27 de febrero de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

V. El Octubre Rojo / La República de Weimar
 
El Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia había sido fundado en Minsk en 1898 por Gueorgui Plejánov (1856-1918). En 1903, las controversias ideológicas y programáticas que se pusieron de manifiesto durante su 2º Congreso, llevaron a que el Partido se dividiera entre bolcheviques (miembros de la mayoría) y mencheviques (miembros de la minoría). La fracción de los primeros era dirigida por Lenin, mientras que la de los segundos lo era por Yuli Mártov (1873-1923). Para ambas alas era necesario derribar el orden feudal como paso previo a la destrucción del orden burgués por parte del proletariado. Sin embargo, las discrepancias surgieron a la hora de analizar el papel que debía desempeñar la burguesía en la revolución y el carácter que debía tener el partido.
Mientras los mencheviques opinaban que el socialismo sólo se podía alcanzar después de desarrollar una sociedad burguesa con un proletariado urbano que modernizara la Rusia agraria y se alcanzara un alto nivel de industrialización, los bolcheviques partían de la base de la incapacidad de la burguesía para protagonizar una revolución propia. Además, los mencheviques defendían un partido de masas según el modelo de la socialdemocracia europea, mientras que los bolcheviques concebían un partido de combate, formado por revolucionarios profesionales y con una férrea disciplina.
Finalmente, mientras se celebraba la apertura del 2º Congreso de los Sóviets, en el cual fue ostensible la mayoría bolchevique y la debilidad menchevique, cerca de la medianoche del 25 de octubre (según el calendario juliano en vigencia por entonces en Rusia), Lenin, disfrazado y acompañado únicamente por un guardaespaldas, llegó al Instituto Smolny -sede del Soviet de Petrogrado- y desde allí siguió el accionar del Comité Militar Revolucionario a cargo de Nikolái Podvoiski (1880-1948) y Vladímir Ovséyenko (1883-1939), ambos supervisados por León Trotsky (1879-1940). En el transcurso de esa noche, marinos, soldados y destacamentos de obreros que conformaban la Guardia Roja ocuparon la oficina central de correos, la central eléctrica, la central telefónica, el Banco Estatal, el Tesoro y las más importantes estaciones del ferrocarril prácticamente sin resistencia. Al amanecer, casi toda la ciudad salvo el Palacio de Invierno se hallaba bajo el control del Sóviet de Petrogrado.


A primera hora de la mañana los mandos militares comunicaban al gobierno la gravedad de la situación. Poco después, Kérenski abandonó la ciudad con el objetivo de reunir tropas leales que aplastasen la revuelta, algo que recién pudo encontrar en Peskov, una ciudad localizada a unos 20 km. al este de la frontera con Estonia. Allí logró convencer al general Piotr Krasnov (1869-1947) de reunir algunas unidades militares para marchar sobre la capital. En los alrededores de la misma mantuvieron algunos combates de poca envergadura y finalmente, ante la evidente derrota, se dispersaron en la retirada. Finalmente Kérenski, protegido por la pequeña cantidad de soldados leales que le quedaban, huyó a Francia vestido de marinero.
El golpe definitivo llegó con la toma del Palacio de Invierno, sede del gobierno provisional. El mismo Lenin anunció a toda Rusia la caída del gobierno y la victoria de los bolcheviques, y la revolución no tardó en extenderse al resto del país. El periodista estadounidense John Reed (1887-1920), que en 1914 como corresponsal de la revista “Metropolitan Magazine” había escrito una crónica de la Revolución Mexicana balo el título “Insurgent Mexico” (México insurgente), fue testigo presencial de estos acontecimientos, ahora como corresponsal de la revista “The Masses”, una experiencia que volcó en 1919 en “Ten days that shook the world” (Diez días que conmovieron al mundo), un libro que se convertiría en un clásico al ofrecer una mirada viva de aquellas jornadas que cambiaron la historia.
En él dijo de Lenin: “Era un hombre bajito y fornido, de gran calva y cabeza abombada sobre robusto cuello. Ojos pequeños, nariz grande, boca ancha y noble, mentón saliente, afeitado, pero ya asomaba la barbita tan conocida en el pasado y en el futuro. Traje bastante usado, pantalones un poco largos para su talla. Nada que recordase a un ídolo de las multitudes, sencillo, amado y respetado como tal vez lo hayan sido muy pocos dirigentes en la historia. Líder que gozaba de suma popularidad -y líder merced exclusivamente a su intelecto-, ajeno a toda afectación, no se dejaba llevar por la corriente. Firme, inflexible, sin apasionamientos efectistas, pero con una poderosa capacidad para explicar las ideas más complicadas con las palabras más sencillas y hacer un profundo análisis de la situación concreta en la que se conjugaban la sagaz flexibilidad y la mayor audacia intelectual”.


Las razones del triunfo de Lenin no sólo se debieron a estas cualidades; expresamente estuvieron vinculadas a la estrategia bolchevique de centrar sus demandas en el fin de la guerra (lo que les atrajo el apoyo de los soldados y las clases populares) y el reparto de tierras (que les permitió contar con la simpatía del campesinado). Fundó el Consejo de Comisarios del Pueblo, al que presidió, y cumplió sus promesas iniciales al apartar a Rusia de la guerra mundial mediante la firma del Tratado de Brest-Litowsk y al repartir a los campesinos tierras expropiadas a los grandes terratenientes. Cuando el Congreso aprobó sus mociones, los mencheviques se retiraron en protesta por esas acciones. Esta división alentó a generales zaristas contrarrevolucionarios a intentar derrocar al gobierno bolchevique, lo cual dio inicio a una Guerra Civil que se extendería hasta 1923. Para hacer frente a la rebelión Trotsky fue designado Comisario de Guerra para encargarse de la organización del Ejército Rojo, con el que consiguió resistir al ataque combinado del contrarrevolucionario Ejército Blanco y tropas extranjeras. Una vez recuperado el control del antiguo imperio de los zares se creó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, a la que se dotó del carácter de organización formal con la Constitución de 1923.
El filósofo húngaro György Lukács (1885-1971) escribiría años más tarde en su obra “Lenin. Studie über den zusammenhang seiner gedanken” (Lenin. La coherencia de su pensamiento) que la revolución encabezada por Lenin no revestía las características de la forma “clásica” que proponía Marx en "Grundrisse der kritik der politischen ökonomie” (Elementos fundamentales para la crítica de la economía política), aquella que argüía que una sociedad económica y socialmente atrasada no desaparece nunca antes de que sean desarrolladas todas las fuerzas productivas que pueda contener. “Lenin -dice Lukács- nunca dudó que la Revolución Rusa era algo excepcional, no del todo conforme con los juicios del marxismo. Citando en su escrito sobre la ‘enfermedad infantil del comunismo’, habla del significado internacional de la Revolución Rusa, destaca enérgicamente, con razón, su trascendencia. Sin embargo, no olvida agregar de inmediato: ‘Naturalmente, sería un error muy serio exagerar esa verdad y extenderla más allá de algunos rasgos fundamentales de nuestra revolución. Igualmente sería un error hacer caso omiso a que, después de la victoria de la revolución proletaria, aunque sea en un sólo país avanzado con toda seguridad se producirá un cambio súbito’”.
“No es muy difícil -continúa Lukács- comprender en qué pensaba Lenin cuando hablaba de este cambio. La transformación de una sociedad capitalista en una sociedad socialista es, sobre todo y ante todo, una cuestión económica. Cuanto más desarrollado está el capitalismo en un país donde triunfa la revolución, tanto más inmediatas, decisivas y adecuadas serán en su economía las tareas específicas del socialismo. A la inversa, en un país atrasado en este sentido, necesariamente deben ser puestos en el orden del día una serie de problemas que en un sentido puramente económico, es decir, normalmente según su esencia, hubieran sido competencia del desarrollo del capitalismo. Se trata, por un lado, del grado de desarrollo cuantitativo y cualitativo de la gran industria en los sectores decisivos de la producción en masa; por otro lado, de una distribución de la población entre las ramas decisivas de la producción que pueda garantizar el necesario equilibrio dinámico, la interacción y el desarrollo, el funcionamiento normal de la agricultura y de la industria en las diferentes ramas de la vida económica. En 1917, nadie puso en duda que la producción capitalista del imperio ruso estaba muy lejos aún de este nivel”.
Y agregó: “Admitir este estado de cosas, ¿no nos lleva a suponer que el derrocamiento violento del régimen capitalista en las grandes jornadas de Octubre, tal como desde el principio lo pretendió la socialdemocracia liberal, fue un ‘error’? No. Las grandes decisiones históricas, las resoluciones revolucionarias, no se imaginan nunca en el gabinete de los sabios de la ‘teoría pura’. Son respuesta a las alternativas que un pueblo que se ha puesto en movimiento impone a los partidos y a sus dirigentes en la realidad, desde el terreno cotidiano hasta las resoluciones políticas más importantes. La lucha de los bolcheviques por el poder estatal se unió así naturalmente con el deseo ardiente de millones de seres humanos de que terminara inmediatamente la guerra. Este problema real, que constituyó una motivación central para la mayoría de la población, se convirtió así en un momento decisivo en las alternativas concretas de Octubre: bajo las condiciones dadas entonces el fin inmediato de la guerra podía conducir al derrocamiento del régimen burgués-democrático”.


Recién después de la culminación exitosa de la Guerra Civil se planteó abiertamente, en el centro de la vida soviética, la problemática económica de esta forma no clásica de transición. Cuando Lenin se abocó a este conjunto de problemas a nivel teórico no olvidó destacar que se trataba de algo esencialmente nuevo. En tales circunstancias, pensó que la revolución se le iba de las manos y se enfocó en la situación económica de los millones de campesinos y proletarios que la Guerra Civil había aniquilado. Fue entonces que resolvió adoptar medidas urgentes, las que se formularon en el programa llamado Nueva Política Económica (NEP). Se hicieron algunas concesiones a la iniciativa privada y se dejó un cierto margen para las inversiones extranjeras con el fin de restablecer la producción y el comercio. En el informe que presentó en 1922 al Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (nombre que adoptó la facción bolchevique en marzo de 1918), haciendo una autocrítica poco común en un líder revolucionario, Lenin dijo: “La tarea fundamental decisiva, antepuesta a todas las otras, de la Nueva Política Económica es la construcción de la vinculación entre la economía que hemos comenzado a construir (muy mal, muy torpemente, pero sin embargo la hemos comenzado sobre la base de una economía socialista totalmente nueva, una nueva producción, una nueva distribución) y la economía campesina, que es la economía de millones y millones de trabajadores”.
La intensa actividad que desarrolló en aquellos tiempos fue perjudicial para su salud. El estrés, las jaquecas y el insomnio se hicieron frecuentes en su vida. Entre 1922 y 1924 sufrió tres infartos cerebrales, el último de los cuales le produjo la muerte. Poco antes de morir dictó su testamento, en el cual, entre otras cosas expresó: “El camarada Stalin, que se ha convertido en Secretario General, ha concentrado un poder inconmensurable en sus manos, y no estoy seguro de que sepa usar el poder con suficiente precaución en todo momento. Stalin es demasiado grosero y este defecto, aunque bastante tolerable en nuestro medio y en los tratos entre nosotros, los comunistas, se vuelve intolerable en un Secretario General. Por eso sugiero que los camaradas piensen cómo eliminar a Stalin del cargo y nombrar a otro hombre en su lugar que, en todos los demás aspectos, difiera del camarada Stalin en una sola ventaja, a saber, que sea más tolerante, más leal, más cortés, más considerado con los demás camaradas y menos caprichoso”. En cambio, se deshacía en elogios hacia Trotsky, al que calificaba como “el hombre más capaz del actual Comité Central del Partido”. El despliegue de un estado burocrático y autoritario y las políticas represivas -incluido el asesinato de Trotsky- llevadas adelante durante el estalinismo demostraron que tenía razón.
La Revolución Rusa tuvo un inmediato impacto mundial, y supuso un ejemplo para los procesos revolucionarios o de intensa movilización social que se vivían en varios países de Europa. En Alemania, por ejemplo, el hecho de ser derrotada en la Gran Guerra la condujo -tras un motín de marineros apoyados por obreros- a la extinción de la monarquía de Guillermo de Hohenzollern (1859-1941) quien, con el título de Kaiser (emperador), gobernaba el imperio desde 1888. Tras firmar el Tratado de Paz de Versalles el 28 de junio de 1919, el Imperio Alemán se vio obligado a pagar indemnizaciones a los países vencedores, y tuvo que ceder los territorios de Alsacia y Lorena a Francia, una parte de Prusia a Polonia, y las colonias de ultramar se repartieron entre Australia, Bélgica, Francia, Inglaterra y Japón. Todo esto provocó una profunda crisis social y económica.


Ya desde 1918 la sociedad estaba dividida. Mientras para los sectores burgueses el fracaso militar supuso un agravio al orgullo nacionalista, las clases trabajadoras, agotadas y desesperanzadas, esperaban el fin del conflicto bélico. En 1914, después de que el Partido Socialdemócrata apoyara la declaración de guerra de Alemania al Imperio ruso, dirigentes socialistas crearon la Liga Espartaquista. Fueron sus principales mentores el abogado Karl Liebknecht (1871-1919), la antes citada economista Rosa Luxemburgo y la gran luchadora por los derechos de la mujer Clara Zetkin (1857-1933). Fueron ellos quienes, el 31 de diciembre de 1918, fundaron el Partido Comunista de Alemania (KPD).
En enero de 1919 se reunió en la ciudad de Weimar la Asamblea Nacional Constituyente y se celebraron elecciones, en las cuales resultó triunfador el socialdemócrata Friedrich Ebert (1871-1925). Esto dio paso al inicio de la República de Weimar, la cual a pesar de no tener éxito fue la primera democracia parlamentaria alemana. Se estableció un parlamento de dos Cámaras y un régimen federal de carácter presidencialista que otorgaba al presidente especiales poderes para gobernar mediante decretos en casos de emergencia. La mayoría parlamentaria quedó en manos de los socialdemócratas apoyados por los liberales y los católicos, seguidos por los socialistas independientes. En desacuerdo con estas medidas, los socialistas más radicales agrupados en los “Arbeiter und Soldatenräte”
(Consejos de Trabajadores y Soldados) intentaron llevar a cabo una revolución en Berlín. Grupos armados salieron a las calles y ocuparon edificios oficiales y redacciones de periódicos. Liebknecht y Luxemburgo, que en un principio se oponían a la rebelión, terminaron apoyándola tras llegar a la conclusión de que una conducta dubitativa de los espartaquistas podía anular su influencia sobre las masas.
Tras doce días de enfrentamientos, el alzamiento fue derrotado por un ejército conjunto formado por mercenarios socialdemócratas, restos del ejército imperial alemán y los llamados “freikorps”, cuerpos paramilitares de extrema derecha que ejercieron una represión brutal. Centenares de espartaquistas fueron ejecutados en las semanas que siguieron a la sublevación. Luxemburgo y Liebknecht fueron detenidos por un comando dirigido por el jefe de los paramilitares Waldemar Pabst (1880-1970) quien, siguiendo órdenes del presidente Ebert y del ministro de Defensa Gustav Noske (1868-1946), el 15 de enero ordenó ejecutarlos. Karl Liebknecht recibió un tiro en la nuca y su cuerpo fue enterrado en una fosa común, en tanto Rosa Luxemburgo -la “Rosa roja” como se la llamaba- fue derribada a culatazos por el soldado Otto Runge (1875-1945), luego recibió un disparo en la cabeza por parte del teniente Kurt Vogel (1889-1967) y finalmente fue arrojada al canal Landwehr. Su cuerpo aparecería cinco meses después. Los crímenes quedaron impunes. Runge y Vogel pertenecían por entonces al Reichsheer (Ejército Imperial), el cual unos años después se transformaría en la Wehrmacht (Fuerza de Defensa), las fuerzas armadas unificadas de la Alemania nazi.

26 de febrero de 2022

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IV. Conflictos en Rusia y México / Estallido de la Primera Guerra Mundial

Mientras tanto, otros hechos relevantes para la historia socioeconómica de la humanidad ocurrían en distintas partes del mundo. Uno de los más influyentes ocurrió en Rusia, país que vivía bajo el régimen de la autocracia zarista encabezada por Nikolái Románov (1868-1918). El territorio ruso, predominantemente agrícola, poseía una gran riqueza de recursos como el hierro, el carbón y el petróleo, bienes todos ellos que, desde aproximadamente 1870, aceleraron el proceso de su industrialización. Paulatinamente se fue mejorando la tecnología de los talleres artesanales para convertirlos en pequeñas fábricas y se crearon industrias metalúrgicas y textiles. Fue la intervención del Estado la que proporcionó el capital -obtenido de las severas cargas impositivas impuestas al campesinado- para lograr ese desarrollo, sobre todo en el sector de bienes productivos. A ella se sumó un flujo considerable de capitales extranjeros atraídos por los altos beneficios que los derechos arancelarios y las demandas estatales les aseguraban. Desde luego, a medida que se extendían las inversiones capitalistas, los campesinos, los mineros, los obreros, se vieron cada vez más sujetos a un proceso de diferenciación social.
Hacia 1898 la situación agrícola empeoró, las malas cosechas incidieron en una población que desde el comienzo del proceso industrializador se había visto crecientemente empobrecida por las exigencias estatales. La situación de los obreros en las fábricas distaba también de ser buena por lo que pronto se fueron extendiendo en todo el país los reclamos de la clase obrera y del campesinado. El punto culminante de estas demandas reivindicativas se dio el 9 de enero de 1905, fecha que pasaría a ser conocida como “Domingo sangriento”. Ese día, familias enteras de trabajadores rurales y fabriles -unas 140 mil personas en total- realizaron en San Petersburgo una marcha pacífica hacia el Palacio de Invierno, la residencia oficial del zar.
Encabezada por un sacerdote ortodoxo, el clérigo Gueorgui Gapón (1870-1906), y sin consigna política alguna -al punto que numerosos trabajadores llevaban íconos religiosos y cruces, no armas-, el objetivo de la marcha era entregar al zar una petición de mejoras laborales. Pero, al llegar a las cercanías de la Plaza del Palacio, la plaza central de San Petersburgo, la manifestación fue salvajemente reprimida por soldados de infantería y tropas cosacas, quienes dispararon sucesivas descargas de fusilería contra la multitud desarmada y luego persiguieron por las calles y avenidas a los sobrevivientes, disparando durante horas, asesinando al menos a unas 2 mil personas entre hombres, mujeres y niños, y dejando un número impreciso de heridos.


Rosa Luxemburgo (1871-1919), teórica del socialismo alemán, publicó al año siguiente en Hamburgo el ensayo “Massenstreik, partei und gewerkschaften
(Huelga de masas, partidos y sindicatos). Analizando los sucesos de Rusia, escribió: “En las fábricas más grandes de todos los centros industriales importantes se establecía como cosa natural, el comité obrero, el único que negocia con el patrón y el que decide en todos los conflictos”. Resaltó la característica de que en Rusia las huelgas no eran caóticas ni desorganizadas, que tendían a la organización y que como consecuencia de ello surgieron los primeros sindicatos. Y no sólo eso, también se generaron los “soviets”, unas asambleas formadas por obreros, campesinos y soldados que se oponían al zarismo.
La ola revolucionaria desatada por estos acontecimientos se extendió rápidamente por toda Rusia y llevó al paroxismo las múltiples contradicciones que existían en su interior. También fue impulsora de un ascenso en el movimiento obrero internacional tanto en los países imperialistas europeos como en las colonias. En muchos casos, como respuesta a estas luchas, las burguesías imperialistas se vieron obligadas a otorgar importantes concesiones democráticas. En Estados Unidos, por ejemplo, la radicalización de sectores del movimiento obrero dio lugar ese mismo año a la organización del sindicalismo combativo con la fundación del sindicato I.W.W. (Industrial Workers of the World - Trabajadores Industriales del Mundo).
En este sentido cabe destacar el carácter heterogéneo de las distintas corrientes políticas y sociales que venían desarrollándose por entonces en la Rusia zarista. En ese país, cada vez con mayor intensidad se sucedían los intentos de organización de la oposición a la autocracia. Es el caso del liberalismo vinculado principalmente a los “zemstvos”, esto es, las asambleas rurales a nivel distrital y provincial creadas en 1864. Estas instituciones eran órganos de autogobierno locales que si bien se encontraban bastante limitadas en sus competencias, reunían en torno suyo no sólo a elementos de la nobleza local sino también a grandes terratenientes, intelectuales, estadistas, ingenieros, médicos, etc. Los “zemstvos”, entre otras cosas, desarrollaron importantes iniciativas en la construcción de carreteras, en la sanidad y en la educación. Muchos miembros de la oposición al zarismo ejercieron de médicos o como profesores en estas instituciones.


A estos organismos -que serían la base del liberalismo ruso- se les sumarían, luego del cambio de siglo, comerciantes, industriales, abogados y maestros. Fue por entonces que gestaron un principio de acuerdo en torno a la necesidad de limitar el poder de la burocracia imperial, someterla a leyes que protegieran las libertades civiles y formar un órgano de gobierno representativo tras una reforma constitucional. Todo esto llevó tanto al zar como a parte de sus funcionarios a comprender que eran necesarios gestos conciliatorios para apaciguar el malestar social. Por esa razón creó la Duma -el parlamento- y legalizó los partidos políticos, medidas que no supusieron un gran cambio para la vida de los rusos: la aristocracia seguía siendo muy rica y los trabajadores y campesinos muy pobres.
Pero este clima social complicado, como ya se dijo, no se vivía únicamente en Rusia. En América Latina, por ejemplo, los problemas giraban principalmente en torno al mundo del trabajo. Por aquellos tiempos eran pésimas las condiciones laborales y los salarios muy bajos, por lo que las huelgas y las protestas eran frecuentes. Estos movimientos existieron en Perú, en Colombia, en Brasil, en Argentina pero, tal vez el de mayor preponderancia se produjo en México a lo largo de la segunda década del siglo XX. Desde 1876 el país vivía gobernado de manera dictatorial por Porfirio Díaz (1830-1915), un militar de ideología liberal que defendía la democracia y el capitalismo de libre mercado en contra de los conservadores, que preferían una organización social jerárquica más tradicional conducida por un monarca y por la Iglesia Católica.
Con su apoyo, las élites empresarias nacionales y extranjeras -sobre todo estadounidenses, pero también británicas y francesas- ganaron mucho a costa de los campesinos, que practicaban la agricultura de subsistencia, y de los pequeños propietarios, desposeídos de sus modestas parcelas individuales y colectivas. Estos trabajadores eran forzados a trabajar en los campos y en las minas en condiciones deplorables y por muy poco dinero, como jornaleros informales y precarios, mientras los indígenas eran vendidos como esclavos. En 1911, tras la renuncia de Díaz a raíz del descontento popular, en las primeras elecciones democráticas en la historia del país fue elegido Francisco Madero (1873-1913), un liberal de adinerada familia que poseía tierras, minas y fábricas. Incapaz de satisfacer las aspiraciones de cambio social, en 1913 fue derrocado por el general Victoriano Huerta (1850- 1916) mediante un golpe de Estado apoyado por el Imperio Alemán y por Estados Unidos.
Huerta instauró una feroz dictadura buscando suprimir la agitación provocada en favor de la reforma agraria, la que tenía sus mayores focos en el Estado de Morelos, por parte de los seguidores de Emiliano Zapata (1879-1919), y en el Estado de Chihuahua por parte de los seguidores de Francisco “Pancho” Villa (1878-1923), ambos militares que, tras una serie de desavenencias, se unieron con el propósito de recuperar las tierras que pertenecían a las comunidades campesinas desde tiempos inmemoriales, así como el derecho de uso común de los pastos y bosques, del que habían sido total o parcialmente despojados durante la segunda mitad del siglo XIX y, particularmente, durante el prolongado gobierno de Porfirio Díaz.
Zapata y Villa apoyaron la revolución que derrocó a Huerta en julio de 1914 acaudillada por Venustiano Carranza (1859-1920). Éste inició una tímida reforma agraria en la que se reconocían los derechos de los campesinos y trabajadores, pero debido a sus intentos de limitar la propiedad privada extranjera y nacionalizar la titularidad de los depósitos petroleros y las minas, durante su mandato se sucedieron distintos conflictos con inversores extranjeros.


Si bien Carranza promovió la reactivación de la economía, lo hizo en una dirección claramente conservadora, reprimió las manifestaciones obreras y acabó paralizando la reforma agraria. Los caudillos revolucionarios Zapata y Villa declararon que la revolución seguiría su curso mientras la reforma agraria no fuera cumplida ni aliviadas las cargas de la pobreza. Al frente de sus ejércitos de campesinos, intentaron a través de la lucha armada derrocar al presidente. La guerra por parte del gobierno -con la ayuda de tropas estadounidenses- tomó perfiles despiadados. Después de cruentos enfrentamientos, Emiliano Zapata fue asesinado en 1919 y Pancho Villa en 1923. Había terminado lo que se conoció como Revolución Mexicana.
En medio de estos sucesos, a unos 10 mil kilómetros de allí, el 28 de julio de 1914, daría comienzo uno de los acontecimientos que el historiador británico Eric Hobsbawm (1917-2012) calificó en “The age of total war” (La época de la guerra total) como el “inicio de una era de catástrofes”: la Primera Guerra Mundial. “Para los que vivieron y participaron en las guerras mundiales, ésta fue el episodio más terrible y traumático de sus vidas”, agregó. Hasta ese momento, nunca en la historia se había librado una guerra de magnitudes mundiales, en ésta intervinieron todos los países europeos con excepción de Dinamarca, España, Holanda, Noruega, Suecia y Suiza.
El propio filósofo alemán de ideología liberal Hans Hermann Hoppe (1949) reconoció en su colección de ensayos “Democracy: the God that failed” (Democracia: el Dios que fracasó) que “las naciones más liberales tienden a ser más belicosas, pues la generación de riqueza privada ofrece incentivos al parasitismo estatal. La I Guerra Mundial fue el inicio de una terrible involución histórica; el punto final de la época monárquica, cuyos efectos más tenebrosos fueron la dominación fascista y comunista de medio mundo. El conflicto bélico trocó de una disputa territorial a un conflicto ideológico tras la intervención de los Estados Unidos en lo que era inicialmente una disputa territorial. De esta forma, Estados Unidos logró ser una potencia mundial llevando a cabo políticas exteriores agresivas”.
La expansión imperialista que, durante la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del siglo XX, protagonizaron las potencias industriales contribuyó a afirmar la idea de que la humanidad marchaba por un camino de progreso indefinido. Sin embargo, a partir de 1914, las sociedades capitalistas de Europa y América del Norte sufrieron crisis muy profundas. Los algo más de cuatro años que duró la Primera Guerra Mundial, pusieron en evidencia que la competencia entre las potencias imperialistas no podía resolverse de manera pacífica. Los grandes imperios querían mantener su poder y sus dominios, principalmente en las colonias africanas y asiáticas de las cuales explotaban tanto sus recursos naturales como la mano de obra barata. Pero la guerra causó la desaparición de los imperios alemán, ruso, austrohúngaro y otomano, y la conformación de nuevos Estados independientes, lo que modificó la demografía de Europa central. De esa manera, la monarquía retrocedió en Europa y ganó terreno la forma republicana de gobierno.
Además de las víctimas mortales y las ciudades arrasadas, la Gran Guerra -así se la llamó- provocó la escasez de alimentos y perjudicó la economía de varios países. El enfrentamiento armado entre la Triple Entente formada por Gran Bretaña, Francia y Rusia, y la Triple Alianza formada por Alemania, el Imperio Austrohúngaro e Italia, coaliciones a las que luego se les unieron otros países, dejó una gran devastación demográfica y social, así como una fuerte crisis económica. Las pequeñas burguesías salieron empobrecidas del conflicto, en tanto que surgieron nuevas fortunas relacionadas con la producción de armas y la especulación con la provisión de víveres. Las masas obreras sufrieron una importante pérdida del poder adquisitivo de sus salarios a causa de la inflación y fueron protagonistas de una intensa agitación laboral, concretada en una oleada de protestas e inconformismo, lo cual auspiciaría por un lado la revolución bolchevique rusa y, por otro lado, el paulatino ascenso del nazismo en Alemania y del fascismo en Italia. Mientras tanto, Estados Unidos -que había comenzado a participar en el conflicto apenas un año y medio antes de su finalización- desplazó a Gran Bretaña como primera potencia militar y económica de Occidente, y rápidamente incrementó su política imperialista en México y en distintos países de Centroamérica y el Caribe.


En lo referente a Rusia, las sucesivas derrotas militares del ejército, el desabastecimiento de bienes de primera necesidad, el caos económico en general y el creciente autoritarismo zarista, agravaron las condiciones de miseria de la mayoría y provocaron el aumento de protestas de amplios sectores sociales, incluso de la nobleza, la burguesía y también en algunos miembros de la Duma. El aumento de las protestas, a las que se sumaron militares que hasta ese momento respondían al zar, motivó que éste se viera obligado a abdicar el 2 de marzo de 1917 dejando el poder en manos de un gobierno provisional conformado principalmente por liberales  y demócratas. Dicho gobierno fue primero encabezado por Gueorgui Lvov (1861-1925), no reconocido por los trabajadores del poderoso sóviet de Petrogrado y, tras su renuncia al no aceptar de sus ministros un programa de reformas políticas, el 20 de julio asumió Aleksándr Kérenski (1881-1970), miembro del Partido Laborista, quien con arrogancia mantuvo los intereses de la burguesía y, como medidas paliativas, acordó una alianza entre la Duma y el Sóviet de Petrogrado para hacer algunas concesiones en cuanto a las libertades de expresión, de prensa, de religión, de asociación y de igualdad de derechos para las mujeres, así como la preparación de una asamblea constituyente a ser elegida por sufragio universal.
Aun así, la inestabilidad política y social siguió creciendo. Los malos resultados en la guerra debido a la deficiente preparación de su ejército, mal armado, instruido y organizado, fue causante de tempranas y severas derrotas que condujeron a fuertes pérdidas territoriales, materiales y humanas. Todo esto, sumado a la hambruna que sufrían tanto los ciudadanos como los soldados, hizo que creciera la tensión social.
Las manifestaciones obreras y campesinas en demanda de mejores condiciones laborales y el reparto de tierras, respectivamente, no cesaban. A ellas se les sumaron miles de soldados desertores de la guerra, por lo que la situación social se agravó enormemente. Fue en ese contexto que los bolcheviques, un grupo político radicalizado dentro del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, dirigidos por Vladímir Lenin (1870-1924) decidieron, tras la realización de su 6º Congreso, derrocar al gobierno de Kérenski.

20 de febrero de 2022

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III. La escuela neoclásica / Violentas refriegas en Francia y Estados Unidos

Una de las características de la escuela neoclásica fue centrarse en la interpretación de las preferencias de los consumidores en términos psicológicos. Para los neoclásicos la formación de los precios no se determinaba en función de la cantidad de trabajo necesario para producir los bienes como pensaban Adam Smith o Karl Marx, sino en función de la magnitud de la propensión de los consumidores a obtener un determinado producto. El citado Marshall, en su obra “Principles of economics” (Principios de economía) publicada en 1890, aseguraba que, en un mercado competitivo, las preferencias de los consumidores hacia los bienes más baratos y la de los productores hacia los más caros, se ajustarían hasta alcanzar un nivel de equilibrio, una armonía que se lograría cuando coincidiesen la cantidad que los compradores quisieran comprar con la que los productores deseasen vender.
En tanto Menger, en “Ursprung des geldes” (El origen del dinero), afirmaba que el valor de un producto estaba dado por las necesidades y las limitaciones de los individuos. Y sombríamente añadía que la desigual distribución de la riqueza y de los ingresos se debía en gran medida a los distintos grados de inteligencia, talento, energía y ambición de las personas. Las clases sociales y los conflictos entre ellas, preocupaciones que habían dominado tanto el pensamiento clásico como el marxista, desaparecieron de la consideración del discurso económico de los neoclásicos. Lo mismo puede decirse que ocurrió con el concepto de economía política, ya que se apartaron del estudio del crecimiento económico y su desarrollo histórico para centrarse exclusivamente en el funcionamiento de los mercados.
Como quiera que fuese, el gran crecimiento de la industria hizo aumentar notablemente la cantidad de fábricas y por ende el número de trabajadores. El hecho de que las condiciones laborales de los obreros fuesen sumamente precarias, cumpliendo largas jornadas de doce o más horas en las fábricas cobrando bajos salarios y que, inclusive, se contratara a mujeres y niños a los que se les pagaba aún menos, llevó a la clase trabajadora a protestar mediante movilizaciones y huelgas y a organizarse en sindicatos. Fue esa la razón por la que Marx y Engels junto a teóricos políticos anarquistas como el francés Pierre Joseph Proudhon (1809-1865) y el ruso Mikhail Bakunin (1814-1876), y a un importante número de sindicalistas y cooperativistas ingleses, franceses e italianos, fundasen en Londres en 1864 la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), una entidad más tarde conocida como Primera Internacional que tenía como objetivo central la organización política del proletariado y la abolición de todos los regímenes de clase.


El preámbulo de los estatutos de dicha asociación -redactado por Marx-, entre otras cosas declaraba que “la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos; la lucha por la emancipación no ha de tender a constituir nuevos privilegios y monopolios, sino a establecer para todos los mismos derechos y los mismos deberes. (…) El sometimiento del trabajador a los que monopolizan los medios de trabajo -o sea, la fuente de la vida- es la causa fundamental de la servidumbre en todas sus formas: miseria social, degradación intelectual y dependencia política. (…) La emancipación de los trabajadores no es un problema local o nacional, sino que, al contrario, es un problema social, que afecta a todos los países donde exista una sociedad moderna”. “Por estas razones -concluía Marx- se funda la Asociación Internacional de Trabajadores y declara que todas las sociedades y todos los individuos que se adhieran a ella reconocerán como la base de su conducta hacia todos los hombres, sin distinción de color, creencia o nacionalidad, la Verdad, la Justicia y la Moral, y por lo tanto, ningún derecho sin deberes, ningún deber sin derechos”.
Naturalmente, mientras algunos filósofos y sociólogos progresistas reflexionaban sobre cómo conseguir una distribución equitativa de la producción para repartir la riqueza y acabar con las desigualdades, y las élites liberales teorizaban sobre las diferentes maneras de operar económicamente, distintos acontecimientos ocurrían en diversos lugares del mundo. En Francia, por ejemplo, tan sólo dos días después de que Marx y Engels publicasen en Londres el “Manifiesto del Partido Comunista” (el 21 de febrero de 1848), obreros, comerciantes, artesanos, profesionales y estudiantes ocuparon las calles de París reclamando el fin de la monarquía parlamentaria de Luis Felipe de Orleans (1773-1850). El rey, que gobernaba apoyado por la alta burguesía liberal compuesta por industriales y banqueros, abdicó el 25 de febrero dando paso a la Segunda República Francesa, la que fue gobernada a partir de entonces por Jacques Dupont de l'Eure (1767-1855) con el cargo de presidente provisional. Los únicos logros a nivel social conseguidos por el movimiento revolucionario fueron el decreto del sufragio universal masculino, la fijación de la jornada laboral de 10 horas y el reconocimiento del derecho al trabajo para todos los ciudadanos.


Poco más de dos décadas más tarde, otro episodio revolucionario sacudió a Francia, un hecho que pasaría a la historia como la Comuna de París. El 18 de marzo de 1871, los obreros y los artesanos tomaron el poder en la ciudad de París y mantuvieron el control durante 71 días. El historiador francés Louis Blanc (1811-1882), quien es considerado como uno de los precursores de la socialdemocracia, había escrito unos años antes “Organisation du travail” (Organización del trabajo), un programa de reformas que, entre otras cosas decía: “Donde no existe la igualdad, la libertad es una mentira. (…) Los trabajadores han sido esclavos, han sido siervos, hoy son asalariados; es preciso hacerlos pasar al estado de asociados. (…) Los gobernantes de una democracia bien constituida sólo son los mandatarios del pueblo; deben ser responsables y revocables. (…) Las funciones públicas no son distinciones, no deben ser privilegios; son deberes”.
Dichas proclamas fueron utilizadas sobre todo por los obreros oprimidos por unas pésimas condiciones de trabajo en una Francia que venía de ser derrotada por las tropas alemanas en lo se conoció como Guerra Franco-Prusiana. La crisis provocada por esa derrota llevó a la población obrera de París a sublevarse y constituir la Comuna, un órgano propio para regirse. Luego de la firma de un tratado de paz se celebraron elecciones en Burdeos para elegir una Asamblea Nacional, la que, asentada en Versailles, nombró como Jefe de Gobierno al conservador representante de la pequeña burguesía Adolphe Thiers (1797-1877), un viejo político que gozaba de la confianza de los círculos financieros. Fue él quien aceptó las humillantes y onerosas condiciones impuestas por los prusianos para firmar la paz, las que consistían en ceder Alsacia y Lorena y pagar una indemnización de 5.000 millones de francos, algo que los comuneros parisienses no aceptaron.
Entre los principios que regían a los integrantes de la comuna de París estaban el de reconocer y consolidar la República como única forma de gobierno compatible con los derechos del pueblo y con el libre y constante desarrollo de la sociedad, y el de concederles la autonomía absoluta a ella y a todos los municipios de Francia garantizándoles la inviolabilidad de sus derechos para ejercer sus facultades y capacidades como seres humanos, ciudadanos y trabajadores. Thiers consideró estas reivindicaciones inaceptables; su principal preocupación era, a cambio de garantizarles el orden público y una mano de obra barata y dócil, tranquilizar a los banqueros, los industriales y los grandes propietarios rurales que eran los que tenían que aportar el dinero para pagar la indemnización impuesta por el Primer Ministro del naciente Imperio Alemán Otto von Bismarck (1815-1898).
Fue entonces que, a principios de marzo decidió ahogar la rebeldía de la capital mediante la intervención de las tropas del ejército que enfrentaron a las milicias populares en encarnizados combates que se sucedieron barrio a barrio, calle a calle, lo que dejó un saldo de unos 32 mil comuneros muertos y 43 mil prisioneros, de los cuales 13.450 fueron condenados -entre ellos 157 mujeres y 80 niños- unos a la cárcel y otros al exilio en Nueva Caledonia. Los últimos 147 resistentes que se habían parapetado detrás de un muro del Cementerio de Père-Lachaise fueron fusilados y enterrados en una fosa común. Antes, Thiers ordenó que se exhibieran sus cadáveres para dar una “lección” a los rebeldes. Así, tras la violenta represión contra el proletariado que había impulsado la igualdad de salarios entre hombres y mujeres, la gestión cooperativista de las fábricas abandonadas por sus dueños, la creación de guarderías para los hijos de las obreras y la separación de la Iglesia católica y el Estado, la victoria de los liberales logró consolidar el sistema capitalista en Francia.


Otro suceso trascendental vinculado con la miserable situación de la clase trabajadora ocurrió en 1886 en la ciudad de Chicago. El 1 de mayo de ese año, cerca de 200 mil trabajadores iniciaron una huelga que duró hasta el 4 reclamando que la jornada laboral fuera de 8 horas y no de 12 e inclusive hasta de 16 horas como ocurría en esa ciudad, la que, por entonces, era el epicentro de la industrialización por el desarrollo del ferrocarril y uno de los principales centros de la actividad fabril, comercial y financiera de Estados Unidos. A principios de ese año, el presidente Andrew Johnson (1808-1875) había promulgado una ley que establecía una jornada de 8 horas para todos aquellos empleados de oficinas federales y trabajadores de obras públicas, salvo excepciones y en “casos absolutamente urgentes”. Pero esta ley no contemplaba a los obreros industriales, quienes pedían que se cumpliera la consigna que el galés Robert Owen (1771-1858), teórico y activista por los derechos laborales y sociales, había acuñado en 1817: “Ocho horas de trabajo, ocho horas de recreo, ocho horas de descanso”.
La prensa liberal calificaba a los huelguistas como “truhanes y malhechores”, “demagogos que viven de los impuestos de hombres honestos”, “lunáticos poco patriotas” y “gentuza que no son otra cosa que el rezago de Europa que buscó nuestras costas para abusar de nuestra hospitalidad”. Y a sus demandas las tildaron de “indignantes e irrespetuosas” y de “locura” al reclamar una jornada laboral de ocho horas. Mientras tanto, los días 2 y 3 las manifestaciones de los trabajadores fueron disueltas de forma violenta por la policía, dejando un saldo de seis obreros muertos y varias decenas de heridos. Ante estos incidentes, se convocó a una concentración para el día 4 en Haymarket Square, la que terminó con tres docenas de muertos y más de doscientos heridos entre obreros y policías.
Después de estos hechos, ocho trabajadores fueron acusados de ser enemigos de la sociedad y el orden establecido. Cinco de ellos fueron condenados a la horca y tres a prisión en un juicio sin ningún tipo de garantías, evidentemente muy motivado por cuestiones políticas. El escritor lituano Alexander Berkman (1870-1936), que había presenciado las protestas, manifestó que “el juicio de aquellos hombres fue la conspiración más infernal del capital contra los trabajadores que conoce la historia de América”. Cuando el 11 de noviembre de 1887 se ejecutó a cuatro de los condenados -uno de ellos se suicidó en su celda un día antes de la ejecución- un desfile fúnebre formado por 25 mil personas llenó las calles de Chicago para rendirles homenaje.
John Altgeld (1847-1902), quien más tarde sería gobernador de Illinois por el Partido Demócrata, declaró que los procesados habían sido víctimas de un complot y liberó a los presos que no habían sido condenados a muerte. Años después, un nuevo juicio restauró la memoria de los condenados al demostrarse la falsedad de todo el proceso y, en 1889, el Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional declaró el 1 de mayo como el Día Internacional de los Trabajadores en memoria de “los mártires de Chicago”, una fecha que es feriado en casi todos los países del mundo con una notable excepción: Estados Unidos.


En 1905 el sociólogo y economista alemán Max Weber (1864-1920) publicó “Die protestantische ethik und der geist des kapitalismus” (La ética protestante y el espíritu del capitalismo), un ensayo premonitorio en el cual, entre otras ácidas opiniones, decía que “la llegada de la burguesía en el siglo XIX estaba fundada sobre el rechazo del sistema anterior, en el cual monarquía y aristocracia regulaban estatus, justicia y una parte de los intercambios sobre la base del nepotismo y de la prevaricación mientras la arbitrariedad del príncipe legitimaba el conjunto del sistema desde lo alto de la pirámide. La austera burguesía pretendía instaurar un reinado virtuoso y racional en el que la economía sería gobernada por las reglas del mercado, sin que ningún poder hiciera desviar su justo cumplimiento. Pero ese ideal se evaporó. El capitalismo prospera desde entonces en base al lucro, el exhibicionismo y el desprecio por las reglas colectivas”.
A todo esto, ante el aumento de la demanda de productos industriales en el mercado mundial a principios del siglo XX, los empresarios buscaron maneras de obtener una mayor producción a menor costo y en menor tiempo. Fue el ingeniero norteamericano Frederick Taylor (1856-1915) quien, en su ensayo “The principles of scientific management” (Los principios de la administración científica), esquematizó un método al que llamó organización científica del trabajo. El mismo consistía en organizar el trabajo dentro de la fábrica mediante el cálculo del tiempo exacto que llevaba elaborar cada producto. Por esa razón, cada obrero era controlado por medio de un cronómetro para que realizara su parte del trabajo en el tiempo estipulado. La aplicación de este método conocido como “taylorismo”, que suponía la alienación de los trabajadores, fue utilizada años después por el cineasta Charles Chaplin (1889-1977) como argumento para su película “Modern times” (Tiempos modernos).
Desde comienzos del siglo XX se dio un debate entre los liberales conservadores, que seguían las ideas de Edmund Burke (1729-1797) o Herbert Spencer (1820-1903), y los liberales sociales, que hacían lo propio con las propuestas de John Hobson (1858-1940) o Leonard Hobhouse (1864-1929). Los primeros se oponían férreamente a la participación del Estado en la economía, mientras que los segundos argumentaban que la intervención estatal podía promover la igualdad de oportunidades y adoptar políticas expansivas por el lado de la demanda. Pero, ante el acrecentamiento de los movimientos socialistas y anarquistas en muchas partes del mundo, los liberales iniciaron la construcción teórica del llamado “Estado de bienestar”, cimentado en una tributación redistributiva hacia los derechos de seguridad social, es decir, las pensiones, la sanidad, el desempleo, la educación, la cultura y otros servicios públicos aplicados al conjunto de los ciudadanos.
De todas maneras, para cualquiera que fuese la tendencia dogmática, los liberales seguían manteniendo la idea de la propiedad privada como una sinonimia de la soberanía individual en la cual un individuo, más allá de la potestad del poder político de turno, es dueño de determinados bienes para su propio desarrollo o beneficio. En definitiva, al igual que desde sus inicios como modelo económico, para los liberales de comienzos del siglo XX la propiedad privada era un derecho natural que limitaba la autoridad del gobierno, y cada individuo podía disponer de sus bienes sin que ello implicase un acto de enajenación del patrimonio social sino una práctica legítima de la libertad inherente a los seres humanos.

19 de febrero de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

II. Adam Smith y Karl Marx, las dos caras de una misma moneda

Hace poco más de una década, el historiador y doctor en Ciencias Políticas belga Éric Toussaint (1954), cofundador y portavoz del CADTM (Comité para la Anulación de la Deuda del Tercer Mundo), una ONG (Organización No Gubernamental) miembro del consejo internacional del Foro Social Mundial, escribió un artículo titulado “Adam Smith est plus proche de Karl Marx que de ceux qui l’encensent aujourd’hui” (Adam Smith está más cerca de Karl Marx que de los neoliberales que actualmente lo ensalzan) en el cual, entre otras cosas expresó: “Una de las diferencias fundamentales entre Adam Smith y Karl Marx es que el primero, si bien era consciente de la explotación del obrero por el patrono, apoyaba a los patronos mientras que el segundo estaba por la emancipación de los obreros. En las siguientes citas descubrimos que lo que escribió Adam Smith en los años de 1770 no está tan alejado de lo que escribieron Karl Marx y Friedrich Engels setenta años después, en el famoso ‘Manifiesto Comunista’. Según Adam Smith: ‘Por lo general, el trabajador de la manufactura añade, al valor de los materiales sobre los que trabaja, el de su propio mantenimiento y el beneficio de su patrono’”. “Traducido en términos marxistas -agrega Toussaint-, eso significa que el obrero reproduce en el transcurso de su trabajo el valor de una parte del capital constante, es decir, los medios de producción -la cantidad de materias primas, de energía, la fracción del valor del equipo técnico utilizado, etc.- que entran en la producción de una mercadería determinada, al que se agrega el capital variable correspondiente a su salario y el beneficio de su patrono, lo que Marx denominó plusvalía. Karl Marx y Adam Smith, en épocas diferentes, consideraron que el patrono no produce valor, cuando, por el contrario, es el obrero el que lo produce. Según Adam Smith, el obrero crea valor... sin ningún coste para el capitalista: ‘Aunque el patrono adelante los salarios a los trabajadores, en realidad éstos no le cuestan nada, ya que el valor de tales salarios se repone junto con el beneficio en el mayor valor del objeto trabajado’”, concluye Toussaint.
Otro tema que ambos economistas examinaron fue el de las clases sociales. Smith, en el capítulo XI del libro I de “La riqueza de las naciones”, consideraba que había tres clases sociales fundamentales: la clase de los terratenientes, la clase de los trabajadores y la clase capitalista. “Todo el producto anual de la tierra y el trabajo de cualquier país o, lo que viene a ser lo mismo, el precio conjunto de dicho producto anual, se divide de un modo natural en tres partes: la renta de la tierra, los salarios del trabajo y los beneficios del capital, constituyendo, por tanto, la renta de tres clases de la sociedad: la que vive de la renta, la que vive de los salarios y la que vive de los beneficios. Estas son las tres grandes clases originarias y principales de toda sociedad civilizada”.


Al hablar de la clase de los rentistas, o sea, de los terratenientes, afirmó: “Es la única de las tres clases, que percibe su renta sin que le cueste trabajo ni desvelos, sino que la percibe de una manera en cierto modo espontánea, independientemente de cualquier plan o proyecto propio para adquirirla. Esa indolencia, consecuencia natural de una situación tan cómoda y segura, no sólo convierte a los miembros de esta clase a menudo en ignorantes, si no en incapaces para la meditación necesaria para prever y comprender los efectos de cualquier reglamentación pública”. En cuanto a la clase de los trabajadores escribió: “El interés de la segunda clase, la que vive de los salarios, está tan vinculado con el interés general de la sociedad como el de la primera. Sin embargo, aun cuando el interés del trabajador está íntimamente vinculado al de la sociedad, es incapaz de comprender ese interés o de relacionarlo con el propio. Su condición no le deja tiempo suficiente para recibir la información necesaria, y su educación y sus hábitos son tales que le incapacitan para opinar, aún en el caso de estar totalmente informado. Por ello, en las cuestiones públicas su opinión no se escucha ni considera, excepto en las ocasiones en que los patronos fomentan, apoyan o promueven sus reclamaciones, no por defender los intereses del trabajador, sino los suyos propios”.
Y, por último, concluyó: “La tercera clase la constituyen los patronos, o sea, los que viven de beneficios. El capital empleado con intención de obtener beneficios pone en movimiento la mayor parte del trabajo útil en cualquier sociedad. Dentro de esta clase, los comerciantes y fabricantes son las dos categorías de personas que habitualmente emplean los mayores capitales, y que con su riqueza atraen la mayor parte de la consideración de los poderes públicos hacia sí. Cualquier propuesta de una nueva ley o reglamentación del comercio que provenga de esta clase deberá analizarse siempre con gran precaución, y nunca deberá adoptarse sino después de un largo y cuidadoso examen, efectuado no sólo con la atención más escrupulosa sino con total desconfianza, pues viene de una clase de gente cuyos intereses no suelen coincidir exactamente con los de la comunidad y que tienden a defraudarla y a oprimirla, como ha demostrado la experiencia en muchas ocasiones”.


Algunas décadas más tarde, en el capítulo 52 del volumen III de “Das kapital” (El capital), otra obra fundamental en la historia de las ciencias económicas también publicada en Londres, Marx asimismo se refirió a las clases sociales. Allí escribió: “Los propietarios de la simple fuerza de trabajo, los propietarios de capital y los propietarios de la tierra, cuyas fuentes respectivas de ingresos son el salario, la ganancia y la renta del suelo, es decir, los obreros asalariados, los capitalistas y los terratenientes, constituyen los tres grandes clases de la sociedad moderna basada en el modo capitalista de producción”. Y especificó: “Es en Inglaterra, indiscutiblemente, donde más desarrollada se halla y en forma más clásica la sociedad moderna en su estructuración económica. Sin embargo, ni aquí se presenta en toda su pureza esta división de la sociedad en clases. También en la sociedad inglesa existen fases intermedias y de transición que oscurecen en todas partes las líneas divisorias”.
Si bien, a lo largo de la historia, la división de las sociedades en clases originadas en los diferentes modelos de organización política (amos/esclavos, patricios/plebeyos, señores feudales/siervos, burgueses/proletarios) era un fenómeno conocido mucho antes que Marx y su amigo y colaborador Friedrich Engels (1820-1895) escribieran sobre ella, es a ellos a quienes se les debe la teoría científica sobre dicha estratificación social. Ya en el siglo XVI el filósofo y teórico político italiano Nicolás Maquiavelo (1469-1527) hizo alguna reflexión teórica sobre este fenómeno en su obra “Il príncipe” (El príncipe). Pero sería Marx quien le daría a este antagonismo social la entidad primordial para comprender la historia humana.
En el prólogo a la obra de Marx “Der achtzehnte brumaire des Louis Bonaparte” (El 18 de brumario de Luis Bonaparte), Engels escribió: “Fue precisamente Marx el primero que descubrió la gran ley que rige la marcha de la historia, la ley según la cual todas las luchas históricas, ya se desarrollen en el terreno político, religioso, filosófico, ya en otro terreno ideológico cualquiera, no son, en realidad, más que la expresión más o menos clara de luchas entre clases sociales, y que la existencia y por tanto también los choques de estas clases, están condicionados, a su vez, por el grado de desarrollo de su situación económica, por el modo de producción y de su intercambio, condicionado por ésta. Dicha ley tiene para la historia la misma importancia que la ley de la transformación de la energía tiene para las Ciencias Naturales”.
Había nacido así la doctrina filosófica conocida como materialismo histórico, término que fue acuñado por el filósofo, historiador, sociólogo y economista ruso Gueorgui Plejánov (1856-1918) en varios de los ensayos de su autoría que fueron recopilados y publicados en París en 1897 bajo el título “Essais sur la conception materialiste de l'histore” (Ensayos sobre la concepción materialista de la historia). Para Marx y Engels, las transformaciones sociales a lo largo de la historia eran producto de los cambios ocurridos en los modos de producción, esto es, en las actividades económicas de las sociedades, los que invariablemente condicionaban los procesos políticos y sociales.
En ese sentido, en 1859 Marx escribió en el prólogo de su obra “Zur kritik der plitischen oekonomie” (Contribución a la crítica de la economía política): “En la producción social de su vida, los hombres entran en determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política e intelectual en general”.


Otro tanto hizo Engels en 1877 en “Herr Eugen Dührings umwälzung der wissenschaft” (La revolución de la ciencia de Eugenio Dühring) -obra que sería conocida como “Anti-Dühring”-: “La concepción materialista de la historia parte del principio de que la producción y, junto con ella, el intercambio de sus productos, constituyen la base de todo el orden social; que en toda sociedad que se presenta en la historia, la distribución de los productos y, con ella, la articulación social en clases o estamentos, se orienta por lo que se produce y por cómo se produce, así como por el modo en que se intercambia lo producido”.
El filósofo alemán Johann Fichte (1762-1814) sostenía en “Grundlage der gesamten wissenschaftslehre” (Fundamento de toda la doctrina de la ciencia) que “el idealismo ve que la realidad deriva de la conciencia, la idea o el espíritu mientras que el materialismo ve que la conciencia, la idea o el espíritu derivan de la materia”. Por su parte, el psicoanalista y filósofo alemán Erich Fromm (1900-1980) afirmaba en “Das menschenbild bei Marx” (Marx y su concepto del hombre) que “el materialismo es una concepción filosófica que sostiene que la materia en movimiento es el elemento fundamental del universo”, es decir, se trata de un proceso que considera al hombre real en sus condiciones económicas y sociales, no sólo en sus ideas, puesto que el modo de producción -esto es, la materia en movimiento- determina su pensamiento y sus ideas.
Efectivamente, en “Zur kritik der politischen ökonomie” (Una contribución a la crítica de la economía política) Marx escribió: “El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre lo que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia”. Y en “Die deutsche ideologie” (La ideología alemana), Marx y Engels aseveraron que “el modo como los hombres producen sus medios de vida es ya más bien un modo determinado de la actividad de estos individuos, de manifestar su vida, un determinado modo de vida de los mismos. Los individuos son tal y como manifiestan su vida. Lo que son los individuos coincide, por tanto, con su producción, es decir, tanto con lo que producen como con el modo como producen. Lo que los individuos son depende, por tanto, de las condiciones sociales de producción”.
Para Marx y Engels ninguno de los modos de producción surgía como consecuencia de la naturaleza humana, y consideraban que la búsqueda del máximo de ganancias no era el fin universal del hombre. La evolución histórica estaba directamente condicionada por el antagonismo entre las distintas clases sociales, algo que derivaba del conflicto de intereses que genera la estructura social propia del capitalismo. Para ellos, la propiedad privada de los medios de producción era la clara expresión de este antagonismo. Así lo expresaron en el “Manifest der Kommunistischen Partei” (Manifiesto del Partido Comunista): “¿Es que el trabajo asalariado, el trabajo del proletario, crea propiedad para el proletario? De ninguna manera. Lo que crea es capital, es decir, la propiedad que explota al trabajo asalariado y que no puede acrecentarse sino a condición de producir nuevo trabajo asalariado para volver a explotarlo”.
Muy lejos se sitúa esta aseveración de lo que Adam Smith afirmaba nueve décadas antes en su citada “Teoría de los sentimientos morales”, obra en la que aseguraba que los individuos “son conducidos por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones. Mas no implica mal alguno para la sociedad que tal fin no entre a formar parte de sus propósitos pues, al perseguir su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios”. Y también de lo que pensaban los economistas de la escuela neoclásica o marginalista que surgió alrededor de 1870. Sus mentores proponían una teoría económica basada en modelos matemáticos objetivos y alejada de condicionantes históricos.


Los austríacos Carl Menger (1840-1921), Eugen Böhm von Bawerk (1851-1914) y Friedrich von Wieser (1851-1926), el francés Léon Walras (1834-1910), el italiano Wilfredo Pareto (1848-1923), los estadounidenses John Bates Clark (1847-1938), Thorstein Veblen (1857-1929) e Irving Fisher (1867-1947) y los británicos William Jevons (1835-1882) y Alfred Marshall (1842-1924) son los economistas considerados como los padres fundadores y principales difusores del neoclasicismo económico. Con algunos matices, esta doctrina tuvo tres ramas: la psicológica, la matemática y la historicista. La escuela neoclásica nació durante una época en que las fuerzas productivas de la sociedad capitalista se desarrollaron impetuosamente, sobre todo en lo que se refiere al progreso técnico.
Fue un período conocido como la Segunda Revolución Industrial en el cual los novedosos adelantos de la ciencia y la técnica propiciaron el establecimiento de métodos de producción desconocidos hasta entonces. Se hicieron frecuentes el uso de fuentes de energía como el petróleo, el gas y la electricidad; de materiales como el acero, el aluminio y el manganeso; de sistemas de transporte como el avión, el automóvil, el barco a vapor y el ferrocarril; elementos todos ellos que fomentaron el desarrollo del capitalismo monopolista y propiciaron la concentración de la producción y el capital especialmente en países como Inglaterra -epicentro de la Primera Revolución Industrial-, Alemania, Bélgica, Estados Unidos, Francia y Japón, para extenderse más tarde a España, Italia y Rusia.
Semejante desarrollo tecnológico implicó un notable incremento de la producción en los países industrializados, una situación que impulsó la búsqueda de más mercados. Así fue como se consolidó un mercado mundial en el que los países industrializados y los no industrializados pasaron a desempeñar diferentes roles. Los primeros vendían los productos elaborados y los segundos vendían las materias primas. Esto generó que los grandes grupos económicos que controlaban la producción de bienes en los países desarrollados hiciesen considerables inversiones en los que sólo producían productos primarios provenientes de la agricultura, la ganadería, la pesca y la minería. Se daban así los primeros pasos en lo que se conoce como capitalismo transnacional.

13 de febrero de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

I. Sobre el rol del Estado en el mercantilismo y la fisiocracia

Por su parte el filósofo y jurista francés Charles Louis de Secondat, Barón de Montesquieu (1689-1755), también definió el rol del Estado y cristalizó los fundamentos de la separación de poderes dado que dicho reparto era necesario para evitar la acumulación del mismo en un sólo gobernante que pudiese ejercerlo de manera despótica. La división de poderes en ejecutivo, legislativo y judicial constituiría la garantía para evitar un gobierno tiránico y despótico. “Todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales de los nobles o del pueblo ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares”, afirmó en “L'esprit des lois” (El espíritu de las leyes). Y agregó: “No existe tiranía peor que la ejercida a la sombra de las leyes y con apariencias de justicia. Una injusticia hecha a un individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad”.
Otros pensadores se expresaron sobre la emergente doctrina económica. El filósofo suizo francófono Jean Jacques Rousseau (1712-1778), por ejemplo, decía en su obra de 1762 “Du contrat social” (El contrato social) que “sólo los hombres han nacido libres e iguales” y que “cuanto más crece el Estado, más disminuye la libertad”. A su vez, en “Kritik der praktischen vernunft” (Crítica de la razón práctica) el filósofo prusiano Immanuel Kant (1724-1804), que advertía que el problema principal de una sociedad libre era el conflicto de intereses, afirmaba que “es crucial que el Estado asegure la libertad del pueblo dentro de la ley de manera que cada uno sea libre de buscar su felicidad como mejor le parezca, en tanto no quebrante la libertad los derechos legales de sus conciudadanos en general”. Y en “Idee zu einer allgemeinen geschichte in weltbürgerlicher absicht” (Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita) reconocía la imposibilidad de la economía liberal “en tanto subsistiera entre los pueblos el liberalismo jurídicamente ilimitado”.
Con una mirada también un tanto crítica David Hume (1711-1776), filósofo, historiador y economista escocés, sostuvo en su “A treatise of human nature” (Tratado sobre la naturaleza humana) que el desarrollo económico de una sociedad era consecuencia directa de un buen gobierno, por lo que, dentro de su teoría política, una de las principales tareas del Estado era la de crear las condiciones necesarias para que la economía creciese. Pero, agregaba, “nada resulta más sorprendente para el que examina los asuntos humanos con mirada filosófica que la facilidad con que la mayoría es gobernada por la minoría. (...) El hombre es el mayor enemigo del hombre. (…) El trabajo y la pobreza, tan aborrecidos por todo el mundo, son el destino seguro de la gran mayoría”.


Fue en ese siglo XVIII que la política económica mercantilista, aquella que consideraba que la base de la riqueza de un país consistía en la acumulación de metales preciosos y productos agrícolas que podían obtenerse mediante el comercio (o lisa y llanamente mediante el brutal saqueo a que fueron expuestas las colonias conquistadas desde comienzos del siglo XVI), comenzó a decaer. En este sistema el Estado debía dirigir la economía y fomentar el comercio, impulsando las ventas y dificultando las compras de productos extranjeros. En su reemplazo surgió la fisiocracia, una corriente de pensamiento económico que sostenía que, si bien la riqueza procedía de la naturaleza y más concretamente de la minería y de la agricultura que proporcionaban artículos para la artesanía y el comercio y permitían la alimentación de los pobladores, entendía que la economía tendría unas leyes naturales en las que el Estado no debería interferir.
Dos de los principales ideólogos de la fisiocracia fueron los economistas franceses François Quesnay (1694-1774) y Vincent de Gournay (1712-1759) quienes son considerados por muchos historiadores como los primeros economistas liberales. El primero de ellos, en su “Tableau économique” (Tabla económica) dividió a la sociedad francesa de su época en tres clases: la productora (arrendatarios y trabajadores agrícolas), la propietaria (los dueños de la tierra) y la estéril (artesanos y comerciantes). También expresó que “la tierra es la única fuente de riquezas, y es la agricultura quien las multiplica. El aumento de las riquezas asegura el de la población; los hombres y las riquezas hacen prosperar la agricultura, extienden el comercio, estimulan la industria, acrecen y perpetúan las riquezas”. Para él, la agricultura debía ejercerse con total libertad tanto de cultivo como de precios. En cuanto al segundo, también entendía que las actividades comerciales debían desarrollarse en total libertad, pero sostenía que, además de la agricultura, también la industria era una fuente de riqueza importante. Se opuso a las regulaciones gubernamentales debido a las veía como una forma de atrofiar el libre comercio. Para describir esa situación acuñó el término “burocracia” (literalmente “gobierno de escritorios”). En su afán por promover la abolición de las restricciones al comercio y la industria fue que acuñó un apotegma que sería clave en la historia del liberalismo económico: “laissez faire, laissez passer, le monde va de lui même”, es decir, “dejar hacer, dejar pasar, el mundo va por sí mismo”.


Para los fisiócratas, la propiedad privada ejercida libremente y la desigualdad social eran factores determinantes para el crecimiento económico. Su punto de vista acerca de la economía proponía que una sociedad necesitaba una diferencia en el nivel económico de sus miembros para que circularan las rentas y se originara la riqueza. El sistema económico tenía que causar desigualdades para lograr su mantenimiento indefinido y la intervención del Estado era considerada inútil, consideración esta última que se convertiría en el preludio del liberalismo. Nacida y desarrollada exclusivamente en Francia a mediados del siglo XVIII, la escuela fisiocrática tuvo su preeminencia durante alrededor de tres décadas. Fue precisamente a finales de ese siglo que Napoleón Bonaparte (1769-1821) derrocó al Directorio, última forma de gobierno de la Revolución Francesa de 1789, en lo que se conoció como el “18 Brumario”. Tras ser nombrado Primer Cónsul de la República proclamó que había dado el golpe “para defender a los hombres de ideas liberales”.
Mientras tanto en Gran Bretaña, la producción mecanizada gracias al descubrimiento del vapor generado por la combustión del carbón que sirvió para la creación de máquinas, originó un descenso del trabajo artesanal y dio lugar a que los talleres fueron desplazados por grandes centros fabriles. Ello incidió, a su vez, en que se produjese un aumento de la producción en diferentes tipos de productos, especialmente el textil. Este proceso, que entraría en la historia con el nombre de Revolución Industrial, ocasionó una expansión económica e industrial sin precedentes y un fuerte aumento de la población urbana en detrimento de la población rural dado que, con la expansión de grandes centros de producción industrial en las ciudades, muchos trabajadores rurales se concentraron en estos espacios, rompiendo así con la naturaleza de los trabajadores de épocas anteriores.
Fue así entonces que, ya en el siglo XIX, en pleno auge de la Revolución Industrial que había abolido el sistema feudal, debilitado el absolutismo que se imperaba en algunos países europeos y generado un conjunto de cambios económicos y tecnológicos que transformó la sociedad agraria y artesanal en una predominantemente industrial, se produjo la aparición de nuevas clases sociales: la burguesía y el proletariado, esto es, los propietarios de los medios de producción y los que venden su fuerza de trabajo para proporcionarse los medios de subsistencia. Fue en ese contexto que el filósofo y economista británico John Stuart Mill (1806-1873), uno de los pensadores más influyentes en la historia del liberalismo clásico, publica dos obras sustanciales: “Principles of political economy” (Principios de economía política) y “On liberty” (Sobre la libertad).
En el primero de ellos aseveró que “el valor de una nación no es otra cosa que el valor de los individuos que la componen” y aseguró que “asuntos como el reparto de la riqueza no forman parte de la naturaleza de las cosas. Es esta cuestión una mera creación humana”. Y en el segundo afirmó que “la libertad humana comprende el dominio interno de la conciencia, la libertad de pensar y sentir. De esta libertad de cada individuo se desprende la libertad de asociación entre individuos, la libertad de reunirse para todos los fines que no sean perjudicar a los demás”. Y, con algún atisbo de reproche, agregó: “Dondequiera que hay una clase dominante, una gran parte de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase superior”.


Pero hay que remontarse hasta mediados del siglo XVIII para encontrar a quien es considerado el padre del liberalismo económico, de la economía moderna, del libre mercado, de la ley de la oferta y la demanda como variables que determinan el valor de un producto o servicio y que empujan a la economía a un equilibrio óptimo que promueve el bienestar social sin que sea necesaria la intervención del Estado, en suma, para encontrar al “alma máter” del capitalismo. Se trata del filósofo y economista escocés Adam Smith (1723-1790) quien en sus dos obras más conocidas -“The theory of moral sentiments” (La teoría de los sentimientos morales) y “An inquiry into the nature and causes of the wealth of nations” (Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones)- combinó la economía con la política, la filosofía, la ética y la psicología.
Para Adam Smith los términos liberal y liberalidad eran sinónimos de generoso y generosidad. Esa forma de usar el término liberal deriva, en ciertos pasajes de “La riqueza de las naciones”, en expresiones como “sistema liberal” y “política liberal”, refiriéndose a un sistema generoso y abierto, basado en la libertad económica y contrapuesto al sistema mercantil de su época, con su enjambre de regulaciones, monopolios e intervenciones estatales que, incluso, llega a calificar de “iliberal y represivo”. La emblemática obra está dividida en cinco libros, cada uno de los cuales contiene entre tres y once capítulos. En el primero analiza los métodos de perfeccionamiento de la productividad y la distribución del trabajo entre los diferentes sectores de la población; en el segundo explora el papel que desempeña el capital y cómo se lo puede utilizar; en el tercero examina la diferente distribución de la riqueza en distintos países; en el cuarto aborda el lado político de la economía y, finalmente, en el quinto y último discute el papel que debe desempeñar el Estado en el sistema económico.
En uno de los capítulos de este monumental tratado que fuera publicado en Londres en marzo de 1776, decía Smith: “El único motivo que mueve al poseedor de cualquier capital a emplearlo en la agricultura, en la manufactura o en alguna rama del comercio mayorista o detallista, es la consideración de su propio beneficio particular. Las diferentes cantidades de trabajo productivo que puede poner en movimiento y los diferentes valores que puede añadir al producto anual de la tierra y trabajo de la sociedad, según se emplee de una u otra forma, nunca entran en sus pensamientos”. De esta manera daba a entender que era la ambición, el egoísmo lo que llevaba a los hombres a realizar acciones enfocadas a obtener su propio beneficio, un enfoque distinto al que había dado en “La teoría de los sentimientos morales” donde afirmaba que “cuando el hombre actúa con egoísmo protegiendo sus propios intereses, aún en el caso de que lo haga de modo desordenado y vicioso, es conducido como por una especie de ‘mano invisible’ a producir efectos virtuosos, altruistas”.
Hubo otros economistas de la escuela clásica que también se refirieron a la codicia, al individualismo, al egoísmo, en alguna de sus obras. Para el economista francés Jean Baptiste Say (1767-1832), por ejemplo, si bien el interés egoísta de los hombres adolecía de insensatez, de ignorancia y de pasión, la propiedad privada, el libre mercado y la competencia eran instituciones que organizaban a una sociedad de individuos libres en donde sus “intereses egoístas” terminaban generando un “bienestar social” para todos. Otro tanto hizo el economista inglés David Ricardo (1772-1823) en su ensayo “On the principles of political economy and taxation” (Principios de economía política y tributación), en el cual justificaba el egocentrismo de los empresarios al dar por hecho que era necesario que éstos sólo abonasen a sus trabajadores salarios suficientes para que sobrevivieran y se reprodujeran dadas “las dificultades que suponen los costes de producción (incluyendo mano de obra) para el comercio internacional”.


Casi medio siglo más tarde, en una publicación editada en París bajo el nombre
“Deutsch-französische jahrbücher” (Anales franco-alemanes), aparecía un texto lapidario: “El derecho humano de la propiedad privada es el derecho a disfrutar y disponer de los propios bienes a su antojo, prescindiendo de los otros hombres, independientemente de la sociedad; es el derecho del egoísmo. Aquella libertad individual, al igual que esta aplicación suya, constituye el fundamento de la sociedad burguesa”. El título del ensayo era “Zur judenfrage” (Sobre la cuestión judía) y su autor el sociólogo, economista y filósofo alemán Karl Marx (1818-1883).
Así como para uno de los mayores representantes de la escuela liberal francesa, el economista Frédéric Bastiat (1801-1850) -quien es considerado como uno de los mayores teóricos del liberalismo de la historia-, el Estado era “esa gran ficción mediante la cual todos intentan vivir a costa de los demás” y la tarea de quienes lo gobernaban debía limitarse a proteger las libertades y las propiedades de los ciudadanos, para el citado Marx “el Estado es siempre el Estado de la clase dominante”, y el gobierno “es el órgano de la sociedad para el mantenimiento del orden social”. Por otro lado, en sus “Sophismes économiques” (Sofismas económicos), con respecto a los salarios Bastiat sencillamente señalaba que “cuando dos obreros corren hacia un amo, los salarios bajan; y en sentido inverso, suben cuando dos amos corren hacia un obrero”. En cambio para Marx la situación era mucho más compleja. En “Kritik des Gothaer Programms” (Crítica al Programa de Gotha) afirmaba que “el ser humano que no posee otra propiedad que su fuerza de trabajo debe, en todas las situaciones de sociedad y cultura, ser esclavo de otros seres humanos que se han hecho dueños de las condiciones materiales del trabajo. Sólo puede trabajar con su permiso, por lo tanto, sólo puede vivir con su permiso”.
También, en un pasaje de “La riqueza de las naciones”, Adam Smith analizó el conflicto de intereses entre capitalistas y obreros: “Los salarios corrientes del trabajo dependen del contrato establecido entre dos partes cuyos intereses no son, en modo alguno, idénticos. Los trabajadores desean obtener lo máximo posible, los patronos dar lo mínimo. Los primeros se unen para elevarlos, los segundos para rebajarlos. No es difícil, sin embargo, prever cuál de las partes vencerá en la disputa y forzará a la otra a aceptar sus condiciones. Los patronos, al ser menos en número, pueden unirse fácilmente, y además la ley lo autoriza, o al menos no lo prohíbe, mientras que prohíbe las uniones de los trabajadores. No tenemos leyes parlamentarias contra la asociación para rebajar los salarios; pero tenemos muchas contra las uniones tendientes a aumentarlos. Además, en tales confrontaciones los patronos pueden resistir durante mucho más tiempo. Un terrateniente, un colono, un comerciante o un fabricante pueden, normalmente, vivir un año o dos con los capitales que ya han adquirido, y sin tener que emplear a ningún trabajador. En cambio, muchos trabajadores no podrían subsistir una semana, unos pocos podrían hacerlo durante un mes, y un número escaso de ellos podría vivir durante un año sin empleo. A largo plazo, el trabajador es tan necesario para el patrono como éste lo es para él, pero la necesidad del patrono no es tan inmediata”.