Diderot, autor de varias novelas y relatos -"La religieuse" (La religiosa), "Le neveu de Rameau" (El sobrino de Rameau), "Les bijoux indiscrets" (Las joyas indiscretas) y "Jacques le fataliste" (Jacques el fatalista), entre otros- ha sido visto con frecuencia como un diletante, como una cabeza incapaz de orden y de síntesis, como un pensamiento débil que no profundizaba ni sistematizaba. Se omite, al hacer esta observación, que Diderot encarnó al nuevo tipo de intelectual que ejercía su profesión en unas condiciones desconocidas hasta entonces para los filósofos. El catalán José Manuel Bermudo (1943), catedrático de Filosofía Polítíca de la Universitat de Barcelona lo explica en su obra "Diderot" de 1981: "Es un intelectual asalariado, que vende sus cualificaciones a auténticas empresas editoriales, sea para traducir obras inglesas, sea para producir y editar enciclopedias. Ha rehusado a cualquier canonjía, mecenazgo o secretaría privada para someterse a unos vínculos contractuales que lo liberan de ponerse al servicio de nadie. Vende su cualificación, pero no sus ideas; su trabajo, pero no su alma. Es un auténtico profesional de la edición, de la dirección editorial, tal vez el primero en el sentido moderno de estos términos".
En efecto, esta modalidad lo llevó a aplicarse en una tarea diaria dura y compleja que incluía la dirección de la "Enciclopedia"; la coordinación de decenas de científicos, gramáticos, moralistas, historiadores y otros especialistas; y la redacción de artículos por él mismo, algunos de ellos sin firmar. En medio de este cúmulo de responsabilidades, Diderot se tomó el tiempo para escribir gruesos tratados sistemáticos. "Las piezas de Diderot, literarias o filosóficas -dice Bermudo-, están hechas en los huecos de esa actividad diaria, con prisas, como si necesitara dar salida a una reflexión, a una idea aparecida sobre la marcha en su trabajo intelectual sin disponer de tiempo. Y no están dirigidas a sesudos especialistas jueces y censores de cuantos intervienen en su área, sino a ese público ilustrado amante de las ideas nuevas, de la lectura y, sobre todo, del diálogo. Son piezas para servir de base a una tertulia, para invitar y forzar a pensar y tomar posición, hechas muchas veces con ánimo provocador y siempre con pretensiones dialogantes". Todo esto, incluso el usar novelas o dramas para la práctica de la filosofía, ayuda a comprender ciertos rasgos de su pensamiento.
En una carta que Diderot le escribió a Catalina de Rusia se aprecia cabalmente la tarea del editor-escritor de la "Enciclopedia", esa estupenda obra de la cultura: "Escribo de corrido -dice Diderot-; por lo demás, mi alma se enardece escribiendo. Si se presenta alguna idea nueva cuyo lugar está alejado, la pongo en un papel aparte. Es raro que vuelva a escribir: las diferentes hojitas de papel que Vuestra Majestad tiene entre sus manos no han sido escritas más que una sola vez: por esto subsisten en ellas negligencias, todas esas ligeras incorrecciones que son producto de la rapidez. Sólo cuando mi obra está acabada leo lo que otros han pensado sobre el tema del que me ocupo. Si su lectura me desengaña, rompo mi obra. Si encuentro algo en los autores que me convenga, me sirvo de ello. Si me inspiran alguna idea nueva, la añado al margen, porque, perezoso cuando se trata de copiar, reservo siempre amplios márgenes...".
Más adelante, en la misma carta, le aclara que "falta todavía mucho para que la obra pueda ser publicada; falta el trabajo de la corrección, el más espinoso, el más difícil, el que agota, fatiga, enoja y no se termina nunca, sobre todo en una nación donde cuatro expresiones de mal gusto hunden una obra excelente, donde no se permite el encuentro duro de dos vocales, donde ofende la repetición de una palabra alguna vez en una misma página; donde se nos exige que seamos suaves, claros, fáciles, elegantes, elevados, armoniosos". Ya en una carta anterior le había explicado a la emperatriz el modo que empleaba en su trabajo: "En primer lugar, examino si la cosa puede ser hecha mejor por mí que por otro, y la hago. Si tengo la menor sospecha de que puede ser hecha mejor por otro que por mí, a pesar de alguna ventaja que pueda hallar en ella, se la envío, puesto que lo importante no es que yo la haga, sino que se haga. Cuando he tomado mi decisión, pienso, en mi casa, durante el día, de noche, en sociedad, por las calles, paseándome: mi tarea me persigue. Sobre mi mesa de trabajo tengo una gran hoja de papel sobre la cual anoto un resumen de mis pensamientos, sin orden, tal como vienen. Cuando mi cabeza está agotada, descanso, doy a las ideas tiempo de echar brotes; es lo que alguna vez he llamado su segunda cosecha, metáfora tomada de uno de los trabajos del campo. Una vez hecho esto, tomo esos resúmenes de ideas tumultuosas y deshilvanadas, y los ordeno, numerándolos algunas veces. Cuando he llegado ahí, puedo decir que mi obra está acabada".
Diderot, el filósofo, el editor, el enciclopedista, consideraba al hombre como moralmente indefinible e inclasificable: "Cada individuo tiene su razón de ser, y no sirve enjuiciarlo desde fuera. A lo mejor, cuando nos creemos buenos, somos malos. El genio individual no está sujeto a leyes generales". Y fue aún más lejos: "Tenemos el aire de sacrificarnos cuando no hacemos más que satisfacernos". Una última sentencia: "Nuestras verdaderas opiniones no son nunca aquellas de las que nunca hemos vacilado, sino aquellas a las que más habitualmente hemos vuelto".