22 de junio de 2021

Entremeses literarios (CCVII)

EL MUCHACHO INDEFENSO
Bertolt Brecht
Alemania (1898-1956)
 
Un transeúnte preguntó a un muchacho que lloraba amargamente cuál era la causa de su congoja.
- Había reunido dos monedas para ir al cine -dijo el interrogado-, pero se me ha acercado un chico y me quitó una -y señaló a un chiquillo que estaba a cierta distancia.
- ¿Y no pediste ayuda? -preguntó el hombre.
- Claro que sí -replicó el muchacho, sollozando con más fuerza.
- ¿Y nadie te oyó? -siguió preguntando el hombre, al tiempo que lo acariciaba tiernamente.
- No -gimió el niño.
- ¿Y no puedes gritar más fuerte? -preguntó el hombre.
- No -replicó el chico, mirándolo con ojos esperanzados, pues el hombre sonrió.
- Entonces, dame la que te queda -dijo el hombre, y quitándole la última moneda de la mano, prosiguió despreocupadamente su camino.


REY DE PIEDRA
Federico G. Rudolph
Argentina (1970)
 
La estatua de bronce del Caballero Arrodillado se levantó de su pedestal, despojose de su pesada armadura, cruzó los veinte pasos que lo separaban de la esfinge de su rey y cercenó de lleno su pétrea e insigne cabeza con formidable y precisa maestría, dejando atónita a la multitud que -por pura casualidad- se hallaba reunida en el lugar de los hechos. Enseguida, agolpáronse todos para apreciar, mejor, aquella incomprensible e irrepetible escena. Antes de volver a su lugar, y de adoptar la misma quietud y posición que le diera el artista -su creador-, la estatua, pronunció -con gravísima voz- lo que consideraba una explicación perfectamente razonable del porqué de su conducta:
- Desde hace al menos cuatro siglos que me miraba con incesante y soberano desprecio. No era menester el seguir soportando semejante maltrato.


CIENCIA SATÁNICA
Sir Helder Amos
Venezuela (1990)
 
- ¡Felicitaciones, querida, lo hiciste excelente! -anunció la bruja suprema, ayudándola a bajar del podio y dándole una humeante copa para celebrar-. Ya eres una de nosotras, ¿cómo te sientes?
- Bien, emocionada, aunque un poco asustada -respondió la joven, ruborizándose.
- No, no, no, no tienes por qué sentirte asustada, querida, si gracias a la ciencia estamos en la mejor época para ser brujas.
- Estoy de acuerdo, -dijo una brujita que estaba parada cerca de ellas-. A diferencia de hace quinientos años, ser bruja ahora es muy fácil, no te imaginas cuantas veces estuve a punto de ser quemada en la hoguera durante la inquisición, fueron tiempos difíciles, perdí muchas amigas.
- Así es, querida -añadió una anciana que se había acercado a felicitar a la nueva bruja-. Desde que la ciencia tomó las riendas del mundo, la humanidad se volvió tan escéptica que solo cree en lo que puede ver, tocar y probar; dejándonos el camino libre para hacer lo que queramos sin ser juzgadas ni cuestionadas.
- Es cierto, la ciencia ha sido el mejor regalo que nos ha dado Satanás -dijo la suprema-. Es más, propongo un brindis por la ciencia.
- ¡Por la ciencia! -gritaron todas, alzando y sonando sus copas en el aire.


LA PIEZA AUSENTE
Pablo de Santis
Argentina (1963)
 
Comencé a coleccionar rompecabezas cuando tenía quince años. Hoy no hay nadie en esta ciudad -dicen- más hábil que yo para armar esos juegos que exigen paciencia y obsesión. Cuando leí en el diario que habían asesinado a Nicolás Fabbri, adiviné que pronto sería llamado a declarar. Fabbri era Director del Museo del Rompecabezas. Tuve razón: a las doce de la noche la llamada de un policía me citó al amanecer en las puertas del museo.
Me recibió un detective alto, que me tendió la mano distraídamente mientras decía su nombre en voz baja -Lainez- como si pronunciara una mala palabra. Le pregunté por la causa de la muerte: “Veneno” dijo entre dientes. Me llevó hasta la sala central del Museo, donde está el rompecabezas que representa el plano de la ciudad, con dibujos de edificios y monumentos. Mil veces había visto ese rompecabezas: nunca dejaba de maravillarme. Era tan complicado que parecía siempre nuevo, como si, a medida que la ciudad cambiaba, manos secretas alteraran sus innumerables fragmentos. Noté que faltaba una pieza.
Lainez buscó en su bolsillo. Sacó un pañuelo, un cortaplumas, un dado, y al final apareció la pieza.
- Aquí la tiene. Encontramos a Fabbri muerto sobre el rompecabezas. Antes de morir arrancó esta pieza. Pensamos que quiso dejarnos una señal.
Miré la pieza. En ella se dibujaba el edificio de una biblioteca, sobre una calle angosta. Se leía, en letras diminutas, Pasaje La Piedad.
- Sabemos que Fabbri tenía enemigos -dijo Lainez-. Coleccionistas resentidos, como Santandrea, varios contrabandistas de rompecabezas, hasta un ingeniero loco, constructor de juguetes, con el que se peleó una vez.
- Troyes -dije-. Lo recuerdo bien.
- También está Montaldo, el vicedirector del Museo, que quería ascender a toda costa. ¿Relaciona a alguno de ellos con esa pieza? -Dije que no.
- ¿Ve la B mayúscula, de Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario, pero tenía una buena coartada. También combinamos las letras de La Piedad buscando anagramas. Fue inútil. Por eso pensé en usted.
Miré el tablero: muchas veces había sentido vértigo ante lo minucioso de esa pasión, pero por primera vez sentí el peso de todas las horas inútiles. El gigantesco rompecabezas era un monstruoso espejo en el que ahora me obligaban a reflejarme. Sólo los hombres incompletos podíamos entregarnos a aquella locura. Encontré (sin buscarla, sin interesarme) la solución.
- Llega un momento en el que los coleccionistas ya no vemos las piezas. Jugamos en realidad con huecos, con espacios vacíos. No se preocupe por las inscripciones en la pieza que Fabbri arrancó: mire mejor la forma del hueco.
Laínez miró el punto vacío en la ciudad parcelada: leyó entonces la forma de una M.
Montaldo fue arrestado de inmediato. Desde entonces, cada mes me envía por correo un pequeño rompecabezas que fabrica en la prisión con madera y cartones. Siempre descubro, al terminar de armarlos, la forma de una pieza ausente, y leo en el hueco la inicial de mi nombre.

 
CAUSAS
Beto Monte Ros
República Dominicana (1958)
 
Cristina nunca se casó; no es que fuera fea, complicada o anduviera perdida en consideraciones morales en que el alma está metida, más bien fue por culpa de un conductor que no se detuvo a tiempo o por la deforestación, que acabó hasta con los hombres.
Vivía a orilla de la carretera que se perdía en el bosque y sentada en el Balcón observaba a los camiones que bajaban de la montaña cargados de madera. Algunas veces uno paraba y se llevaba a una de sus nueve hermanas, pero cuando no hubo más árboles para talar y solo quedaba ella en la casa, cerraron el aserradero.

 
PEQUEÑO MÍO
Triunfo Arciniegas
Colombia (1957)
 
Al afeitarse esa mañana descubrió que tenía cara de gato: se erizó. La espantosa imagen lo persiguió durante el día, en cada pausa del trabajo: los ojos claros de dilatadas pupilas, los bigotes enhiestos, las orejas puntiagudas y su grito, su propio grito, que le descubrió un par de pequeños y finos colmillos. En la noche, sobre el cuerpo jadeante de la mujer, maulló: tuvo sueños horribles con ratas y perros y otras bestias. Al despertar se deslizó entre las sábanas, lamió los tobillos blancos y dulces y luego, perezoso, mientras los dedos de sangrientas uñas le recorrían el lomo, bebió la leche que la mujer le trajo en el platito.


ÚLTIMA ESCENA
Fernando Iwasaki
Perú (1961)
 
Al fin los de la aldea decidieron matar al monstruo. No quisieron creerme cuando las ovejas de la viuda del molinero amanecieron degolladas. Recuerdo sus cuerpos esponjosos, abiertos como granadas y barnizados de luna. Luego vino la matanza de los establos comunales, garañones abiertos en canal y una repugnante sensación de sangre y moscas en la boca. El alcalde insistía en organizar batidas contra los lobos, más yo sabía que ellos no habían sido. Pensaron que estaba ebrio, perturbado, enloquecido. Tampoco me hicieron caso cuando la bestia despedazó a los mendigos y pedigüeños de la villa, ni cuando hallaron en el arroyo los despojos del sacristán, un hombre innecesario. Con los niños fue distinto: cada muerte socavó la confianza en las autoridades y la necesidad de venganza les conminó a creerme. Por eso han venido trayendo antorchas y lazos, garrotes y hoces, para emboscar la aparición del monstruo. Les pido que aguarden la luna llena y escucho las maldiciones apagadas. Tal vez sigan dudando. Los veo tan asustados restregando sus armas, que no los imagino destrozando a la criatura. Cuando la luna esté en lo alto, me pregunto cuál de ellos me atacará primero.


AYYYY
Angélica Gorodischer
Argentina (1928)
 
Sonó el timbre y ella fue a abrir la puerta. Era su marido.
- ¡Ayyyy! -gritó ella- ¡pero si vos estás muerto!
Él sonrió, entró y cerró la puerta. Se la llevó al dormitorio mientras ella seguía gritando, la puso en la cama, le sacó la ropa e hicieron el amor. Una vez. Dos veces. Tres. Una semana entera, mañana, tarde y noche haciendo el amor divina, maravillosa, estupendamente.
Sonó el timbre y ella fue a abrir la puerta. Era la vecina.
- ¡Ayyyy! -gritó la vecina-, ¡pero si vos estás muerta! -y se desmayó.
Ella se dio cuenta de que hacía una semana que no se levantaba de la cama para nada, ni para comer ni para ir al baño. Se dio vuelta y ahí estaba su marido, en la puerta del dormitorio:
- ¿Vamos yendo, querida? -dijo y sonreía.

 
REVELACIÓN
Rubén Abella
España (1967)
 
Por casualidad ella entra en la cafetería Riofrío y ve a su amante en una mesa del fondo, charlando con unos amigos. Lo conoce desde hace dos meses y está muy ilusionada, pues intuye que por fin ha encontrado al hombre de su vida, alguien que la entiende y la respeta, que colma sus anhelos más íntimos, dentro y fuera del lecho. Pide un cortado en la barra. Saca del bolso el teléfono móvil y, con la piel sublevada, viéndolo sin que él la vea, lo llama para darle una sorpresa y, por qué no, proponer una cita rápida en el cercano hotel NH. En la cafetería empieza a sonar una insulsa melodía electrónica. Él mira la pantalla del teléfono, pero en vez de contestar se la muestra a sus amigos y, con un gesto burlón, corta la llamada. Ella, desconcertada, llama de nuevo. Vuelve a llenar el aire el soniquete machacón y sin matices. Él corta otra vez la llamada. A continuación teclea un mensaje y, antes de enviarlo, lo hace circular por la mesa para que todos lo lean. Ella lo recibe unos segundos más tarde: “Estoy reunido, amor. Luego te llamo”. En la mesa no paran de reírse. Llega el cortado. Presa de un temblor repentino, ella deja unas monedas sobre la barra y se va sin probarlo.


LA FELICIDAD
Andrés Neuman
Argentina (1977)
 
Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal. No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo: iba a decir el mejor, pero diré que el único. Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal. Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo y domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto. Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los gruesos brazos de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda desde hace años con los brazos abiertos. A mí me colma de gozo tanta paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas, y algún día, muy pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.

20 de junio de 2021

Panait Istrati, un vagabundo atormentado

En apenas doce años, entre 1923 y 1935, Panait Istrati consiguió una repentina y fulgurante celebridad, tanto como escritor autodidacta como sindicalista y activista político en favor de las clases proletarias. El vagabundo atormentado, el errante incansable, el rebelde que tomó el camino de los perdedores había nacido el 10 de agosto de 1884 en
Brăila, Rumania, y vivió su infancia como un muchachito educado, tímido, cuidadosamente vestido. Su aspecto contrastaba con el de los chicos con quienes se codeaba en los suburbios miserables de su pueblo a orillas del Danubio, donde vivía con su madre.
Prefería la lectura y el trato con los adultos a la compañía de esos muchachos; sin embargo se hizo amigo particularmente de uno de ellos: un corpulento brutal llamado Codine cuyos puños acudían siempre en ayuda de los más débiles. Él fue quien salvó a Panait y a su madre del cólera, llevándolos a una zona campestre y construyéndoles una choza de ramas y cañas. Tiempo después, Codine mató a un amigo que se había convertido en amante de su querida y luego murió de una manera espantosa: su madre le echó dos litros de aceite hirviente en la boca mientras dormía. En 1925, Istrati publicaría un libro que llevaría su nombre y el director francés Henri Colpi (1921-2006) realizaría una película del mismo nombre en 1963.
La madre de Istrati era lavandera y su padre, a quien jamás conoció, un griego contrabandista muerto por los guardias costeros. A los trece años, provisto del certificado de estudios primarios, dejó la escuela y por algunos centavos redactaba cartas para los enamorados despechados para ayudar a su madre. Después consiguió un empleo como mozo en la taberna de un griego en la que durante un año y medio observó con pasión a los clientes, una humanidad marginada. Luego se empleó un tiempo en una pastelería y más tarde aprendió el oficio de pintor de paredes, oficio que ejercería a menudo en el curso de sus viajes por Grecia, Turquía, Arabia, Siria y Palestina.
Un día conoció a un hombre joven vestido con harapos que, sentado en un banco, leía un libro del cuentista francés Alphonse Daudet (1840-1897). Fue un encuentro decisivo y pronto se hicieron amigos. Mikhail (a quien retrató en el libro que lleva ese título en 1927), era hijo de una rica y noble familia rusa y con él viajó a Bucarest, en donde vagabundeó hasta que el amigo partió hacia Manchuria.
Por entonces empezó a interesarse de manera activa por los problemas sociales, participando en huelgas en el marco de la lucha que sostenían los obreros de su ciudad natal y colaborando en el diario local, por lo que fue arrestado varias veces. Viajó nuevamente a Bucarest en donde se encontró con su amigo Mikhail que había vuelto de Manchuria y trabajó algún tiempo como gestor en una oficina de colocaciones bastante sospechosa, experiencia que utilizaría para su libro “Biroul de plasare” (La agencia de empleos) publicado en 1933.
En el transcurso de una manifestación socialista fue golpeado por la policía y al poco tiempo la junta de revisión lo declaró no apto para el servicio militar por causa de su miopía y del estado de sus pulmones. Viajó entonces con su amigo a Constanza, el puerto más importante de Rumania, en donde encontraron sendos puestos de trabajo como porteros en el hotel Regina. Después de ahorrar un poco, emprendieron viaje hacia Egipto en donde Mikhail trabajó como portero nuevamente mientras él lo hizo como vendedor ambulante y pintor. Tampoco se quedaron allí mucho tiempo: su amigo viajó a Grecia y él se embarcó clandestinamente en un barco francés que iba hacia Marsella. Rápidamente fue descubierto y desembarcado en Nápoles desde donde volvió a Bráila, pasando por Alejandría y Constanza.
Durante los siguientes seis años -entre 1906 y 1912-, viajó constantemente entre Rumania y Egipto. A veces solo, otras con Mikhail; a veces en condiciones financieras precarias, otras con relativa abundancia. Sin embargo, la salud de su amigo se alteró gravemente y antes de morir, quiso volver a Kazan con su familia. Dejó a Panait con la promesa de que si la travesía era demasiado penosa y sufría demasiado se arrojaría al mar, pero, si todo salía bien, le escribiría desde Odessa. Panait nunca recibió esa carta.
Fervoroso socialista, sus primeros escritos datan aproximadamente de 1907 cuando comenzó a enviarlos a periódicos socialistas rumanos. El primero que se publicó fue el artículo titulado “Hotel Regina”, que apareció en “România Muncitoare”, periódico donde también se editarán sus primeros cuentos: “Mântuitorul” (El redentor), “Calul lui Bălan” (El caballo de Bălan), “Familia noastră” (Nuestra familia) y “1 Mai” (Primero de Mayo). También colaboró con otros periódicos socialistas como “Adevărul”, “Dimineaţa” y “Viaţa Socială”.


En plena Guerra de los Balcanes, el director de un semanario socialista con quien había participado en las luchas políticas, le dio dinero y una carta de recomendación para uno de sus amigos instalado en París en donde tenía un negocio de zapatería. Allí fue albergado y trabajó durante algún tiempo. Cuando regresó a Rumania se enamoró de una militante socialista judía, Zoitra, con quien se casó. Comenzó a trabajar con regularidad, pero el oficio de pintor era nefasto para su salud. Entonces compró una casa bastante deteriorada de los alrededores de Brăila y se dedicó a la cría de cerdos. El criadero daba buenos resultados, pero su matrimonio comenzó a agrietarse: su mujer se aburría en el campo y las peleas -que incluían golpes- se hicieron frecuentes.
Agotado y con mala salud, vendió sus cuarenta cerdos, abandonó a su mujer y atravesó la frontera suiza el 30 de marzo de 1916. Allí, con la esperanza de sanar de su tuberculosis, debió internarse en un sanatorio de la comuna de Leysin, donde otro paciente, el periodista y militante sionista suizo de origen ruso Josué Jéhouda (1892-1966), le enseñó francés y le hizo leer las obras y los artículos en la prensa suiza de Romain Rolland (1866-1944). El pensamiento del autor francés entusiasmó a Istrati, quien decidió en ese momento convertirse en escritor, relatando sus experiencias. Como pensó hacerlo en lengua francesa, duplicó su atención para aprender el idioma y copió el diccionario francés-rumano en fichas con las que empapeló las paredes de su cuarto. Después le escribió una carta a Rolland contándole su proyecto, pero su envío le fue devuelto. A cambio, recibió una tarjeta que le anunciaba la muerte de su madre.
A comienzos de 1920 se instaló en una pequeña aldea suiza de habla francesa donde ejerció su oficio de pintor. Allí se enamoró de una mujer joven, Yvonne, que estaba casada. Esa relación provocó un escándalo y las autoridades administrativas lo expulsaron del cantón. Huyó con la mujer a París en donde alquiló dos piezas en Montmartre, pero la armonía de la pareja rápidamente se desvaneció. Entonces viajó a Niza, en donde trabajó como vendedor ambulante y empleado en una librería. Pronto se quedó sin recursos y sin techo, durmiendo a la intemperie. Deprimido, el 3 de enero de 1921 se cortó la garganta con una navaja. Enterado por un diario de Niza de esa tentativa de suicidio, su antiguo compañero de habitación en el sanatorio de Leysin fue a visitarlo al hospital y allí descubrió la carta destinada a Romain Rolland -devuelta por el correo- de la que Istrati no se separaba nunca y le prometió hacerla llegar a destino. Ni bien salió del hospital, trabajando en una mudanza, una piedra le aplastó los dedos, un accidente que derivó en la amputación de una falange.
Entre tantas desdichas, finalmente, recibió la respuesta de Rolland que lo alentaba para que escriba, “para que haga una obra densa”. Se estableció entonces una correspondencia entre ambos que duró un año, tiempo en el que para vivir, Istrati se convirtió en fotógrafo ambulante. Para comienzos de 1922 volvió a París, a casa de su amigo el zapatero. Este le propuso alojarlo y alimentarlo mientras escribía su obra. Así, se instaló en los alrededores de París, cerca de Thiel, en donde una joven costurera alsaciana, Ana, que conoció en el tren París-Niza, lo visitaba a menudo. De todas maneras, la relación fue tormentosa, atravesada por violentas peleas. Istrati trabajó con ardor luchando con el idioma francés pero el frío invernal lo echó de su habitación de Thiel.


Regresó a la zapatería parisina en donde le arreglaron el subsuelo del negocio para que pudiera trabajar y dormir. Allí terminó “Oncle Anghel”  (Tío Anghel) y empezó “Kyra Kyralina”. En enero de 1923 envió a Romain Rolland el manuscrito de “Kyra Kyralina” que había escrito en tres meses. Rolland se entusiasmó con la obra y le escribió: “Pocos escritores pueden igualarlo”. Sin embargo, el libro debió ser corregido y de hacerlo se encargó el escritor Jean Richard Bloch (1884-1947). Finalmente, el 15 de agosto de 1923 apareció en la revista “Europe” la primera parte de la novela y luego fue publicada íntegramente por la prestigiosa casa editorial Éditions Rieder. Años más tarde, durante la Guerra Civil Española, la renombrada activista anarquista española Lola Iturbe (1902-1990) firmaría los artículos que publicaba en la revista “Mujeres libres” bajo el seudónimo de Kyra Kyralina.
Rolland que lo había llamado “el nuevo Gorki de los países balcánicos”, lo invitó a pasar quince días en su casa de Villeneuve. Allí lo animó a escribir relatos para publicarlos en “Clarté”, la revista afín al comunismo de entonces que coeditaba junto a Henri Barbusse (1873-1935). Pronto publicó la novela “Codine” (El bruto) que contenía muchos aspectos de su desdichado pasado. Por entonces ya se había convertido en uno de los escritores más apreciado dentro del movimiento obrero.
En la primavera de 1924 ya era un escritor francés. Apenas le quedaban once años para escribir todo lo que tenía que decir. En lo sucesivo, se dedicó únicamente a su nuevo oficio, a su profunda vocación, lo que lo llevó a considerarse a sí mismo como un “obrero de la pluma”. Así aparecieron “Oncle Anghel” (El tío Angel, 1924), “Les haïdoucs” (Los bandidos, 1926), “Les récits d'Adrien Zograffi” (La vida de Adrián Zograffi, 1927), “Les chardons de Baragan” (Los cardos de Baragan, 1928), “Le pécheur d'eponges” (El pescador de esponjas, 1930) y “La maison Türinger” (La casa de Turingia, 1933). Las obras, escritas en el francés rústico que había aprendido de la mano de su amigo Jéhouda, estaban en general protagonizadas por personajes desilusionados, con sobrecogedoras vivencias pero anhelantes de vivir algún día en un mundo feliz. Todas ellas fueron acogidas calurosamente por la crítica literaria.
Mientras escribe sin parar, se casa con la costurera para vivir en París y luego en Niza, pero al poco tiempo ella lo abandonó. En 1927, Panait Istrati fue uno de los pocos escritores europeos invitados a la Unión Soviética para los festejos del décimo aniversario de la Revolución. La invitación provino del revolucionario búlgaro Christian Rakovsky (1873-1941), a la sazón diplomático, y considerado como la mano derecha de León Trotsky (1879-1940), el líder de la oposición de izquierda. Lleno de entusiasmo, viajó el 15 de octubre y se quedó durante dieciséis meses, visitando el Cáucaso, Georgia, Ucrania, Crimea y la República Moldava. En Moscú, conoció a Nikos Kazantzakis (1883-1957), y con él hizo una corta estancia en Atenas en donde, en una conferencia de prensa, denunció la situación política y social de Grecia, lo que provocó que lo expulsaran del país.


De regreso a la Unión Soviética extendió sus visitas a lugares más remotos del país, como la Moldavia, Nizhni Nóvgorod, Bakú y Batumi. Istrati se decepcionó con la dictadura de Stalin y fue uno de los primeros intelectuales en mostrar públicamente sus discrepancias y críticas denunciando la persecución de los viejos bolcheviques y las purgas en masa. De nuevo en Moscú, se enteró de que el historiador Victor Serge (1890-1947), de quien era amigo, estaba en la cárcel desde hacía un mes sin que se conociera el motivo. Obtuvo una audiencia del secretario de la policía secreta soviética y pidió por su liberación. Inclusive llegó a ser recibido por Mikhail Kalinin (1875-1946), presidente del Comité Central, pero la terrible maquinaria estalinista ya estaba en marcha y el proceso continuó. Años después, Serge diría en su memorias sobre Istrati: “Escribía sin tener la menor idea de la gramática y del estilo, pero como poeta nato, era un enamorado con toda su alma de varias cosas simples: la aventura, la amistad, la rebeldía, la carne, la sangre. ‘Yo no soy teórico, pero entiendo el socialismo de otra manera’ me dijo una vez. Se necesitaba un refractario de nacimiento como él para resistir a todas las tentativas de corrupción y para salir de la URSS diciendo: ‘Escribiré un libro entusiasta y doloroso donde diré toda la verdad’. La prensa comunista lo acusó inmediatamente de ser un agente de la Seguridad rumana”.
Por entonces el sanguinario dictador Iósif Stalin (1878-1953) ya ostentaba el poder absoluto en la Unión Soviética y había deportado a Trotsky, su principal opositor, a Kazajistán. Años más tarde, socialistas, anarquistas, opositores y hasta miembros del Partido Comunista Soviético como Grigori Zinóviev (1883-1936), Lev Kámenev (1883-1936) y Nikolái Bujarin (1888-1938), sus antiguos aliados, serían fusilados durante los Procesos de Moscú -la llamada Gran Purga-, aquel fraudulento proceso judicial que, bajo las órdenes de Stalin, fue llevado adelante entre 1936 y 1938 fiscalizado por Andréi Vyshinski (1883-1954).
Istrati fue un adelantado en la denuncia de la “revolución traicionada” y en su momento no fue comprendido. El 15 de febrero de 1929, salió de la Unión Soviética profundamente descorazonado. Nueve meses después publicó el relato de su viaje en tres volúmenes titulados “Vers l'autre flamme” (Hacia la otra llama). De hecho, sólo el primer volumen fue escrito por él, el segundo fue redactado por Serge y el tercero por Boris Suvarin (1893-1984) dos notables opositores de izquierda. Aceptó que los tres libros apareciesen con su nombre para asegurar su mejor difusión. Por supuesto, la aparición de este libro significó su ruptura con el comunismo oficial. Sus ideas se orientaban claramente en el esquema de la oposición trotskista: había que recuperar las conquistas de la revolución frente a los burócratas que la traicionaban. Su publicación hizo que la prensa comunista oficial lo convirtiera en uno de sus blancos favoritos. Panait fue tratado de renegado, resentido, mal escritor y traidor. Incluso el propio Rolland -ferviente estalinista- se separó definitivamente de él. La trilogía fue traducida al castellano por el periodista socialista Julián Gorkin (1901-1987) y fue gracias a su amistad con Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) que la editorial que éste dirigía comenzó a editar a Istrati en España.


En 1929 y 1930 fue varias veces a Rumania y en una de esas estadías conoció a una estudiante de química, Marguerite, y se casó por tercera vez. Su salud estaba cada vez peor. Volvió a Niza para pasar allí el invierno y comenzó a escribir la que sería su última obra “Mediterranée” (Mediterráneo), en la que contó su vida, desde el primer viaje a Egipto hasta su partida para Francia. A pesar de la estrecha vigilancia a la que era sometido por la policía secreta rumana, el 8 de abril de 1933 publicó un artículo en la revista francesa “Les Nouvelles Littéraires” titulado “L’homme qui n’adhère à rien” (El hombre que no se adhiere a nada). Tal vez por temor a represalias y a instancias del activista Mihai Stelescu (1907-1936) también escribió para el periódico rumano “Cruciada Românismului”, un medio vinculado al partido político fascista Garda de Fier (Guardia de Hierro). Sería una escuadra de ese partido la que, poco después, asesinaría a Stelescu y asaltaría y agredería varias veces al propio Istrati.
A principios de la primavera de 1935 volvió a Rumania con la intención de pasar algún tiempo en su casa de Brăila, debatiéndose entre la enfermedad y las dificultades financieras. A cambio del derecho de propiedad absoluta de su obra literaria, pidió ayuda a la Fundación Real Carol II, pero ya no quedaba más tiempo.
Aislado y desprotegido, Panait Istrati murió en el Sanatorio Filareto de Bucarest el 16 de abril de ese mismo año. Su cuerpo fue enterrado en el cementerio de Bellu y, a partir de entonces, sería olvidado incluso por la izquierda socialista y libertaria. Sólo tras la muerte de Stalin en 1953 fue rehabilitado en su tierra natal. En 1984, en el centenario de su nacimiento, su obra resurgió con nuevo empuje en Francia y Rumania produciendo así una suerte de rehabilitación, tanto de su persona como de su obra.

17 de junio de 2021

Cuentos selectos (XXI). Pablo De Santis: “El piso de arriba”

“Escribir es como jugar. Uno juega a ser otro, a ver las cosas con la mirada ajena. Juega a que viaja por la geografía o por el tiempo. Juega a no tener los miedos que tiene, a aprender miedos distintos. Tal vez el propio bosque narrativo sea siempre el mismo, pero uno prueba a ir por distintos caminos. Es como perderse en un jardín que se conoce desde la infancia”. Quien así se expresa es el escritor, periodista y guionista de historietas argentino Pablo de Santis (1963). Graduado como Licenciado en Letras en la Universidad de Buenos Aires, actualmente es académico de número de la Academia Argentina de Letras y su obra goza de una muy buena recepción tanto por parte del público lector como de la crítica literaria. Ha publicado, entre otros libros, las novelas “El palacio de la noche”, “La traducción”, “Filosofía y Letras”, “El teatro de la memoria”, “El calígrafo de Voltaire”, “El enigma de París”, “Los anticuarios” y “Crímenes y jardines”; y los volúmenes de cuentos “Rey secreto” y “Trasnoche”. También es autor de más de diez libros para adolescentes, entre los que pueden mencionarse “Lucas Lenz y el Museo del Universo”, “Enciclopedia en la hoguera”, “El inventor de juegos”, “El buscador de finales” y “El juego de la nieve”. En 1995 publicó el álbum “Rompecabezas”, que reúne una parte de las historietas que hizo con el dibujante Max Cachimba (1969) para la revista “Fierro” de la que fue jefe de redacción. Además, dirigió la colección “Enedé. Narrativa dibujada”, en la que se publicaron clásicos de la historieta argentina, así como las colecciones para adolescentes “La movida” y “Obsesiones”, y escribió varios ensayos sobre el género de las historietas entre ellos “Rico Tipo y las chicas de Divito” y “La historieta en la edad de la razón”. Traducido a más de diez idiomas, De Santis ha incursionado a lo largo de su obra, tanto en sus novelas y cuentos como en las historietas, en los géneros fantástico y de ciencia ficción orientados hacia el género policial. “El cuento es un teatro de papel: un escenario apenas insinuado, unos pocos personajes, una historia que los cobija y ordena. Una vez que comienza su breve función, orienta su delicado mecanismo hacia la sorpresa”, ha dicho en alguna oportunidad. “El piso de arriba”, cuento que sigue a continuación se inscribe en esa dirección.


EL PISO DE ARRIBA
 
La señora Rojo miró a su hijo. Matías tenía el labio partido y la sangre le había manchado el guardapolvo. La secretaria de la escuela le tendió una caja de pañuelos de papel, pero la señora Rojo la rechazó. En los momentos de crisis, siempre hay alguien que tiende una caja de pañuelos de papel.
- Puede pasar, si quiere hablar con la directora -dijo la secretaria.
La señora Rojo tomó de la mano a su hijo, pero la secretaria intervino:
- Mejor que Matías se quede acá, así charlan tranquilas.
La señora Rojo pasó a la dirección. En un rincón estaba la bandera de ceremonias. En la pared, un retrato de San Martín, ya viejo y envuelto en una capa. En una vitrina, trofeos de torneos escolares. La directora parecía recién venida de la peluquería, con claritos y todo; en cambio ella había salido a la calle sin tiempo para peinarse. La directora le sonrió y la invitó a sentarse.
- No quiero sentarme -dijo la señora Rojo-. Es la tercera vez que ese chico Verón le pega a mi hijo. La semana pasada lo empujó por las escaleras. Le lleva una cabeza, pesa el doble. Un día lo va a matar. ¿Qué esperan para cambiarlo de escuela?
La directora juntó sus muñecas, como si las tuviera esposadas.
- Atada de pies y manos, señora Rojo. No es tan sencillo. ¿Sabe los trámites que hay que hacer para cambiar a un chico de escuela?
- Verón es un chico violento.
- No hay que estigmatizarlo. Tenga en cuenta que viene con muchos problemas familiares.
- El mío también tiene problemas familiares. Este año nos cambiamos de ciudad. Casa nueva, colegio nuevo, ciudad nueva. Y no pasa un día sin que Verón le pegue.
- Lo que pasa es que Verón tiene necesidad de comunicarse.
- Que le compren un celular.
- Los varones son muy físicos. Se expresan con el cuerpo.
- Yo me voy a expresar con una denuncia en el distrito escolar.
La directora dio un respingo en la silla.
- Tenga en cuenta que Matías es nuevo, tiene que adaptarse, hacerse conocer. Déjeme hablar con los padres del otro alumno y con la psicopedagoga. Alguna solución encontraremos -dijo la directora.
Había algo en el tono que abarcaba siglos y distancias: si los grandes imperios del mundo habían caído, si las lejanas estrellas terminarían por apagarse, por qué no se iba a disolver aquel pequeño problema escolar.
- Hable con quien quiera, pero no deje que Verón le vuelva a pegar. Ya tenemos problemas suficientes. Matías no duerme una sola noche entera por…
La señora Rojo se mordió el labio. No quería que fuera precisamente su hijo el que apareciera como problemático.
- ¿Por qué no puede dormir su hijo, señora Rojo? -preguntó la directora.
- Porque sabe que al día siguiente lo tiene que ver a Verón.
La señora Rojo salió de la dirección, tomó de la mano a su hijo y se lo llevó.
El señor Rojo llegó tarde, después de que Matías se hubiera ido a la cama. Su esposa le calentó un poco de sopa de verduras en la hornalla y una pata de pollo en el microondas.
- Verón le partió el labio -dijo la señora Rojo.
Su marido quiso indignarse, pero estaba demasiado cansado.
- Tendríamos que cambiarlo de colegio.
- Ya cambiamos de ciudad, de casa y de colegio, no quiero cambiar de nuevo.
- Es que Matías es muy callado. Tal vez si fuera más sociable...
- ¿Vos también pensás que si le pegan es porque él tiene la culpa?
- No quiero decir eso. Pero está tan encerrado en sí mismo. Y además esos miedos...
Señaló con su índice el piso de arriba.
El señor Rojo se levantó en mitad de la noche para tomar agua. Su esposa siempre le ponía demasiada sal al pollo. Cuando volvía a la cama se encontró a su hijo parado frente a él, en el pasillo. El pijama azul estaba mal abotonado.
- ¿Te desperté? -le preguntó el padre, mientras ponía en orden ojales y botones.
- Vos no.
- ¿Seguro?
Matías señaló el cielo raso. Su padre suspiró:
- No hay nadie en el piso de arriba. Ya te lo expliqué. Está vacío.
- Escucho pasos. Y una voz. Se señaló la oreja izquierda.
- Una voz que me habla, pero no entiendo lo que dice.
- No hay nadie. Vivía un señor, pero se murió. El portero ya nos explicó.
- Te digo que hay alguien en el piso de arriba.
El señor Rojo lo guió de la mano hasta su cuarto.
- Mañana le voy a pedir la llave al portero. Así ves con tus propios ojos que el departamento de arriba está vacío.
Matías asintió gravemente y se fue a dormir.
El sábado por la mañana el señor Rojo tomó a su hijo de la mano y lo llevó por las escaleras hacia el piso de arriba. El portero iba detrás. Había dos departamentos en el piso.
- Los dos están vacíos -explicó el portero mientras buscaba la llave correcta-. Al B le tienen que hacer unas refacciones. Y el A está vacío desde hace cinco meses, cuando el señor Minelli falleció.
- ¿Oíste? Vacío -repitió el señor Rojo-, v-a-c-í-o.
- No está vacío -dijo Matías, y se llevó la mano a la oreja izquierda.
El portero abrió la puerta. Llegó un aire a ropa húmeda y flores muertas. Levantó las persianas de madera. Sábanas polvorientas cubrían los muebles. En las paredes, láminas antiguas: escenas de batallas, de cañones de hierro, de soldados posando con uniformes relucientes.
- El mes que viene llega una prima de España para vender todo -dijo el portero.
- ¿Y no puede ser que algún otro familiar visite la casa? Eso explicaría los pasos que escuchó Matías.
- Imposible. El único familiar es esta prima y está en España. El señor Minelli, como ya le dije, murió hace cinco meses. Tuvo un ataque y quedó tirado en el piso. Parece que llamó y llamó, pero nadie lo oyó: todo el mundo estaba de vacaciones.
Entonces ocurrió algo que sorprendió al señor Rojo: Matías, en lugar de asustarse, recorrió el departamento. Iba de un cuarto a otro. Miraba los cuadros. Tocaba los muebles amortajados.
El portero habló en voz baja para que Matías no oyera. Matías, capaz de oír pasos y voces que provenían de un departamento vacío, lo oyó sin dificultad:
- Es espantoso decirlo, pero Minelli murió de sed.
- ¿De sed?
- Se deshidrató. No podía moverse. Nadie escuchó sus gritos.
- Pobre hombre... -dijo el señor Rojo.
- Nada de pobre. Era una mala persona, si me permite la opinión. Un hombre terriblemente malo. ¿Sabe a qué se dedicaba? Visitaba museos y bibliotecas arrancando de los libros láminas, grabados, que luego vendía a clientes europeos. Y no sólo arrancaba páginas de los libros...
- ¿Qué quiere decir?
- A un anticuario que se negó a pagarle lo prometido, le arrancó el lóbulo de la oreja de un mordisco. Era un hombre realmente malo.
El señor Rojo curioseó los grabados de las paredes. Tal vez le compraría algo a la prima que venía de España. No, mejor no: eso podría traer malos recuerdos a Matías.
El portero esperaba impaciente junto a la puerta. El señor Rojo llamó a su hijo, pero no le respondió. Lo encontró en el dormitorio, tendido sobre un horrible acolchado de flores violetas. Se había quedado dormido.
El jueves siguiente Matías volvió de la escuela con la solapa del guardapolvo colgando y un moretón en el pómulo derecho. La señora Rojo prefirió no preguntar qué había pasado. De todos modos ya había hecho la denuncia en el distrito escolar, y el asunto, aunque lento, avanzaba.
Matías dijo que no quería ir más a la escuela: su madre le respondió que iría igual. Estaban librando una guerra contra la directora, contra Verón, contra, los padres de Verón, y ella no daría el brazo a torcer.
El viernes a la mañana, cuando la señora Rojo fue a despertar a su hijo, Matías no estaba en la cama. Se alegró de que se hubiera levantado solo. La luz del baño estaba encendida y se oía correr el agua de la canilla. Como pasó un rato sin que tuviera noticias de su hijo y era hora de desayunar, abrió la puerta. El baño estaba vacío.
Buscó a su hijo por toda la casa. No estaba. Fue a despertar a su marido.
Se vistieron con esa mezcla de ropa incongruente que la gente se pone en domingo y en emergencias y salieron a buscarlo por el edificio. Encontraron al portero en la entrada, limpiando una mesita del palier. Tenía manía por esa mesita que no servía para nada, la limpiaba todos los días.
- Estoy desde las siete. Por acá no pasó.
- ¿Está seguro?
- Totalmente seguro.
Pero entonces una idea pasó por la cabeza del portero.
- Hoy dejé la puerta del séptimo A abierta, para que se ventilara un poco.
El señor y la señora Rojo tomaron el ascensor y golpearon la puerta del séptimo A mientras el portero buscaba la llave en un llavero que tenía una pelotita de rugby.
- Les aseguro que la dejé abierta.
- A lo mejor se cerró por una corriente de aire -dijo la señora Rojo.
Su esposo puso la oreja contra la puerta.
- Es Matías. Habla con alguien.
El hecho de que Matías estuviera encerrado con alguien desconocido alarmó a la señora Rojo, que le sacó las llaves al portero con tanto ímpetu que el llavero cayó al suelo. Antes de que el portero lo recuperara, la puerta se abrió. Matías se asomó con el aire de fastidio de quien es interrumpido mientras estaba haciendo algo importante. El señor Rojo tuvo por un instante la idea de que ahora Matías era el dueño de casa. A pesar de que el departamento se había ventilado, seguía el olor a humedad y flores muertas.
La madre lo abrazó y el padre le preguntó con quién había estado hablando. Matías respondió con firmeza:
- Con nadie.
El señor y la señora Rojo y el portero revisaron el departamento. Estaba vacío.
Comenzó una semana tranquila, porque Verón (igual que otros diez chicos de la primaría) se contagió la varicela.
El señor Rojo se sintió tentado a hacer una interpretación psicológica:
- Es evidente que el miedo al piso de arriba está vinculado a Verón. Sin Verón, Matías ya no oye pasos ni voces.
- Pero la varicela no es eterna -se lamentó la señora Rojo.
Pasó un mes de calma. Matías mejoró sus notas y dejó de hablar de Verón. La señora Rojo confiaba en que aquellos conflictos eran cosa del pasado. Pero una mañana recibió una llamada de la secretaria de la escuela:
- Ha ocurrido un incidente con su hijo.
- ¿Verón? -preguntó la señora Rojo.
La secretaria tardó unos segundos en responder:
- Sí.
La señora Rojo tomó un taxi. Apenas entró en la oficina de la dirección vio a su hijo con el guardapolvo manchado de sangre. Aunque no vio ninguna herida, debía tratarse de algo importante, porque estaba manchado el frente del guardapolvo, el cuello, las mangas.
Esta vez la secretaria no le ofreció pañuelos de papel. La señora Rojo examinó a su hijo en busca del origen de toda esa sangre.
- No se preocupe -dijo la directora, ahora tan despeinada como ella-. No tiene nada.
- ¿Nada? Mire esta sangre. ¿Le parece que esto no es nada?
Habían vuelto los golpes de Verón, y con los golpes volverían los temores nocturnos, la voz secreta, los pasos en el piso de arriba.
- ¿Dónde está Verón? ¿Dónde está? -preguntó la señora Rojo, con los puños cerrados-. Yo misma me voy a encargar de ese animal.
La secretaria y la directora se miraron un momento, como si no supieran a quién le tocaba hablar.
- A Verón se lo llevó la ambulancia -dijo finalmente la directora-. Su hijo le arrancó la mitad de la oreja de un mordisco.

11 de junio de 2021

Adolfo Bioy Casares: “Escribir es hacer un mal borrador y luego corregirlo hasta desentrañar lo que uno realmente piensa” (2)

La dupla Bioy Casares-Borges produjo varias obras escritas en colaboración y firmadas con los seudónimos de H. Bustos Domecq (“Seis problemas para don Isidro Parodi” y “Dos fantasías memorables”), o de Benito Suárez Lynch (“Un modelo para la muerte”). Con sus propios nombres publicaron también“Crónicas de Bustos Domecq” y “Nuevos cuentos de Bustos Domecq” además de varias antologías de obras de otros autores como “Los mejores cuentos policiales”, “Cuentos breves y extraordinarios” y “Libro del Cielo y del Infierno”. Durante la década del ’50 Bioy publicó la novela “El sueño de los héroes” y los libros de cuentos “Historia prodigiosa” y “Guirnalda con amores”. Más adelante llegarían las novelas “Diario de la guerra del cerdo”, “Dormir al sol”, “La aventura de un fotógrafo en La Plata”, “Un campeón desparejo” y “De un mundo a otro”; y los tomos de cuentos “El lado de la sombra”, “El gran serafín”, “El héroe de las mujeres”, “Historias desaforadas”, “Una muñeca rusa” y “Una magia modesta”. La crítica literaria unánimemente destacó su utilización de ciertos procedimientos escriturarios como el original desenvolvimiento del diálogo, las voces alternadas de narradores en primera persona, la presencia de lo fantástico y su recurrencia a los conflictos amorosos que caracterizó su obra y lo colocó entre los escritores de la mejor narrativa del siglo XX. A continuación, la segunda y última parte de la combinación de las entrevistas que le realizaran María Esther Gilio y Mónica Sifrim.
 

¿Cómo veía el joven Bioy Casares al Borges de 1932? ¿Suponía que iba a alcanzar tal trascendencia?
 
Nunca pensé en términos de gloria o fama y esa es otra cosa que nos unió a los dos. Las primeras cosas vienen primero y las segundas pueden olvidarse: la prioridad era la literatura, el acierto literario, la filosofía, la verdad. Yo sentía que para mí Borges era la literatura viviente y, de algún modo, él habrá sentido que yo compartía esa actitud ante las letras que para mí era lo principal en la vida. Para los dos, lo más importante era comprender. Sentíamos un gran placer cuando, sobre cualquier asunto que ocurría en la realidad, uno de nosotros explicaba al otro lo que sucedía. Tanto Borges como yo creemos en la inteligencia como instrumento de comprensión. No se trataba entonces de él o de mí, de quién hablara, sino de haber entendido la verdad de algo. Eso era lo que nos exaltaba más. Para mí, la amistad con Borges fue un regalo de la suerte. Fue la primera persona que conocí para quien nada era más importante que la literatura. Para él la literatura era lo más real. Me hablaba de lo que había leído como si fuera una noticia de actualidad, así se tratara de un presocrático. Cuando colaborábamos, por ejemplo, llegaba a casa y me decía: “Estuve con fulano de tal y me dijo tal cosa”. Pero fulano de tal era un personaje del texto que estábamos escribiendo nosotros.
 
¿Qué fue lo primero que escribieron juntos?
 
En 1935 o 1936 me ofrecieron escribir un folleto comercial sobre las virtudes del yogur, por el cual me ofrecían un pago de 16 pesos por página, muchísimo dinero en esa época. Me facilitaron una bibliografía donde se aseguraba que esa cuajada respondía a la tradición búlgara y que su consumo prolongaba la vida de la gente. Así, se citaban casos de búlgaros que por comer yogur habían vivido más de ciento cincuenta años. Dije que sí e inmediatamente lo llamé a Borges para hacer juntos el folleto. Claro, Borges y yo corregimos, exageramos y aumentamos la bibliografía que me habían dado, hasta el punto tal que aquella gente se escandalizó. Citábamos, incluso, el caso de una familia búlgara cuya hija más joven tenía noventa años. Trabajamos muy bien. Borges tenía ese tacto secreto para hacerme sentir como si yo fuera un par. Nunca me hizo sentir de otra manera. En parte porque debía considerar que yo era suficientemente inteligente. No es altanería de mi parte, pero creo que se encontraba a gusto con mi inteligencia.
 
Más aún, Borges afirmó que todos los aciertos de Bustos Domecq, el autor bifronte, se debían a usted, a quien consideraba, paradójicamente, como un hermano mayor.
 
Bueno, en esa afirmación hay más generosidad que verdad. Cuando dos personas son amigas, cada uno enseña algo a la otra; en caso contrario se trataría de una relación entre maestro y discípulo, no entre amigos. Borges dice, por ejemplo, que él siempre fue partidario del estilo adornado, del Barroco, y que yo nunca me dejé engañar o encandilar por ese tipo de escritura. Siempre tuve una predilección por la simplicidad y la transparencia que puede haber sido beneficiosa para Borges, a quien le gustaba demasiado el estilo culto, erudito, artificial. Pienso, y ojalá no me equivoque, que eso pudo haber sido útil para él, como él fue útil para mí en infinidad de cosas.
 
Su primera colaboración con él fue, entonces, el folleto sobre yogur. ¿Qué le siguió? ¿Cómo continúa esa historia de colaboración literaria?
 
Allí, en el campo de El Pardo, mientras escribíamos la propaganda del yogur, Borges me contó un cuento. Él no había escrito cuentos todavía, y ahora pienso que Borges y yo nos hemos pasado la vida contándonos argumentos de cuentos y novelas que leíamos. Creo que ese poder dialogar conmigo sobre cuentos lo llevó a vencer cierta timidez que tenía para escribirlos. Él había escrito hasta entonces poemas y ensayos y, de algún modo, sentía esa inhibición que se siente ante un género nuevo. Comenzó a vencer esa timidez escribiendo cuentos que parecían ensayos críticos sobre libros inexistentes o modificaciones de biografías de personas reales que él convertía en ficciones -eso ya aparece en “Historia universal de la infamia”- y de ese modo entró en la ficción, que iba a ser tan importante para él después.
 
 ¿Cómo surgió la idea de crear a Bustos Domecq?
 
El cuento que Borges me había contado en esa ocasión en el campo trataba de un profesor alemán -el doctor Praetorius- que mataba chicos por métodos hedónicos: los hacía jugar y divertirse hasta que se morían de cansancio e inanición. Esa era la idea del cuento que nunca se escribió. Pero una vez que hubo surgido ese deseo de trabajo en común, comenzamos a hablar de la posibilidad de escribir juntos cuentos policiales. Así nacieron “Seis problemas para don Isidro Parodi”, “Modelo para armar la muerte” y luego “Dos fantasías memorables”. Cuando estábamos escribiendo uno de los cuentos que después integraría el libro “Nuevos cuentos de Bustos Domecq”, suspendimos porque sentíamos que nos estaba devorando esa especie de autor que habíamos creado entre los dos. Bustos Domecq se había convertido en algo similar a un Rabelais, autor que no nos gustaba, que era un bromista insoportable y no respondía a nuestros deseos.
 
Bustos Domecq, ese autor ficticio pero existente, firma los cuentos que escribieron juntos Borges y Bioy Casares. ¿Se trataba de una broma literaria?
 
Resultó una broma literaria, no quería serlo. El primer cuento lo escribimos para “La Nación”, luego comprendimos que no lo publicaríamos y, entonces, “Sur” se resignó a hacerlo. Poco a poco llegó a saberse quién era Bustos Domecq y entonces le atribuyeron las más variadas colaboraciones. Pasaron los años, y muchos de esos cuentos fueron publicados en diversas revistas. Por último, en 1967, la editorial Losada publicó “Crónicas de Bustos Domecq”, esta vez firmado con nuestros nombres reales. Nosotros creamos ese personaje y, mientras lo pudimos gobernar, seguimos con él.  Después se tornó ingobernable y dejamos de escribir esas cosas aunque seguíamos viéndonos y comiendo juntos todas las noches. Cuando sentimos que podíamos volver a escribir juntos, surgieron los nuevos cuentos que, a mi criterio, no son peores que los primeros, sino incluso mejores porque en los primeros habíamos partido de la ilusión de escribir juntos cuentos policiales ortodoxos y, como no lo fueron, llevaban el lastre del primer proyecto. En cambio, los nuevos eran más parecidos a lo que realmente podíamos hacer nosotros dos juntos. Sin embargo, existe el lugar común. Henry James se pasó la vida corrigiendo sus textos, pero la gente que hoy reedita sus obras proclama que está publicando la primera versión. Creo que los nuevos cuentos fueron tan buenos -o tan malos- como los primeros y que “Crónicas de Bustos Domecq” fue el mejor libro que escribimos juntos. En ese aspecto estábamos completamente de acuerdo.
 
En la práctica, ¿cómo escribían juntos?
 
Conversábamos libremente sobre la idea que teníamos acerca de un tema hasta que se iba formando, casi sin proponérnoslo, un proyecto en común. Luego me sentaba a escribir, antes a máquina, últimamente a mano porque escribir a máquina ahora me da dolor de cintura. Si a uno se le ocurría la primera frase, la proponía y así con la segunda y la tercera, los dos hablando. Continuamente Borges me decía: “¡No, no vayas por ahí!” o yo le decía: “¡Ya basta, son demasiadas bromas!”. Pienso que este trabajo de colaboración con Borges debió enseñarnos a ser modestos. Porque cuando empezamos a colaborar nos sentíamos alineados en una campaña a favor de la tramaba y de la escritura deliberada, eficaz y consciente. Íbamos a escribir cuentos policiales clásicos como los de la literatura inglesa hasta los años ‘50, cuentos en los que había un enigma con resolución nítida, poca psicología, los personajes necesarios y la reflexión apenas indispensable. Resultó que escribimos de un modo barroco, acumulando bromas al punto que por momentos nos perdíamos dentro de nuestro propio relato, y alguno de los dos preguntaba: “¿Qué es lo que iba a pasar con este personaje?, ¿qué íbamos a escribir?”. Esto es casi patético porque ambos nos jactábamos de ser muy deliberados. Es como si el destino se hubiera burlado de nosotros. Después de “Un modelo para armar la muerte” hicimos un alto. Tiempo después, en un momento en que Borges estaba muy enamorado, en uno de sus tantos amores infelices, sucedió algo que dio lugar al reinicio de nuestra colaboración. Una mañana yo sacaba a pasear a mi hija y al hijo de la cocinera. Cada uno de esos chicos tenía en la mano un muñeco y se lo describía al otro. Yo estaba calentando el motor del auto y los oía atrás, describiendo, como si no pudieran ver uno el muñeco del otro. Entonces esa noche le propuse a Borges que escribiéramos un cuento sobre un escritor que describiera por el solo placer de la descripción, aunque fuera la cosa más estúpida del mundo: su lápiz, su papel, la mesa de trabajo, la goma de borrar, etcétera. Meses después, porque con Borges siempre fuimos reticentes y corteses, Borges me agradeció porque comprendía que yo le había propuesto ese cuento para hacerle olvidar su mal de amores. No fue así de ningún modo. Fui un frío del diablo y se lo propuse simplemente porque se me había ocurrido el cuento. Así nacieron las “Crónicas de Bustos Domecq”, que fue casi la última colaboración larga que hicimos juntos. Después solo hubo cosas breves: un prólogo sobre literatura fantástica, otro sobre cuentos policiales. Cuando surgía alguna de esas tareas yo le decía: “Bueno, mirá, creo que no hay más remedio, vamos a tener que escribir algo”. A lo que él respondía: “¡Qué suerte!”, y nos poníamos a escribir. El más apurado en que nos pusiéramos a trabajar era siempre Borges. Realmente le encantaba trabajar y era muchísimo menos perezoso que yo, mucho más rápido. Además él dice darle mucha importancia al aspecto hedónico de la literatura; pero en realidad era bastante austero y le disgustaban las debilidades o las complacencias. A mí, por ejemplo, me gustaba desde niño la idea de un balneario de curas porque pensaba que debía ser sumamente agradable estar sentado, descansando y que lo atiendan a uno. Ese tipo de cosas a Borges lo impacientaban. Era un poco protestante, una persona con un sentido de la culpa que yo nunca tuve. Ahora, aunque a veces yo tenía pereza para comenzar, luego lo hacía contentísimo. Es que además trabajábamos riéndonos a carcajadas. Quisimos trabajar en serio y fracasamos.
 
Creo que inclusive hubo un proyecto que no se concretó por ese motivo.
 
Sí, algo así como un ABC de la cultura que no pudimos concluir porque nos resultó imposible seguir escribiendo seriamente como dos niños aplicados.
 
Borges dijo que usted era el menos supersticioso de los lectores. Tampoco él era un lector supersticioso, no era un “snob”. ¿En qué diferían respecto a lo que consideraban como supersticiones en la literatura?
 
Tuvimos, por ejemplo, largas discusiones sobre el amor en la literatura. Borges se pasó la vida enamorado, pero enamorado de verdad, y sufrió muchísimas veces. Sin embargo, tenía un prejuicio en contra del amor en la literatura. Una reacción basada en su experiencia de que todos consideraran que el amor el único tema. Como si hubiera dicho: “Bueno, basta, hay otras cosas aparte del amor”. Hasta ahí su reacción es racional y su actitud justificada. Pero a veces exageraba y tenía una postura casi puritana contra el amor. Yo le decía que no fuera puritano, y él valorizaba extraordinariamente que se lo hubiera dicho. No era ningún mérito de mi parte sino un comentario sensato y justificado. También, por ejemplo, yo le decía: “Bueno, basta de estar tan entusiasmado con Quevedo, Lope de Vega es menos pedante, mucho más grato y dice cosas más profundas. El otro es como un cordillera de cartón apta para el tren del Parque Japonés”. Borges, agradecido, me daba la razón y pensaba que yo lo rescataba de una superstición. No es para tanto. Esa era una superstición que yo no tenía, pero él no tenía muchísimas otras.
 
Borges es un paradigma de la lectura no supersticiosa. Se dice que cuando ejercía como profesor en la Universidad de Buenos Aires recomendaba a los estudiantes que no leyeran nada que no les gustara, que interrumpieran la lectura de un libro si les resultaba tedioso. Supongo que eso habrá causado conmoción en el ámbito académico.
 
Desde luego. Ambos considerábamos que la crítica literaria no existe si no puede decir “este libro es bueno”, “aquél me aburre”, “ése me divierte”. Si esas valoraciones están prohibidas, para mí no debería existir la crítica literaria. El crítico existe para exaltar los valores de la literatura, para hacerle ver a la gente que la literatura es una de las fascinaciones de la vida y, si hay un error, si se está tomando en serio una estupidez, decir: “Este texto es una estupidez”.
 
En 1936 usted funda una revista con Borges, “Destiempo”. ¿Cuál era la propuesta? ¿Con quiénes polemizaban?
 
Creo que polemizábamos con todos aquellos que no juzgaban la literatura por su mérito esencial, sino por las tendencias que tuviera. Entonces albergamos un propósito absolutamente impracticable que era hacer una revista absolutamente intemporal, de ahí el nombre “Destiempo”. Al cabo de tres números la realidad agobió a la revista. El único número vendido fue el tercero porque la ofrecían en la cancha de rugby pregonándola como “Destiempo, la revista para el asiento” (para sentarse en las gradas). Allí colaboraron Alfonso Reyes, Fernández Moreno, Mastronardi, Peyrou y otros.
 
¿Cómo era el campo literario al que usted ingresa como escritor en 1937?
 
Yo no frecuentaba ningún ambiente literario. Borges, Peyrou y Mastronardi eran mis amigos y hablábamos de literatura como de tantas otras cosas. Pero soy un escritor gregario y participé poco de la vida literaria de Buenos Aires. Creo que la única manera de escribir y cultivarse es a solas, en la propia casa. Es un camino duro, poco simpático, pero, a mi criterio, el único verdadero.
 
Usted presenta una imagen de escrito sobrio, retraído en el trabajo solitario. ¿Qué opinión le merece la actitud más bulliciosa de la vanguardia martinfierrista de la que Borges participó?
 
Era absurda y grotesca. Borges también lo pensaba y consideraba que fue en su vida un pecado de juventud. Me decía siempre, respecto a los seis libros horrendos que escribí antes de La invención de Morel,  que había hecho bien en escribirlos porque me iba a salvar de escribirlos después. Ya que uno tiene que cometer errores (porque el aprendizaje los incluye), mejor cometerlos temprano. De todos modos, siempre me sentí un poco culpable pensando en los pobres lectores de mis primeros libros, ya que una cosa es cometer errores y escribir libros malos y otra cosa es publicarlos.
 
¿En qué se diferencia su propio lenguaje del de Borges?
 
No sé, no lo pensé mucho, pero creo que he venido escribiendo de un modo que quiere ser oral en a medida en que lo oral puede entrar en la literatura. Borges, me parece, tiende más a un lenguaje de poema, lo mío es más prosa.
 
¿Escribiría usted un ensayo sobre Borges?
 
Sí. Espero no morirme sin haber escrito algo sobre Borges. Lo que podría hacer es solo contar cómo lo vi yo, cómo fue conmigo. Corregir algunos errores que se cometieron sobre él, defender a Borges y, sobre todo, defender la verdad. Siempre tuve una superstición con la verdad, tal vez yo más que él. Borges a veces arreglaba su pasado para que quedara mejor literariamente. Es como si hubiera preferido realmente la literatura a la verdad.
 
¿Se fabricaba una biografía ficticia, un linaje ficticio?
 
Podía tener cierta falta de escrúpulos que lo hacía reírse muchísimo cuando uno lo descubría y se lo señalaba. Ocurre que él veía la realidad como una expresión de la literatura y ese es el mayor homenaje que se puede hacer a la literatura.
 
¿Cuáles son, según su criterio, las cosas que lo diferencian de Borges?
 
Por lo pronto creo que la opinión de Borges sobre Bioy es diferente a la mía. Y su pecado es de exceso. En general, en el resto coincidimos. Aunque no totalmente. A mí me interesa todo lo que tiene que ver con la intimidad del hombre, él está casi centrado en la épica. Rechaza las historias de amor, tema que para mí es muy importante. Borges es menos ecléctico. ¿Eso implica un coraje mayor? Creo que en algún sentido sí. Sin embargo, cuando los años pasan uno aprende que la verdad nunca está de un solo lado. Otra diferencia es que aunque imaginamos a velocidades parecidas, él escribe más rápidamente y tiene mucha menos pereza que yo. A veces siento que soy una especie de animal antediluviano, lleno de poleas que debo poner en movimiento antes de enfrentar el problema. Yo me siento esclavo de mi verdad y Borges acepta la verdad que le parezca mejor para el texto.
 
¿Y si cada uno de ustedes escribiera su autobiografía, cómo habrían procedido?
 
Borges inventaría episodios que darían el personaje verdadero. Yo contaría hechos muchas veces contradictorios por que fueron así y no me animaría a modificarlos. Otra diferencia es que a Borges le encantan las entrevistas. A mí, no.

10 de junio de 2021

Adolfo Bioy Casares: “Escribir es hacer un mal borrador y luego corregirlo hasta desentrañar lo que uno realmente piensa” (1)

Autor de numerosos libros de relatos y novelas, Adolfo Bioy Casares (1914-1999) fue uno de los escritores argentinos más relevantes del siglo XX. Además de poseer un hábil uso de la paradoja, un agudísimo sentido del humor y un exquisito manejo de la ironía, su prosa suele ser considerada como una de las más depuradas y elegantes que ha dado la literatura latinoamericana. Miembro de una familia de hacendados bonaerenses, comenzó a escribir desde muy joven y en 1933 publicó el volumen de cuentos “Diecisiete disparos contra lo porvenir”. Un año antes Victoria Ocampo (1890-1979), fundadora de la revista “Sur”, le presentó a Jorge Luis Borges (1899-1986) con quien entabló una amistad que sería decisiva en su carrera literaria. En los años ’40 llegaría su etapa más fructífera como escritor. Por entonces publicaría las novelas “La invención de Morel” y “Plan de evasión”, y los volúmenes de relatos “La trama celeste”, “El perjurio de la nieve” y “Las vísperas de Fausto”. También, en coautoría con Silvina Ocampo (1903-1993), escribió la novela policíaca “Los que aman, odian”, codirigió con Borges la prestigiosa colección “El Séptimo Círculo” y entre los tres compaginaron la “Antología de la literatura fantástica”. Lo que sigue es la primera parte de un resumen editado de las entrevistas que concediera a María Esther Gilio (“Revista de la Universidad de México”, septiembre de 1982) y a Mónica Sifrim (suplemento “Cultura y Nación” del diario “Clarín”, junio de 1986).


¿Qué tiene que ver con Adolfo Bioy Casares ese duro del Lejano Oeste que vemos en las fotografías?

 Tal vez ésa es la imagen que los demás esperan de mí.
 
O por lo menos la imagen que usted cree que los demás esperan de usted.
 
Los fotógrafos dicen que uno debe asumir su cara.
 
¡Pero es que usted no la asume! Usted tiene en las fotos una expresión irreconocible. Si yo tuviera que describirlo tal como lo veo diría que su expresión es dulce, escéptica y piadosa. Como si el ser humano le provocara infinita compasión y melancolía.
 
Sí, es verdad. Siento compasión por el hombre. A veces discutimos con Borges sobre esto. Él dice que no puede admitir la compasión, que la compasión lo ofende. Yo creo que todos merecemos compasión. Que somos unos pobres diablos heroicos por el solo hecho de estar vivos.
 
Además de pobre diablo, tal vez, algunas veces se sentirá Dios decidiendo sobre vida y milagros de hombres y mujeres que usted mismo ha creado.
 
Tal vez, pero sólo por unos segundos.
 
Hábleme sobre el acto de escribir.
 
Escribir es hacer un mal borrador y luego corregirlo hasta desentrañar lo que uno realmente piensa.
 
Algunos escritores dicen que escriben para entender tal o cual realidad. ¿Es eso lo que quiere decir?
 
No. Lo que hago cuando escribo un cuento no es descubrir cómo es la realidad sino cómo es ese cuento. Tengo una historia en la cabeza que me parece perfecta. Y pienso que debe ser contada de tal o cual manera. Al escribirla veo que las soluciones que había pensado no son soluciones. Que debo buscar por otro lado, hasta descubrir cómo es realmente ese cuento.
 
¿Es decir que escribe para usted?
 
No lo sé. Sé que soy un buen lector mío, mi primer lector. Si parto de esto puedo pensar que escribiría aun cuando no me leyeran. Pero no lo sé.
 
¿Escribe con alegría? ¿Le da verdadero placer escribir?
 
Es un acto alegre que a veces se interrumpe porque me doy con una tozudez que siento como ajena a mí y que me impide expresar lo que quiero decir. Es como si dos partes mías se pelearan. Y hay una que busca atacar a ese otro, a ese tozudo que quiere que esta frase sea así, de tal o cual manera.
 
¿Qué lo enfurece, que la frase no sea impecable?
 
No; lo que me enfurece es que he encontrado una frase formalmente impecable pero que no traduce el pensamiento. La frase puede ser riquísima pero, si no trasunta la verdad, hay que renunciar a ella.
 
Uno de los principios de Cervantes era saber renunciar.
 
Sí, hay que saber renunciar. Pero cómo duele a veces.
 
He leído en alguna parte que considera “La guerra del cerdo” como su mejor libro.
 
De ninguna manera, y más aún: “La guerra del cerdo” es el libro que menos me gusta.
 
¿Por qué el que menos le gusta?
 
Si se puede decir que hay una poética sobre cómo debe ser un libro, diría que éste es el más contrario a mi poética. Es un libro que me desagrada. El choque de lo atroz no me gusta.
 
¿Por qué lo escribió?
 
Pienso que me dejé llevar por la inteligencia.
 
¿Cómo se dejó llevar?
 
Le voy a contar cómo nació esa historia. Yo estaba en la Confitería del Molino y vi sentado a una mesa un tipo con el pelo teñido. Entonces pensé que se podría hacer un ensayo sobre la panoplia de que dispone el hombre para postergar la vejez. Empezaría por un catálogo de armas. Y, finalmente, convendría en que nada puede hacerse para realmente postergarla. De ahí partí, pero pronto sentí que se adecuaba más a mis posibilidades una narración que un ensayo. Decidí entonces escribir una narración a la manera de las películas cómicas de los años ‘20. Con una serie de peripecias en las que viejos gordos y corpulentos, pero débiles, serían perseguidos por jóvenes atléticos y violentísimos. Hasta que me fui dando cuenta de que el tema permitía un tratamiento menos superficial, más profundo. Como por ejemplo algunas reflexiones sobre la vida y el destino del hombre. Pero para eso había que escribir una novela. Una novela donde tuviera cabida la tristeza. Y eso traté de hacer.
 
Una novela que no lo dejó feliz.
 
Que no me gusta. Una novela debe ser como una casa donde uno tiene ganas de vivir.
 
Aunque a usted no le guste es considerado un buen libro. Y por algo volcó usted en él tantas energías.
 
Yo creo que este libro obró en mí como una especie de psicoanálisis herético. No casualmente coincidió con un momento en que me sentí envejecer.
 
¿Cree en la inspiración?
 
Sí creo que existe y que a uno lo visita. Pero atempero esta afirmación agregando que la inspiración viene cuando uno trabaja. Si uno escribe y trabaja, y pone toda la atención en lo que hace, ésta viene. Yo creo que las cosas que dejo en pie actualmente son las que pueden ser leídas. Mis primeros libros que, por suerte, no están en ningún lado, no los leería nadie porque son un horror.
 
¿Por qué un horror? Serán malos como los de cualquier escritor que empieza.
 
¡No! Lo peor de esos primeros libros es que yo no era un escritor espontáneo, que escribía mal y nada más. Lo doloroso es que yo era un teórico de la escritura.
 
¿Cuál es para usted su primer libro aceptable?
 
“La invención de Morel”.
 
Bueno, es mucho más que aceptable, es un estupendo libro.
 
Sí, no me parece malo.
 
Usted, que ha pasado de escribir horrores a escribir maravillas, ¿qué le aconsejaría a un escritor joven si pensara que tiene talento y vale la pena aconsejarle algo?
 
Que defienda su vocación heroicamente contra todas las tentaciones y necesidades.
Que no la postergue, que lea mucho y piense sobre lo que lee.
 
¿Si se encontrara con el joven que usted fue le diría eso?
 
No sé si le diría que escribiera. ¡Eran tan horribles aquellos primeros libros! Yo quería escribir como los clásicos españoles y, a veces, como los escritores gauchescos, como los letristas de tangos. Y todo era igualmente malo. Y si seguí escribiendo fue porque buscaba la verdad de la literatura, la verdad oculta de la literatura. Aunque la buscaba por malos caminos, de prueba y error: así no es, así tampoco. Estaba como un ratón en el laberinto.
 
¿Para qué podría servir una teoría del buen escribir?
 
Podría servir para hacer atajos. Pero, con dolor, descubrí que no hay atajos posibles. Por eso no se puede transmitir nuestra experiencia a otro, como no se lo puede poner en la Ciudad de Dios, si es que un incrédulo puede decirlo. Porque las metas no se alcanzan con recetas.
 
Hablando de esas primeras obras suyas recuerdo algo que usted dijo en “Guirnalda con amores”. “Hay que vivir lejos de las cosas feas. Impedir que la perversa curiosidad nos eche en brazos de cualquier mujer o que en la lista de obras aparezcan los primeros libros”.
 
Sí, ¿qué quiere saber?
 
¿Podría la curiosidad llevarlo a los brazos de mujeres horribles?
 
Bueno, me llevó.
 
¿Muchas veces?
 
Sí.
 
Los hombres son seres muy extraños.
 
Pero no ponga esa cara, no he pasado la vida en brazos de mujeres horribles. He tenido también mucha suerte.
 
Cuénteme de cuando tuvo suerte.
 
No sea ambiciosa.
 
Está bien. En alguna biografía suya leí de un profesor que lo inició en el placer de las matemáticas. Creo que casi toda su obra tiene una estructura muy racional, muy lógica, que recuerda a las estructuras matemáticas.
 
Sí, tiene razón.
 
¿Cómo se produjo ese contacto con un mundo que parece tan alejado de la literatura?
 
Ocurrió que cuando entré al Nacional las clases ya hacía unos días que habían comenzado. Me enfrenté así, de pronto, a una clase de álgebra.
 
Usted tendría unos doce años.
 
Más o menos. Era la primera clase de álgebra y cuando vi que sumaban y restaban letras no entendí nada. Estaba totalmente desorientado. Pensaba en lo que había dicho Bergson: “La inteligencia es el arte de salir de situaciones difíciles”. Mi pasado me probaba que yo era inteligente. Tenía que salir. Pero el profesor tomó mi desorientación como paradigma de la estupidez. Durante una hora me tuvo de pie, junto a la pizarra, tratando de que resolviera un teorema que, aún condenado a muerte, no habría podido resolver. A partir de ahí fui un pésimo alumno. Hasta que dos años más tarde mis padres recordaron que conocían a un profesor, Felipe Fernández, y lo llamaron. Con él aprendí los deleites de las matemáticas y me convertí en el mejor alumno de esa materia en el colegio.
 
Bergman dice que nada excita tanto su curiosidad como la maldad gratuita. Ese profesor arrinconando a un chico contra la pizarra me recordó esa idea. La de que hay en el hombre un mal inherente que no existe entre los animales.
 
Bergman seguramente piensa en fuerzas eternas. Creo que en este caso fue sólo estupidez y cansancio. El profesor debe enfrentar a un grupo humano que le es hostil. Como no tiene coraje de enfrentarlo solo, elige dos o tres para desahogarse en ellos mientras busca la complicidad del resto. Es, en definitiva, un pobre diablo.
 
No vale la pena preguntarle si cree en Dios. Es evidente que no.
 
Sería casi soberbio creer que hay un Dios preocupado por nosotros.
 
Por lo menos puede convenir conmigo en que los creyentes aceptan con mucho menos dolor la vejez y la muerte.
 
Sí, claro, pero es que uno no puede arreglar eso a voluntad.
 
Es totalmente un escéptico.
 
Tanto como Pirrón, que no creía ni en su propio escepticismo. Su divisa era: “Suspendo el juicio”.
 
¿Hasta cuándo lo suspende?
 
Si una vez muerto Dios me recibe en su seno o el diablo en el suyo le prometo retractarme y hacérselo saber.
 
Espero que no olvide la promesa. Usted dice en alguno de sus libros que prefiere la conversación de las mujeres a la de los hombres porque “los hombres son historiadores, las mujeres filósofas, hablan de la vida, la muerte y el amor”.
 
Sí, eso creo. Recuerdo una conversación entre Ureña y Alonso. Ambos hablaban como suelen los críticos de literatura: tal edición, tal fecha, tantas páginas. Mastronardi, en un rincón decía: “Datos, fechas, fechas, datos”. Sí, yo prefiero la conversación de las mujeres, aunque habrá que ver qué va a pasar cuando lleguen a la total igualdad con el hombre.
 
¿Va a ocurrir alguna vez?
 
Sí, claro. Mi única preocupación es que, alcanzada esa posición, las mujeres también se pongan dateras.
 
A través de su obra, e incluso de algunas cosas que dijo en esta entrevista, uno tiene la sensación de que el paso del tiempo lo preocupa, lo angustia.
 
Es espantoso el paso del tiempo. La vida es una cosa trágica.
 
Pero usted no parece un hombre triste y angustiado.
 
Todo eso no impide que sea un extrovertido que elige la alegría y la amistad. Pero creo que a nuestros padres nada tenemos que agradecerles, y nuestros hijos nada tienen que agradecernos. El final es siempre la derrota.
 
La posibilidad de crear mundos, personajes, situaciones, ¿no hace menos duro ese final?
 
La imaginación es una especie de remedo de la eternidad. Lo real es que la decrepitud está allí nomás, que ya vamos llegando al fin de las cosas. Pienso en un amigo que, mientras moría de una enfermedad terrible, soñaba que estaba nadando en Mar del Plata.
 
Recuerdo algo que dijo Borges no sobre mujeres sino sobre escritores. Él dice que cada escritor crea sus precursores. ¿Cuáles serían los suyos?
 
¡Qué difícil! ¿Usted habla de los autores que me gustan, de los que me han hecho escribir? Pueden haberme hecho escribir porque aun siendo malos excitaron mi imaginación. “Pinocho”, “El misterio del cuarto amarillo”. ¿Puedo leerlos aun con placer? “El misterio del cuarto amarillo”, “Sherlok Holmes”… He vuelto a leerlos y me parecieron incompletos. Y, en cambio, hay letras de tangos que me conmovieron tremendamente y me hicieron pensar.
 
Cuénteme. ¿Qué tangos?
 
“En la puerta de un boliche, un bacán encurdelado”... y después “Mina que fuiste el encanto de toda la muchachada”. Al final se dice que él robó unos aros para ella.
 
¿Por qué le gustaba tanto?
 
Me producía el deseo de tener una mujer así.
 
Que fuera el encanto de toda la muchachada.
 
Sí, y robar aros para ella. “Flor de fango” también me gustaba. Cuando decía “te entregaste a la farra y el champagne” yo me sentía encantado. Ese mundo de farra y champagne me seducía totalmente. Había un restaurante de taxistas al cual yo solía ir. Ellos contaban que a la salida del cabaret los bacanes con las grandes minas se iban en coche abierto a pasear por Palermo. Por eso el protagonista de “El sueño de los héroes”, al buscar algo maravilloso, encuentra la muerte en Palermo.
 
Ese libro lo publicaron hace muy poco en Francia.
 
Sí, pero ¿usted sabe por qué lo publicaron? El año pasado “La Nouvelle Littéraire” publicó una crítica que terminaba diciendo: “Este libro hace diez años que está agotado. Si a usted le gusta como a mí, haga lo que yo haré: llame al editor y dígale que esta es la mejor novela de su catálogo”. Así fue como el editor la publicó.
 
Además de “El sueño de los héroes” usted escribió “El héroe de las mujeres”. Dos títulos con la palabra héroe deben llevar a confusión.
 
Yo pienso que cuando ya no me lea nadie, los críticos los mezclarán, harán de los dos uno. Acepto la tesis de la navaja de Ockam de que “los entes no deben multiplicarse”. No hay que tener más amigos que los necesarios ni más libros que los necesarios.
 
¿Necesarios para quién?
 
Para la verdad, para alcanzar el centro de la verdad.
 
Hábleme de esto que usted escribió: “Si no recuerdo la palabra Austria, o la certeza, cada día más débil, de que estar vivo es un milagro espléndido, nadie me espere porque ya no vuelvo”. ¿Qué es esto? ¿Otra vez la vejez?
 
No. Hemingway dice que la patria es el nombre de algunas calles, un color, un perfume, un jardín, un monumento. Pensé que, de pronto, uno podría perder todos esos puntos de referencia. Si un día nos levantáramos de mañana y hubieran cambiado los nombres de las calles, el lugar de las plazas y los cines, ¿no nos volveríamos locos?
 
¿No pensaba entonces en la pérdida de la memoria que viene con los años?
 
No, pensaba en que nuestro juicio es frágil, muy frágil. Sólo eso.
 
¿Cuándo conoció a Borges?
 
Lo conocí en un almuerzo en casa de Victoria Ocampo en 1932. Él, como siempre, dice otra cosa, pero se equivoca porque yo sabía que Borges había escrito un artículo titulado “Nuestras imposibilidades”, hablando de nuestras imposibilidades de ser coherentes o lúcidos en materia política. Yo había leído el artículo un rato antes de nuestro primer encuentro y le hablé sobre eso. El artículo se publicó en 1932. Borges se puso a hablar mucho conmigo aunque yo era un chico. Victoria Ocampo, seguramente, me había invitado porque mi madre, que era amiga de ella, le habrá dicho que yo escribía. Entonces me invitaron para hacerme conocer un ambiente de escritores. Estaba allí un escritor francés, uno de los de turno de visita en la Argentina, y Victoria, que era muy mandona, muy maestra mandona, dijo: “¿Quieren dejarse de hablar entre ustedes y atender al señor fulano de tal?”. Borges se sintió un poco ofuscado. Tenía mala vista y tropezó con una lámpara tirándola al suelo. Ese incidente nos hizo sentir una cierta complicidad. Volvimos juntos en automóvil desde San Isidro y Borges me preguntó cuáles eran los autores que yo prefería. Ahí le enumeré una serie de autores incompatibles y espantosos.
 
¿Qué autores, por ejemplo?
 
Bueno, Gabriel Miró, Azorín, Joyce… No se trata siquiera de que unos sean buenos y otros malos, son incompatibles de algún modo. Varios de esos autores le parecerían horribles. En un libro de memorias, Brenan dice que los escritores somos capaces de comprender a cualquier tipo de gente, pero que no tenemos la misma ductilidad para aceptar cualquier manera de pensar; las maneras de pensar distintas nos apartan. Buenos, a pesar de que mi lista de preferencias debía ser un trago amargo para Borges, empezamos a hablar de literatura, que era lo que más nos importaba a los dos.  Yo había escrito un libro muy malo, cosa que seguramente entristeció a Borges; pero él sobrellevó todo eso.