25 de febrero de 2023

Pablo de Santis: Borges, Bioy Casares y “El Séptimo Círculo”

La literatura argentina experimentó durante la década de 1940 y buena parte de la siguiente una serie de cambios temáticos y estructurales. Por entonces se destacaban autores como Victoria Ocampo (1890-1979), Oliverio Girondo (1891-1967), Conrado Nalé Roxlo (1898-1971), Jorge Luis Borges (1899-1986), Leopoldo Marechal (1900-1970), Eduardo Mallea (1903-1982), Raúl González Tuñón (1905-1974) y Adolfo Bioy Casares (1914-1999), por citar sólo algunos. Fue también un periodo de auge de la industria editorial en la Argentina, conocido como la “época de oro”. Por entonces era España quien ostentaba la posición central en el mercado editorial pero, al término de la Guerra Civil, de desmanteló dicha industria y se produjo el éxodo de editores hacia México y, principalmente, hacia Argentina.
Ello contribuyó a la creación de sellos editoriales, la reestructuración de otros, el crecimiento sostenido de la edición de libros, la ampliación de la oferta de obras y la incorporación de nuevos géneros en el panorama literario argentino. Una de las empresas nacidas en ese contexto se fue la editorial Emecé, fundada en 1939 por dos emigrados españoles. Y fue precisamente en esa editorial que, los mencionados Borges y Bioy Casares -quienes se desempeñaban como asesores literarios- propusieron publicar obras del género policial, una categoría que hasta entonces contaba con antecedentes en revistas populares como “Pucky”, “Rastros” o “Tipperary”.
Fue así que, en febrero de 1945 -en medio de las manifestaciones promovidas por el entonces coronel Juan Domingo Perón (1895-1974) cuyos participantes vociferaban el estribillo “alpargatas sí, libro no” como antinomia entre la justicia social y los valores culturales de la oligarquía-, comenzó a publicarse la colección “El Séptimo Círculo”, iniciando de ese modo un exitoso proyecto editorial que marcó el gusto de los lectores por el relato de suspenso. La colección -cuyo título evoca al anillo del infierno que el escritor italiano Dante Alighieri (1265-1321) reservó a los violentos en su obra “Divina commedia” (La divina comedia)- se publicó hasta 1956. La mayoría de las obras publicadas pertenecían a autores extranjeros del género policial, entre ellos los reconocidos Raymond Chandler (1888-1959), James Cain (1892-1977), John Dickson Carr (1906-1977), James Hadley Chase (1906-1985), Ross Macdonald (1915-1983), Margaret Millar (1915-1994) y Sidney Sheldon (1917-2007). Entre los pocos autores argentinos figuraron, entre otros, Bioy Casares y Silvina Ocampo (1903-1993)​​ -en coautoría-, Manuel Peyrou (1902-1974), María Angélica Bosco (1909-2006) y Roger Pla (1912-1981).
El éxito del “El Séptimo Círculo” fue inmediato y sostenido entre 1945 y 1956, años en que las tiradas se mantuvieron alrededor de los 14.000 ejemplares. Este período coincide ¿curiosamente? casi puntualmente con el ascenso y la caída del primer peronismo, el gobierno que marginó a Borges de su humilde puesto de bibliotecario auxiliar en la Biblioteca Municipal Miguel Cané, del barrio de Boedo. También por entonces, en la revista uruguaya “Marcha” apareció el cuento “La fiesta del monstruo”, relato que Borges y Bioy Casares firmaron con el pseudónimo H. Bustos Domeq dando cuenta de su posición política al narrar como la “chusma”, gente proveniente de los suburbios de Buenos Aires, se desplazaba desde la periferia para invadir a la ciudad civilizada haciendo gala de grosería y barbarie.
De todas maneras, con el tiempo los libros de “El Séptimo Círculo” se agotaron y se convirtieron en tesoros de las librerías de viejo. Fue necesario que transcurriera casi medio siglo para que la editorial Emecé reeditase las obras seleccionadas por dos de los más grandes escritores argentinos. Luego, en 2015, la revista cultural “Ñ” reeditó veinte títulos de esa colección. En esa oportunidad, en dicha revista el escritor, periodista y guionista de historietas argentino Pablo De Santis (1963), para celebrar ese evento, publicó un artículo titulado “A 70 años del primer delito”. De Santis, licenciado en Letras en la Universidad de Buenos Aires, es autor, entre muchas otras obras, de las novelas “El teatro de la memoria”, “El calígrafo de Voltaire”, “El enigma de París”, “Crímenes y jardines” y “La hija del criptógrafo”; y los libros de cuentos “Rey secreto” y “Trasnoche”. También ha publicado más de una decena de libros para adolescentes, ensayos sobre el género de las historietas y escribe habitualmente artículos periodísticos sobre el género policial y la literatura fantástica. Miembro de la Academia Argentina de Letras, varios de sus libros han sido traducidos a más de diez idiomas. Fragmentos seleccionados de su artículo publicado en la revista “Ñ” son los que pueden leerse a continuación.


Uno de los placeres de recorrer librerías de viejo es encontrar los descalabrados ejemplares de “El Séptimo Círculo”, la colección que inventaron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Pero con el paso de los años muchos títulos, de tanto alojar criminales entre sus páginas, han aprendido el arte del escondite y la evasión. El regreso de veinte novelas de esta serie es una buena noticia para los lectores.
A “La divina comedia” debemos el ingenioso nombre de la serie: el séptimo es el círculo de los violentos. Los primeros condenados que Dante encuentra en esta parcela del infierno son los suicidas, los violentos contra sí mismos, personajes del todo inadecuados para definir un género en el que todo suicidio termina por ser desmentido por la sagacidad del detective.
Desde su nacimiento, la colección quedó señalada por el logo de José Bonomi (un caballo de ajedrez), el arte de tapa del mismo artista y las contratapas y noticias sobre los autores, que Borges y Bioy escribían cuando se reunían. Anotemos que la presencia del caballo negro contradice felizmente a Poe, que juzgaba el relato policial más semejante a las damas que al ajedrez. Porque en el ajedrez, según Poe, la atención gobierna sobre la agudeza, y no gana el mejor sino el que menos se distrae; mientras que en el juego de damas, como todo es más simple, el jugador se entrega con toda libertad al ingenio. ¡Pero qué poco atractivo hubiera sido una redonda pieza del juego de damas como emblema de la colección!
En la extensa colaboración literaria de Borges y Bioy, no menos importante que la escritura resulta la lectura conjunta, cuyo fruto principal fue la preparación de antologías y colecciones. De entre las muchas que emprendieron o meramente proyectaron, la colección “El Séptimo Círculo” claramente se destaca por su perdurabilidad y su influencia. Junto con la “Antología de la literatura fantástica” (en la que participó además Silvina Ocampo), constituye uno de sus aportes más consistentes en favor de una estética preocupada por reivindicar, a través del modelo del policial clásico inglés, el rigor de las tramas contra el desorden de la novela psicológica o el pretendido realismo naturalista.
Su historia puede contarse muy brevemente. Contratados a fines de 1942, gracias a las gestiones de Silvina Bullrich, amiga personal de Borges, como asesores literarios de la editorial Emecé, propusieron, dice Bioy, “una selección de libros clásicos, que titularíamos ‘Sumas’”. Dado que las dificultades financieras pronto exigieron proyectos menos ambiciosos y más rentables, ofrecieron entonces revisar una “Antología de la literatura policial y fantástica” en la que trabajaban desde 1941 y que se publicaría a fines de 1943 como “Los mejores cuentos policiales”.
Al agotarse rápidamente la edición, convencieron a Emecé de aceptarles en 1944 el proyecto de una colección de novelas policiales, inspirada en “Le Masque”, de París, y “Collins Crime Club”, de Londres. Tras vacilar entre una gran variedad de nombres, como “Máscara”, “Club del Crimen”, “El Jardín Cerrado”, “Cábala”, “Eleusis”, “Hilo de Ariadna”, “Teseo” o “Museo del Crimen”, Borges y Bioy se inclinaron finalmente por el eufónico “Séptimo Círculo”, tomado del “Cerchio dei Violenti” de “La divina comedia”.
“El Séptimo Círculo” se inició, así, el 22 de febrero de 1945 con una elegante edición de “La bestia debe morir”, de Nicholas Blake, traducida por Juan R. Wilcock. El éxito fue inmediato y sostenido: entre 1945 y 1956, Borges y Bioy elegirían 139 volúmenes y escribirían sus correspondientes noticias y contratapas. Borges y Bioy Casares solían consultar las páginas del “Times Literary Supplement” para guiarse por el laberinto del género policial en una época en que se publicaban varios títulos cada semana; luego encargaban en una librería las novelas que juzgaban prometedoras.
“Borges me dijo un día que cuando la gente de Emecé se enterara de que el ‘Times Literary Supplement’ traía una sección con las novedades del género policial, nos echarían a la calle”, recordó el autor de “La invención de Morel”. La mayoría de los autores elegidos eran ingleses, representantes de la novela de enigma. Algunos nombres se repiten en el catálogo, como Patrick Quentin, John Dickson Carr, Nicholas Blake y Anthony Gilbert (seudónimo de una escritora Lucy Beatrice Malleson). Pero también estuvieron presentes los nombres de algunos escritores duros estadounidenses, como Raymond Chandler, James Cain, Robert Parker o los esposos Ross MacDonald y Margaret Millar. Esto no resulta extraño si se piensa en la afición de Borges por el cine policial estadounidense, tan semejante a su literatura. La fobia de los directores de la colección no era la novela dura, aunque así lo declararan, sino el policial francés. Aun así, incluyeron obras de Guy des Cars, Serge Groussard, Fernand Crommelynck y del prolífico Pierre Véry.
Los libros de “El Séptimo Círculo” estaban editados con mucho cuidado, sobre todo si se los compara con otras colecciones de la época, como “Rastros” (que abundaba en autores estadounidenses duros) y la de la editorial Tor, que era el reino de Gastón Leroux, Edgar Wallace, Maurice Leblanc y el misterioso Oscar Montgomery, autor de “El asalto de los esqueletos a la mansión de los cadáveres vivientes” y “Espías en Buenos Aires”. Las portadas de “Tor” y “Rastros” prometían violencia y erotismo; Bonomi, en cambio, ilustraba no las tramas particulares sino el género en sí. Ni “Tor” ni “Rastros” presentaban datos sobre los autores.
La colección incluye títulos que coquetean con la literatura fantástica, como “El maestro del juicio final”, de Leo Perutz, o las novelas del misterioso y olvidado Michael Burt, como “El caso de las trompetas celestiales” o “El caso del jesuita risueño”. Muchos policiales comienzan con un asunto inexplicable, que al cabo tiene una solución racional; las de Burt presentan un misterio que parece racional, y se revela inexplicable. También está en el catálogo la breve y perfecta “El tercer hombre” de Graham Greene, y la inconclusa obra de Dickens “El misterio de Edwin Drood”. Escribe Chesterton en el prólogo: “La única novela que Dickens no terminó es la única que necesitaba un final”.
Su rol como editores daba lugar a curiosas confusiones. Comenta Bioy en su diario: “Con Borges hemos perdido la esperanza de explicar nuestro trabajo como editores en Emecé; unos creen que somos los dueños de Emecé; otros se refieren a esas novelitas que ustedes traducen (frase en que traducen no significa hacer traducir). En cuanto a la confusión de editoriales con imprentas, es universal”. Se ocuparon de los primeros 139 títulos. Luego la selección quedó en manos del editor Carlos V. Frías.


Tanto Bioy en su “Borges”, como el mismo Borges en una entrevista magistral del periodista mexicano Enrique Lobet Jr., cuentan que dejaron de leer para la serie al notar que habían dejado de pagarles. Mejor dicho, se apartaron cuando les señalaron que habían dejado de pagarles, como invitación al abandono. Más allá de estos problemas con la editorial (nada demasiado grave, ya que los dos siguieron publicando en Emecé durante toda su vida), lo cierto es que ese trabajo ya hubiera sido una tarea imposible para Borges, cuya vista empeoró radicalmente a mediados de los años ‘50. De todos modos los nombres de los dos escritores continuaron en cada ejemplar de la colección. “Lo conservan como adorno tipográfico”, decía Borges.
Los nombres de Borges y Bioy Casares son marcas tan fuertes que se supone que los libros elegidos por Frías son de menor valor. Sin embargo, en la etapa de Frías se publicaron también obras extraordinarias, como “La especialidad de la casa”, colección de cuentos de Stanley Ellin o “Sólo monstruos”, una de las mejores novelas policiales de todos los tiempos, de la escritora canadiense Margaret Millar. A la etapa de Frías pertenecen también las dos extrañísimas novelas de Kyril Bonfiglioli, cuyo narrador es un marchand amoral y sibarita.
Entre los pocos libros escritos en español hay dos clásicos: “Los que aman odian” de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, y “El estruendo de las rosas” de Manuel Peyrou. Enrique Amorim (uruguayo radicado en Buenos Aires) publicó “El asesino desvelado”. Eduardo Morera, Alejandro Ruiz Guiñazú y Roger Pla firmaron con seudónimo (Max Duplan, Alexander Rice Guiness y Roger Ivness, respectivamente), lo que revela la desconfianza que todavía provocaba el policial. En “El Séptimo Círculo” se publicó también la novela más conocida de María Angélica Bosco, “La muerte baja en el ascensor”, que ganó el premio Emecé en 1954.
En el catálogo hubo algunas ausencias notables, como Agatha Christie, sólo presente en el volumen colectivo “El almirante flotante”. Esta novela es una de las curiosidades de la colección: en los años ‘30 varios integrantes del “Detection Club” de Londres, que agrupaba a autores de policiales, se propusieron escribir un capítulo cada uno, a manera de un cadáver exquisito. Otra ausencia notable es la de Chesterton (aunque también presente en un capítulo de “El almirante flotante”). Como es famosa la devoción de Borges por Chesterton, podemos conjeturar que se trató de una cuestión de derechos. Borges pudo desquitarse al publicar una antología del irlandés, “La cruz azul y otros cuentos”, en su Biblioteca Personal. Aunque no deja de haber una especie de maldición: en su prólogo a “La cruz azul” Borges juzga a “Los tres jinetes del Apocalipsis” el mejor relato del volumen. Pero quizás a causa de una distracción del editor, o de un conjuro celta, ese cuento no aparece en el libro. Buen tema para un relato fantástico.
La colección siguió hasta los años ‘80. El último título fue “Los intimidadores”, de Donald Hamilton. Ya por ese entonces se había perdido todo cuidado en la edición, y algunos libros aparecían publicados sin un mínimo trabajo de corrección. Pero las tiradas seguían siendo enormes para las moderadas expectativas actuales. De “Pregunta por mí, mañana”, de Margaret Millar, publicado en 1979, la tirada fue de 14.000 ejemplares.
En los años ‘70 Jorge B. Rivera y Jorge Lafforgue, grandes especialistas del policial, se ocuparon de consultar a los directores de la colección y al ilustrador para saber cuáles eran sus novelas favoritas. Esta lista de preferencias aparece en “Asesinos de papel”, fascinante libro sobre los avatares del género. La encuesta dio este resultado: Borges: “El señor Byculla” de Erik Linklater; “El señor Digweed y el señor Lamb” y “Los rojos Redmayne”, de Eden Phillpotts; “La torre y la muerte”, de Michael Innes”; “La piedra lunar” y “La dama de blanco” de Wilkie Collins; “La bestia debe morir”, de Nicholas Blake; “El hombre hueco”, de John Dickson Carr y “Extraña confesión”, de Anton Chejov. Bioy Casares: “La torre y la muerte” de Michael Innes (decía Bioy: “Luego supimos que Innes muy probablemente se hallara entonces en Buenos Aires, pues trabajaba en el servicio secreto británico y por aquellos años lo habían destinado a esta ciudad”). En sus “Memorias”, Bioy agrega novelas de su preferencia: “Mi propio asesino” de Richard Hull y “La larga búsqueda del señor Lamousset”, de Lynn Broke. José Bonomi: “Los anteojos negros”, de John Dickson Carr. La mayoría de estas preferencias aparecen entre los veinte títulos ahora reeditados.
Hablar de novelas policiales es recordar cuántas veces los amigos nos han recomendado tal o cual libro. Esto es especialmente apropiado para esta colección, que no es sólo un viaje por el género: es también la historia de una amistad.

18 de febrero de 2023

Beethoven y el testamento de Heili­genstadt

Hacia fines de 1792 Ludwig van Beethoven (1770-1827) viajó a Viena (Austria), ciudad en la que ya había estado durante la primavera de 1787. Allí recibió lecciones del compositor y pianista Joseph Haydn (1732-1809), del compositor y teórico Johann Georg Albrechtsberger (1736-1809), del compositor y profesor Johann Baptist Schenk (1753-1836), todos ellos austríacos, y del compositor y director de orquesta italiano Antonio Salieri (1750-1825). En 1795 realizó su primer concierto público en Viena como compositor profesional, en el que interpretó algunas de sus primeras obras de las ciento treinta y ocho que compondría a lo largo de su vida. Luego haría una exitosa gira que lo llevaría a Berlín, Budapest, Dresde, Leipzig y Praga.
Hacia 1801, la progresión de la sordera que lo afectaba desde 1796 se había agravado, por lo que el médico que lo atendía, el doctor Johann Adam Schmidt (1759-1809), le sugirió un retiro campestre en una localidad cercana a Viena llamada Heiligenstadt, un hermoso paraje con vistas al Danubio y los Cárpatos donde Beethoven se instaló en el verano de 1802. Allí, en una atmósfera de paz, se operó una profunda trans­formación en el ánimo del músico, sustentada por inten­sos períodos de meditación. Contempló el decurso de su vida, hizo un balance de lo realizado, vislumbró los años ve­nideros y presintió la posibilidad de la muerte.


El fruto de estas reflexiones fue el llamado testamento de Heiligenstadt. Al morir su madre en 1787, y debido a que su padre era ya un alcohólico sin remedio, Beethoven tuvo que hacerse cargo de sus dos hermanos. En ellos pensó y a ellos se dirigió en estos términos:

"A mis hermanos Kaspar y Johann van Beethoven. ¡Ustedes que me consideran y declaran hostil, obstinado o misántropo, cuan injustos son conmigo! No conocen las causas secretas que me hacen aparecer así. Mi corazón y mi mente, desde mi niñez, me instaban a los tiernos sentimientos del cariño y el afecto. Siempre me sentí llamado a realizar grandes obras, pero piensen solamente que durante los últimos seis años me he visto atacado por un mal incurable, agravado por la incompe­tencia de los médicos, defraudado de año en año en unas ilusorias esperanzas de mejoría, y finalmente obli­gado a admitir la potencia de mi mal, cuya cura puede acaso durar años, si es que aún cabe remedio. Nacido con un temperamento ardiente y vivaz, sensible a los goces de la sociedad, pronto tuve que renunciar a ellos para vivir una vida de reclusión. En ocasiones he trata­do de olvidarlo todo, ¡cuan cruelmente, sin embargo, he sido repelido por la dolorosa experiencia de mi oído de­fectuoso! Y no me era posible decir a las gentes ¡hablen más alto, griten, porque estoy sordo! ¿Cómo podía yo proclamar la falta de un sentido que debería poseer en más alto grado que ningún otro, un sentido que en un tiempo poseí con más agudeza que cualquiera de mis colegas? ¡Ciertamente, no puedo! Perdónenme, por tanto, si me ven retraído, cuando de buen grado estaría entre ustedes. Mi desgracia me mortifica doblemente, porque me hace objeto de la incomprensión. Estoy ale­jado de la diversión en la sociedad de las demás criatu­ras, de los placeres de la conversación, de las efusiones de la amistad. Casi solo en el mundo, no me atrevo a aventurarme en la sociedad más que lo absolutamente necesario. Me veo obligado a vivir en un exilio. Si obten­go compañía, una dolorosa ansiedad me posee porque me aterra la idea de que mi mal sea descubierto. Tal ha sido mi estado, también, durante este medio año que he pasado en el campo. Impulsado por un inteligente médi­co a economizar mi oído tanto como me fuera posible, a menudo me he visto casi animado dada mi buena dispo­sición natural, aunque alejado de las personas a las que aprecio. ¡Pero qué humillante resultaba el que alguien, a mi lado, escuchara el eco distante de una flauta y yo no pudiera distinguirlo, o se me avisara del canto de un pastor y nuevamente me hallara yo privado de sentir sonido alguno! Tales circunstancias me han llevado al borde de la desesperación y en más de una ocasión he pensado en poner fin a mi vida: nada, sino mi arte, detu­vo mi mano. ¡Me parecía imposible abandonar este mundo hasta no haber producido todo lo que en mi in­terior sentía que debía realizar! Por ello he continuado esta vida miserable -miserable en verdad- y he soporta­do este cuerpo irritable que con una facilidad increíble puede cambiar de la mejor a la peor disposición. Pacien­cia, así se me ha dicho; ésta debe ser mi guía. Lo he he­cho. La firmeza será mi resolución para perseverar has­ta que a los hados inexorables les plazca cortar el hilo de mi vida. Quizá mi condición mejore, quizá no. Estoy contento. Llegar a ser un filósofo a mi edad, veintiocho años, no es sencillo, y para un artista es más difícil que para ningún otro ser. ¡Oh Dios! Tú contemplas desde lo alto mi miseria. Tú sabes que va acompañada de amor a las demás criaturas humanas y de disposición hacia las obras buenas. ¡Oh, hombres!, cuando algún día lean esto, piensen que han sido injustos conmigo; y dejen que el afligido se consuele si puede encontrar a uno igual que él, que, a pesar de todos los impedimentos de la naturaleza, hizo cuanto sus facultades le permitieron para ser admitido en las filas de los artistas meritorios y de los hombres de bien. Ustedes, mis hermanos Kaspar y Johann, tan pronto como yo esté muerto, si el profe­sor Schmidt todavía vive, ruégenle, en mi nombre, que escriba una detallada descripción de mi enfermedad y que a tal descripción añada como apéndice este papel, para que después de mi muerte le sea posible al mundo reconciliarse conmigo. Al mismo tiempo, los declaro a ambos herederos de mi pequeña propiedad (si así puede llamarse). Divídanla fraternalmente; que haya acuerdo entre ustedes y ayúdense mutuamente. Lo que hayan hecho para herirme, lo saben bien, ha sido perdonado hace tiempo. A ti, hermano Kaspar, te agradezco en particular el afecto que me has mostrado en los últimos tiempos. Mi deseo es que puedas vivir más felizmente, alejado de las preocupaciones que yo he padecido. Re­comienda la virtud a tus hijos; sólo ello, no las riquezas, puede darles la felicidad. Les hablo desde mi experiencia. Fue la virtud la que me sostuvo en la aflicción; es ella, en connivencia con mi arte, la que me ha impedido que terminara mis días con el suicidio. Adiós, y reciban mi amor tanto uno como otro. Doy las gracias a mis ami­gos, especialmente al príncipe Lichnowsky y al profesor Schmidt. Deseo que los instrumentos del príncipe Lich­nowsky puedan quedar en posesión de uno de ustedes; pero no disputen a causa de ello. En cualquier caso, sin embargo, si les pueden ser más útiles de alguna otra ma­nera, dispongan de ellos. ¡Qué contento estoy de pensar que puedan serles útiles, aunque yo esté en la tumba! ¡Así sea! Deseo ir a la muerte con alegría. Si se presenta antes de que haya tenido ocasión de desarrollar mis ha­bilidades profesionales, habrá venido demasiado pronto; a pesar de mi duro destino, desearía que hubiera retra­sado su llegada. Pero aun entonces me sentiré feliz por­que me liberará de un estado de infinito sufrimiento. Ven, pues, cuando quieras, ¡oh, muerte!, te recibiré con firmeza. Adiós y no me olviden del todo cuando haya fallecido. Creo que lo merezco porque durante mi vida pensé a menudo en ustedes y deseé hacerlos felices. ¡Ojalá lo sean siempre! Ludwig van Beethoven. Heiligenstadt, 6 de octubre de 1802".


En la parte externa del documento, Beethoven anotó lo siguiente:

"A mis hermanos Kaspar y Johann, con la finalidad de que se lea y ejecute después de mi tránsito. Heiligenstadt, 10 de octubre de 1802. Por tanto, me despido de ustedes y lo hago con tris­teza. Sí, esa remota esperanza que traje conmigo de una posible mejoría, al menos hasta cierto punto, se ha ale­jado de mí por completo. Como las hojas del otoño caen heridas a la tierra, así la esperanza me ha abando­nado definitivamente. Casi como llegué, debo marchar; incluso el arrogante coraje que frecuentemente me ani­maba en los cálidos días del verano se ha alejado de mí. ¡Oh, Providencia, garantízame al menos un solo día de sincera alegría! ¡Hace ya tanto tiempo que soy un extra­ño a los deliciosos sones de la alegría! ¡Cuándo, oh Dios, cuándo sentiré de nuevo esa alegría en el templo de la naturaleza y de los hombres? ¿Nunca? ¡No, eso sería de­masiado duro!".

Algunas de las frases del testamento describen con claridad el nuevo período que se abría en la vida de Beethoven. La creación musical, vista en su infancia como un lejano objetivo impuesto por un pa­dre dominante y arbitrario, sentida después como expre­sión peculiar de su naturaleza fogosa, pasó a ser, a partir de ese momento, el refugio y el consuelo de un hombre solitario. Este cambio sustancial se tradujo de forma expresa en sus partituras: su técnica y su capacidad inventiva se ensancharon hasta niveles que en sus primeras obras apenas podían entreverse. Resulta significativo que, después del testamento de Heiligenstadt, la primera obra del año 1803 fue la "Heroische Sinfonie" (Sinfonía Heroica).
En ese mismo año, el empresario y libretista Emmanuel Schikaneder (1751-1812) contrató a Beethoven como uno de los compositores fijos de su nuevo teatro, el Ander Wien. La posterior venta del teatro puso fin a las relaciones de Beethoven con el género lírico, las cuales, a pesar de su brevedad, habían generado una obra maestra: "Fidelio oder die eheliche liebe" (Fidelio o el amor conyugal). Beethoven se trasladó a la casa del libretista Stephan von Breuning (1774-1827), seguramente para ahorrarse las molestias económicas de un alojamiento propio. Es notable la preocupación obse­siva que Beethoven tuvo siempre por el dinero.
A pesar de la profunda depresión -o tal vez, gracias a ella- a Beethoven le quedaban por delante veinticinco años de fecunda creatividad: seis sinfonías y una impresionante cantidad de sonatas y conciertos para piano y para violín, obras de cámara, series de variaciones, arreglos de canciones populares y bagatelas para piano, entre ellas la monumental "Für Elise" (Para Elisa).

12 de febrero de 2023

Daniel Pennac. Los derechos imprescriptibles del lector (2)

Daniel Pennac, además de la publicación de una colección de libros infantiles (la serie de aventuras de Kamo) y otra de novelas policíacas (la saga Malaussène), ha escrito novelas como “Le dictateur et le hamac” (El dictador y la hamaca) y “La loi du rêveur “La ley del soñador”, libros de memorias como “Mon frère” (Mi hermano) y “Journal d'un corps” (Diario de un cuerpo), obras teatrales como “Le sixième continent” (El sexto continente) y varios guiones para cine y televisión. Entre sus ensayos se destacan “Le Service Militaire au service de qui?” (¿El Servicio Militar al servicio de quién?) y el renombrado “Comme un roman” (Como una novela). La particularidad de su escritura estriba en la manera coloquial y ágil con que es narrada. Pennac sostiene que su principio narrativo está en el error, del cual nace el humor. En “Como una novela” indaga en el proceso de construcción de la literatura y defiende el placer de la lectura. En uno de sus capítulos señala que “están los que jamás han leído y se avergüenzan de ello, los que ya no tienen tiempo de leer y lo lamentan, los que no leen novelas, sino libros útiles, ensayos, obras técnicas, biografías, libros de historia, están los que leen todo sin fijarse en qué, los que “devoran” y cuyos ojos brillan, están los que sólo leen los clásicos, amigo mío, “porque no hay mejor crítico que el tamiz del tiempo”, los que pasan su madurez “releyendo”, y los que han leído el último tal y el último cual, porque, amigo mío, “hay que estar al día”. Pero todos, todos, en nombre de la necesidad de leer. Incluido aquel que, si bien ya no lee ahora, afirma que es por haber leído mucho antes, sólo que ahora ya ha terminado su carrera, y tiene la vida “montada”, gracias a él, claro (es de los “que no deben nada a nadie”), pero reconoce gustosamente que esos libros, que ahora ya no necesita, le han sido muy útiles, indispensables, incluso, sí, ¡in-dis-pen-sa-bles!”. Como cierre del ensayo aparecen “Los derechos imprescriptibles del lector”, cuya segunda y última parte pueden leerse a continuación.


6 El derecho al bovarismo (enfermedad de transmisión textual)
Eso es, a grandes rasgos, el bovarismo, la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones: la imaginación brota, los nervios se agitan, el corazón se acelera, la adrenalina sube, se producen identificaciones por doquier, y el cerebro confunde (momentáneamente) lo cotidiano con lo novelesco. Es nuestro primer estado colectivo de lector. Delicioso. Pero bastante pavoroso para el observador adulto que, casi siempre, se apresura a agitar un “buen título” bajo las narices del joven bovariano, gritando:
- Bueno, supongo que Maupassant es “mejor”, ¿no?
Calma…, no cedamos al bovarismo; digámonos que, a fin de cuentas, la propia Emma no era más que un personaje de novela, es decir, el producto de un determinismo en el que las causas sembradas por Gustave sólo engendraban los efectos -por verdaderos que fueran- deseados por Flaubert. En otras palabras, no porque una joven coleccione novelas rosas acabará tragándose un cucharón de arsénico. Forzarle la mano en esta fase de sus lecturas significa separarnos de ella renegando de nuestra propia adolescencia. Y también privarla del placer incomparable de desalojar mañana, y por sí misma, los estereotipos que, hoy, parecen arrojarla fuera de ella. Es de sabios reconciliarnos con nuestra adolescencia; odiar, despreciar, negar o simplemente olvidar el adolescente que fuimos es en sí una actitud adolescente, una concepción de la adolescencia como enfermedad mortal. De ahí la necesidad de acordarnos de nuestras primeras emociones de lectores y de levantar un altarcito a nuestras antiguas lecturas. Incluidas las más “estúpidas”. Desempeñan un papel inestimable: conmovernos de lo que fuimos riéndonos de lo que nos conmovía. No hay duda de que los muchachos y las muchachas que comparten nuestra vida ganan con ello en respeto y en ternura. Y luego decirse también que el bovarismo es -junto con algunas más- la cosa mejor repartida del mundo: siempre la descubrimos en el otro. No es extraño que a la vez que vilipendiamos la estupidez de las lecturas adolescentes, colaboremos en el éxito de un escritor telegénico, del que nos burlaremos tan pronto como haya pasado de moda. Las modas literarias se explican ampliamente por esta alternancia de nuestros entusiasmos iluminados y de nuestros repudios perspicaces. Jamás crédulos, siempre lúcidos, pasamos el tiempo sucediéndonos a nosotros mismos, convencidos para siempre de que madame Bovary es el otro. Emma debía de compartir esta convicción.
 
7 El derecho a leer en cualquier lugar
 Châlons-sur-Marne, invierno de 1971. Cuartel de la Academia de Artillería. En el reparto matutino de faenas, el soldado de segunda clase Fulano (Matrícula 14672/1, perfectamente conocido por nuestros servicios) se presenta sistemáticamente como voluntario para la faena menos solicitada, la más ingrata, distribuida casi siempre a título de castigo y que atenta a la más alta honorabilidad: la legendaria, la infamante, la innombrable faena de letrinas. Todas las mañanas. Con la misma sonrisa (interior).
- ¿Faena de letrinas?
Adelanta un paso:
- ¡Fulano!
Con la gravedad última que precede al asalto, empuña la escoba de la que cuelga la bayeta, como si se tratara del banderín de la compañía, y desaparece, con gran alivio de la tropa. Es un valiente: nadie le sigue. El ejército entero sigue emboscado en la trinchera de las faenas honorables. Pasan las horas. Le creen perdido. Casi se han olvidado de él. Se olvidan. Reaparece, sin embargo, al final de la mañana, cuadrándose para el parte al brigada de la compañía:
- ¡Letrinas impecables, mi brigada!
El brigada recupera bayeta y escoba con una honda interrogación en los ojos que jamás llega a formular (obligado por el respeto humano). El soldado saluda, media vuelta, se retira, llevándose consigo su secreto. El secreto tiene un peso considerable dentro del bolsillo derecho de su traje de faena: 1.900 páginas del volumen de las obras completas de Nicolás Gógol. Un cuarto de hora de bayeta a cambio de una mañana de Gógol… Cada mañana durante los dos meses de invierno, confortablemente sentado en la sala de los retretes cerrada con siete llaves, el soldado Fulano vuela muy por encima de las contingencias militares. ¡Todo Gógol! De las nostálgicas “Veladas de Ucrania” a los desternillantes “Cuentos petersburgueses”, pasando por el terrible “Tarás Bulba” y el negro sarcasmo de “Las almas muertas”, sin olvidar el teatro y la correspondencia de Gógol, ese increíble Tartufo. Porque Gógol es un Tartufo que hubiera inventado a Molière, cosa que el soldado Fulano jamás habría entendido de haber dejado esta faena para los demás. Al ejército le gusta conmemorar los hechos de armas. De éste, sólo quedan dos alejandrinos, grabados en la parte superior de una cisterna, y que se cuentan entre los más suntuosos de la poesía francesa: “Sí, yo puedo sin mentir, y esto es doctrina, decir que leí a Gógol en la letrina”. (Por su parte, el viejo Clemenceau, “el Tigre”, también él un famoso soldado, daba gracias a un estreñimiento crónico, sin el cual, afirmaba, jamás habría tenido la dicha de leer las “Memorias” de Saint-Simon).
 
8 El derecho a hojear
 Yo hojeo, nosotros hojeamos, dejémosles hojear. Es la autorización que nos concedemos para tomar cualquier volumen de nuestra biblioteca, abrirlo por cualquier lugar y sumirnos en él un momento porque sólo disponemos precisamente de ese momento. Algunos libros se prestan mejor que otros a ser hojeados, por componerse de textos breves y separados: las obras completas de Alphonse Allais o de Woody Allen, las novelas cortas de Kafka o de Saki, los “Papeles pegados” de Georges Perros, las “Máximas” de aquel buen viejo La Rochefoucauld, y la mayoría de los poetas… Dicho eso, se puede abrir a Proust, a Shakespeare o la “Correspondencia” de Raymond Chandler por cualquier parte, hojear aquí y allá, sin correr el menor riesgo de sentirse decepcionado. Cuando no se dispone ni del tiempo ni de los medios para regalarse con una semana en Venecia, ¿por qué negarse el derecho a pasar allí cinco minutos?

9 El derecho a leer en voz alta
Yo le pregunto:
- ¿Te leían historias en voz alta cuando eras pequeña?
Ella me contesta:
- Jamás. Mi padre viajaba con mucha frecuencia y mi madre estaba demasiado ocupada.
Yo le pregunto:
- Entonces, ¿de dónde te viene este gusto por la lectura en voz alta?
Ella me contesta:
- De la escuela.
Contento de oír que alguien reconoce un mérito a la escuela, exclamo, lleno de alegría:
- ¡Ah! ¿Lo ves?
Ella me dice:
- En absoluto. En la escuela nos prohibían la lectura en voz alta. La lectura silenciosa ya era el credo de la época. Directo del ojo al cerebro. Trascripción instantánea. Rapidez, eficacia. Con un test de comprensión cada diez líneas. ¡La religión del análisis y del comentario desde el primer momento! ¡La mayoría de los jóvenes reventaban de miedo, y sólo era el principio! Todas mis respuestas eran exactas, por si quieres saberlo, pero, devuelta en casa, lo releía todo en voz alta.
- ¿Por qué?
- Para maravillarme. Las palabras pronunciadas comenzaban a existir fuera de mí, vivían realmente. Y, además, me parecía que era un acto de amor. Que era el amor mismo. Siempre he tenido la impresión de que el amor al libro pasa por el amor a secas. Acostaba mis muñecas en mi cama, en mi sitio, y yo les leía. A veces me dormía a sus pies, sobre la alfombra.
La escucho…, la escucho, y me parece oír a Dylan Thomas, borracho como la desesperación, leyendo sus poemas con su voz catedralicia… La escucho y me parece ver al viejo Dickens, al enjuto y pálido Dickens, muy cerca de la muerte, subir al escenario, su gran público de iletrados repentinamente petrificado, silencioso hasta el punto de que se oye abrir el libro, “Oliver Twist”…, la muerte de Nancy… ¡Nos leerá la muerte de Nancy! La escucho y oigo a Kafka riéndose hasta llorar al leer “La metamorfosis” a Max Brod, que no está seguro de seguirle, y veo a la pequeña Mary Shelley ofrecer grandes fragmentos de su “Frankenstein” a Percy y a los compañeros hechizados. La escucho y aparece Roger Martin du Gard leyendo a Gide sus tomos de “Los Thibault”, pero Gide no parece oírle… Están sentados al borde de un río… Martin du Gard lee, pero la mirada de Gide no está allí…, los ojos de Gide se dirigen a la lejanía, donde dos adolescentes se zambullen, una perfección que el agua viste de luz. Martin du Gard está furioso…, pero no, ha leído bien…, y Gide lo ha entendido todo… y Gide le dice todo lo bueno que piensa de sus páginas…, pero, de todos modos, quizá convendría modificar esto y aquello, aquí y allí. Y Dostoievski, que no se contentaba con leer en voz alta, sino que escribía en voz alta… Dostoievski, sin aliento, después de haber aullado su requisitoria contra Raskolnikov (o Dimitri Karamazov, ya no sé)… Dostoievski preguntando a Anna Grigorievna, la esposa estenógrafa:
- ¿Qué? ¿Cuál es tu opinión? ¿Eh? ¿Eh?
-  ¡Culpable!
Y el mismo Dostoievski, después de haberle dictado el alegato de la defensa:
- ¿Qué? ¿Qué?
- ¡Inocente!
Sí, extraña desaparición la de la lectura en voz alta. ¿Qué habría pensado de esto Dostoievski? ¿Y Flaubert? ¿Ya no tenemos derecho a meternos las palabras en la boca antes de clavárnoslas en la cabeza? ¿Ya no hay oído? ¿Ya no hay música? ¿Ya no hay saliva? ¿Las palabras ya no tienen sabor? ¡Y qué más! ¿Acaso Flaubert no se gritó su “Madame Bovary” hasta reventarse los tímpanos? ¿Acaso no es el más indicado para saber que la comprensión del texto pasa por el sonido de las palabras de dónde sacan todo su sentido?¿Acaso no sabe cómo nadie, él, que peleó tanto contra la música intempestiva de las sílabas, la tiranía de las cadencias, que el sentido es algo que se pronuncia? ¿Cómo? ¿Textos mudos para espíritus puros? ¡A mí, Rabelais! ¡A mí, Flaubert! ¡Dosto! ¡Kafka! ¡Dickens, a mí! ¡Gigantescos berreadores de sentido, aquí inmediatamente! ¡Vengan a soplar en nuestros libros! ¡Nuestras palabras necesitan cuerpos! ¡Nuestros libros necesitan vida! La verdad es que el silencio del texto es cómodo, no se arriesga en él la muerte de Dickens, a quien sus médicos suplicaban que callara al fin sus novelas. El texto y uno mismo, todas esas palabras amordazadas en la acogedora cocina de nuestra inteligencia, ¡cómo se siente alguien en esta silenciosa elaboración de nuestros comentarios! y después, al juzgar el libro para nuestros adentros, no corremos el riesgo de ser juzgados por él porque, a partir de que la voz se mezcla, el libro dice muchas cosas sobre su lector…, el libro lo dice todo. El hombre que lee en viva voz se expone del todo. Si no sabe lo que lee, es ignorante en sus palabras, es una calamidad, y eso se nota. Si se niega a habitar su lectura, las palabras no pasan de letras muertas, y eso se siente. Si llena el texto con su presencia, el autor se retracta, es un número de circo, y eso se ve. El hombre que lee en viva voz se expone absolutamente a los ojos que lo escuchan. Si lee realmente, si pone en ello su saber controlando su placer, si su lectura es un acto de simpatía tanto para el auditorio como para el texto y su autor, si consigue hacer entender la necesidad de escribir despertando nuestras más oscuras necesidades de comprender, entonces los libros se abren de par en par, y la multitud de los que se creían excluidos de la lectura se precipita detrás de él.
 
10 El derecho a callarnos
 El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupo porque es gregario, pero lee porque se sabe solo. Esta lectura es para él una compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra pero que ninguna otra compañía podría sustituir. No le ofrece ninguna explicación definitiva sobre su destino pero teje una apretada red de connivencias que expresan la paradójica dicha de vivir a la vez que iluminan la absurdidad trágica de la vida. De manera que nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir. Y nadie tiene poderes para pedirnos cuentas sobre esa intimidad. Los escasos adultos que me han dado de leer se han borrado siempre delante de los libros y se han cuidado mucho de preguntarme qué había entendido en ellos. A ésos, evidentemente, hablaba de mis lecturas. Vivos o muertos, yo les dedico estas páginas.

11 de febrero de 2023

Daniel Pennac. Los derechos imprescriptibles del lector (1)

El escritor francés Daniel Pennac (1944) nació en Casablanca, Marruecos. Hijo de un general francés, pasó su infancia en varios países de África (Argelia, Djibouti, Etiopía y la antigua colonia francesa de África Ecuatorial) y de Asia (Indochina). Ya en Francia, se licenció como profesor de Lengua y Literatura en Niza y luego impartió clases en varios colegios secundarios, entre ellos el Collège-Lycée Paul Claudel d'Hulst de París y el Saint-Paul College de Soissons, una experiencia que volcaría años más tarde en su libro de memorias “Chagrin d'ecole” (Mal de escuela). Comenzó escribiendo literatura infantil y juvenil, pero alcanzó la popularidad con la saga Malaussène, una serie de novelas policíacas cuyos ejes temáticos son la familia, el humor, el misterio y los crímenes, entre las que pueden mencionarse “La petite marchande de prose” (La pequeña vendedora de prosa), “Aux fruits de la passion” (Los frutos de la pasión), “Des chrétiens et des maures” (Entre moros y cristianos) y “Au bonheur des ogres” (La felicidad de los ogros). En 1992 consiguió un gran éxito con el ensayo “Comme un roman” (Como una novela), en el cual, con un lenguaje íntimo y coloquial, estimula la lectura en los niños y los adolescentes. El libro concluye con un decálogo llamado “Les droits imprescriptibles du lecteur” (Los derechos imprescriptibles del lector), en el cual estableció una lista de derechos del lector, para permitirle liberarse de un protocolo de lectura convencional y entregarse a esa práctica a su manera y a su propio ritmo, con total libertad, dado que la lectura debe ser ante todo una fuente de placer y hay muchas maneras de leer. Lo que sigue es la primera parte de dicho decálogo.


1 El derecho a no leer
Como toda enumeración de derechos que se precie, la de los derechos de la lectura debe abrirse por el derecho a no utilizarlo -en este caso el derecho a no leer-, sin el cual no se trataría de una lista de derechos sino de una trampa perversa. Para comenzar, la mayor parte de los lectores se conceden cotidianamente el derecho a no leer. Aunque afecte a nuestra reputación, entre un buen libro y un mal telefilm, el segundo vence al primero con mucha mayor frecuencia de lo que nos gustaría confesar. Y además, no leemos continuamente. Nuestros períodos de lectura se alternan muchas veces con prolongadas dietas en las que la sola visión de un libro despierta los miasmas de la indigestión. Pero lo más importante es otra cosa. Estamos rodeados de cantidad de personas totalmente respetables pero que no leen jamás, o tan poco que nunca se nos ocurriría la idea de regalarles un libro. No leen. Sea porque no sienten la necesidad, sea porque tienen demasiadas cosas que hacer aparte de leer, sea porque alimentan otro amor y lo viven de una manera absolutamente exclusiva. En suma, a esas personas no les gusta leer. No por ello son menos tratables, e incluso son de un trato muy agradable. Son tan “humanas” como nosotros, absolutamente sensibles a las desdichas del mundo, preocupadas de los “derechos del hombre” y entregadas a respetarlo en su esfera de influencia personal, lo que ya es mucho, pero hete aquí que no leen. Son muy libres de no hacerlo. La idea de que la lectura “humaniza al hombre” es justa en su conjunto, aunque experimente algunas deprimentes excepciones. Se es sin duda algo más “humano”, y entendemos por ello algo más solidario con la especie, después de haber leído a Chéjov que antes. Pero evitemos acompañar este teorema con el corolario según el cual cualquier individuo que no lee debiera ser considerado a priori un bruto potencial o un cretino contumaz. Porque, si no, convertiremos la lectura en una obligación moral, y esto es el comienzo de una escalada que no tardará en llevarnos a juzgar, por ejemplo, la “moralidad” de los propios libros en función de criterios que no sentirán ningún respeto por otra libertad inalienable: la libertad de crear. A partir de entonces, el bruto seremos nosotros, por muy “lector” que seamos. En otras palabras, la libertad de escribir no puede ir acompañada del deber de leer. En el fondo, el deber de educar consiste, al enseñar a los niños a leer, al iniciarlos en la Literatura, en darles los medios de juzgar libremente si sienten o no la “necesidad de los libros”. Porque si bien se puede admitir perfectamente que un individuo rechace la lectura, es intolerable que sea -o se crea- rechazado por ella. Es inmensamente triste, una soledad en la soledad, ser excluido de los libros, incluso de aquellos de los que se puede prescindir.

2 El derecho a saltarse las páginas
Leí “Guerra y paz” por primera vez a los doce o trece años. Desde el comienzo de las vacaciones, las de verano, veía a mi hermano enfrascado en una enorme novela, y su mirada se volvía tan lejana como la del explorador que desde hace muchísimo tiempo ha perdido la noción de su tierra natal.
- ¿Es muy bueno?
 - ¡Formidable!
- ¿Qué explica?
- La historia de una chica que quiere a un tipo y se casa con un tercero.
Mi hermano siempre ha poseído el don de los resúmenes. Si los editores lo contrataran para redactar sus “contraportadas” (esas patéticas exhortaciones a leer que aparecen en el dorso de los libros), nos ahorraría muchísimos engaños.
- ¿Me lo prestas?
- Te lo doy.
Yo estudiaba interno, era un regalo inestimable. Dos grandes tomos que me mantendrían en calor durante todo el trimestre. Cinco años mayor que yo, mi hermano sabía perfectamente que “Guerra y paz” no podía ser reducida a una historia de amor, por bien montada que estuviera. Sólo que conocía mi predilección por las pasiones sentimentales, y sabía excitar mi curiosidad con la formulación enigmática de sus resúmenes. Creo que fue el misterio aritmético de su frase lo que me hizo cambiar temporalmente mis prejuicios y para arrojarme a esa novela. “Una chica que quiere a un tipo y que se casa con un tercero”…, no veo cómo habría podido resistirme. En realidad, no me sentí decepcionado, aunque se hubiera equivocado en su cálculo. En la práctica, éramos cuatro los que amábamos a Natacha: el príncipe Andrés, aquel granuja de Anatole (¿podía llamarse a aquello amor?), Pedro Bezujov y yo. Como yo no tenía ninguna posibilidad, tuve que “identificarme” con los demás (pero no con Anatole, ¡un auténtico cerdo!). Una lectura mucho más deliciosa en la medida en que se desarrolló de noche, a la luz de una linterna de bolsillo, y debajo de mis mantas plantadas como una tienda en medio de un dormitorio de cincuenta soñadores, roncadores y demás patanes. La tienda del vigilante donde crepitaba la lamparilla estaba muy cerca, pero daba igual, en amor siempre es el todo por el todo. Todavía siento el grosor y el peso de aquellos volúmenes en mis manos. Me salté tres cuartas partes del libro para interesarme únicamente por el corazón de Natacha. Me compadecí de Anatole, de todos modos, cuando le amputaron la pierna, maldije al estúpido del príncipe Andrés por quedarse de pie delante de aquella bala de cañón, en la batalla de Borodino. Me interesé por el amor y por las batallas y me salté los asuntos de política y de estrategia. Como las teorías de Clausewitz quedaban muy por encima de mis entendederas, lo confieso, me salté las teorías de Clausewitz. Seguí muy de cerca los sinsabores conyugales de Pedro Bezujov y su mujer Helena (antipática Helena, la encontraba realmente antipática) y dejé a solas a Tolstoi disertando sobre los problemas agrarios de la Rusia eterna. Me salté páginas, vaya. Y todos los niños deberían hacer lo mismo. Mediante ello podrían regalarse muy pronto con casi todas las maravillas consideradas inaccesibles para su edad. Si tienen ganas de leer “Moby Dick” pero se desaniman ante las disquisiciones de Melville sobre el material y las técnicas de la caza de la ballena, no es preciso que renuncien a su lectura sino que se las salteen, que salten por encima de esas páginas y persigan a Achab sin preocuparse del resto, ¡de la misma manera que él persigue su blanca razón de vivir y de morir! Si quieren conocer a Iván, Dimitri, Aliocha Karamazov y su increíble padre, que abran y que lean “Los hermanos Karamazov”, es para ellos, aunque tengan que saltarse el testamento del anciano Zósimo o la leyenda del Gran Inquisidor. Un gran peligro les acecha si no deciden por sí mismos lo que está a su alcance saltándose las páginas que elijan: otros lo harán en su lugar. Se apoderarán de las grandes tijeras de la imbecilidad y cortarán todo lo que consideren demasiado “difícil” para ellos. Eso da unos resultados terribles. “Moby Dick” o “Los miserables” reducidos a unos resúmenes de ciento cincuenta páginas, mutilados, destrozados, desmedrados, momificados. Algo así como si yo me pusiera a dibujar de nuevo “Guernica”  bajo el pretexto de que Picasso metió allí demasiados brochazos para un ojo de doce o trece años. Y luego, incluso cuando somos “mayores”,  y aunque nos repugne confesarlo, también nos seguimos “saltando páginas”, por unas razones que sólo nos conciernen a nosotros y al libro que leemos. También puede ser que nos lo prohibamos por completo, que leamos todo hasta la última palabra, estimando que aquí el autor se extiende demasiado, que aquí se permite un solo de flauta pasablemente gratuito, que en tal lugar cae en la repetición y en tal otro en la idiotez. Digamos lo que digamos, este testarudo aburrimiento que entonces nos imponemos no corresponde al orden del deber, es una categoría de nuestro placer de lector.
 
3 El derecho a no terminar un libro
Hay treinta y seis mil motivos para abandonar una novela antes del final: la sensación de ya leída, una historia que no nos engancha, nuestra desaprobación total a las tesis del autor, un estilo que nos pone los pelos de punta, o por el contrario una ausencia de escritura que no es compensada por ninguna razón de seguir adelante… Inútil enumerar las restantes, entre las cuales hay que colocar sin embargo la caries dental, las persecuciones de nuestro jefe de oficina o un sismo amoroso que petrifica nuestra cabeza. ¿El libro se nos cae de las manos? Que se caiga. Al fin y al cabo no todo el mundo puede ser Montesquieu para ofrecerse por encargo al consuelo de una hora de lectura. Sin embargo, entre todas las razones que tenemos para abandonar una lectura, hay una que merece cierta reflexión: el vago sentimiento de una derrota. He abierto, he leído, y no he tardado en sentirme sumergido por algo que notaba más fuerte que yo. He concentrado mis neuronas, me he peleado con el texto, pero imposible, por más que tenga la sensación de que lo que está escrito allí merece ser leído, no entiendo nada -o tan poco que es igual a nada-, noto una “extrañeza” que me resulta impenetrable. Lo dejo estar. O, mejor dicho, lo dejo a un lado. Lo coloco en mi biblioteca con la vaga intención de insistir algún día. El “Petersburgo” de Andrei Biely, Joyce y su “Ulises”, “Bajo el volcán” de Malcolm Lowry, me han esperado durante años. Hay otros que me siguen esperando, algunos de los cuales probablemente no recuperaré jamás. No es un drama, así es la vida. La noción de “madurez” es algo extraño en materia de lectura. Hasta una determinada edad, no tenemos edad para determinadas lecturas, de acuerdo. Pero, contrariamente a las buenas botellas, los buenos libros no envejecen. Nos aguardan en nuestros estantes y somos nosotros quienes envejecemos. Cuando nos creemos suficientemente “maduros” para leerlos, los abordamos de nuevo. Entonces, una de dos: o se produce el encuentro, o es un nuevo fiasco. Es posible que lo intentemos una vez más, quizá no. Pero está claro que no es culpa de Thomas Mann que yo no haya podido, hasta ahora, alcanzar la cumbre de su “La montaña mágica”. La gran novela que se nos resiste no es necesariamente más difícil que otra…, existe entre ella -por grande que sea- y nosotros -por aptos para “entenderla” que nos estimemos- una reacción química que no funciona. Un buen día simpatizamos con la obra de Borges que hasta entonces nos mantenía a distancia, pero permanecemos toda nuestra vida extraños a la de Musil. Entonces tenemos dos opciones: o pensar que es culpa nuestra, que nos falta una casilla, que albergamos una parte irreductible de estupidez, o hurgar del lado de la noción muy controvertida de gusto e intentar establecer el mapa de los nuestros. Es prudente recomendar a nuestros hijos esta segunda solución. Y más aún cuando puede ofrecer un placer excepcional: releer entendiendo al fin por qué no nos gusta. Y otro placer excepcional: escuchar sin emoción al pedante de turno berrearnos al oído:
- Pero ¿cóoooomo es posible que no le guste Stendhaaaaal?
Es posible.
 
4 El derecho a releer
 Releer lo que me había ahuyentado una primera vez, releer sin saltarme un párrafo, releer desde otro ángulo, releer por comprobación, sí… nos concedemos todos estos derechos. Pero sobre todo releemos gratuitamente por el placer de la repetición, la alegría de los reencuentros, la comprobación de la intimidad. “Más, más”, decía el niño que fuimos… Nuestras relecturas de adultos participan de ese deseo: encantarnos con lo que permanece, y encontrarlo en cada ocasión tan rico en nuevos deslumbramientos.

5 El derecho a leer cualquier cosa
¿Se puede hablar de buenas y de malas novelas? Para ser breve, vayamos al grano: digamos que existe lo que llamaré una “literatura industrial” que se contenta con reproducir hasta la saciedad los mismos tipos de relatos, despacha estereotipos a granel, comercia con buenos sentimientos y sensaciones fuertes, se lanza sobre todos los pretextos ofrecidos por la actualidad para parir una ficción de circunstancias, se entrega a “estudios de mercado” para vender, según la “coyuntura”, tal o cual tipo de “producto” que se supone excita a tal o cual categoría de lectores. Sin lugar a dudas, malas novelas. ¿Por qué? Porque no dependen de la creación sino de la reproducción de “formas” preestablecidas, porque son una empresa de simplificación (es decir, de mentira), cuando la novela es arte de la verdad (es decir, de complejidad), porque al apelar a nuestro automatismo adormecen nuestra curiosidad, y finalmente, y sobre todo, porque el autor no se encuentra en ellas, así como tampoco la realidad que pretende describirnos. En suma, una literatura “lista para disfrutar”, hecha en moldes y que querría meternos en un molde. No creamos que estas idioteces son un fenómeno reciente, vinculado a la industrialización del libro. En absoluto. La explotación de lo sensacional, de la obrita ingeniosa, del estremecimiento fácil en una frase sin autor no es cosa de ayer. Por citar únicamente dos ejemplos, tanto la novela de caballerías como, mucho tiempo después, el romanticismo, se empantanaron ahí. Y como no hay mal que por bien no venga, la reacción a esta literatura desviada nos dio dos de las más hermosas novelas del mundo: “Don Quijote” y “Madame Bovary”. Así pues, hay “buenas” y “malas” novelas. Las más de las veces comenzamos a tropezarnos en nuestro camino con las segundas. Y, caramba, tengo la sensación de haberlo pasado “formidablemente bien” cuando me tocó pasar por ellas.