16 de marzo de 2023

Julio Cortázar y Fredi Guthman. La lucidez narrativa y la lucidez existencial en la génesis de “Rayuela” (2)

Peripecias y anécdotas

En aquel tiempo Cortázar, además de trabajar en la Cámara Argentina del Libro, tras cursar los estudios de Traductor Público Nacional, en su nueva vivienda se dedicó a traducir para las editoriales “Nova”, “Argos” y “Gulab y Aldabahor”. Así se fueron sucediendo “La poésie pure” (La poesía pura) de Henri Bremond (1865-1933), “L'immoraliste” (El inmoralista) de André Gide (1869-1951), “Memoirs of a midget” (Memorias de una enana) de Walter de la Mare (1873-1956), “The man who knew too much” (El hombre que sabía demasiado) de Gilbert K. Chesterton (1874-1936) y “Naissance de l'Odyssée” (Nacimiento de la Odisea) de Jean Giono (1895-1970). También trabajó como traductor de documentos en el Estudio de Traducción Havas ubicado muy cerca de su nuevo domicilio, exactamente en la calle San Martín 424, adonde llegó por recomendación de Fredi Guthmann, que era amigo del dueño, con quien Cortázar se asoció.
En el libro “La fascinación de las palabras”, en el que se reproduce un exhaustivo diálogo entre Cortázar y el escritor y periodista uruguayo Omar Prego Gadea (1927-2014), el autor de “Todos los fuegos el fuego” manifestó: “Yo fui efectivamente traductor público en Buenos Aires, donde tuve una oficina, y les traduje cartas a las prostitutas del puerto que me traían las que les mandaban sus marineros desde diferentes lugares del mundo. Había que traducir del inglés al español y luego contestar en inglés a la persona en cuestión. Fue mi socio quien me dejó eso en herencia y yo lo continué por lástima, porque esas chicas eran totalmente indefensas en materia epistolar y en materia idiomática”. Algo similar expresó en una entrevista que le realizó en París el escritor y periodista Osvaldo Soriano (1943-1997), la que apareció publicada en la revista “Humor” en septiembre de 1983: “Entre la clientela que me dejó mi socio me encontré con cuatro o cinco clientas que eran prostitutas del puerto a quienes él les traducía y escribía cartas en inglés y en francés. Entonces yo me encontré con ese problema. Recuerdo que él les cobraba cinco pesos, más por la forma que por el trabajo. Entonces, cuando yo heredé eso, me pareció cruel decirles que porque yo era el nuevo traductor no iba a hacer ese trabajo”.


En 1983, en su relato “Diario para un cuento” incluido en el libro “Deshoras”, Cortázar contó en primera persona la historia de una prostituta de Buenos Aires llamada Anabel quien le encomendó la traducción de la correspondencia entre ella y un marinero. A lo largo del cuento, es inevitable conjeturar si se trata de un relato autobiográfico o ficticio, sobre todo cuando narra su “casi” amistad con el escritor Adolfo Bioy Casares (1914-1999): “Quisiera ser Bioy porque siempre lo admiré como escritor y lo estimé como persona, aunque nuestras timideces respectivas no ayudaron a que llegáramos a ser amigos. Sacando la cuenta lo mejor posible creo que Bioy y yo sólo nos hemos visto tres veces en esta vida. La primera en un banquete de la Cámara Argentina del Libro, al que tuve que asistir porque en los años cuarenta yo era el gerente de esa asociación, y en cuanto a él vaya a saber por qué, y en el curso del cual nos presentamos por encima de una fuente de ravioles, nos sonreímos con simpatía, y nuestra conversación se redujo a que en algún momento él me pidió que le pasara el salero”.
Simultáneamente escribía y, en los números 20, 21 y 22 de la revista “Los Anales de Buenos Aires” que dirigía Jorge Luis Borges (1899-1986), los cuales aparecieron respectivamente en octubre, noviembre y diciembre de 1946, publicó dividido en tres partes su cuento “Casa tomada” ilustrado por Norah Borges (1901-1998), la hermana del autor de “Historia universal de la infamia”, “El Aleph” y “El libro de arena”, entre muchas otras obras memorables. Asimismo publicó trabajos críticos en las revistas “Realidad” y “Sur”. En la primera de ellas, dirigida por el filósofo hispano-argentino Francisco Romero (1891-1962), aparecieron sus notas sobre “The heart of the matter” (El revés de la trama) de Graham Greene (1904-1991) y sobre “Adan Buenosayres” de Leopoldo Marechal (1900-1970). En la segunda, dirigida por la escritora argentina Victoria Ocampo (1890-1979), se publicaron sus reseñas sobre “The unquiet grave” (La tumba sin sosiego) de Cyril Connolly (1903-1974) y sobre “Libertad bajo palabra” de Octavio Paz (1914-1998).


En diciembre de 1948 le escribió una carta a Fredi (la primera de las diecisiete que le escribiría a lo largo de veinte años), quien se encontraba en Italia, en la cual entre otras cosas le decía que “no hay como un título de Traductor Público para precipitarlo a uno en la más vergonzosa disolución moral. Todas las imprecaciones de Artaud serían pocas para calificar esta desmenuzación del alma que se opera cuando uno vive envuelto, por fuera y por dentro, en una atmósfera blanda y legamosa. Pero yo no he nacido para quejarme, además que Musset y Lamartine agotaron la cuota de la self-pity [autocompasión]. No sólo no me quejo sino que en realidad estoy bastante contento. (…) De modo que queda usted perfectamente enterado de mi ubicación burocrática en el gran Panteón de los tradittores [traductores]. Me burlo, como usted ve, pero estoy tan agotado que me descubro a mí mismo haciendo tonterías, creándome problemas inexistentes (si eso es posible) y añorando épocas felices, que no lo eran en absoluto, y me consta; pero se llega a tal grado de embrutecimiento…”.
En aquel año Cortázar conoció a la precoz poetisa María Elena Walsh (1930-2011)​​ quien el año anterior, con tan sólo diecisiete años, había publicado su primer libro: “Otoño imperdonable”. Cincuenta años más tarde, en una nota publicada en el diario “La Nación”, la escritora y cantautora que trascendería fundamentalmente por sus libros y canciones dedicados al público infantil, recordó que “en Florida y Viamonte estaba el roñoso café donde era posible irrumpir en una rueda juvenil y discutir sobre proyectos de revistas siempre nonatas y destilar maldades contra Arturo Capdevila, Hugo Wast o Ricardo Rojas, dinosaurios bien apodados figurones. (…) Pero quien abría las puertas y las páginas de esa efímera empresa, quien daba una bienvenida entusiasta con el inevitable café de la amistad, era Alberto Mario Salas, autor de encantadoras crónicas históricas. (…) A veces, una cabecita sobresalía de la rala multitud y algún experto informaba quién era: un sonetista secreto que leía a Paul Valéry, cultivaba el cine europeo y se llamaba Julio Cortázar”.


Esa confitería, llamada Jockey Club, era muy frecuentada por estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, por entonces ubicada a una cuadra y media de la confitería sobre la calle Viamonte. Entre ellos estaba la futura escritora y periodista Inés Malinow (1922-2016), quien años después recordaría que había conocido a Cortázar cuando ella obtuvo un premio de la Cámara Argentina del Libro, donde él trabajaba. “En ese momento él pasó a ser una persona más de las que yo conocía. Yo tenía trato con mucha gente, muchos profesores, muchos compañeros. Él era muy charleta. ¡Muy charleta, eh! Le gustaba mucho hablar, sobre todo de arte”. Inés era amiga de una estudiante hija de gallegos llamada Aurora Bernárdez (1920-2014), hermana del poeta Francisco Luis Bernárdez (1900-1978) con quien frecuentaba los cafés del microcentro porteño para discutir sobre arte y poesía. Estudiante también en la Facultad de Filosofía y Letras, Aurora había leído el cuento “Casa tomada” y le había gustado mucho.
Inés Malinow recordaría que “ella me dijo que lo admiraba por el cuento que él había escrito. Así fue, de admiración a admiración, que terminaron encontrándose”. Lo que Aurora -también traductora- desconocía, es que Cortázar ya sabía quién era ella. En enero de 1947 él había publicado varias notas en la revista “Cabalgata”, entre ellas una reseña de “La nausée” (La náusea) de Jean Paul Sartre (1905-1980), en la cual expresó que “no se tardará en advertir la maestría de Jean Paul Sartre en el manejo de una narración que comporta incesantemente las más sutiles intuiciones, el hallazgo del existir como pura contingencia, como absurdo al cual se debe dar -si se puede- un sentido”. Y con respecto a la traducción al español agregó en el último párrafo: “Aurora Bernárdez vertió el difícil lenguaje de la obra con una exacta noción del ritmo sartriano; en cada página hay pruebas de su esfuerzo y su eficacia”.
El primer encuentro entre ambos fue en el café Boston, en pleno microcentro porteño, y allí simpatizaron de inmediato. Desde el primer momento en que se conocieron encontraron fuertes afinidades, especialmente intelectuales. Además de Inés Malinow, estaba también el escritor Adolfo Pérez Zelaschi (1920-2005), pero la conversación se centró entre los dos traductores que hablaron sobre temas comunes. Los otros dos presentes en la reunión pasaron casi inadvertidos. Al día siguiente Cortázar le envió una brevísima carta: “Amiga Aurora, gracias por la grata charla de ayer, y hasta siempre”. Aurora Bernárdez recordaría años después: “Después de ese primer encuentro, seguimos viéndonos algunas veces, por supuesto. Éramos muy amigos”. Inés Malinow por su parte opinaría: “Yo creo que enseguida ellos se enamoraron. Pasaron uno o dos años hasta que se fueron a París. Bueno, Julio se fue primero y Aurora después”. Allí se casarían en 1953.


Por su parte, en 1948 Fredi y Natacha viajaron a París, donde se casaron al año siguiente y juntos emprendieron un viaje a la India,  país que acababa de lograr su independencia y en el que residieron durante dos años. Poco antes de emprender ese trascendental viaje, Guthmann recibió una carta que Cortázar le envió el 3 de marzo de 1949. En ella, entre otras cosas le contó sus caminatas por la ciudad. “He explorado sistemáticamente la Boca, Belgrano, Villa Lugano, los pueblecitos del oeste, y no crea usted que no me he divertido. Eran paseos sin propósito fijo, nada más que salir y tomar sol y meterme en los almacenes a chupar caña y comer salame (ahora conozco diez o quince sabores nuevos de salame). (…) Voy por las mañanas al estudio y aprendo lo mejor que puedo el oficio. Naturalmente, tiene múltiples triquiñuelas, y es preciso irlas conociendo una tras otra. (…) ¿Cómo andan Natacha y usted? La verdad es que los extrañamos mucho. Aquí se está empezando a leer cada vez más a los novelistas italianos de ahora, sobre todo Elio Vittorini y Carlo Levi. ¿Valen la pena? Querido Fredi, ahí van mis pocas noticias, si tiene ganas mándeme unas líneas (uno de sus célebres palimpsestos a lápiz que obligan a acudir a todos los recursos, inclusive las lupas, tintas simpáticas, lámparas fluorescentes, etc.). Dígale a Natacha cuánto la recuerdo con todo mi afecto y reciba un abrazo fuerte de su siempre amigo Julio”.
Tras la respuesta, Cortázar le envió otra carta: “Mil gracias por su carta. Me llegó justamente cuando me disponía a escribirle, pensando que pronto se pondría en viaje hacia el Este, y que después ya no sería fácil alcanzarlo. Usted se embarca hacia la fuente, es cierto; pero… ‘no me buscarías si no me hubieras ya encontrado’. Siempre me pareció ver en usted (¡y lo he conocido tan poco y tan mal!) una situación muy clara y definida, como la del hombre que a mitad de la vida se ha quitado ya de encima todo o casi todo lo accidental, lo transitorio. Incluso su tendencia a desplazarse, a ir de un lado a otro, me pareció un afán de no enraizarse, de no recaer en la triste condición del hombre que tiene una sola casa, una sola mesa, un solo libro, una sola ventana con un solo paisaje. Simplificación, y a la vez enriquecimiento. Por eso me parece que usted va admirablemente preparado para su experiencia oriental. En fin, buen viaje para Natacha y usted”.


En la India, el incansable viajero se dedicó a la meditación guiado por los grandes maestros espirituales hinduistas Ramana Maharshi (1879-1950) y Sathya Sai Baba (1926-2011). El hecho de haber visitado el “áshram” (centro espiritual de meditación) del gurú Maharshi en momentos en que éste agonizaba fue para Fredi una experiencia imborrable. Su espíritu torturado desde la infancia por las tempranas muertes de sus padres encontró cierta serenidad y sosiego espiritual, una vivencia mística que implicó el inicio de una nueva vida para él. A partir de entonces dejó definitivamente de escribir poesía, convencido de haber tenido acceso a una nueva serenidad frente a la cual toda palabra era inútil. De allí en adelante se dedicó a la lectura de las obras de filósofos hinduistas como Sri Aurobindo (1872-1950) y Surendranath Dasgupta (1887-1952), y también las de los fundadores de la mecánica cuántica Erwin Schrödinger (1887-1961) y Werner Heisenberg (1901-1976), quienes entrelazaron en sus estudios la física cuántica con el misticismo hindú.
Un par de años antes, en el verano de 1949 Cortázar escribió su primera novela, “Divertimento”, la cual recién sería publicada póstumamente en 1986. En la casa de la calle José Artigas 3246 en el barrio de Agronomía, donde vivían su madre y su hermana y él visitaba los fines de semana, recibió la visita de Aurora. También por entonces Natacha llegó un día a la oficina de Cortázar y le dijo que se iba Francia para casarse con Fredi. En una carta escrita dos años después, Cortázar le contó: “Siempre recuerdo su rostro cuando fue a visitarme a la Cámara del Libro y me dijo ‘me voy a París, pasado mañana me voy a París’. Todos los arcos de los puentes, todos los colores de Georges Rouault giraban como nubes en sus ojos. Ese día usted ya estaba en París, viviéndolo”.
Eran tiempos en los que Cortázar deseaba vehementemente viajar a Europa. Leía apasionadamente novelas de las escritoras Sidonie Gabrielle Colette (1873-1954) y Elizabeth Bowen (1899-1973). “Paris de ma fenêtre” (París desde mi ventana) y “Claudine à Paris” (Claudine en París) de la autora francesa, yTo the North” (1932)  (Hacia el Norte) y “The house in Paris” (Una casa en París) de la irlandesa, no hicieron más que incrementar aquel deseo. A fines de ese año Cortázar dejó su puesto de gerente en la Cámara del Libro y, en enero de 1950, finalmente cumplió su ansiado sueño. No le resultó fácil conseguir los fondos necesarios para costear el viaje. Fredi Guthmann se ofreció a prestarle dinero, pero Cortázar no aceptó; reunió sus escasos ahorros producto de los ingresos obtenidos por sus traducciones en la Cámara Argentina del Libro y en el Estudio de Traducción Havas, y sus artículos en las revistas “Realidad” y “Sur”.