Wehrmacht, decide encarnarlas, convertirlas en “utopía realizada”. Hitler degrada a Kafka, pero lo más escalofriante es que sigue su lógica. Una amarga suposición cómica (Kafka escribía para “hacer reír a sus amigos”) destruye Europa. La utopía muere de realidad.
Un pasaje de “Los diarios de Emilio Renzi” ofrece una clave sobre este procedimiento. En esta peculiar variante de la autobiografía, el autor se lee a sí mismo y se desdobla en otro. Ciertos pasajes se narran varias veces, poniendo en tela de juicio los trabajos de la memoria y la capacidad de referirlos. También en su “Antología personal” Piglia modifica sus textos al releerlos: un capítulo de novela aparece como cuento y una clase como un ensayo. La autoría no es estable; es lo que Piglia lee de sí mismo en una operación cambiante, mercurial. En “Los diarios…” seguimos una vida que busca convertirse en destino. Como quería Onetti, atestiguamos “vidas breves”, contradictorias, en permanente tensión.
Durante décadas, Piglia contó la broma de que había entregado varios libros a la imprenta sólo para que algún día se publicara su obra fundamental, los papeles en los que nadie se habría interesado en caso de no ser un “autor”. Esa fue la forma más privada de su utopía. Entre los asombros de “Los diarios…”, destaco un pasaje que le oí contar varias veces con algunas variantes. Uno de los rasgos más admirables de Piglia era el de proponer historias en sus conferencias y conversaciones, y dejarlas en suspenso. La oralidad representaba para él una cantera de asuntos posibles, pero también un taller en el que se esmeraba en buscar soluciones.
Una de sus tardías ilusiones consistía en construir un bungaló en el terreno que había comprado en Uruguay para grabar diálogos con los amigos. Hablaba con el gusto para explorarse a sí mismo y no necesitaba de grandes estímulos externos para volcarse a una especulación. En entrevistas y mesas de prensa jamás consideró que una pregunta fuera imprudente o insignificante. Ante la más simple curiosidad respondía con su inmensa curiosidad. Un asunto nimio lo llevaba a una teoría potencial. En esa cuerda le oí referir varias veces la siguiente escena: cuando aún no sabía leer, se sentaba fuera de su casa en Adrogué, con un libro en las manos; cerca de ahí estaba la estación de trenes. Le gustaba que lo vieran y pensaran que ya sabía leer. La costumbre prosperó hasta que un hombre se acercó a decirle: “Tenés el libro al revés”. Sus ínfulas fueron sustituidas por la vergüenza.
Me acostumbré a pensar que esa imagen cifraba su destino. Cuando leí el primer tomo de “Los diarios…” me sorprendió que la despachara de prisa: “Yo estaba ahí, en el umbral, haciéndome ver, cuando de pronto una larga sombra se inclinó y me dijo que tenía el libro al revés”. La comicidad funciona, pero se pierde la importancia que eso tiene para el chico. Piglia tampoco interpreta la anécdota como un rito de pasaje, el anuncio de que en el futuro leerá de un modo diferente. ¿Podía un narrador tan diestro desperdiciar una escena que había contado con fortuna en mesas redondas y sobremesas? Hice una pausa en la lectura. En el siguiente párrafo, aguardaba una sorpresa. Piglia otorgaba entidad a la “larga sombra” que lo había corregido de niño: “Pienso que debe haber sido Borges”.
El autor de “Ficciones” veraneaba en el Hotel Las Delicias de Adrogué, de modo que esa posibilidad era verosímil. La historia que Piglia contó como un hecho que sólo lo afectaba a él ahora lo inscribía en la tradición. Borges le señaló la forma canónica de leer. Pero Piglia ya había sacado el libro al mundo. Acató el consejo hasta que puso al maestro de cabeza. Ni él ni nosotros volveríamos a leer como antes. Después de Piglia, el lenguaje es más real y tentador, más peligroso. El alarde podía resumirse en una frase que no dejará de arrojar significados, una frase capaz de arder como un incendio que se alimenta de sí mismo: “La literatura es la forma privada de la utopía”.

20 de abril de 2021

Apuntes sobre Ricardo Piglia, el hombre que fue Emilio Renzi (II). Carlos Gamerro

En aquel artículo aparecido en el diario “La Capital”, Piglia agregó: “Estuve casi tres años en Mar del Plata y leí (imagino a veces) todos los libros y cuando me fui a estudiar a La Plata en el verano del ‘60, ya era otro, era el lector que soy ahora, y muchas veces a lo largo de mi vida he vuelto a recordar la biblioteca de Mar del Plata donde todo empezó para mí, con la sala tranquila, con las enciclopedias en los estantes bajos de la izquierda y el reloj en la pared del frente, como si esa biblioteca fuera (también para mí) una forma de la felicidad. Desde entonces he trabajado en muchísimas bibliotecas del mundo pero nada se puede comparar con mi experiencia en aquella pequeña biblioteca de provincia donde leí por primera vez algunos de los libros que he leído luego a lo largo de toda mi vida. Recuerdo que cuando tomaba el ascensor y bajaba por la salida lateral que daba a la calle Luro, no podía esperar hasta llegar a mi casa (yo vivía en España y Belgrano) y me paraba en la vereda a hojear los libros que llevaba conmigo. Yo era, en aquel tiempo, más inteligente y más apasionado de lo que nunca fui después, una especie de Raskolnikov tímido, solitario y empecinado como el estudiante de Dostoievski. En aquellos años descubrí la literatura como quien entra por primera vez en un país desconocido y tuve la suerte increíble de tener a mi disposición todos los libros que quería leer. Esa biblioteca que me cambió la vida la habían hecho (como tantas otras en el país) humildes y activos militantes socialistas, muchos de los cuales durante años dirigieron la ciudad. Eran extraños políticos de una raza extinguida, políticos que creían que la cultura era un bien que debía estar a disposición del que pudiera usarla. Habían pensado que esa biblioteca debía contener una gama amplísima de libros de literatura y de filosofía para que un joven recién llegado pudiera ilusionarse con tener a su alcance todos los libros que quería leer y pudiera también imaginar en el futuro que él mismo podía llegar a escribir libros. Por todo eso, claro, siempre le voy a estar agradecido a quienes no tuvieron otro ideal que hacer de la política una forma de la cultura y de la solidaridad”.
Al terminar el colegio, a pesar de que su familia quería que él estudiara Ingeniería, Piglia estudió Historia en la Universidad Nacional de La Plata, ciudad donde vivió hasta 1965 cuando se recibió de Licenciado en Historia. “Pensaba, con razón, que si estudiaba Letras me iba a costar seguir interesado en literatura”, diría mucho después. En los primeros años de la década del ‘60, mientras estudiaba la carrera de Historia en la Universidad Nacional de La Plata, Piglia entró al mundo editorial gracias a su militancia política estudiantil. Primero, entre 1963 y 1964, fue secretario de redacción de la “Revista de Liberación” (1963-1964), una publicación vinculada al trotskismo, y luego colaboró en la editorial “Nueve 64”, un emprendimiento dedicado a la difusión de libros políticos como “Relatos de la guerra revolucionaria” de Ernesto “Che” Guevara (1928-1967), y también de obras de nuevos narradores argentinos como los libros de cuentos “Todos los veranos” de Haroldo Conti (1925-1976) y “La lombriz” de Daniel Moyano (1930-1992).
En 1965 se mudó a Buenos Aires y allí participó en el lanzamiento de una revista de crítica cultural titulada “Literatura y Sociedad”, de la cual sólo se alcanzó a publicar un número. Estas colaboraciones en revistas y editoriales significaron para Piglia no sólo un medio de vida sino también una forma de entrar en “el mundito literario”, tal como rememoraría más tarde en sus diarios. Por esa razón también empezó a colaborar en la editorial “Jorge Álvarez”, por entonces una de las grandes animadoras del mercado del libro en Argentina, en la que realizó traducciones, preparó antologías, escribió prólogos y contratapas.
Luego, en 1967, se incorporó a la editorial “Tiempo Contemporáneo”, sello en el que dirigió “Ficciones”, una colección que alternaba la promoción de narradores argentinos pertenecientes a la nueva izquierda como Enrique Wernicke (1915-1968), Bernardo Kordon (1915-2002) y David Viñas (1927-2011), con la difusión de escritores norteamericanos como Norman Mailer (1923-2007), James Baldwin (1924-1987) y Le Roi Jones (1934-2014), autores todos ellos vinculados con la defensa de los derechos civiles o con el activismo contra la guerra de Vietnam. El primer libro que preparó para esta editorial fue una recopilación de escritos de grandes personajes políticos y literarios argentinos, una singular antología bajo el despojado título “Yo”. En él, Piglia comenzó el prólogo diciendo: “Como nos ha enseñado la lingüística el YO es, de todos los signos del lenguaje, el más difícil de manejar” y de esta manera instaló las coordenadas de la teoría estructuralista que acompañaría fuertemente el proyecto de la editorial.


Allí también tuvo a su cargo la “Serie Negra”, la primera colección argentina de novela negra norteamericana que difundió a sus autores más célebres como Raymond Chandler (1888-1959), Dashiell Hammett (1894-1961), Horace McCoy (1897-1955) y David Goodis (1917-1967), entre otros. Años después comentaría: “Empecé a leer policiales casi como un desvío natural de mi interés por la literatura norteamericana. Uno lee a Fitzgerald, luego a Faulkner y rápidamente se encuentra con Hammett y con David Goodis. Más tarde leí policiales por necesidad profesional, ya que dirigía una colección”. A diferencia de la colección “El Séptimo Círculo” que entre 1945 y 1955 dirigieron Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999) resaltando en la selección de los títulos la psicología de los personajes, la eficacia del diálogo, el poder de las descripciones y el estilo de narrador, Piglia se propuso recalcar un realismo que se hundía en los bajos fondos de la sociedad capitalista, es decir, un género que podía ser leído más como una crítica social que como una visita a las formas populares de las novelas policiales con la intención de establecer un diálogo entre la cultura letrada y la cultura popular que proponían Borges y Bioy.
En 1967 Piglia publica en La Habana su primer libro: “Jaulario”, un tomo de nueve cuentos que recibió una mención especial en el Premio Casa de las Américas de ese año. Poco después, en Buenos Aires, lanzó el mismo libro pero con el nombre de “La invasión”, agregándole un cuento más, modificándole algunos textos y cambiándole el orden de los relatos. Sus historias se caracterizaron por ser tramas sentimentales o de bajos fondos rodeadas por un suceso policial, sentidas historias de la infancia y semblanzas de oscuros perdedores, ficciones todas ellas que, de alguna manera, indagaban sobre los resortes del poder. Dos años más tarde Piglia quedó al frente de la editorial “Tiempo Contemporáneo” haciéndose cargo del proyecto literario, al cual, de allí en más impuso su sello personal. Fue así que lanzó la colección “Mundo Actual” con varios títulos importantes tales como “Moral burguesa y revolución” del filósofo y escritor León Rozitchner (1924-2011), “Cosas concretas” del escritor y crítico literario David Viñas (1927-2011), “Para hacer el amor en los parques” del filósofo y escritor Nicolás Casullo (1944-2008) y “¿Quién mató a Rosendo?” del periodista y escritor Rodolfo Walsh (1927-1977). Sería con este último que la editorial encontraría su primer éxito en el mercado, logrando dos ediciones y varias reimpresiones.
Carlos Gamerro (1962), Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, donde se desempeñó como docente hasta 2002, es autor de las novelas “Las islas”, “El sueño del señor juez”, “El secreto y las voces”, “La aventura de los bustos de Eva”, “Un yuppie en la columna del Che Guevara” y “Cardenio”. También del tomo de cuentos “El libro de los afectos raros”. Entre sus ensayos pueden mencionarse, entre otros, “Ficciones barrocas. Una lectura de Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Cortázar, Onetti y Felisberto Hernández”, “Facundo o Martín Fierro” y “Borges y los clásicos”. El 15 de enero de 2017, a los pocos días del fallecimiento de Piglia, publicó en el diario “La Nación” un artículo titulado “Ricardo Piglia, el escritor como el lector más generoso”, el que puede leerse a renglón seguido.
 
Ricardo Piglia se acaba de morir, y con él se fue uno de los lectores más inteligentes, apasionados y generosos que ha dado nuestra literatura. En el siglo XX al menos, sólo él y Borges fueron capaces de escribir sus lecturas de modo tan “persuasivo” (con esa palabra caracteriza Piglia las lecturas de Borges en “El último lector”). Se puede pensar que Piglia fue, en este aspecto, el discípulo de Borges, que muchas veces, como debe ser, completó y corrigió la lección del maestro. Si Borges hizo entrar la novela policial clásica en nuestra literatura, a través de sus textos críticos, de la colección “El Séptimo Círculo” y de la escritura de cuentos como “La muerte y la brújula”, Piglia lo hizo con la novela negra, que Borges denostaba; si Borges escribió ciencia ficción a partir de Poe, Lovecraft o Olaf Stapeldon, Piglia hizo lo propio con Philip Dick (que Borges no podía leer, porque era un doble demasiado cercano), Thomas Disch, William Burroughs y Thomas Pynchon. Ambos tenían presente de manera constante la tradición argentina que los precedía, con especial énfasis en el siglo XIX, y sus textos raramente intentaban vérselas con nuestra "realidad" sin tomar en cuenta los modos en que esa realidad fue constituida por la literatura que los precedió o caminaba con ellos.
Claro que insistir en estos paralelismos o similitudes lleva necesariamente a preguntarse por sus divergencias. ¿Qué diferenciaba a Borges y a Piglia como lectores? Sería interesante indagar la cuestión a partir de un objeto compartido, Macedonio sin duda, que es un caso extremo porque puede pensarse como invento de ambos (a mí, personalmente, me interesa mucho más lo que tengan para decir Borges o Piglia sobre Macedonio que lo que dijo Macedonio mismo).
Ambos se divertían, y nos divierten enormemente con sus lecturas. Nunca, cuando escriben sobre lo que leen, se los escucha aburridos. Tampoco enojados (en cambio David Viñas, otro de nuestros grandes lectores, nunca leía tan bien como cuando estaba muy enojado con su objeto de lectura). Pero a Borges a veces lo cegaba el odio. A Piglia nunca. Piglia sigue leyendo allí donde Borges se detiene, a veces por cuestiones puramente temporales: Piglia lee a Puig, a Saer; a veces por cuestiones ideológicas: Piglia puede leer al Che Guevara, como escritor y como lector, algo que para Borges hubiera sido constitutivamente imposible; Piglia puede leer el peronismo o más bien, porque nadie puede leer el peronismo, puede leer a Walsh y a Arlt y, en ellos, algo que se parece al peronismo. Borges, está bastante claro, ni podía, ni quería leer el peronismo.
Alguna vez propuse que Rodolfo Walsh perseguía el Santo Grial de la literatura argentina: la novela peronista de Borges. Los asesinos de la dictadura le impidieron escribirla, pero algo de ella sobrevive en la entrevista que Piglia le hizo a Walsh en 1970. Quedan muy pocas entrevistas de Walsh, y la de Piglia parece contenerlas todas: es tan buena que parece un cuento de Walsh. O de Piglia. Y si efectivamente existen en nuestra literatura novelas que se acercaron a esa “novela peronista de Borges” que Walsh pudo haber escrito, esas novelas se llaman “Respiración artificial”, “La ciudad ausente”, “Plata quemada”.
“Respiración artificial” es, desde su concepción misma, una apuesta, de vida o muerte, a los juegos de lectura: una novela escrita en la Argentina de la última dictadura, publicada en la Argentina de la dictadura, que habla de lo que pasaba en la Argentina de la dictadura, pero que los militares de la dictadura no eran capaces de descifrar mediante los actos de lectura que les eran posibles. Como para extremar el desafío, Piglia introduce un personaje, Arocena, que lee en forma paranoica partes de la misma novela que lo incluye y encuentra en ellas toda clase de mensajes en clave, pero son tantos y tan contradictorios que se extravía en su propio laberinto. Si el primero, y el mejor de los cuentos policiales de Walsh, “La aventura de las pruebas de imprenta”, es una aventura de lectura, y el detective es un corrector literario que resuelve un crimen leyendo las pruebas de imprenta, Piglia escribirá “La loca y el relato del crimen”, donde Renzi, versado en lingüística, resuelve el crimen enseñando cómo escuchar el relato de una esquizofrénica.
Todos los buenos escritores son buenos lectores pero no todos son lectores generosos. Joyce, por ejemplo, era un lector supremamente egoísta: leía únicamente en función del libro que estaba escribiendo, y para ese libro. Otros autores escriben sus lecturas, pero lo hacen de manera algo desmañada o displicente; en Borges y en Piglia, en cambio, basta leer unas pocas líneas para advertir que escriben con tanta pasión y precisión la ficción como la crítica, y de hecho esto hizo posible que ambos borraran los límites entre uno y otro género y escribieran esas críticas ficcionales o ficciones críticas que los caracterizan. Están también los autores que cuando hacen crítica siguen hablando de sí mismos y de su escritura: cuando Onetti habla de Faulkner lo leemos para saber de Onetti, no de Faulkner; lo mismo sucede con Saer y el “nouveau roman”. Borges y Piglia, en cambio, leen con tanto ardor e inteligencia que desaparecen en sus lecturas, adquiriendo una suerte de incandescencia que las ilumina a la par que ellos se vuelven invisibles.
“A nadie le gusta deber nada a sus contemporáneos”, solía sentenciar Borges citando al Dr. Johnson. La generosidad de Piglia le permitió romper con esta regla. Dedicó a sus dos casi contemporáneos Rodolfo Walsh (1927) y Manuel Puig (1932), y a su estricto contemporáneo Juan José Saer (1937) un histórico seminario que dictó en 1990 en Filosofía y Letras de la UBA y que se publicaría en forma de libro en 2016, con el título Las tres vanguardias. En él, habla de sus pares como si fueran sus maestros.
Hay una fábula de Virginia Woolf que no me canso de repetir, seguramente porque me gustaría que fuera cierta. Llega el día del Juicio y los abogados, los conquistadores, los estadistas suben al cielo a obtener sus recompensas. Detrás de ellos llegan los lectores, con sus libros bajo el brazo, y al verlos el Todopoderoso se vuelve hacia Pedro y le dice, no sin envidia (un detalle encantador, el de esa divina envidia): “Ellos no necesitan recompensa alguna. No tenemos nada para darles. Vienen con sus libros”. No nos cuesta demasiado, a esos bichos raros que somos los lectores, imaginar el paraíso bajo la forma de una biblioteca, y la eternidad como la oportunidad de leer todos los libros que no hemos podido leer en vida. Tampoco nos es difícil imaginarlos a Borges y a Piglia sentados lado a lado, leyendo en silencio, en sus sillones celestes. Y muy cada tanto levantando la vista de sus lecturas para dirigirse, el uno al otro, una callada sonrisa.

19 de abril de 2021

Apuntes sobre Ricardo Piglia, el hombre que fue Emilio Renzi (I). Adrián Ferrero

“Yo leía pero sin método. Tenía una noviecita en Adrogué. El padre era de familia de anarquistas, leían mucho. Íbamos caminando, había un muro alto, y ella me dijo: ‘¿Estás leyendo algo?’. Y yo había visto en una librería ‘La peste’, de Camus. Y le dije: Sí. ‘La peste’. Y me dijo: ‘Prestámelo’. Me da vergüenza contar esto, pero compré el libro, lo leí esa noche, lo arrugué un poco para que pareciera usado, y se lo llevé al día siguiente. Y ahí empecé a leer”. Quien contó en una entrevista esta  anécdota fue Ricardo Piglia (1941-2017), uno de los más destacados escritores argentinos contemporáneos y gran referente de la literatura nacional de los últimos cincuenta años. Autor de ficción y ensayos que tenía, según sus propias palabras, la “ambición de escribir contra todos los estilos”, entrecruzó ambos géneros en su obra, además de participar en las polémicas que recorrieron la literatura argentina de los años ‘60.
Ricardo Emilio Piglia Renzi nació en Adrogué, en la zona sur del Gran Buenos Aires, localidad en la que cursó los estudios primarios y parte de la secundaria. Tras el golpe militar de 1955 se mudó con su familia a Mar del Plata debido a “una historia política, una cosa de rencores y odios barriales. Mi padre había estado casi un año preso porque salió a defender a Perón en el ’55 y de golpe la historia argentina le parecía un complot tramado para destruirlo. Estaba acorralado y decidió escapar”. Al evocar sus primeros pasos en la literatura contaría en una entrevista: “En esos días, en medio de la desbandada, en una de las habitaciones desmanteladas de la casa empecé a escribir un diario. ¿Qué buscaba? Negar la realidad, rechazar lo que venía. Todavía hoy sigo escribiendo ese diario. Muchas cosas cambiaron desde entonces, pero me mantuve fiel a esa manía”.
En una de sus primeras anotaciones escribió: “Decidí no despedirme de nadie. Despedirse de la gente me parece ridículo. Se saluda al que llega, al que uno encuentra, no al que se deja de ver. Gané al billar, hice dos tacadas de nueve. Nunca había jugado tan bien. Tenía el corazón helado y el taco golpeaba con absoluta precisión. Después fuimos a la pileta y nos quedamos hasta tardísimo. Me zambullí del trampolín alto. Desde tan arriba las luces de la cancha de paleta flotaban en el agua. Todo lo que hago me parece que lo hago por última vez”. Así, con tan sólo dieciséis años, comenzó a escribir sus primeros “diarios” en pequeños cuadernos en los que anotaba anécdotas, experiencias y pensamientos, una costumbre que mantendría hasta el final de su vida. Fueron páginas y páginas escritas pacientemente durante más de cincuenta años, una suerte de laboratorio de su escritura en las que concibió a Emilio Renzi -su alter ego formado con su segundo nombre y su apellido materno-, quien aparecería en sus novelas, en ocasiones fugazmente, en otras con mayor protagonismo.
Y tres décadas más tarde, en una de sus novelas en las que, tal como era habitual en él, mezcló la realidad -su realidad- con la ficción, relató: “En marzo del ‘57 abandonamos medio clandestinamente Adrogué, un suburbio de Buenos Aires donde yo había nacido y donde había nacido mi madre, y nos fuimos a Mar del Plata, una ciudad que está a cuatrocientos kilómetros al sur de la provincia de Buenos Aires. Subimos los muebles a un camión, yo viajé entre las sogas y los bultos; sentado en un canasto de mimbre miraba pasar las poblaciones. Yo tenía dieciséis años. Viví ese viaje como un destierro. No quería irme del lugar donde había nacido, no podía concebir que se pudiera vivir en otro lado y de hecho después no me ha importado nunca el lugar donde he vivido”.
El cambio de ciudad, de vida, le fue despejando la mente y empezó a planificar lo que le gustaría ser y hacer. Años después explicaría: “El diario, sin duda, es un género cómico. Uno se convierte automáticamente en un clown. Un tipo que escribe su vida día tras día es algo bastante ridículo. Es imposible tomarse en serio. La memoria sirve para olvidar, como todo el mundo sabe, y un diario es una máquina de dejar huellas. Me gustan mucho los primeros años de mis diarios porque allí lucho con el vacío total: no pasa nada, nunca pasa nada en realidad, pero en ese tiempo me preocupaba, era muy ingenuo, estaba todo el tiempo buscando aventuras extraordinarias. Empecé a robar la experiencia a gente conocida, las historias que yo me imaginaba que vivían cuando estaban conmigo. Escribía muy bien en esa época, dicho sea de paso, mucho mejor que ahora, tenía una convicción absoluta, que es siempre la mejor garantía para construir un estilo”.


El libro de Albert Camus (1913-1960) que había comprado para impresionar a una jovencita fue sólo el comienzo de su avidez por la lectura. Contaría mucho después que “en Mar del Plata conocí a un norteamericano al que llamé Steve Rattlif (aunque ese no era su apellido)”, un hombre culto y refinado, “un yanqui extraño” que residía en esa ciudad y a quien paradojalmente apodaban “el inglés”. Fue él quien incrementó notablemente esa inclinación cuando comenzó a prestarle libros de Ford Madox Ford (1873-1939), de James Joyce (1882-1941), de Franz Kafka (1883-1924), de Ernest Hemingway (1899-1961), de Robert Lowell (1917-1977) y de William Faulkner (1897-1962). De este último llegó a sus manos “The mansión” (La mansión), y su autor se convertiría en uno de sus dioses tutelares: “La lectura de Faulkner es uno de los grandes acontecimientos de mi vida”. Además comenzó a leer también con avidez a escritores argentinos como Macedonio Fernández (1874-1952), Jorge Luis Borges (1899-1986) y Roberto Arlt (1900-1942), mientras Rattlif se convertiría en su “amistad literaria más decisiva” y fue quien leería sus primeras páginas.
En septiembre de 2013 publicó un artículo en el diario “La Capital” en el que contó:
“Me fui a vivir a Mar del Plata en diciembre de 1957. A los pocos días descubrí la Biblioteca que estaba en el viejo edificio de la Municipalidad en la calle Luro, con su falso aire de fortaleza española, y jamás voy a olvidar la sorpresa y el deslumbramiento que experimenté en aquellos días del verano del ‘58 al comprobar la riqueza del lugar. Era una pequeña biblioteca de una ciudad balnearia de la provincia de Buenos Aires, pero era extraordinaria y muy completa. Yo venía de hacer mis primeros años de secundario en el Nacional de Adrogué donde el bibliotecario era el poeta Roberto Juarroz, por lo tanto sabía lo que era una buena biblioteca y sabía manejarme entre las viejas fichas escritas a mano y en los catálogos que abrían camino hacia los libros secretos. Y la biblioteca municipal de Mar del Plata a fines de los años ‘50 era una de las más modernas y mejor organizadas. Era una biblioteca pública, es decir, que prestaba los libros (cinco por semana si no me equivoco), tenía acceso directo a los estantes, había un mostrador y un sistema de referencias muy fluido y eficaz. Ese primer verano yo me pasaba la mañana en la playa y el resto del día en la sala de lectura del segundo piso (¿o era el primero?) y cuando la biblioteca cerraba me iba a mi casa con dos o tres libros y me pasaba la noche leyendo. Leí más en esos meses que en toda mi vida, quiero decir que después ya casi no volví a leer de ese modo (con la pasión deslumbrada de quien cree descubrir toda la literatura concentrada en un solo lugar, como quien tiene en un escondite en la ciudad, un sitio mágico en el que lo espera todo lo que puede desear)”.
Doctorado en Letras en la Universidad Nacional de La Plata, el escritor, crítico literario y periodista cultural Adrián Ferrero (1970), publicó el 10 octubre de 2019 en la sección “Zona literaria” del portal “El ortiba” el artículo titulado “Ricardo Piglia: el primer lector (1941-2017)”. En él rindió una suerte de homenaje a Piglia, a quien consideraba “uno de los escritores, críticos y teóricos literarios más deslumbrantes de Argentina y del mundo”. El mismo se reproduce a continuación.

Había nacido en Adrogué, crecido parcialmente en Mar del Plata y estudiado en la Universidad Nacional de La Plata. Reticente a una carrera de Letras que -como decía- lo habría confinado al estudio del estilo, las lenguas clásicas y, a lo sumo, la lectura de algunos pocos buenos libros de crítica que él podría acometer por su cuenta, eligió la de Historia. La cursó, la concluyó e impartió clases en esa Universidad. No obstante, no estaba llamado a ejercer esa vocación. O, para ser más precisos, no sólo esa. Y no sólo en este país.
Su vida intelectual fue como un volcán o como un cometa. Quién sabe. En un punto ambas cosas se parecen tanto ¿no? No porque no hubiera habido méritos en ella ni una impecable y hasta descollante formación. Incesante. Persistente. Sino por el modo en que una inteligencia formidable afortunadamente fue encontrando el modo de encajar en espacios, lugares, ámbitos, instituciones y alcanzar el logro superlativo de una escritura exigente de sí como disciplinada que resplandecía y ya resultaba sorprendente a los ojos del mundo. Hubo un instante -nunca sabremos cuándo- en el que su obra pasó a formar parte del patrimonio de la Historia literaria de todos los tiempos. Ese momento deslumbrante siempre resulta desconocido y magnífico. Pero tiene lugar. Él, al fin y al cabo, había consagrado su vida a la literatura como otros lo hacen, con el mismo fuego, a una familia u otra misión no menos noble. Y la literatura parecía ser, al mismo tiempo, lo único que le interesaba. Lo que por otra parte no es poco. Y, en palabras nada menos que de Diamela Eltit, “lo que es, obviamente, una locura”. Estas palabras fueron pronunciadas en un discurso que Diamela Eltit leyó con motivo de entregársele a Piglia un premio importante en Chile.
Esa apuesta absoluta, tuvo una recompensa que se vio coronada con muchos libros publicados, traducciones, premios, becas, un puesto -notable y de muchos años- en la Universidad de Princeton (EE.UU.), adaptaciones de una de sus novelas a una ópera y a películas, conferencias, viajes, entrevistas… Fundamentalmente fue escritor de narrativa. Pero también de ensayos, de guiones de cine y del guión de esa misma ópera (“La ciudad ausente”), cuya puesta estuvo bajo la dirección de su amigo Gerardo Gandini. Asimismo, fue responsable de la dirección de colecciones de libros (sobre todo de policiales negros, pero también de otras de rescate hacia el final de su vida) y participó de muchas publicaciones periódicas y de diarios. Realizó ediciones críticas de la obra de otros autores, entre otras, la de Walsh. Se hizo cargo de la escritura de muchos estudios y prólogos, al igual que lo había hecho Borges, pero con un perfil muy distinto.
Lo entrevisté en dos oportunidades. En una de ellas le pregunté qué libros consideraba imprescindibles debían ser leídos. Primero dijo una humorada. Luego accedió, condescendiente. Y mencionó cuatro: los “Diarios” de Kafka, “El museo de la novela de la eterna” de Macedonio Fernández, “El oficio de vivir”, de Cesare Pavese y “En nuestro tiempo” (“In our time”) de Ernest Heminway. Ya ven. Todo el tiempo estuvo obsesionado por lo que significaba el acto de la escritura. El escribir. El ser escritor. El estilo de vida que suponía esa opción.
Demos por descontado que su existencia fue una experiencia infinitamente rica, que abrió nuevas sendas para muchos y lo seguirá haciendo. Demos por descontado que su vida tuvo y tendrá, a sus ojos y a los de quienes fuimos (somos) sus lectores, un sentido indefinido e inobjetable. Hagamos lo propio al imaginar que sintió que había conquistado lo que se había propuesto desde sus comienzos, quizás con algunos matices interrogó como nadie el mapa de la literatura argentina, su arquitectura, sus vínculos con la Historia, sus tramas urdidas con la política y con el poder. Hubo también zonas de la teoría y la crítica literarias que, diluyendo fronteras y géneros, incorporó en especial a su novelística. Artífice, renovador, creador, tenía claro su programa y, me parece, no se abandonó jamás a la improvisación ni al azar, por más que su mente fuera una suerte de enorme laboratorio capaz de segregar nuevos significados y otorgarles a ellos nuevos sentidos. La literatura norteamericana fue otro de sus núcleos de indagación porque la admiraba apasionadamente. Por cierto, todo el tiempo estaba cavilando, desvelado, acerca de en qué consiste el escurridizo arte de escribir. Muy en especial el de narrar, en lo que está por debajo y por detrás. Revalorizó a Roberto Arlt, ubicándolo en un lugar de privilegio en las poéticas de la Nación. Otro tanto con Macedonio Fernández, lo que ya había hecho Borges. Finalmente, recuperó la figura de Witold Gombrowicz. Y por supuesto lo que él consideró las tres vanguardias: Saer, Puig y Rodolfo Walsh.
Acometió la publicación de sus diarios hacia sus últimos años (tres volúmenes llegaron a editarse), entre varios otros libros de entrevistas y seminarios, cuando estaba demasiado enfermo para consagrarse a esa tarea que era para él, ya a esta altura, un mandato. El mérito a su trabajo es de naturaleza geométrica entonces, y también constituyó una empresa titánica. Trabajó contra reloj. Y trabajó, en definitiva, como siempre había trabajado, esa es mi hipótesis, con el sonido y la furia de quien sabe que la vida es corta y la literatura infinita. Que no alcanza la vida, literalmente, para leer aún los mejores libros.
Ahora, quién sabe. Para algunos de nosotros descansará a solas, para siempre, en un lugar que probablemente él ha elegido. Para otros, quién sabe lo hará en otro lugar, en el que quizás se le hayan encomendado tareas acordes a sus talentos. Cada quien lo pensará a su modo. Menos importante que ese destino que todo mortal ignora y conoce a la vez, persisten y persistirán sus libros. Espléndidos. Desafiantes. Precursores.