29 de julio de 2022

Entremeses literarios (CCX)

LITERATURA
Julio Torri
México (1889-1970)
 
El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores. La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales y, a pesar de todo, fascinante, mágica, sobrenatural.
 
 
REPERCUSIÓN
Roberto Perinelli
Argentina (1940)
 
Soy un adicto lector de diarios, obligado a consumir la droga todas las mañanas, mientras desayuno. Por eso estoy enterado de las noticias del mundo, de, por ejemplo, que la NASA festejó su cincuenta aniversario enviando al espacio “Across the universe”, de los Beatles.
También es por eso que no me sorprendí para nada cuando un ET (pariente, me dijo), verde, petisito, tres orejas, siete dedos, uno, el del medio, mucho más largo que los otros seis, me paró en la esquina de Diagonal Norte y Maipú para preguntarme dónde quedaba Liverpool.
 
 
SUPLICIO
Carlos Alberto Agudelo Arcila
Colombia (1956)
 
“Ambos debemos morir a la vez”, le dijo él a ella. “Recuerda que fue nuestro sagrado compromiso ayudarnos el uno al otro, el otro al uno”, repitió. “Sí, pero amo a otro y mi compromiso ahora es con él”, respondió, agregando, “Debes morir solo. Sin embargo, por fidelidad a cuanto nos dijimos, mi deber es ayudarte”. El ingenuo hombre la escuchó sorprendido. Ella caminó hasta la gaveta del nochero, extrajo el revólver, lo miró y con un poco de compasión apuntó bien. Ambos sonrieron.
 
 
ESE ES TU NOMBRE
Ornella Barraza
Argentina (1984)
 
Se inclina para ver más de cerca. En el rectángulo verde se ven unos signos. Le piden que los imite en un papel, que use su puño y trace unas líneas.
- Vamos, Pablo -dice una voz femenina, amable pero imperativa.
Toma el lápiz negriamarillo con la goma de borrar en la punta. Acomoda la posición de los dedos, hasta que encuentra la forma exacta. Hace presión, se esfuerza por copiar los signos del rectángulo verde. Le salen un poco chuecos, algo temblorosos, exagerados en las curvas. Mira el resultado ¿Qué es esto?
- Ese es tu nombre -vuelve a decir la voz femenina.
Pablo se encuentra con “Pablo”. Esos signos son instrumentos de sentido para declarar su existencia. Pablo siempre llenó con sonidos lo que no pudo entender por escrito, anhelando la suerte de su hermano, que fue a la capital con una tía y terminó el secundario. Él tuvo que dejar la escuela y quedarse a trabajar en el aserradero con su padre. Pero ahora era su turno. Siempre le molestó la frase “Nunca es tarde”, prefiere pensar que “Tarde es nunca” y que él lo logró. A sus sesenta años, está aprendiendo a leer y a escribir.
 
 
CINCO MINUTOS
Soledad Castro
Uruguay (1981)
 
Lía tiene amores de cinco minutos que comienzan con descubrir ese rostro en la masa anónima de algún subterráneo o en un café. Le lleva dos minutos enteros enamorarse perdidamente de esa mirada que no la ve. Durante el minuto de la locura se corporizan en su cabeza mil formas de irrumpir en esa vida sin destrozarle la magia. La siguiente fracción de segundo pasa ignota, mientras las ideas de conquista se van desvaneciendo. A Lía le rompen el corazón en el último minuto, abandonando un café, bajándose del subterráneo, renunciando a la cola del banco, o simplemente al doblar la esquina.
 
 
INSTRUCCIONES PARA DEPONER UN IMPERIO
Ariel Magnus
Argentina (1975)
 
Retiraron las tropas estacionadas en el mundo y devolvieron la soberanía a los países invadidos, desarticularon sus redes de espionaje y clausuraron sus prisiones clandestinas, condonaron las deudas a los países pobres y cerraron los organismos de crédito. Así fue como su moneda perdió valor y sus políticas perdieron trascendencia, limitándose a los asuntos internos. Largamente se especuló sobre por qué habían renunciado a su liderazgo sin mediar una guerra. Algunos aseguran que fue por filantropía. Los más creen que fue por agotamiento, como un Dios que tras haber deshecho todo, se retira a descansar.
 
 
LA PLUMA
Antonio Fernández Molina
España (1927-2005)
 
Había escrito varias hojas de papel cuando advirtió que desde hacía un rato la pluma escribía con tinta roja. Siguió adelante y un poco después aquella tinta le pareció sangre. Y era sangre en efecto. Pero continuó porque tenía ideas felices y las palabras fluían con naturalidad. Así siguió hasta redondear lo escrito al tiempo de acabársele la sangre a la pluma y caer muerta entre sus dedos.
 
 
EL DILUVIO
Patricia Calvelo
Argentina (1970)
 
Luego de largos meses de durísima labor y un poco descanso, han concluido la magnífica arca. El anciano da cientos de instrucciones a todos acerca de cómo, cuando, por que, para que y con que hay que llenarla. Su boca no cesa de proferir advertencias y amenazas. Finalmente, el aprovisionamiento se ha llevado a cabo.
Entran dos en dos en la inmensa embarcación: “¡una pareja de cada especie!” grita incansable el patriarca. En el séptimo día, cuando hasta el último detalle ha sido cumplido al pie de la letra, cierran el arca con la sensación del deber cumplido. Han dejado al viejo en tierra y, con las primeras gotas, ven con satisfacción como se ahoga en su propio diluvio.
 
 
PELO DE PERRO
Lydia Davis
Estados Unidos (1947)
 
El perro se ha ido. Lo echamos de menos. Cuando suena el timbre, nadie ladra. Cuando volvemos tarde a casa, no hay nadie esperándonos. Seguimos encontrándonos pelos blancos aquí y allá por toda la casa y en nuestra ropa. Los recogemos. Deberíamos tirarlos. Pero es lo único que nos queda de él. No los tiramos. Tenemos la esperanza de que si recogemos suficiente pelo, seremos capaces de recomponer al perro.
 
 
PASIÓN SECRETA
Antonio Toribios
España (1960)
 
“A la oportunidad la pintan calva”, decía siempre mi abuela. Nunca entendí el significado estricto de la frase, pero sí su sentido figurado. Y yo vi la brecha precisa para colarme en la felicidad el día que conocí a Fuencisla. Fue en la cafetería de Derecho, donde había entrado de casualidad. Me sumergí en sus ojos y aún no he emergido. Que mi pasión fuera la Ciencia y detestara las leyes y los códigos no fue un obstáculo. Ella soñaba con un abogado y no era cuestión de defraudarla. Así que cogí con ganas el derecho positivo y aprendí a discriminar pruebas, a escribir alegatos y a poner de relieve la desigualdad de mis clientes. A escondidas colaboraba con un laboratorio. Que descubriese  yo la vacuna fue pura suerte. Lo malo es que ahora me llaman de Estocolmo y no sé cómo decirle la verdad.

24 de julio de 2022

Seis escritores en busca de Hemingway (2)

Como suele ocurrir en materia de crítica literaria, no son coincidentes las valoraciones sobre la obra de Hemingway. Así como para algunos fue una celebridad excepcional gracias a su estilo de escritura, para otros ese estilo fue digno de acaloradas y polémicas discusiones. A pesar de las discordancias, Hemingway es posiblemente uno de los cinco escritores más conocidos del siglo XX y ha tenido una influencia innegable en la literatura mundial. La Academia Sueca, en ocasión de otorgarle el Premio Nobel en 1954, fundamentó su decisión en “el dominio poderoso y maestría en la creación de un estilo del arte moderno de la narración”. Puede decirse que, durante la segunda mitad del siglo XX, su legado ostentó un sitio de honor dentro del mundo de la literatura, lo cual no impidió que muchos escritores de esa época lo emularan y otros tantos lo soslayaran. Convocados por la revista “Crisis”, a renglón seguido las apreciaciones de Haroldo Conti, Rodolfo Wash y Eric Nepomuceno.
 
Haroldo Conti (1925-1976). Maestro rural, director teatral aficionado, profesor de filosofía, guionista cinematográfico y escritor argentino. Recibió el premio Revista Life (1960), el Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires (1964), el Premio de la Universidad de Veracruz de México (1966), el Premio Seix Barral de España (1971) y el Casa de las Américas de Cuba (1975). Es autor de las novelas “Sudeste”, “Alrededor de la jaula”, “En vida” y “Mascaró el cazador americano”; de los libros de cuentos “Todos los veranos”, “Con otra gente” y “La balada del álamo carolina”, y de la obra teatral “Examinados”. A poco de instalada la dictadura militar 1976/1983 fue secuestrado por una brigada del Ejército Argentino. Desde entonces continúa desaparecido.
 
LA BREVE VIDA FELIZ DE MISTER PA
Haroldo Conti

En 1927 Hemingway se instala en Cayo Hueso, donde vivió, pescó y escribió unos diez años. Desde allí cruzó varias veces el Golfo para llegar hasta Cuba, patria a la que a partir de ahí conoció y amó. Cuarenta años después, casi toda mi vida, entre Obispo y Mercaderes, cerca del puerto de La Habana, en un barrio que no ha cambiado mayormente, paso por encima del gastado letrero en venecita que dice: "Hotel Ambos Mundos" y trato de ver con los mismos ojos del "Viejo" el lobby de aquel hotel de segunda categoría que ha elegido justamente por su proximidad con los muelles, donde amarra el "Pilar", y en cuya habitación 511 pasará más o menos espléndidamente los próximos seis meses. El "Hotel Ambos Mundos" en aquel tiempo era propiedad de don Manolo Asper, luego gran amigo del "Viejo". Claro que entonces no era el "Viejo". Don Manolo debe haber visto ese día entrar a un caballero de rostro macizo, más parecido a un medio pesado que a un periodista, echando para adelante con decisión sus enormes zapatos siempre un par de números más grandes. Eran los años de "Los asesinos", "Que te dice la Patria", "Cincuenta de a mil", "Cerros como elefantes blancos", poco antes del suicidio de su padre, cuando estaba entrando en calor para acometer "Adiós a las armas", con cuyo original saldría, por esa misma puerta que acabo de trasponer, uno o dos años después. Pienso -siempre desde el "Viejo"- que si tuviera que elegir un hotel para escribir un par de cuentos y aún una novela, elegiría éste, por maniático que fuese. Claro que el "Viejo", que hoy estaba aquí y mañana en el hotel Florida, de Madrid, donde escribió "La Quinta Columna", no reparaba demasiado en esto. Por lo visto era capaz de escribir en cualquier parte. Para él era más importante que el hotel estuviese cerca de su barco porque en realidad había venido allí para la corrida de la aguja, que comenzaba en el mes de abril, cuando el pez se acerca a la costa. De manera que en este caso el pez decidía por él. En 1940 "Pa" se separa de su segunda mujer, Pauline Pfeiffer, y compra la finca Vigía, a once kilómetros de La Habana, en San Francisco de Paula, sobre la Carretera Central, cerca de Cotorro, un poco antes. Verdaderamente a cualquier escritor subdesarrollado se le caen las medias cuando ve aquella casa. Efectivamente, a primera vista aquella parece más bien la casa de un administrador norteamericano de algún central azucarero y de todas maneras es una muestra algo melancólica de la opulencia de un gran escritor norteamericano que cobraba 15.000 dólares por un simple artículo y percibió 125.000 por "Las nieves del Kilimanjaro". De cualquier forma nos queda el desvelado orgullo de nuestra inmensa y rebelde pobreza que en algún sentido ayuda a nuestra escritura pues nos mantiene junto al pueblo y nos aleja del privilegio. Hemingway alquiló aquella casa en 1939 y la compró al año siguiente. Creo que en esa casa podría escribir la "Divina Comedia" con los pies. La casa se conserva tal cual la dejó el "Viejo", como si se hubiese marchado una vez más de viaje y estuviese por regresar de un momento a otro. Hemingway escribía de pie y descalzo sobre un tablón adosado a la pared, cerca de la cama, que sostenía su Royal portátil y una pizarra de terciado para aguantar las hojas en las que anotaba a mano. Escribía por la mañana. Luego pileta, unos tragos, almuerzo y a La Habana, probablemente al Floridita donde seguía con los tragos y a veces escribía en el mostrador. Una vida miserable, como se ve. La que podría añorar Cabrera Infante o imitar el vacuo de Carlos Fuentes. Sobre una biblioteca hay una estatuilla de Martí, de yeso dorado, de las que mandó hacer Fidel para recompensar con ella a quienes donaron armas o dinero para los jóvenes patriotas que asaltaron el Moncada. De ahí se deduce que el "Viejo" contribuyó también. La estatuilla fue realizada por Fidalgo y lleva una leyenda que dice: "Para Cuba que sufre", extraída de la frase inicial de un discurso del Apóstol que completa rezaba así: "Para Cuba que sufre, mi primera palabra". Hemingway amaba a Cuba y creía en la Revolución. "Las gentes de honor creemos en la revolución cubana", declaró una vez. Dijo también, refiriéndose a Cuba: "Todo lo que tengo está aquí. Mis cuadros, mis libros, mi lugar de trabajo y mis buenos recuerdos".
 
Rodolfo Walsh (1927-1977). Periodista, dramaturgo y escritor argentino que permanece desaparecido desde el día siguiente de la publicación de su "Carta abierta de un escritor a la Junta Militar" en la que denunciaba con precisión las atrocidades cometidas por el gobierno dictatorial. Su obra recorre el género policial, periodístico y testimonial, con obras como "Operación Masacre", "El caso Satanowsky" y "Quién mató a Rosendo". También incursionó en la ficción, donde se destacan "Cuento para tahúres y otros relatos policiales", "Los oficios terrestres" y "Un kilo de oro". Para muchos, Walsh es el paradigmático producto de una tensión resuelta: la establecida entre el intelectual y la política, la ficción y el compromiso revolucionario.

EL COMÚN OFICIO DEL PERIODISMO
Rodolfo Walsh
 
Creo que en un cuento como "Esa mujer", en algún pasaje de "Operación masacre" es posible detectar una influencia, pero me resulta difícil decir si es una influencia directa o un reflejo del común oficio del periodismo. En todo caso es una influencia estilística. No creo en cambio haber sido influido por las ideas, ni por los sentimientos, ni por el proyecto de vida de Hemingway o de muchos de sus personajes, que no tienen nada que ver conmigo, y que son característicamente norteamericanos, y más precisamente de los "roaring twenties" (años locos). Esto no quiere decir que no haya leído algunos libros de Hemingway con placer e incluso con respeto por la maestría de un oficio. Pero nunca he sido un lector consecuente de Hemingway y ni siquiera he leído todos sus libros. Actualmente hay en mí un rechazo consciente, a nivel político, no de la persona de Hemingway, sino de la visión que tiene Hemingway del hombre como individuo ante todo, colocado en circunstancias excepcionales.
 
Eric Nepomuceno (1948). Escritor y periodista brasileño. Ha colaborado en los diarios "Jornal da Tarde" de Brasil, "La Opinión" y "Página/12" de Argentina, "El País" de España, y "Unomásuno" de México. También en las revistas "Veja" y "Nuestra América" de Brasil, "Crisis" de Argentina, "Triunfo" y "Cambio 16" de España, "South" de Inglaterra, y "Proceso" y "Nexus" de México. Publicó los libros de cuentos "Contradanza e outras histórias" (Contradanza y otras historias), "A palavra nunca" (La palabra nunca), "40 dólares e outras histórias" (40 dólares y otras historias), "Coisas do mundo" (Cosas del mundo), y "Quarta feira" (Miércoles); y los ensayos "Hemingway na Espanha" (Madrid no era una fiesta) y "Cuba: Anotaçóes sobre uma revoluçáo" (Cuba: notas sobre una revolución).

EL VIEJO Y SU FANTASMA
Eric Nepomuceno
 
Toda su vida estuvo dividida de manera no muy equilibrada entre el escritor cuya obsesión fundamental era escribir cada vez mejor, el hombre que, poco a poco, fue admitiendo que había sido un fanfarrón siempre que la ocasión se había presentado y aun cuando no había habido ocasión, el nombre preocupado por valores aislados como el honor, el coraje, la lealtad, la honestidad y, finalmente, el hombre empeñado en descubrir la mejor manera de vivir, la forma segura de resistir. Durante casi toda su vida tuvo la convicción de que, por sobre todo, era necesario resistir, y sólo fue desplazada en los últimos tiempos, cuando la angustiante idea de que ya era hora de terminar se hizo insoportable. Los desencuentros de quien, por un lado, trató de vencer el desafío constante que le hacían las luchas sucesivas del juego de vivir y, por otro, trató de alcanzar "la paz por separado", terminaron sumergiendo a Hemingway en una amarga guerra particular. A lo largo de una buena parte de sus sesenta y dos años, esos desencuentros le mostraron que mientras él buscaba y encontraba un millón de placeres, las circunstancias lo obligaban a entender, cada vez más, que la vida humana, incluyendo la suya, estaba salpicada de dolor. Y que lo que ante todo hay que resistir es ese juego. Trece años después de su muerte, la vida de este extraordinario escritor es una leyenda que sigue su curso paralelamente a sus relatos, entre los cuales se encuentran algunas pequeñas obras inmortales. La leyenda de un hombre al que le encantaba contar proezas, la del fanfarrón que se consideraba un amante irresistible y un campeón mundial en todo lo que hacía, aventajó y desplazó con holgura la verdadera imagen de Hemingway. El sostuvo siempre que el orgullo era un pecado mortal, si bien atentó repetidamente contra ese credo propio; su inmensa ambición, su espíritu competitivo que llegó hasta lo inconcebible, el ansia de ser insuperable en todo lo que intentaba y de reafirmar su supremacía, la necesidad desenfrenada de ser admirado y de exhibir su fuerza y superioridad, tenían, sin duda, un reverso. No fueron pocas las oportunidades en que el fanfarrón exhibicionista y egoísta dio pruebas de inmensa generosidad y gentileza. Lo cierto es que Hemingway fue una colección de contradicciones tremendas: el fanfarrón era, muchas veces, un hombre tímido y casi retraído; el grandulón insoportable y arrogante estallaba en lágrimas con frecuencia, y no me refiero aquí a sus últimos tiempos, cuando el proceso de desmoronamiento de su personalidad ya estaba avanzado. Hemingway supo ser generoso en sus juicios con la misma facilidad con que fue intransigente e irreductible; odiaba la literatura fácil y mediocre con la misma espontaneidad con que redactaba cuentos a pedido de revistas sofisticadas o intelectualizadas para ganarse la vida y cuyo único valor visible era su firma. Su versión y rechazo a las posturas intelectualizadas ocultaban a un lector ávido y dueño de una cultura nada insignificante. Como mentiroso jamás se hizo acreedor a otro calificativo que el de "romántico": las suyas eran mentiras bien construidas, muy propias de quien inventa temas y luego los narra para vivir y no encuentra que haya nada malo en trasladar esta conducta al trato diario. Sobre todo muy propias de alguien que, como él, fue un ser ávido de afecto, admiración y compañía. Y si alimentó uno de los pecados mortales de su credo -el orgullo-, lo hizo como si se tratara de una especie de demonio bienamado. Estaba fascinado con su virilidad, con su aguante para la bebida, con su prestigio, con su talento literario, con todo lo que escribía, con su autoconfianza, con sus hazañas en la caza y en la pesca, con el coraje de que daba pruebas a cada instante. Admitía tener miedo y exaltaba la necesidad de sobreponerse a él y refrenarlo. Su humor y sus estados de ánimo podían variar con la misma facilidad con que cambia la temperatura, y esas variaciones eran drásticas: caía en depresiones feroces o se volvía peligrosamente agresivo, para luego desbordar de alegría y exuberancia con una facilidad desconcertante. Era inmune a todas las modas e insistía en la idea de que un escritor tiene, ante todo, que ser un marginal, una especie de gitano, desprejuiciadamente rebelde. Cuidaba su conciencia como si fuera un objeto delicado y peligrosísimo. Detestaba la burocracia, los documentos, el papelerío, la propaganda y la retórica. Su posición política era el conjunto de todas las contradicciones de su personalidad. Tenía una especie de instinto que lo impulsaba a defender los derechos humanos a través de muchos actos generosos y colmados de coraje y de casi todo lo que escribió. Estimaba valores que temía ver perdidos en la humanidad, sobre todo, la honestidad y la verdad. Estuvo en cuatro guerras y, en tres de ellas -la de 1914, la de España y la de 1939/45- llegó a intervenir directamente. Vio todo de cerca y en España intentó algunas definiciones políticas. Por lo demás, trató tenazmente de sobreponerse a los horrores de la guerra mediante la búsqueda del coraje, la honestidad, el honor y la integridad del ser humano. Sin embargo, más de una vez, en la Segunda Guerra, su comportamiento rozó el ridículo. En España trató de evitar a toda costa que la imagen del país fuera confundida con el fascismo y el nazismo. Si bien en su novela "Por quién doblan las campanas" hizo una nueva defensa los derechos humanos, en sus declaraciones, en cambio, no se molestó en disimular su desinterés por la causa española una vez que comprendió que la estrategia militar de la República era errónea. Y cuando los comunistas norteamericanos iniciaron sus críticas contra las fallas ideológicas del libro, se limitó reaccionar como lo hacía siempre: respondió que era capaz de escribir mejor que cualquiera de ellos, amenazó trompear juntos a tres o más de sus críticos y emprendió una dura batalla verbal contra aquellos a quienes llamaba escritores políticamente comprometidos. En esa misma época, el vaivén eterno de sus contradicciones lo llevó a plantear su posición de manera adulta al decir que, para él, la misión primordial de un escritor era escribir. Nadie puede decir si los tiros de la mañana del 2 de julio de 1961 fueron el resultado de la búsqueda imposible de la "paz por separado" o de la acumulación de búsquedas, encuentros y desencuentros de una vida extraordinariamente intensa. Sea como fuere, el mundo al que él aspiraba se había mostrado inviable hacía mucho. Las nociones intuitivas de honor, honestidad, lealtad, coraje y justicia fueron transformándose, poco a poco, en blancos frágiles, en ideas traicionadas, y el mundo se mostraba, como siempre, cada vez menos propicio para buscar en él la paz individual, la paz por separado. Sus sueños -si existieron- difícilmente habrían resistido las verdades que, cada día con más fuerza, proclaman la imposibilidad de mantenerse ajeno. Y Hemingway fue, sin duda, un hombre que amó demasiado muchas cosas. Y que exigió muchísimo del mundo, de la vida y de los hombres. Por eso necesitó resistir a cualquier precio. Sea como fuere.

23 de julio de 2022

Seis escritores en busca de Hemingway (1)

Ernest Hemingway (1899-1961) puso tanta energía en construir su obra literaria como en crear y vender una imagen que trascendiese las fronteras del mundo literario. Viajero incansable, aventurero temerario, Premio Pulitzer en 1953, Premio Nobel en 1954, fue uno de los primeros escritores en ganar fortunas con sus libros. El mito del Hemingway-personaje se apoyó en su proclamado gusto por las mujeres hermosas, el alcohol, la caza, el boxeo, la pesca y las corridas de toros. El mito del Hemigway-escritor se construyó sobre la base de héroes perdidos que buscaban nuevas emociones y en su obsesión por encontrar las formas más naturales de expresar lo que quería decir. En julio de 1974, el director de la revista “Crisis”, Federico Vogelius (1920-1986), solicitó a cinco escritores argentinos y un brasileño que opinasen sobre el autor de “A farewell to arms” (Adiós a las armas) y “The old man and the sea” (El viejo y el mar), y sobre la posible influencia que éste pudo tener sobre sus respectivas obras. A continuación las opiniones de Ricardo Piglia, Osvaldo Soriano y David Viñas.

Ricardo Piglia (1941-2017). Escritor, guionista cinematográfico y profesor de Literatura argentino. Su escritura posee un equilibrio entre el rigor intelectual, la experimentación y su facilidad para ser leída. Entre 1968 y 1976 dirigió la famosa colección "Serie Negra". Su obra ha sido traducida a diferentes idiomas, entre ellos el inglés, el francés, el italiano, el alemán y el portugués. Ha publicado las novelas "Respiración artificial", "La ciudad ausente" y "Plata quemada"; los tomos de relatos "La invasión", "Nombre falso", "Prisión perpetua" y "Cuentos morales"; y los ensayos "La Argentina en pedazos", "El laboratorio del escritor", "Formas breves", "Diccionario de la novela de Macedonio Fernández", "El último lector" y "Crítica y ficción".

LA AUTODESTRUCCION DE UNA ESCRITURA
Ricardo Piglia
 
Hemingway se suicidó en 1936. Quiero decir: a partir de ahí inició un trayecto que, en más de un sentido, se asemeja a un suicidio, o mejor, a un asesinato preparado por la propia víctima. En setiembre de ese año había publicado "Las nieves del Kilimanjaro", este relato sobre el dinero, las mujeres y la muerte, sobre la imposibilidad de escribir, tiene la estructura misma del suicidio: no narra otra cosa que el fin de la escritura de Hemingway, y es su testamento. Hasta ese momento (digamos, entre 1922 y 1937), en quince años de trabajo, había construido una de las escrituras más perfectas de este siglo. Sus mejores textos ("Cerros como elefantes blancos", "El río de los dos corazones", "La luz del mundo") eran relatos breves, fragmentarios: la blancura de la descripción aniquilaba toda anécdota, la escritura giraba en el vacío, remitía a la ausencia, al silencio. Apoyado en las investigaciones de la vanguardia de la década del '20 (sobre todo en la teoría joyceana de la "epifanía") llevaba al límite la búsqueda de una narración de superficie, en la que el sentido estaba siempre desplazado: al descartar toda interioridad, enfrentaba la tradición psicologista de la novela burguesa, basada en la profundidad y en el mito de la esencia del hombre. De todos modos, a partir de cierto momento (digamos, años '35, '36) Hemingway comienza a traicionar ese código: parodia involuntaria de sí mismo, lo que escribe en la segunda mitad de su vida parece encaminado a borrar su escritura, o mejor, a desmentirla. Basta comparar el estilo seudobíblico, "profundo", cargado "de babosa emoción" (la expresión es de Hemingway) de "El viejo y el mar" -esa parábola kitsch-, con la escritura blanca, casi abstracta de "Después de la tormenta": se trata del mismo "tema", pero lo que va de un texto al otro, es lo que va (y pido disculpas por esta expresión tan envejecida) de la "mala" literatura, basada siempre en la buena conciencia de los sentidos plenos, a la "buena" literatura que lucha abiertamente contra esa tentación. Para explicar este "pasaje" -quiero decir: esta pérdida- habría que pensar las relaciones entre escritura y éxito, entre demanda, dinero y mercado (algo de todo eso se puede encontrar en "Las nieves del Kilimanjaro") en la literatura de los Estados Unidos. "Los escritores norteamericanos -decía Scott Fitzgerald- no tenemos segundo acto". No conozco un ejemplo más patético (salvo, quizás, el de Salinger) de autodestrucción de una escritura que el de Ernest Hemingway. Por otro lado, este pasaje ha sido acompañado (habría que escribir: sostenido) por una inflación de la figura pública de Hemingway: imagen del escritor como "playboy", como aventurero, que difunde y estetiza cierta ética del ocio y del consumo, es decir, una moral aristocrática del Amo, que muestra su "clase" en las hazañas de una guerra privada con la muerte y el sexo. Cazador, guerrero, conquistador sostenido por una ideología vitalista, paternalista, antiintelectual, típica del pragmatismo norteamericano (y, digámoslo de pasada, de todo el pensamiento de la derecha) Hemingway se ha convertido en uno de los grandes "héroes" de nuestra cultura. Esta es hoy su mayor influencia: una influencia que, en verdad, se enlaza con uno de los mitos clásicos de la crítica burguesa que pone en la vida del escritor el sentido último de su literatura. De este modo, cierto "culto a la personalidad" del autor se interpone entre el texto y su lectura: arsenal de anécdotas y mitologías que acompañan al texto y permiten "manejarlo" aún antes de haberlo leído. Pocos escritores han sufrido, como Hemingway, esta distorsión: sus textos se pierden en medio de una maraña de mitos, tachados, censurados por un espacio de lectura que el mismo Hemingway parece haberse esforzado en construir sobre las ruinas de su escritura. Así, toda esa elaboradísima construcción verbal (que va desde "En nuestro tiempo" hasta "Las nieves del Kilimanjaro", pasando por "Fiesta") en la que no se escribe otra cosa que la imposibilidad de narrar la experiencia, es leída, retrospectivamente, como una afirmación de la ideología literaria que esos textos intentaban destruir. Respaldado en su "sinceridad", en su experiencia vivida, Hemingway sería la metáfora misma del escritor primitivo, espontáneo. Curiosa paradoja, tradicional, por lo demás, en cierta lectura periodística de la narrativa norteamericana (veamos, si no, lo que ha pasado con Melville: escritor "bárbaro" que comienza "Moby Dick" con diez páginas de citas que van desde Aristóteles hasta Erasmo). Porque en realidad lo que hace Hemingway es crear los protocolos, el código, los procedimientos de la narración "sincera": lenguaje directo, predominio del diálogo, sintaxis antigramatical, repeticiones, es decir, un conjunto muy elaborado de técnicas que buscan "naturalizar" el relato y ocultar sus reglas. En este sentido, existen pocos escritores tan "literarios" (es decir, tan conscientes de que la literatura más "verdadera" es la que se sabe más artificial) como Hemingway: pensemos, sino, en "Padres e hijos", donde es capaz de presentar una violación sexual, a través de una secuencia onomatopéyica de adverbios, basada en la significante maceración -levantarse una mujer y hacer puré- construyendo todo el efecto del relato sobre este juego joyceano. ¿Qué decir (ya que hablamos de influencias) de un escritor cuya primera novela -"Torrentes de primavera"- es un pastiche, únicamente destinado a parodiar (quiero decir, a criticar, a leer por escrito) a su mayor influencia: Sherwood Anderson? (A la inversa, reléase el primer cuento publicado por Hemingway -"Mi viejo"- y se podrá encontrar, desde el título, la "paternidad" de Anderson). Como toda verdadera escritura la del primer Hemingway es un cruce de lecturas, un canje de textos: no hay Hemingway sin la experiencia de la lectura de Mark Twain (sin el trabajo con la lengua hablada del Huck Finn), sin Winnesburg, Ohio, sin los textos de Ring Lardner, sin el fraseo obsesivo de Gertrude Stein, sin los relatos de guerra de Stephen Crane. O sea, y para terminar: el verdadero "héroe" de Hemingway no es el hombre inocente hundido en la experiencia, sino, justamente, Nick Adams, es decir, un Stephen Dedalus (un Hamlet) que ha leído a Thoreau. En fin, y ya que se trata de responder sobre la influencia de Hemingway, quiero decir que estas ideas sobre Hemingway son también, de algún modo, la marca -la influencia- que Hemingway ha dejado en mí. Mientras lo leía, a lo largo de estos años, he escrito algunos relatos y en el trabajo de escribirlos, podríamos decir que en cierta forma aprendía, a la vez, a leer, entre otros autores, a Hemingway (y durante un tiempo sobre todo a Hemingway). Quiero decir, escribir es siempre leer de un modo particular y para hablar de influencias (es decir, de la aprobación, de la herencia, pero también del robo, del plagio, o sea, en última instancia, de la propiedad) para hablar de influencia, digo, me parece necesario apoyarse en una teoría de la lectura: quisiera decir que esa teoría está también presente en Hemingway y desde allí sería preciso partir para leer sus textos (y no sólo sus textos).

Osvaldo Soriano (1943-1997). Periodista y escritor argentino. Trabajó en las revistas "Primera Plana", "Panorama" y "Confirmado", y en los diarios "El Eco de Tandil", "Noticias", "El Cronista", "La Opinión" y "Página/12". Publicó las novelas "Triste, solitario y final", "No habrá más penas ni olvido", "Cuarteles de invierno", "A sus plantas rendido un león", "Una sombra ya pronto serás", "El ojo de la patria" y "La hora sin sombra". También es autor de los libros de historias cortas "Artistas, locos y criminales", "Rebeldes, soñadores y fugitivos", "Cuentos de los años felices", "Piratas, fantasmas y dinosaurios" y "Arqueros, ilusionistas y goleadores". Su obra ha sido traducida a los idiomas inglés, francés, italiano, alemán, portugués, sueco, noruego, holandés, griego, polaco, húngaro, checo, hebreo, danés y ruso.

UNO DE MIS DIOSES OCULTOS
Osvaldo Soriano
 
Creo que varios escritores norteamericanos cambiaron toda la concepción de la narrativa durante este siglo, principalmente después de los años '20. Hemingway, Scott Fitzgerald, Caldwell, Ring Lardner, Dashiell Hammett, publicaron sus primeros libros por la misma época. En "Triste, solitario y final" y en otra novela que estoy terminando, hay una gran influencia -si no toda-, de estos grandes que alguna vez leí con admiración de mitómano. Hemingway, en particular, me asombró en sus cuentos; recuerdo que cada vez que leía alguno de sus relatos -aunque principalmente "Los asesinos" y "Cincuenta de a mil"- me decía: "Escribir es fácil, tiene que ser fácil". Lo contrario me pasaba con Faulkner; siempre que intentaba leerlo (nunca pasé de treinta o cuarenta páginas) me decía: "Escribir, contar algo, es demasiado difícil". Es imposible saber quien ha influido más en los textos que uno escribe solo frente a una máquina: Hemingway debe haber sido, seguramente, uno de mis dioses ocultos; menos, quizá, que Chandler y Caldwell (aunque lo mío parezca tener poco que ver con lo de este enorme narrador), menos que Quiroga y Maupassant. Releo muy asiduamente a quienes me hacen pensar que contar una historia es la mejor manera de contar la Historia. De Hemingway hay, en mi novela, algo muy ínfimo (porque pensar lo contrario sería una total falta de ubicación en la realidad) de la valorización de los espacios no cubiertos por la escritura. Es decir: en el autor de "Fiesta" vale más lo que deja fuera del relato -por misterioso-, que las palabras que cubren la historia. Es uno de los más grandes narradores de este siglo, uno de los pocos que se ha dado el lujo de cerrar su obra con una magistral memoria, como "París era una fiesta". Es que Hemingway es una fiesta, a veces desgarrada y trágica. Pocos como Hemingway, Caldwell y Chandler han hecho del relato moderno algo perdurable. ¿De quién sino de ellos podría yo haber aprendido lo poco que sé? Ese gusto por la aventura como vehículo para acceder a la vida.
 
David Viñas (1927-2011). Ensayista, novelista, dramaturgo y profesor universitario argentino. Fundador de la revista "Contorno" -de gran influencia en medios universitarios e intelectuales-, ha publicado numerosos ensayos entre los que se destacan "Literatura argentina y realidad política: de Sarmiento a Cortázar", "Momentos de la novela en América Latina", "Indios, ejército y fronteras", "Los anarquistas en América Latina" y "De Sarmiento a Dios. Viajeros argentinos a USA". Entre sus novelas sobresalen "Los años despiadados", "Los dueños de la tierra", "Dar la cara", "Cuerpo a cuerpo" y "Tartabul". También es autor de las obras teatrales "Dorrego", "Lisandro", "Tupac Amaru" y "Walsh y Gardel".
 
 
YO ERA HEMINGWAY
David Viñas
 
No me gustaba Mallea. ¿Qué quiere decir esto? Que hace veinte años, si un tipo joven se decidía a escribir novela en este país, el sistema ya le estaba proponiendo un modelo. Hacia 1953 o 1954 el más visible, esto es, el más promocionado por el mercado local era Eduardo Mallea: aquí está, esto es un novelista me susurraban de manera categórica o aterciopelada los diversos medios de difusión. Hubo algunos que creyeron esos mensajes. O fingieron creerlos: un modelo consagrado siempre es una garantía y sus productos gozan de la benevolencia general. Adscribirse a Mallea como modelo de novelista implicaba (de manera correlativa) la "carrera" literaria. Y la identificación con su línea la complacencia, por lo menos de "Sur" y "La Nación", magnas agencias de santificación entonces. Ahí anda todavía Murena que encarna esa secuencia como emergente y como matiz "generacional". No me gustaba Mallea. Por mucho que esos cuchicheos en letra chica siguieran insistiéndome: "Ese es un novelista"; "Un gran novelista"; "El gran novelista argentino"; "Un valor continental"; "Ahí está el camino, la verdad y la vida". No. Me aburría Mallea. Me resultaba insípido Mallea. No creía en ninguno de sus personajes ni en sus situaciones. Todo sonaba a falso allí dentro: ya se tratara de "La bahía de silencio" o de "Los enemigos del alma". Sobre todo el uso de las palabras: ese material, a través de Mallea, se me escurría entre los dedos. O flotaba como una nube melancólica y abstracta. Incluso, presentía que me quería intimidar cuando apelaba a los Grandes Sentimientos o que ya estaba definitivamente incapacitado para dar cuenta de nuestro lenguaje. Su "argentino silencioso" no era más que el escamoteo y la justificación de su incapacidad para asumir (y elaborar) el lenguaje de nuestra comunidad. Y su "Argentina invisible" la trasposición ideológica del cuento de la tela maravillosa: quienes no la veíamos éramos miserables o tramposos. Por eso Hemingway (y por eso Arlt: "El juguete rabioso" y "Por quién doblan las campanas" me llegaron juntas). Su sentido fundamental era el encuentro con novelas descarnadas y lúcidas que si de algo se hacían cargo era -precisamente- de palabras, hombres y situaciones que podía paladear y con los que me entusiasmaba identificarme. Está claro: yo hablaba así, yo podía sentir de esa manera, yo quería conocer a una mujer como María, mi madre se parecía a Pilar, yo me veía como un hermano junto a Robert Jordan entre los campesinos españoles. Yo era Hemingway. No a Mallea. Entendámonos: Mallea es una metáfora. Y sobre él se polarizaban y densificaban todos los valores que yo pretendía impugnar. ¿Era reactiva mi adhesión a Hemingway (y a Roberto Arlt)? Creo que sí. Me definía inicialmente por mi negatividad. Decir que no era empezar a pensar. Aquél fue, en sus rasgos mayores, mi acercamiento a Hemingway. Correspondería hablar de mi distanciamiento. Brevemente: poco a poco fui advirtiendo que en sus textos sus "héroes" utilizaban al "pueblo" como telón de fondo. Mejor: como soporte de su excepcionalidad. Como instauraban la legalidad, terminaban por ser la ley hasta situarse más allá de ella. De ahí que el heroísmo de sus protagonistas se construía sobre una mirada que permanentemente trazaba un movimiento de arriba hacia abajo. No autoritario, quizá; pero sí benevolente. Paternalista al fin de cuentas, el "pueblo" en Hemingway se valida en tanto participa de los valores del "héroe". Y si la supuesta "comunión" no es más que utilización, el pueblo apenas si resulta su base de maniobra. Como quien dice: el distanciamiento de Hemingway se me planteó a partir de su verticalismo narrativo.

17 de julio de 2022

Percepciones metafísicas acerca de la vejez (2). Desde la psicología y la literatura

Naturalmente no fueron pocos los escritores que lucubraron sobre la vejez en algunas de sus obras. Lo hizo, por ejemplo, José Ingenieros (1877-1925), psicólogo, sociólogo y escritor ítalo argentino, quien opinó en “El hombre mediocre”, ensayo  publicado en 1913, que “la vejez inequívoca es la que pone más arrugas en el espíritu que en la frente”. Agregó luego: “La sensibilidad se atenúa en los viejos y se embotan sus vías de comunicación con el mundo que les rodea. El viejo tiende a la inercia, busca el menor esfuerzo; así como la pereza es una vejez anticipada, la vejez es una pereza que llega fatalmente a cierta hora de la vida. A medida que envejece, se torna el hombre infantil, tanto por su ineptitud creadora como por su achicamiento moral. Al período expansivo sucede el de concentración; la incapacidad para el asalto perfecciona la defensa. La insensibilidad física se acompaña de analgesia moral; en vez de participar del dolor ajeno, el viejo acaba por no sentir ni el propio; la ansiedad de prolongar su vida parece advertirle que una fuerte emoción puede gastar energía, y se endurece contra el dolor como la tortuga se retrae debajo de su caparazón cuando persiste un peligro. Así llega a sentir un odio oculto por todas las fuerzas vivas que crecen y avanzan, un sordo rencor contra todas las primaveras”.


Por su parte el escritor alemán Hermann Hesse (1877-1962) en “Gedanken zum alter” (Elogio de la vejez), ensayo en el que consideró que ésta era una etapa de transición en la que, en busca de una especie de equilibrio ante los achaques del cuerpo, las personas reactivan “aquel tesoro en imágenes que llevan en la memoria tras una vida larga, imágenes a las que, al reducir su actividad, le dan una dimensión muy diferente a la concedida hasta entonces. Personajes humanos, que ya no están sobre la Tierra, siguen viviendo en ellos, les pertenecen, les proporcionan compañía y los miran con ojos cargados de vida. Ser viejo es una tarea tan hermosa y sagrada como ser joven, aprender a morir y morir es una función tan valiosa como cualquier otra, siempre que se lleve a cabo con reverencia por el significado y la sacralidad de toda vida”.
Una de las grandes referentes del existencialismo, la filósofa y escritora francesa Simone de Beauvoir (1908-1986), también se ocupó del tema. En el segundo tomo de sus memorias llamado “La force de l'âge” (La plenitud de la vida) escribió: “La muerte me espantó en cuanto comprendí que era mortal… Toleraba mal sentirme efímera, terminada, una gota de agua en el océano; a ratos, todas mis empresas me parecían vanas, la felicidad era un engaño y el mundo la máscara irrisoria del vacío”. Y se extendió en el tercer tomo titulado “La force des choses” (La fuerza de las cosas) afirmando: “¿Qué veo? Envejecer es definirse y reducirse. Me he debatido contra las etiquetas, pero no he podido evitar que los años me aprisionen. Viviré mucho tiempo en ese decorado en que mi vida se ha ubicado… He vivido tendida hacia el porvenir y ahora, recapitulo, en el pasado: se diría que el presente ha sido escamoteado.… La vejez: de lejos se la toma por una institución, pero es la gente joven la que súbitamente encuentra que es vieja. Un día me he dicho ¡tengo cuarenta años! Cuando desperté de esta perplejidad tenía cincuenta. El estupor que entonces se adueñó de mí todavía no se ha disipado”.


Por otro lado, el escritor argentino Ernesto Sabato (1911-2011), quien falleció un par de meses antes de cumplir los cien años, en su ensayo “Uno y el universo” se preguntó: “¿Qué se puede hacer con ochenta años? Probablemente, empezar a darse cuenta de cómo habría que vivir y cuáles son las tres o cuatro cosas que valen la pena. Pues a medida que nos acercamos a la muerte también nos acercamos a la tierra… pedazo de tierra en que transcurrió nuestra infancia, en que tuvimos nuestros juegos… la irrecuperable magia de la irrecuperable niñez”. Y más adelante razonó: “Cuando empezamos a aprender este difícil oficio de vivir ya tenemos que morirnos. A nadie le gusta morir, creo… Pero creo que hay que esperar con dignidad la muerte, que no sabemos lo que es ¡Nadie sabe lo que es el otro mundo! Nadie”. También otro escritor argentino, en este caso Juan José Saer (1937-2005), hace alusión a la vejez en el cuento “En un cuarto de hotel” incluido en su libro de cuentos “Lugar” aparecido en el año 2000. Allí, refiriéndose al personaje central de la narración, dice: “Unos años más y será como esos hombres maduros, o esos viejos que se parecen todos entre sí y que deambulan en las ciudades ignorados por la muchedumbre, grises y anónimos. Recién ahora está empezando a comprobar que la vejez, que en su primera juventud había pensado que era la edad de la sabiduría, no es otra cosa que una inmersión irreversible y lenta en la bestialidad. De los años vividos ya no le va quedando más que la carne corruptible”.


Cinco años más tarde, esto es en 2005, José Saramago (1922-2010) publicaba “As intermitências da norte” (Las intermitencias de la muerte), una novela en la cual imaginó un país en el que un día la gente dejaba de morir, algo que en un principio genera euforia para luego dar paso a la desesperación y al caos cuando las personas toman conciencia de que su destino será una vejez eterna. En las postrimerías de su vida el escritor portugués escribió “Quantos anos tenho?” (¿Cuántos años tengo?), un poema de reivindicación y valoración de la vejez en el que declamó: “¿Qué cuántos años tengo?/ ¡Qué importa eso!/ ¡Tengo la edad que quiero y siento!/ La edad en que puedo gritar/ sin miedo lo que pienso./ Hacer lo que deseo,/ sin miedo al fracaso o lo desconocido/ pues tengo la experiencia de los años vividos/ y la fuerza de la convicción de mis deseos./ ¡Qué importa cuántos años tengo!/ ¡No quiero pensar en ello!/ Pues unos dicen que ya soy viejo/otros ‘que estoy en el apogeo’./ Pero no es la edad que tengo,/ ni lo que la gente dice,/ sino lo que mi corazón siente/ y mi cerebro dicte./ Tengo los años necesarios/ para gritar lo que pienso,/ para hacer lo que quiero,/ para reconocer yerros viejos,/ rectificar caminos y atesorar éxitos./ Ahora no tienen por qué decir:/ ¡Estás muy joven, no lo lograrás!/ ¡Estás muy viejo, ya no podrás!/ Tengo la edad en que las cosas/ se miran con más calma,/ pero con el interés de seguir creciendo./ Tengo los años en que los sueños,/ se empiezan a acariciar con los dedos,/ y las ilusiones se convierten en esperanza./ Tengo los años en que el amor/ a veces es una loca llamarada,/ ansiosa de consumirse en el fuego/ de una pasión deseada,/ y otras es un remanso de paz,/ como el atardecer en la playa./ ¿Qué cuántos años tengo?/ No necesito marcarlos con un número/ pues mis anhelos alcanzados,/ mis triunfos obtenidos,/ las lágrimas que por el camino/ derramé al ver mis ilusiones truncadas/ ¡Valen mucho más que eso!/ ¡Qué importa si cumplo cincuenta, sesenta o más!/ pues lo que importa ¡es la edad que siento!/ Tengo los años que necesito/ para vivir libre y sin miedos,/ para seguir sin temor por el sendero/ pues llevo conmigo la experiencia adquirida/ y la fuerza de mis anhelos/ ¿Qué cuántos años tengo?/ ¡Eso!... ¿A quién le importa?/ ¡Tengo los años necesarios/ para perder ya el miedo/ y hacer lo que quiero y siento!/ Qué importa cuántos años tengo/ o cuántos espero,/ si con los años que tengo,/¡aprendí a querer lo necesario/ y a tomar sólo lo bueno!”.


Dos poetisas argentinas dedicaron también alguno de sus poemas al tema de la vejez. En el caso de Silvina Ocampo (1906-1993), lo hizo en “Envejecer”. En él escribió: “Envejecer también es cruzar un mar de humillaciones cada día;/ es mirar a la víctima de lejos, con una perspectiva/ que en lugar de disminuir los detalles los agranda./ Envejecer es no poder olvidar lo que se olvida./ Envejecer transforma a una víctima en victimario./ Siempre pensé que las edades son todas crueles,/ y que se compensan o tendrían que compensarse/ las unas con las otras. ¿De qué me sirvió pensar de este modo?/ Espero una revelación. ¿Por qué será que un árbol/ embellece envejeciendo? Y un hombre espera redimirse/ sólo con los despojos de la juventud./ Nunca pensé que envejecer fuera el más arduo de los ejercicios,/ una suerte de acrobacia que es un peligro para el corazón./ Todo disfraz repugna al que lo lleva. La vejez/ es un disfraz con aditamentos inútiles./ Si los viejos parecen disfrazados, los niños también./ Esas edades carecen de naturalidad. Nadie acepta/ ser viejo porque nadie sabe serlo,/ como un árbol o como una piedra preciosa./ Soñaba con ser vieja para tener tiempo para muchas cosas./ No quería ser joven, porque perdía el tiempo en amar solamente./ Ahora pierdo más tiempo que nunca en amar,/ porque todo lo que hago lo hago doblemente./ El tiempo transcurrido nos arrincona; nos parece/ que lo que quedó atrás tiene más realidad/ para reducir el presente a un interesante precipicio”.
El otro caso es el de Alejandra Pizarnik (1936-1972), poetisa cuyos últimos años de vida estuvieron marcados por serias crisis depresivas que la llevaron a intentar suicidarse en varias ocasiones. Pasó sus últimos meses internada en un centro psiquiátrico hasta que finalmente terminó con su vida con una sobredosis de seconal sódico. Tenía apenas treinta y seis años. Entre 1960 y 1964 vivió en París trabajando como traductora para algunas editoriales francesas, lo cual no impidió que pasara por una etapa de gran pobreza económica. Escribió en su diario que le molestaba su carencia de edad visible. “Lo que me angustia mucho no es por miedo a la vejez ni a la muerte (las llamo a gritos) sino porque sé que necesito de un cuerpo adolescente para que mi mentalidad infantil no sienta la penosa impresión de ser una niña perdida dentro de un cuerpo maduro”. Tal vez por ello fue que anunció en su poema “La última inocencia”: “Partir/ en cuerpo y alma/ partir./ Partir/ deshacerse de las miradas/ piedras opresoras/ que duermen en la garganta./ He de partir/ no más inercia bajo el sol/ no más sangre anonadada/ no más formar fila para morir./ He de partir/ Pero arremete, ¡viajera!”.


En su libro “Plenitud” publicado en 1918, el poeta mexicano Amado Nervo (1870
-1919) reunió sesenta textos breves en prosa, estrofas poéticas y sentencias entre las cuales dictaminó: “Hay que aprender a vivir, con serenidad y plenitud, también el final e integrar sensata y serenamente nuestro ser en la paz y en la felicidad de haber vivido”. No podían estar ausentes dos de los más notables escritores argentinos: Jorge Luis Borges (1899-1986) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999). Longevos ambos, el primero afirmó en una entrevista que “la vejez no es simplemente una declinación, una mutilación, una pobreza. La vejez es una plenitud también, porque en la vejez entendemos las cosas”. Y en “Elogio de la sombra”, un libro compuesto de poemas y textos breves de prosa poética, escribió: “La vejez (tal es el nombre que los otros le dan) puede ser el tiempo de nuestra dicha”. En cuanto al segundo, en su novela “Diario de la guerra del cerdo” escribió varios párrafos vinculados al tema de vejez. Así pueden leerse sentencias como: “No hay nada peor que la vejez”; “En la vejez todo es triste y ridículo, hasta el miedo de morir” y “La enfermedad no es el enfermo,  pero el viejo es la vejez y no tiene otra salida que la muerte”.
“El miedo a envejecer nace del reconocimiento de que uno no está viviendo la vida que desea. Es equivalente a la sensación de estar usando mal el presente”, decía la escritora estadounidense Susan Sontag (1933-2004) en "As consciousness is harnessed to flesh” (La conciencia uncida a la carne), uno de los tomos que componen sus memorias. Así, como puede observarse cotidianamente, no existe una única teoría sobre el envejecimiento, sino que cada una responde a cuestiones o problemas específicos. El tema de la senectud conlleva innumerables interrogantes dado que no hay una única causa de la misma. Hoy en día, en un mundo avasallado por la tecnología de la comunicación, ya no se necesita de la memoria de los ancianos para transmitir sus conocimientos. Las desmedidas ambiciones y el egoísmo de las modernas sociedades rebosantes de intereses económicos, los ancianos, al no pertenecer al sector económicamente productivo, muchas veces se convierten en una carga que entorpece el ritmo de vida de los que los rodean. No por nada el memorable escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984) puso en boca de uno de los personajes de “Los buenos servicios”, uno de los cuentos que integran su libro “Las armas secretas”: “En la vejez no queda más remedio que pensar en uno mismo, porque los demás...”.

12 de julio de 2022

Percepciones metafísicas acerca de la vejez (1). Desde la filosofía y la teología

El asunto de la vejez, decrepitud, ancianidad, senilidad, longevidad, senectud, vetustez o como quiera que se lo llame, es un tema que atañe a la humanidad desde los comienzos mismos de su historia. En los pueblos primitivos, aquellos que no contaban con un lenguaje escrito y la cultura era transmitida oralmente de generación en generación, los ancianos eran respetados por ser los portavoces de las tradiciones y la sabiduría. El término anciano proviene del latín “antianus”: “que es de antes”. En el antiguo Egipto la longevidad era vista como un regalo de los dioses. Aquellos que la alcanzaban ocupaban cargos honorables en el gobierno y se les aseguraba el alimento y el bienestar hasta el fin de sus días. Era usual que las familias se reuniesen alrededor de los ancianos para que éstos les contasen sus experiencias de vida y les impartieran sus juiciosos consejos. Y sin embargo, fue precisamente en Egipto donde Ptahhotep (siglo XXIV a.C.), un visir del faraón, esto es su asesor político, dejó escritas en un papiro hallado recién en el siglo XIX, las que pueden considerarse las más antiguas reflexiones sobre la vejez, a la que calificó como “la peor de las desgracias que pueden afligir a un hombre”.
Muchos años más adelante, entre los siglos VIII y V a.C., en la antigua Grecia el poder era ejercido por ancianos bajo una forma de gobierno denominada “gerontocracia” (“gerontos”: anciano, “kratos”: gobierno). Tiempo después el filósofo Platón de Atenas (427-347 a.C.),​​ en su obra “Politeia” (República), justificó esta modalidad al considerar que la ancianidad era la etapa en que los seres humanos alcanzaban impecables virtudes morales como la prudencia, la sagacidad, la discreción y el buen juicio, condiciones todas ellas que los habilitaban para desempeñar con autoridad los más altos cargos públicos. Sin embargo su discípulo Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.),​​​​ consideró, tanto en “Téchnē rhētorikē” (Retórica) como en “Ethika Nikomacheia” (Ética Nicomáquea), dos de sus más importantes obras, que la vejez era una etapa de debilidad e inutilidad para la vida social, por lo que sólo era merecedora de compasión. Y en “De generatione animalium” (Sobre el origen de los animales) directamente la calificó como una “enfermedad natural”.


Un par de siglos más tarde, el filósofo Marco Tulio Cicerón (106 -43 a.C.), cónsul de la República Romana que existiera entre los años 509 y 27 a.C., escribió “De senectute” (De la vejez), un tratado en el que afirmó que había que aceptarla como una etapa más de la vida, “rica en dones y placeres”. Y, si bien algunos placeres ya no se podían obtener, “la naturaleza sabiamente quita el deseo de tenerlos”. La culpa de que la vejez fuese ingrata no estaba en ella misma sino en las costumbres,  pues “aquellos ancianos que han cultivado la virtud a lo largo de su vida, que son moderados y no exigentes, que han tenido una vida bien llevada, no debieran tener quejas ni mayores penas”. Al contrario de Aristóteles, Cicerón sustituyó el sentimiento de compasión por el de respeto y veneración.
Ya en el nuevo milenio, las concepciones antagónicas sobre la vejez se hicieron presentes en las consideraciones de célebres teólogos. Agustín de Hipona (354-430) por ejemplo, coincidiendo con la posición platónica, realzó la figura del anciano revistiéndolo de dignidad y sabiduría. En sus “Confessiones” (Confesiones) escribió que “en la vejez abundan los achaques: tos, catarro, legañas, ansiedad, agotamiento”, pero a pesar de ello el anciano es un “modelo y guía de vida y de enseñanza”. Por su parte Tomás de Aquino (1224-1274), en “Summa theologica” (Suma teológica) adhirió al aristotelismo al subrayar el egoísmo solitario de la senilidad, su deterioro físico y moral, y sugirió que la vejez era “sinónimo de decadencia ya que las personas mayores están marcadas por comportamientos de interés únicamente personal”.
Ya en el siglo XVII, fue el filósofo inglés Francis Bacon (1561-1626) quien abordó el tema de la vejez desde un punto de vista científico. Sus preocupaciones sobre la longevidad lo llevaron a tratar de entender las causas del envejecimiento y cómo se podría intervenir para retardar su proceso. En 1623 publicó “Historia vitae et mortis” (Historia de la vida y la muerte), un ensayo en el que sostuvo que la vida sería más extensa si se atendiesen y mejorasen las condiciones sociales e higiénicas  de los seres humanos. “La vejez -escribió con cierta ironía- se puede sobrellevar por cuatro cosas: la madera vieja para quemar, el vino viejo para beber, los viejos amigos en quienes confiar y los viejos autores para leer”. Por la misma época el escritor francés François de La Rochefoucauld (1613-1680) publicaba “Réflexions ou sentences et maximes morales” (Reflexiones o sentencias y máximas morales), una colección de más de quinientos adagios en los que sintetizó sus ideas. En uno de ellos aseguró de manera contundente: “La vejez es un tirano que prohíbe, bajo pena de muerte, los placeres de la juventud”.


En el siglo siguiente, conocido como “Siglo de las luces”, ocurrieron sucesos muy trascendentes tanto en materia política y social como científica y cultural. En Inglaterra se inició la Revolución Industrial, un proceso de profundas transformaciones económicas, sociales, culturales y tecnológicas debidas a la  creación de innovaciones tecnológicas y científicas que implicaron una ruptura con las estructuras socioeconómicas existentes hasta el momento. La producción mecanizada generó un notable descenso del trabajo artesanal ya que los talleres fueron reemplazados por grandes centros fabriles, lo que marcó el nacimiento de una nueva clase social: el proletariado industrial. También aconteció la Revolución Francesa, un movimiento político, social e ideológico que derrocó a la monarquía absolutista capitaneada por la aristocracia y el clero y creó un régimen republicano dirigido por la burguesía. Su impacto ideológico y político influyó en el resto de los países de Europa y se la consideró como el inicio de una nueva era: la Edad Contemporánea.
También en el siglo XVIII nació la “Ilustración”, un movimiento cultural e intelectual especialmente dinámico en Inglaterra, Alemania y Francia. En este último país se destacaron grandes pensadores entre los que sobresalieron los filósofos Denis Diderot (1713-1784) y Jean Le Rond d’Alembert (1717-1783), quienes dirigieron la “Encyclopédie, ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers” (Enciclopedia, o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios), un proyecto que aglutinó a varios de los mejores intelectuales de la época con la intención de difundir principios sobre el hombre, el conocimiento, la razón y el progreso. Dos de ellos, François Marie Arouet, Voltaire (1694-1778) y Jean Jacques Rousseau (1712-1778) también se ocuparon del tema de la vejez. El primero lo hizo en su “Dictionnaire philosophique” (Diccionario filosófico), obra en la cual escribió: “Para la vejez no hay nada bueno, salvo una ocupación que siempre se tenga al alcance y que nos entretenga hasta el punto de que nos impida atormentarnos a nosotros mismos. Cuanto más envejecemos, más necesitamos estar ocupados. Es preferible morir antes que arrastrar ociosamente una vejez insípida”. Y el segundo lo hizo en “Émile ou De l’éducation” (Emilio o De la educación), una novela en la que puede leerse: “La juventud es el tiempo de estudiar la sabiduría; la vejez, el de practicarla”.


Por entonces, el científico alemán Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799) había comenzado a anotar en cuadernos apuntes, notas y bocetos autobiográficos, pensamientos todos ellos que serían publicados póstumamente. Algunas de las numerosas máximas y reflexiones aparecieron bajo el título “Aphorismus” (Aforismos), entre los que se puede leer: “Nada nos hace envejecer con más rapidez que el pensar incesantemente en que nos hacemos viejos”. Otras fueron editadas como “Vermischte schriften” (Escritos diversos), y allí apareció un pensamiento mordaz: “Cuando llega la vejez, el estar enfermo se transforma en una suerte de salud y no se advierte ya que se está enfermo. Si el recuerdo del pasado no subsistiera nos daríamos poca cuenta del cambio. Por lo tanto, creo que la vejez no existe para el animal, como no sea a nuestros ojos. Una ardilla que al llegar el día de su muerte lleva una vida de molusco, no es más desdichada que el molusco. Pero el hombre, que vive en tres lugares, en el pasado, en el presente y en el futuro, puede ser desdichado a partir del momento en que uno de los tres no vale nada. La religión hasta ha agregado un cuarto: la eternidad”.
Durante el siglo XIX dos de los más celebrados filósofos alemanes expusieron sus ideas acerca de la senectud. Arthur Schopenhauer (1788-1860) lo hizo en “Die kunst, am leben zu bleiben” (El arte de sobrevivir), ensayo en el cual expresó que “mientras en la juventud se aprende a soportar los fracasos, en la vejez lo que se aprende es a esconderlos”. Y en uno de los ensayos que componen “Parerga und Paralipomena. Kleine philosophische schriften” (Parerga y Paralipómena. Escritos filosóficos menores) en el que reflexionó sobre la naturaleza de la sociedad humana, la política, el egoísmo, el amor, las mujeres y la muerte, afirmó que el hombre que ha llegado a esa edad lo que siente es “una paz inquebrantable, un sosiego profundo, una íntima serenidad, un estado infinitamente superior a cualquier otro”. Por su parte Friedrich Nietzsche (1844-1900) lo hizo en “Götzen dämmerung oder wie man mit dem hammer philosophirt” (El ocaso de los ídolos o Cómo se filosofa a martillazos), obra en la que aconsejó “vivir de modo que se tenga, en el momento oportuno, la voluntad de morir. Y se debe morir orgullosamente cuando ya no se puede vivir con orgullo”.
Otro filósofo, en este caso el británico Bertrand Russell (1872-1970), publicó en 1956 “Portraits from memory and other essays” (Retratos de memoria y otros ensayos). Entre muchas otras cosas en él escribió: “En un anciano, que ha conocido las alegrías y las tristezas humanas, que ha terminado la obra que le cabía hacer, el temor a la muerte es algo abyecto e innoble. El mejor modo de superarlo consiste en ampliar e ir haciendo cada vez más impersonales sus intereses, hasta que, poco a poco, retrocedan los muros que encierran al yo, y su vida vaya sumergiéndose crecientemente en la vida universal. Una existencia humana individual debería ser como un río: al principio, pequeña, estrechamente limitada por las márgenes, fluyendo apasionadamente sobre las piedras y arrojándose por las cascadas. Lentamente el río va haciéndose más ancho, las márgenes se apartan, las aguas corren más mansamente y, por último, sin ningún sobresalto visible, se funden con el mar y pierden, sin dolor, su ser individual. El hombre que, en su vejez, sea capaz de considerar su vida de esta manera, no sufrirá el temor a la muerte, pues las cosas que él estima seguirán existiendo”. Y unos años después, el filósofo italiano Norberto Bobbio (1909-2004) consideró en “De senectute e altri scritti autobiografici” (De senectud y otros escritos autobiográficos) que “lo malo de la vejez es que dura poco. El mundo del futuro está abierto a la imaginación pero ya no le pertenece. El mundo del pasado es aquel donde a través de la remembranza se refugia en sí mismo, retorna a sí mismo, reconstruye su identidad. El viejo vive de recuerdos y para los recuerdos, pero su memoria se debilita día tras día”.


Naturalmente no existe una única percepción sobre el envejecimiento. En un comienzo, los estudiosos del tema se centraron en una perspectiva desde el punto de vista de la biología, ciencia para la cual el envejecimiento se caracteriza por una serie de cambios degenerativos progresivos en la estructura del cuerpo, los que se traducen en un déficit de funciones, una reducción de la capacidad adaptativa y funcional, un aumento de la vulnerabilidad a las distintas enfermedades y, finalmente, la llegada de la muerte. Más adelante también surgieron teorías sociológicas que vincularon el envejecimiento al marco sociocultural en el cual se desenvuelve un ser humano, ámbito que le puede provocar pérdidas sensoriales, motoras y sociales que disminuyen su competencia y reducen su autonomía, funcionalidad y actividad. La sociedad, al asignar roles, normas y comportamientos a las personas mayores, muchas veces pueden generar aislamiento, exclusión, dependencia y vulnerabilidad.
Durante el siglo XX también se analizó el tema desde un punto de vista psicológico, con un enfoque que valoró la interacción de los aspectos biológicos con los sociales y culturales. En ese sentido el neurólogo austríaco Sigmund Freud (1856-1939), quien es considerado el padre del psicoanálisis, en 1926 reflexionó sobre la vejez en una entrevista en la que, entre otras cosas, definió al psicoanálisis como una ciencia que “vuelve la vida más simple. El psicoanálisis reordena el enmarañado de impulsos dispersos, suministra el hilo que conduce a la persona fuera del laberinto de su propio inconsciente”. “Biológicamente -agregó-, todo ser vivo, no importa cuán intensamente la vida arda dentro de él, ansía el Nirvana, la cesación de la fiebre llamada vivir. El deseo puede ser encubierto por digresiones, no obstante, el objetivo último de la vida es la propia extinción”. Y en referencia a la incidencia del aspecto social en la conducta de los seres humanos aseveró que “la maldad es la venganza del hombre contra la sociedad, por las restricciones que ella impone. Las más desagradables características del hombre son generadas por ese ajuste precario a una civilización complicada. Es el resultado del conflicto entre sus instintos y su cultura”.


En cuanto a la vejez, específicamente aseguró que “el impulso de vida y el impulso de muerte habitan lado a lado dentro de nosotros. En todo ser normal, la pulsión de vida es fuerte, lo bastante para contrabalancear la pulsión de muerte, pero en el final, ésta resulta más fuerte”. Y concluyó categóricamente: “Todo lo que vive perece. ¿Por qué debería el hombre constituir una excepción?”. Apenas unos años más tarde, Carl Gustav Jung (1875-1961) se refirió también al tema en uno de los capítulos de “Die dynamik des unbewußten” (La dinámica de lo inconsciente). El médico psiquiatra y psicólogo suizo definió al desarrollo de un adulto como un proceso caracterizado por el crecimiento y los cambios inherentes a ese itinerario en el que los seres humanos fluctúan entre sus objetivos futuros y sus experiencias pasadas. Jung partió de la hipótesis de que en la vejez las personas se desplazan en una especie de viaje al interior de sí mismas, dejando paulatinamente de lado sus vivencias para centrarse en sus propias preocupaciones, reflexionar sobre sus valores, buscar respuestas a los enigmas de la vida y explorar la esencia de su “verdadero yo”. “No podemos vivir el atardecer de la vida con el mismo programa de la mañana”, señaló metafóricamente.