Carlos Fuentes también se distinguió por ser un amante del séptimo arte. Desde la escritura de guiones cinematográficos hasta facetas menos conocidas como la de crítico, actor y hasta director de cine. En 1964 trabajó con el escritor Juan Rulfo (1918-1986) en la adaptación de la novela "El gallo de oro" y, al año siguiente, incursionó como guionista en el cortometraje "Las dos Elenas", basado en su cuento homónimo, al igual que "Un alma pura", para el que además del guión estuvo a cargo de la adaptación. Con Rulfo volvió a trabajar en la adaptación al cine de la célebre novela "Pedro Páramo" y, en 1989, junto a la escritora argentina Aída Bortnik (1935) hizo lo propio con su novela "Gringo viejo". Memos conocida es su labor como actor y director. En 1965 actuó en la película "Amor, amor, amor" y, en 1974, dirigió junto a Héctor Casillas el cortometraje "Enigma compartido". También incursionó en la crítica cinematográfica colaborando en la "Revista Universidad de México", donde firmó sus críticas con el seudónimo de Fósforo II, y en las revistas "México en la Cultura" y "El Espectador". Fuentes cultivó una gran amistad con Luis Buñuel (1900-1983), el director cinematográfico español que, entre otras joyas del cine, dirigió "Un chien andalou" (Un perro andaluz), "Viridiana", "Le charme discret de la bourgeoisie" (El discreto encanto de la burguesía) y "Cet obscur objet du désir" (Ese oscuro objeto del deseo). Para Fuentes, Buñuel exponía la miseria urbana en los tiempos en que reinaba el optimismo, pero también era el que se reía de las excentricidades de los burgueses, el que se compadecía del que sufre del temblor del deseo insatisfecho o, también, del que se complace en sufrir a manos de una villana sensual y provocativa. En las líneas que le dedicó en "Personas", Fuentes aclara la vigencia de la mirada de Buñuel, pertinente no sólo en su observación de la miseria en "Los olvidados" -su film de 1950-, sino en la sensualidad de los aristócratas, de las campesinas, en la sordidez o en el esplendor de las masas a quienes reta en sus películas.
El "Buñueloni" consiste en mitad ginebra, un cuarto de cárpano y un cuarto de martini dulce. Buñuel me lo ofrecía cada vez que le visitaba en su casa de la calle de Félix Cuevas, en la Ciudad de México, los viernes de cuatro a siete, cuando Buñuel estaba en mi país. La casa no se distinguía demasiado de las demás de la Colonia Del Valle. Buñuel había coronado los muros exteriores de vidrio roto "para impedir que entren los ladrones". No es que hubiese mucho qué robar en la casa de Buñuel. Rodeada de espacios que no llegaban a ser jardín, la casa misma (colonial-moderna, México-Califórnica) tenía en el vestíbulo de entrada el retrato de Buñuel por Salvador Dalí, hecho en 1930. "Es un buen retrato", comentaba Luis. El bar era el lugar preferido. "Empiezo a beber a las once de la mañana" dice sin más, ofreciéndome el "Buñueloni". Hay libreros en el bar. En primer término, gruesas guías telefónicas de diversas ciudades del mundo. Una tarde, esperando a Buñuel, me atrevo a mirar atrás de los libros de teléfono. No me asombra lo que encuentro. "El egoísta", de Meredith; "Cumbres borrascosas", de Brontë; "Tess, la de los d'Urberville" y "Jude el oscuro", ambas de Thomas Hardy. Lo confiesa Luis: son las novelas que le hubiese gustado filmar. Llevó a la pantalla, sí, "Cumbres borrascosas" con un error de reparto y de acentos. Buñuel no pudo realizar la película en Francia, como hubiese deseado, en los años '30. La filmó en México en 1954 con un solo propósito: la música del "Tristán" de Wagner. Como comentario: superior lo oído a lo visto. Hay también primeras ediciones firmadas de los escritores surrealistas, sobre todo un volumen de fantasías germánicas de Max Ernst, que Luis me obsequia. Hay más proyectos archivados, sobre todo un guión para "Bajo el volcán", de Lowry, en el cual colaboré y que anunciaba un gran reparto: Jeanne Moreau, Richard Burton y Peter O'Toole. Y "Una historia de las herejías" del Abbé Migne que le sirvió para filmar "La Vía Láctea" en 1970. A veces íbamos juntos al cine. Admiraba la libertad creativa de la "Roma" de Fellini, y le conmovía moralmente "Senderos de gloria" de Kubrick. Fuimos a ver -Cristo obliga- "Rey de reyes", de Nicholas Ray con Jeffrey Hunter y fuimos corridos -ya nos íbamos- del cine cuando el Demonio tienta a Jesús con una visión de domos dorados y brillantes cúpulas en el desierto. Con voz muy alta, Buñuel exclamó: "¡Le ha ofrecido Disneylandia!".
Nació al debutar el siglo XX en Calanda, pequeño pueblo de Aragón, donde la Semana Santa es celebrada a tambor batiente, única, angustiosa "música" que Buñuel admitirá a partir de "Nazarín" en 1958. El padre de Luis había sido oficial del ejército español en la colonia de Cuba y cuando Alfredo Guevara, el entonces joven jefe del nuevo cine (el castrista) de Cuba invitó a Buñuel a filmar en La Habana "El acoso", de Alejo Carpentier, el director se negó: "No puedo. Mi padre fusiló a Martí". Calanda y Aragón eran la raíz de Buñuel y España se hizo presente, con tambor, incienso, pobreza y soledad, en todas sus obras. Era un creador aragonés. Ni el surrealismo en París ni el exotismo en México pudieron jamás expulsar la mirada española de Luis, mirada de Cervantes, Rojas, Valle-Inclán y Galdós, origen este último de "Nazarín" y "Tristana". En la residencia de estudiantes de Madrid, el joven Buñuel hizo amistad con Federico García Lorca y Salvador Dalí. Con Lorca perpetró grandes bromas madrileñas, la mayor de todas, disfrazarse ambos de monjas, tomar el tranvía y provocar sexualmente a los espantados (o asombrados) pasajeros. Posan juntos en aeroplanos de feria, se divierten porque Lorca, me dice Buñuel, valía más por su gracia andaluza, su imaginación en la vida diaria, que por su poesía. Aún así, Buñuel, mucho más tarde, quiso filmar "La casa de Bernarda Alba" con María Casares, pero los herederos de Lorca lo impidieron.
Con Salvador Dalí había otra forma de hermandad. Buñuel entró al cine francés como ayudante del director Jean Epstein en la adaptación de "La caída de la Casa de Usher" de Poe. Epstein reñía a Buñuel: "¿Cómo se atreve un muchachito principiante como usted a opinar?". Pero al llegar Dalí a París, ambos ingresaron al movimiento surrealista encabezado -como un papado- por André Breton. La foto colectiva del grupo y el cuadro pintado por Max Ernst son alucinantes, pasajeros y acaso conmovedores. Tendrían destino. René Crevel, joven poeta suicida. Robert Desnos moriría en el campo de concentración nazi de Theresienstadt. Benjamin Péret se exiliaría en México y André Breton en Nueva York. Chirico se volvería conservador y Eluard y Aragón, comunistas. Picasso sería Picasso y Cocteau un gran juglar sin más convicción que Cocteau. Max Ernst proseguiría como artista, gran pintor hasta el final. Dalí y Buñuel harían juntos la película insignia (más que "La sangre de un poeta" de Cocteau) del surrealismo: "Un perro andaluz". El inconsciente no es conocido: de serlo, sería el consciente. El surrealismo es un hecho personal pero universal. El azar (Breton dixit) es objetivo. El arte está al servicio del misterio, del sueño, de lo irracional. Y más: las contradicciones del ser humano sólo se resuelven en la libertad ejercida contra un sistema social inhumano que es el nuestro.
Buena parte de este ideario surrealista informa las imágenes de "Un perro andaluz". Sin embargo, el significado nunca está lejos de la imagen. Al inicio del film, Buñuel, actor, ve una nube que cubre la luna. Acto seguido, corta por la mitad el ojo de la protagonista, Simone Mareuil, a la cual, de inmediato, veremos protagonizar escenas en un apartamento, en las calles y al cabo en una playa. Pero la escena inicial, original, imprevista, implacable, será constantemente parte de Buñuel. La paradoja del ojo rebanado nos remite al hecho de ver, ver una película y no necesariamente proyectada del film a la pantalla sino de los ojos del creador/espectador al muro de su casa. Para entrar al arte de Buñuel, hay que volver una y otra vez a esa imagen del ojo rebanado. El ojo verdadero no es el del cine o la pintura. Es el ojo tuyo y mío proyectado en la pared de la imaginación. La película final, el cine que inventamos tú y yo, liberados de comercio, audiencia o duración. Es lo contrario de la "Disneylandia" denunciada por Buñuel una tarde. "Un perro andaluz" fue financiada con dinero enviado por la madre de Buñuel. La siguiente película Dalí-Buñuel, "La edad de oro", contó con el apoyo de la Condesa de Noailles. Pero en medio se coló la separación de los amigos. Dalí se dejó seducir por su ambiciosa rusa Elena Diakonova (Gala), mujer hasta entonces de Paul Eluard. Por razones desconocidas, Buñuel intentó ahorcarla en la playa de Cadaqués. Adivinaba, acaso, que Gala desviaría (como sucedió) a Dalí de su destino artístico para convertirlo (como sucedió) en un gran payaso con genio, explotador explotado del mundo artístico y comercial. "Avida dollars", como lo llamaron en el acto los surrealistas.
Solo, Buñuel dirigió una de las películas que dan fama y forma a la cinematografía: "La edad de oro". Profético, Buñuel inicia el film con tomas de los anuncios comerciales que el protagonista (Gaston Modot) encuentra rumbo a la fiesta elegante (todos los hombres de frac, y corbatas blancas) dada por la familia del "objeto de su deseo" (tema constante de Buñuel) Lya Liss. Para llegar a ella, Modot insulta a los invitados de la fiesta, tira de las barbas a los ancianos, mientras Lya, en su soledad, se chupa el dedo y admite a una vaca en su recámara. Cuando al cabo la pareja se une, el amor no acaba de consumarse, todo es prolegómeno erótico, los escorpiones ocupan la pantalla y Cristo emerge de las páginas del Marqués de Sade, repartiendo bendiciones. Es el Duque de Blangis, que sale dando traspiés de una orgía con seis muchachos y seis muchachas, a una de las cuales asesina. Esta vez el escándalo fue mayúsculo. Miembros del grupo de extrema derecha Les Camelots du Roi invadieron la sala de cine, arrojaron tinteros a la pantalla y rasgaron a navajazos las obras de Tanguy, Miró, Dalí, en el vestíbulo. El comisario de policía parisino, Chiappe, prohibió la exhibición de "La edad de oro," censura que duró hasta 1966 cuando el heroico Henri Langlois la reestrenó en la cineteca de Chaillot y, por primera vez, la vi. De vuelta en España, Buñuel filmó "Las Hurdes" en 1933, un documental sobre esta región pobre y aislada de España. Se ha dicho que Buñuel exageró la miseria de la región: libertad del artista, la obra permanece como un mito del cine. La propia República Española censuró la película aunque Buñuel representó al asediado gobierno democrático en París.
Al caer la República, Buñuel viajó a Hollywood, contratado por la Warner Bros. Jugó al tenis en la cancha de Chaplin con el cómico y el cineasta ruso Sergei Einsenstein, pero el trabajo no llegaba: Buñuel debía aprender las reglas del cine norteamericano, pasivamente. Viendo películas de Lilly Damita. Aunque escribió una idea que más tarde se convirtió en "La bestia con cinco dedos" (Robert Florey, 1946) y que el propio Buñuel habría de utilizar en "El ángel exterminador" (1962): una mano sin cuerpo, con vida propia, hace de las suyas. El paso de Buñuel por Hollywood fue rápido y estéril. Lo esperaba el Museo de Arte Moderno de Nueva York y su departamento de cine, dirigido por Iris Barry. Se le encargó a Buñuel editar la espectacular película de Leni Riefenstahl, "El triunfo de la voluntad", realizada en 1934, sobre las gigantescas manifestaciones nazis en el estadio de Nuremberg. Ante todo, Buñuel pudo mostrarle la película a dos cineastas: el ya citado Chaplin y René Clair. Chaplin se tiraba al suelo de la risa cada vez que aparecía Hitler, señalándolo con un dedo y exclamando: "¡Me imita, me imita!". Clair, en cambio, juzgó que se trataba de una película muy peligrosa porque daba una idea "invencible" del nazismo y de Hitler. Se decidió que el Presidente Roosevelt viera la película y diese el veredicto final. FDR coincidió con Clair. La obra de Riefenstahl era cine excelente y propaganda peligrosa. La película fue archivada hasta después de la guerra.
En 1946, Salvador Dalí llegó a Nueva York y fue entrevistado por la prensa. El viejo amigo de Buñuel calificó a éste de anarquista, comunista, ateo, maníaco sexual y otras lindezas. El día que se publicó la entrevista, Buñuel se percató de las miradas esquivas y el embarazo general de sus colegas del MoMA; ese año en que la Guerra Fría entraba al refrigerador. Buñuel presentó su renuncia. Fue aceptada y acto seguido citó a Dalí en el bar del hotel Sherry-Netherland. Al confrontar a su antiguo camarada, Buñuel le dijo: "Vine decidido a romperte la cara. Pero al verte, me venció el recuerdo de nuestra vieja amistad. Sólo te diré que eres un hijo de puta". "¡Pero, Luis! -exclamó Dalí- ¡Si yo sólo quería hacerme publicidad a mí mismo!". La venganza -pospuesta- de Buñuel la cumplió Max Ernst. En una cena en París a fines de los '60, el gran pintor me contó que en el helado mes de febrero de fines de los '40 vio a Dalí admirando una vitrina con obras de Dalí en Cartier de Nueva York. Ernst se acercó, le arrebató a Dalí el bastón, se lo estrelló en la cabeza y exclamó, mientras Dalí rodaba Quinta Avenida abajo: "¡Es por Buñuel!".
El productor Oscar Dancigers (envidia: estuvo casado con Edwige Feuillère) trajo a Buñuel a México. Luis llegó con su mujer, Jeanne, y sus hijos, Juan Luis y Rafael. Dancigers lo puso a dirigir una película, "Gran casino" o "En el viejo Tampico", en la que alternaban las rumbas de Meche Barba, las canciones de Jorge Negrete y los tangos de Libertad Lamarque, esta última verdadera realizadora de la película. Ordenaba las luces, las cámaras, todo a su favor. Sólo en la escena final se hace sentir Buñuel. Libertad y Jorge se besan junto a un pozo de petróleo. Buñuel evita el beso de las estrellas. Jorge, con su chicote, remueve un charco de petróleo. "Es mierda", me comenta Buñuel. Luis pudo dirigir un par de comedias dramáticas sin vergüenza y sin relieve. En 1950, al cabo, Dancigers le dio al director la oportunidad. "Los olvidados" es una de las grandes películas de Buñuel y es gran cine "tout court". Si su tema y tono son los del neorrealismo italiano, Buñuel introduce un mundo onírico, un malestar cruel en la pobreza, que lo redimen de cualquier sentimentalismo social. El Jaibo (Roberto Cobo) y Don Carmelo (Miguel Inclán, junto con Pedro Armendáriz el mejor actor mexicano) dan un tono de barbarie despiadada y falta de moral intensas a la película. Inclán, además, es un ciego atroz que carga una orquesta a cuestas, explota a los niños, pervierte a los inocentes y al cabo es humillado por El Jaibo y su pandilla. Digo que Inclán fue, junto con Pedro Armendáriz, el mejor actor del cine mexicano. Nada mejoró a su ciego Don Carmelo en "Los olvidados", aunque la galería, mínima pero intensa, de Inclán (mudo protector de Ninón Sevilla en "Aventurera", salvaje explotador de Del Río y Armendáriz en "María Candelaria", aunque también honesto y sentimental policía en "Salón México") es incomparable. Era yo estudiante en la Escuela de Altos Estudios Internacionales en Ginebra cuando un cineclub local proyectó "La edad de oro" y "Las Hurdes", atribuyéndolas a un cineasta surrealista maldito, muerto durante la guerra de España. Levanté la mano y corregí. Buñuel acababa de ganar la Palma de Oro al mejor director en el festival de Cannes, con "Los olvidados".
30 de junio de 2012
29 de junio de 2012
Las personas de Carlos Fuentes (2): Susan Sontag. Una evocación
Carlos Fuentes ha sido un escritor inventivo y singular que en cada uno de sus libros revolucionó las letras hispanas. Admirador de Miguel de Cervantes (1547-1616), escribió ensayos como "Cervantes o la crítica de la lectura", "La gran novela latinoamericana", en el que dedicó páginas a escritores como Pablo Neruda (1904-1973), José Lezama Lima (1910-1976) y José Donoso (1924-1996) entre muchos otros, o "Geografía de la novela", una serie de pequeños estudios imaginativos e iluminadores sobre, por citar sólo algunos, Augusto Roa Bastos (1917-2005) e Italo Calvino (1923-1985). Fruto de sus inquietudes políticas, Fuentes -quien siempre apeló a la necesidad de que la política se ponga "a la altura de la sociedad y no a la inversa"- escribió también varios textos en ese sentido: "En esto creo" ("La base de la desigualdad en América Latina es la exclusión del sistema educativo. La estabilidad política, los logros democráticos y el bienestar económico no se sostendrán sin un acceso creciente de la población a la educación"), "Contra Bush" ("Las guerras preventivas sirven para justificar los poderes imperiales del presidente Bush, con el objetivo velado de fortalecer el poder de la estructura petrolera-militar que representa. Estas hicieron que se fueran a la cola de la lista aquellos temas que sirven de caldo de cultivo al terrorismo, a saber, la pobreza, la injusticia, la discriminación, el aislamiento cultural y religioso. Con estas acciones el medio ambiente, los derechos de las minorías, la renovación urbana, la cooperación económica, el clamor universal por la educación pasan todos a segundo o tercer término), y "Los 68" ("¿Se hubiese renovado el socialismo y desprestigiado el comunismo en Francia con o sin los eventos del Mayo parisino del '68? ¿Se habrían derrumbado el poder soviético y la satelización de la Europa central con o sin la Primavera de Praga del '68? ¿Hubiese transitado México del sistema autoritario monopartidista a un sistema democrático pluralista sin el sacrificio terrible del '68 en Tlatelolco?). En "Personas", el libro que Fuentes dejó preparado para su edición poco antes de su muerte en mayo pasado, de manera voluntaria pero no ostentosa, están presentes todas sus aficiones y sus gustos artísticos. No siempre está de acuerdo con sus personajes, pero su mirada no es la de un escrutador; ve lo que hay en las obras y no lo que él quisiera que ellos hubiesen realizado. Con una sobria actitud crítica observa a Susan Sontag (1933-2004), quien combatió hasta su misma postura política y, sobre todo, combatió a su enfermedad sin temor, con gallardía, y fue quien puso en evidencia lo que todo poder ofrece, sin maniqueísmos, sin tratar de imponerse como poseedora de la verdad sino, por el contrario, de todas las dudas. Fuentes escribió el texto en diciembre de 2004, tras el fallecimiento de la autora de "Against interpretation" (Contra la interpretación) y "The volcano lover" (El amante del volcán).
Conocí a Susan Sontag una asoleada tarde de julio de 1963 en Nueva York. Mi editor norteamericano, Roger Straus, me invitó a comer al hotel Stanhope, en la Quinta Avenida. Por ser día de calor, el hotel había dispuesto un café al aire libre en la acera frente al Museo Metropolitano. Busqué la cabeza blanca y rizada de Straus, un hombre seductor, con un toque de "dandy" neoyorquino de los años treinta, una risa domeñada y una mirada traviesa. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Roger había adquirido la firma Farrar- Straus y se había distinguido, "rara avis", por la atención prestada a autores extranjeros. La nueva literatura italiana era su terreno preferido (Moravia, Silone, Morante, Pavese, Levi), pero su interés por Latinoamérica fue iniciático. Fue Straus quien rescató del anonimato a la chilena María Luisa Bombal y redescubrió para la lengua inglesa al brasileño Machado de Assis, además de encargarse de las ediciones populares de Alejo Carpentier. Ahora entraba yo a la legión literaria de Straus, pero él, aquel caluroso día de verano, me preparaba una singular sorpresa: conocer a Susan Sontag, que jamás pertenecería a legión alguna pues era dueña de una individualidad que, pronto lo supe, era el ancla profunda y poderosa de su enorme capacidad para llegar con entereza intelectual a los dominios compartidos: la comunidad, la sociedad, la polis, los otros.
Parecía una heroína bíblica. Muy alta. Muy morena. Larga cabellera negra. Sonrisa como un regalo -que no una concesión- de su fundamental seriedad. Ojos negros y perpetuamente interrogantes. Y el cerebro más rápido e intransigente que me ha cabido, en vida, conocer. No fue casual que su primera pregunta, al sentarme con ella y Straus, fue: "¿Qué opinas de la relación entre Hegel y Feuerbach?". Esto, que en otra persona hubiera infundido pavor a quien lo escuchase, no dejó, en efecto, de alarmarme, si no me hubiese dado cuenta en el acto que Susan Sontag planteaba toda la relación de amistad a partir del respeto y el desafío a la inteligencia del otro. No se trataba, en realidad, de hablar de dos filósofos alemanes, sino de establecer de inmediato el nivel de la amistad como una forma de la inteligencia. O viceversa. Que ese inmenso talento de Susan Sontag no se detenía en la razón sino que comprendía al corazón, lo llegué a entender a lo largo de una amistad que, si no fue todo lo frecuente que yo hubiese deseado, siempre fue estelar, un verdadero collar de discretas joyas llamadas imaginación, información, curiosidad, calor humano y, sobre todo, la convicción profunda de que la literatura es el aposento de una sensibilidad verbal sin la cual desertamos el don mayor de los seres humanos: comunicarnos con palabras. Porque cuando mueren las palabras, sobreviene la "selva salvaje" de la violencia, la ignorancia y la guerra de todos contra todos.
No minimizo la producción literaria de Sontag si recuerdo que este humanismo verbal propio de su perfil la pinta de cuerpo entero. Susan estuvo presente en Vietnam para denunciar el error de una guerra y en Sarajevo para averiguar el horror de otra. Su batalla política final la dio contra el gobierno de George W. Bush y los peligros de una política externa producto de la ignorancia, la soberbia y el peligro de suprimir, en los propios Estados Unidos, las libertades públicas. Fue la primera y más fuerte de las intelectuales del Norte contra la pandilla de la Casa Blanca y las teorías suicidas del unilateralismo y la guerra preventiva.
La inteligencia ciudadana de Susan Sontag hubiese bastado para acreditar su importancia moral. Ello no bastaría, sin embargo, para olvidar que, ante todo, Susan fue una de las mayores voces intelectuales de América y del mundo. Y seguramente, una de las más renovadoras. Su gran aporte consistió en revelar el valor de lo popular, la importancia de lo que parecería menos importante, el cine, la moda, la cursilería, el camp, la relevancia de lo marginal, excéntrico, perecedero, las obras del tiempo en su sentido más radical.
Cuando la eternidad se mueve, la llamamos tiempo, escribió Platón. Ese movimiento del tiempo, la certeza de que la inmortalidad no se sabe inmortal y de que nuestras vidas se disminuyen si dejan pasar, con aire solemne, las mil y una diversiones de la vida cotidiana, son temas que le dieron una originalidad necesaria a obras como "Contra la interpretación" y "La voluntad radical". Sontag, dentro de la caverna de Platón, veía la proyección del cine de Fassbinder y de Ichikawa, del arte de Warhol y de los ensayos de Barthes.
Pero hubo un momento en el que Susan Sontag entró de lleno en temas que claman nuestra atención y no la obtienen, entre otros motivos, porque carecen de atractivo estético. La enfermedad en general. Y el sida en particular. Metáforas del mal que quisiéramos ocultar en sombra y nombrar en silencio, Sontag las llevó a la luz pública, a la reflexión humanista, a la revelación. Consciente de que el dolor requiere un lenguaje, Sontag le dio las palabras indispensables a las enfermedades silenciadas, trátese de la tuberculosis ayer o del sida hoy. Lo hizo con el valor y el tacto con que esta admirable mujer empleaba el lenguaje. Su mayor orgullo literario era ser novelista. "El benefactor", "Estuche de muerte", "Yo, etcétera", "El amante del volcán" y "En América" son obras de extrema fidelidad al credo de Sontag: la literatura es la reserva primaria de la sensibilidad.
Tuve muchos momentos de amistad con ella. Como cojurados en el Festival Cinematográfico de Venecia del año 1967, cuando disputamos preferencias estéticas, ella favorable a Godard, Moravia a Pasolini, y Juan Goytisolo y yo -montoneros hispánicos- a favor del, finalmente, premiado Buñuel. En las playas del Lido, Susan tenía por lectura ligera, de vacaciones, a Henry James. En los cafés de Manhattan, descubrió antes que nadie en América la gran novela de Italo Calvino "Si una noche de invierno un viajero" y me confió -alegría compartida- que "ésa es la novela que me hubiese gustado escribir". Este sentimiento de la admiración y la sorpresa -la capacidad de descubrir y querer lo desconocido, prueba de juventud permanente- era habitual en ella y nos llevaba a sus amigos a leer lo que, sin ella, acaso hubiese pasado desapercibido. Recuerdo así su contagiosa lectura de Sebald, de Nadas, de Manea, de Kuzniewicz. El redescubrimiento de Rulfo, cuyo "Pedro Páramo" prologó.
La invité a participar en las conferencias acerca de la geografía de la novela en el Colegio Nacional de México donde, rodeada del entusiasmo del público y del amistoso calor de Juan Goytisolo, José Saramago, Sealtiel Alatriste y J.M. Coetzee, Sontag hizo un relato magistral de cómo puso en escena, en medio de los horrores de la guerra de Sarajevo, la obra de Samuel Beckett "Esperando a Godot", y cómo, en una ciudad asediada, un teatro del asedio devolvía a los espectadores ese otro nombre de la acción que llamamos "esperanza". La vi por última vez en Montreal el mes de marzo del 2004. Recuperada de dos batallas contra el cáncer, me dijo sonriendo: "Como en el béisbol, la tercera es la vencida. "Three strikes and your are out". La "vencida" llegó con la Navidad del 2004. La noticia de su muerte me retrotrae a ese diálogo reciente en Montreal, cuando Susan culminó nuestra conversación sobre agendas de nuestro tiempo con una rotunda afirmación: "La condición femenina, el acceso de la mujer a la dignidad, al trabajo, a la ley, a la plena personalidad, será el tema central del siglo XXI".
Recordé, escuchándola, viéndola transformada por la enfermedad, a la joven de dieciocho años que se atrevió a pedirle una entrevista a Thomas Mann en Los Angeles y, ya frente a él, no supo qué decir. La admiración la rindió. Pero acaso un día, Susan recordó al Settembrini de "La montaña mágica" cuando nos dice que no hay gran literatura que no se refiera al sufrimiento y que no esté dispuesta, como literatura, a asistirnos, a apoyarnos ante el dolor. Y acaso recuerdo para siempre algo que le debo al accidente del cine: la imagen de la niña Susan interpretando el papel de la fiera Pearl Chávez -ya de grande, Jennifer Jones- en la película "Duelo al sol". Filmada en la Arizona de su infancia, la obra de King Vidor preserva para siempre la mirada melancólica de una niña morena, de cabellera larga con flores en el pelo.
Conocí a Susan Sontag una asoleada tarde de julio de 1963 en Nueva York. Mi editor norteamericano, Roger Straus, me invitó a comer al hotel Stanhope, en la Quinta Avenida. Por ser día de calor, el hotel había dispuesto un café al aire libre en la acera frente al Museo Metropolitano. Busqué la cabeza blanca y rizada de Straus, un hombre seductor, con un toque de "dandy" neoyorquino de los años treinta, una risa domeñada y una mirada traviesa. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Roger había adquirido la firma Farrar- Straus y se había distinguido, "rara avis", por la atención prestada a autores extranjeros. La nueva literatura italiana era su terreno preferido (Moravia, Silone, Morante, Pavese, Levi), pero su interés por Latinoamérica fue iniciático. Fue Straus quien rescató del anonimato a la chilena María Luisa Bombal y redescubrió para la lengua inglesa al brasileño Machado de Assis, además de encargarse de las ediciones populares de Alejo Carpentier. Ahora entraba yo a la legión literaria de Straus, pero él, aquel caluroso día de verano, me preparaba una singular sorpresa: conocer a Susan Sontag, que jamás pertenecería a legión alguna pues era dueña de una individualidad que, pronto lo supe, era el ancla profunda y poderosa de su enorme capacidad para llegar con entereza intelectual a los dominios compartidos: la comunidad, la sociedad, la polis, los otros.
Parecía una heroína bíblica. Muy alta. Muy morena. Larga cabellera negra. Sonrisa como un regalo -que no una concesión- de su fundamental seriedad. Ojos negros y perpetuamente interrogantes. Y el cerebro más rápido e intransigente que me ha cabido, en vida, conocer. No fue casual que su primera pregunta, al sentarme con ella y Straus, fue: "¿Qué opinas de la relación entre Hegel y Feuerbach?". Esto, que en otra persona hubiera infundido pavor a quien lo escuchase, no dejó, en efecto, de alarmarme, si no me hubiese dado cuenta en el acto que Susan Sontag planteaba toda la relación de amistad a partir del respeto y el desafío a la inteligencia del otro. No se trataba, en realidad, de hablar de dos filósofos alemanes, sino de establecer de inmediato el nivel de la amistad como una forma de la inteligencia. O viceversa. Que ese inmenso talento de Susan Sontag no se detenía en la razón sino que comprendía al corazón, lo llegué a entender a lo largo de una amistad que, si no fue todo lo frecuente que yo hubiese deseado, siempre fue estelar, un verdadero collar de discretas joyas llamadas imaginación, información, curiosidad, calor humano y, sobre todo, la convicción profunda de que la literatura es el aposento de una sensibilidad verbal sin la cual desertamos el don mayor de los seres humanos: comunicarnos con palabras. Porque cuando mueren las palabras, sobreviene la "selva salvaje" de la violencia, la ignorancia y la guerra de todos contra todos.
No minimizo la producción literaria de Sontag si recuerdo que este humanismo verbal propio de su perfil la pinta de cuerpo entero. Susan estuvo presente en Vietnam para denunciar el error de una guerra y en Sarajevo para averiguar el horror de otra. Su batalla política final la dio contra el gobierno de George W. Bush y los peligros de una política externa producto de la ignorancia, la soberbia y el peligro de suprimir, en los propios Estados Unidos, las libertades públicas. Fue la primera y más fuerte de las intelectuales del Norte contra la pandilla de la Casa Blanca y las teorías suicidas del unilateralismo y la guerra preventiva.
La inteligencia ciudadana de Susan Sontag hubiese bastado para acreditar su importancia moral. Ello no bastaría, sin embargo, para olvidar que, ante todo, Susan fue una de las mayores voces intelectuales de América y del mundo. Y seguramente, una de las más renovadoras. Su gran aporte consistió en revelar el valor de lo popular, la importancia de lo que parecería menos importante, el cine, la moda, la cursilería, el camp, la relevancia de lo marginal, excéntrico, perecedero, las obras del tiempo en su sentido más radical.
Cuando la eternidad se mueve, la llamamos tiempo, escribió Platón. Ese movimiento del tiempo, la certeza de que la inmortalidad no se sabe inmortal y de que nuestras vidas se disminuyen si dejan pasar, con aire solemne, las mil y una diversiones de la vida cotidiana, son temas que le dieron una originalidad necesaria a obras como "Contra la interpretación" y "La voluntad radical". Sontag, dentro de la caverna de Platón, veía la proyección del cine de Fassbinder y de Ichikawa, del arte de Warhol y de los ensayos de Barthes.
Pero hubo un momento en el que Susan Sontag entró de lleno en temas que claman nuestra atención y no la obtienen, entre otros motivos, porque carecen de atractivo estético. La enfermedad en general. Y el sida en particular. Metáforas del mal que quisiéramos ocultar en sombra y nombrar en silencio, Sontag las llevó a la luz pública, a la reflexión humanista, a la revelación. Consciente de que el dolor requiere un lenguaje, Sontag le dio las palabras indispensables a las enfermedades silenciadas, trátese de la tuberculosis ayer o del sida hoy. Lo hizo con el valor y el tacto con que esta admirable mujer empleaba el lenguaje. Su mayor orgullo literario era ser novelista. "El benefactor", "Estuche de muerte", "Yo, etcétera", "El amante del volcán" y "En América" son obras de extrema fidelidad al credo de Sontag: la literatura es la reserva primaria de la sensibilidad.
Tuve muchos momentos de amistad con ella. Como cojurados en el Festival Cinematográfico de Venecia del año 1967, cuando disputamos preferencias estéticas, ella favorable a Godard, Moravia a Pasolini, y Juan Goytisolo y yo -montoneros hispánicos- a favor del, finalmente, premiado Buñuel. En las playas del Lido, Susan tenía por lectura ligera, de vacaciones, a Henry James. En los cafés de Manhattan, descubrió antes que nadie en América la gran novela de Italo Calvino "Si una noche de invierno un viajero" y me confió -alegría compartida- que "ésa es la novela que me hubiese gustado escribir". Este sentimiento de la admiración y la sorpresa -la capacidad de descubrir y querer lo desconocido, prueba de juventud permanente- era habitual en ella y nos llevaba a sus amigos a leer lo que, sin ella, acaso hubiese pasado desapercibido. Recuerdo así su contagiosa lectura de Sebald, de Nadas, de Manea, de Kuzniewicz. El redescubrimiento de Rulfo, cuyo "Pedro Páramo" prologó.
La invité a participar en las conferencias acerca de la geografía de la novela en el Colegio Nacional de México donde, rodeada del entusiasmo del público y del amistoso calor de Juan Goytisolo, José Saramago, Sealtiel Alatriste y J.M. Coetzee, Sontag hizo un relato magistral de cómo puso en escena, en medio de los horrores de la guerra de Sarajevo, la obra de Samuel Beckett "Esperando a Godot", y cómo, en una ciudad asediada, un teatro del asedio devolvía a los espectadores ese otro nombre de la acción que llamamos "esperanza". La vi por última vez en Montreal el mes de marzo del 2004. Recuperada de dos batallas contra el cáncer, me dijo sonriendo: "Como en el béisbol, la tercera es la vencida. "Three strikes and your are out". La "vencida" llegó con la Navidad del 2004. La noticia de su muerte me retrotrae a ese diálogo reciente en Montreal, cuando Susan culminó nuestra conversación sobre agendas de nuestro tiempo con una rotunda afirmación: "La condición femenina, el acceso de la mujer a la dignidad, al trabajo, a la ley, a la plena personalidad, será el tema central del siglo XXI".
Recordé, escuchándola, viéndola transformada por la enfermedad, a la joven de dieciocho años que se atrevió a pedirle una entrevista a Thomas Mann en Los Angeles y, ya frente a él, no supo qué decir. La admiración la rindió. Pero acaso un día, Susan recordó al Settembrini de "La montaña mágica" cuando nos dice que no hay gran literatura que no se refiera al sufrimiento y que no esté dispuesta, como literatura, a asistirnos, a apoyarnos ante el dolor. Y acaso recuerdo para siempre algo que le debo al accidente del cine: la imagen de la niña Susan interpretando el papel de la fiera Pearl Chávez -ya de grande, Jennifer Jones- en la película "Duelo al sol". Filmada en la Arizona de su infancia, la obra de King Vidor preserva para siempre la mirada melancólica de una niña morena, de cabellera larga con flores en el pelo.
GUILLERMO MAYR
28 de junio de 2012
Las personas de Carlos Fuentes (1): Julio Cortázar. Un panegírico
La prolífica obra de Carlos Fuentes (1928-2012), uno de los impulsores y artífices del llamado "boom latinoamericano", abarca la novela, el cuento, el teatro y el ensayo. Hijo de un diplomático mexicano, nació por casualidad en Ciudad de Panamá y pasó su infancia en diversos países del continente americano como Argentina, Chile, Brasil, Ecuador, Uruguay y Estados Unidos. Ya en México, se licenció en Derecho en la Universidad Nacional Autónoma para luego estudiar Economía en el Instituto de Altos Estudios Internacionales de Ginebra, Suiza. Fundador en 1955 de la "Revista Mexicana de Literatura", se esforzó desde su juventud por mantener y enriquecer el idioma. Una batalla que inició en su niñez, ya que, según decía, "estuve a punto de perder mi idioma nativo cada veinticuatro horas". Su prodigiosa bibliografía se compone de, entre otros títulos, "Los días enmascarados", "Cambio de piel", "La región más transparente", "La muerte de Artemio Cruz", "Una familia lejana", "Gringo viejo", "La silla del águila" y "Terra Nostra". En alguna ocasión Fuentes declaró que contaba con los dedos de una mano a sus amigos. Sobre ellos, precisamente, y sobre diversas personalidades que influyeron en su vida y obra, versan los ensayos de "Personas", libro de reciente aparición en el que el autor de "Geografía de la novela" recoge una veintena de semblanzas en las que recuerda anécdotas, enseñanzas y peripecias vividas con las personas que supusieron algo importante en su carrera. Entre ellas está el escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984), sobre quien Fuentes escribió el texto de presentación de la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara, México, un espacio académico que rinde homenaje permanente a la memoria del autor de "Bestiario" y "Las armas secretas", entre muchas otras obras maestras de la literatura universal.
Como sucede, lo conocí antes de conocerlo. En 1955, editaba yo la "Revista Mexicana de Literatura" con el escritor tapatío Emmanuel Carballo. Allí se publicó por primera vez en México una ficción de Gabriel García Márquez, "Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo". Gracias, también, a nuestras amigas Emma Susana Separatti y Ana María Barrenechea, pudimos obtener la colaboración de Julio Cortázar. "Los buenos servicios" y "El perseguidor" aparecieron por primera vez en nuestra revista renovadora, alerta, insistente, hasta un poco insolente. Más tarde, casi como parte de una conspiración, Emma Susana me dejó leer el manuscrito de una novela de Cortázar cuyo eje narrativo era la descomposición del cadáver de una mujer enterrada con máximos honores bajo el Obelisco de la avenida 9 de Julio, en Buenos Aires. En ondas concéntricas, la peste, la locura y el misterio se extendían desde allí al resto de la República Argentina. Finalmente Julio no quiso publicar esta novela; temió que fuese juzgada como un tópico. Lo importante ahora es recordar que él fue un hombre que siempre se reservó un misterio. ¿Cuántas páginas magistrales quemó, desfiguró, mandó a un cesto o a un archivo ciego? Después, sin conocernos aún, me mandó la carta más estimulante que recibí al publicar, en 1958, mi primera novela, "La región más transparente". Mi carrera literaria le debe a Julio ese impulso inicial, en el que la inteligencia y la exigencia, el rigor y la simpatía, se volvían inseparables y configuraban, ya, al ser humano que me escribía de usted y con el que yo ansiaba cortar el turrón. Su correspondencia era el hombre entero más ese misterio, esa adivinanza, ese deseo de confirmar que, en efecto, el hombre era tan excelente como sus libros y éstos, tan excelentes como el hombre que los escribía.
Por fin, en 1960, llegué a una placita parisina sombreada, llena de artesanos y cafés, no lejos del Metro Aéreo. Entré por una cochera a un patio añoso. Al fondo, una antigua caballeriza se había convertido en un estudio alto y estrecho, de tres pisos y escaleras que nos obligaban a bajar subiendo, según una fórmula secreta de Cortázar. Verlo por primera vez era una sorpresa. En mi memoria, entonces, sólo había una foto vieja, publicada en un número de aniversario de la revista "Sur". Un señor viejo, con gruesos lentes, cara delgada, el pelo sumamente aplacado por la gomina, vestido de negro y con un aspecto prohibitivo, similar al del personaje de los dibujos llamado Fúlmine. El muchacho que salió a recibirme era seguramente el hijo de aquel sombrío colaborador de "Sur": un joven desmelenado, pecoso, lampiño, desgarbado, con pantalones de dril y camisa de manga corta, abierta en el cuello; un rostro, entonces, de no más de veinte años, animado por una carcajada honda, una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos, separados y dos cejas sagaces, tejidas entre sí, dispuestas a lanzarle una maldición cervantina a todo el que se atreviese a violar la pureza de su mirada. "Pibe, quiero ver a tu papá". "Soy yo".
Estaba con él una mujer brillante, menuda, solícita, hechicera y hechizante, atenta a todo lo que sucedía en la casa, Aurora Bernárdez. Entre los dos, formaban una pareja de alquimistas verbales, magos, carpinteros y escribas, de esos que durante la noche construyen cosas invisibles cuyo trabajo sólo se percibe al amanecer. Este era Cortázar entonces, y Fernando Benítez, que acompañaba en la excursión a la plaza del General Beuret, estuvo de acuerdo con mi descripción pero añadió que ese rostro de muchacho, cuando se reía, cuando se ensimismaba, cuando se acercaba o alejaba demasiado (pues Julio era una marea, insensible como los movimientos de plenitud y resaca de los mares que tanto persiguió), empezaba a llenarse de diminutas arrugas, redes del tiempo, avisos de una existencia anterior, paralela, o continuación de la suya. Así nació la leyenda de un Julio Cortázar que era la versión risueña de Dorian Gray. Lo sabía todo. Era el latinoamericano en Europa que sabía algo más que los europeos. Y ese algo más -el nuevo mundo americano- era lo que los propios europeos inventaron pero no supieron imaginar: el hombre tiene dos sueños, hay más de un paraíso.
Cortázar llegó tarde a México. Me dijo después de su viaje, en 1975, que Oaxaca, Monte Albán, Palenque, eran lugares metafísicos donde convenía pasarse horas de quietud, en silencio, aprovechando eso que Henry James llamaba "una visitación". El silencio se imponía; la contemplación era la realidad. Otro día, yo llegué a Palenque pensando en Cortázar. La presencia de mi amigo argentino en la selva de Chiapas se transformó en una visualización concreta de ese instante en que la naturaleza cede su espacio a la cultura, pero la cultura está siendo recuperada, al mismo tiempo, por la naturaleza. Miedo al desamparo, que puede ser una expulsión, pero también al refugio, que puede ser una prisión. Imagino a Cortázar en el filo de la navaja de una naturaleza y una cultura contiguas pero separadas aún, invitando al espectador a unirse a la intemperie de una o la protección de la otra. Recordé una frase de Roger Caillois, amigo mío y de Cortázar: "El arte fantástico es un duelo de dos miedos". Por supuesto que Cortázar había estado en México antes de estar en México. Había estado en el México del rostro humano del ajolote, mirando a su espectador idéntico desde el fondo de un acuario. Había estado también en el México soñado por un hombre europeo sobre una mesa de operaciones que se sueña tendido sobre la piedra de sacrificios de una pirámide azteca sólo porque, simultáneamente, un azteca está siendo sacrificado en la pirámide y por ello puede soñarse en el blanco mundo de un hospital que desconoce, a punto de ser abierto por un bisturí.
"El espíritu humano tiene miedo de sí mismo", leímos con Cortázar en Bataille : las entradas y salidas del universo cortazariano, sus galerías comerciales que empiezan en París y terminan en Buenos Aires; sus ciudades combinatorias de Viena, Milán, Londres; sus tablones entre dos ventanas de un manicomio porteño; sus largas casas ocupadas implacable y minuciosamente por lo desconocido; sus escenarios teatrales invadidos por el entusiasmo de los espectadores o por la soledad de uno solo de ellos, John Howell, incorporado a otra historia que no es la suya. Para Cortázar, la realidad era mítica en este sentido: estaba también en el otro rostro de las cosas, el mínimo más allá de los sentidos, la ubicación invisible sólo porque no supimos alargar la mano a tiempo para tocar la presencia que contiene. Por eso eran tan largos los ojos de Cortázar: miraban la realidad paralela, a la vuelta de la esquina; el vasto universo latente y sus pacientes tesoros, la contigüidad de los seres, la inminencia de formas que esperan ser convocadas por una palabra, un trazo de pincel, una melodía tarareada, un sueño.
El afuera y el adentro. Toda esta realidad en vísperas de manifestarse era la realidad revolucionaria de Cortázar. Sus posturas políticas y su arte poético se configuraban en una convicción, y ésta es que la imaginación, el arte, la forma estética, son revolucionarias, destruyen las convenciones muertas, nos enseñan a mirar, pensar o sentir de nuevo. Cortázar era un surrealista en su intento tenaz de mantener unidas lo que él llamaba "la revolución de afuera y la revolución de adentro". Si a veces se equivocó en la búsqueda de esta fraternidad incansable, peor hubiera sido que la abandonara. Como un nuevo Tomás Moro en la ola de un renacimiento oscuro que podía conducirnos a la destrucción de la naturaleza o al triunfo de una utopía macabra y sonriente, Cortázar vivió un conflicto al que pocos escaparon en nuestro tiempo: el conflicto entre el afuera y el adentro de todas las realidades, incluyendo la política.
Coincidimos políticamente en mucho, pero no en todo. Nuestras diferencias, sin embargo, aumentaron nuestra amistad y nuestro mutuo respeto, como debe ser en el trato inteligente entre amigos, que no admite ambición, intolerancia o mezquindad. No puede, realmente, haber amistad cuando estos defectos arrebatan al que se dice nuestro amigo. Todo lo contrario sucedía con Cortázar: sus sinónimos de la amistad se llamaban modestia, imaginación y generosidad. Este hombre era una alegría porque su cultura era alegre. Gabriel García Márquez y yo lo recordamos siempre agotando los conocimientos sobre novela policíaca en un largo viaje de París a Praga en 1968, con la buena intención de salvar lo insalvable: la primavera del socialismo con rostro humano. Sentados en el bar del tren, comiendo salchichas con mostaza y bebiendo cerveza, oyéndole recordar la progenie del misterio en los trenes, de Sherlock Holmes a Agatha Christie a Graham Greene a Alfred Hitchcock... lo recuerdo. En los recovecos de la Mala Strana donde algunos conjuntos de jóvenes checos tocaban jazz y Cortázar se lanzaba a la más extraordinaria recreación de los grandes momentos de Thelonius Monk, Charlie Parker o Louis Armstrong. Lo recuerdo.
La mala pasada que me jugaron Gabo y Julio, invitados por Milan Kundera a oír un concierto de música de Janacek, mientras yo era enviado con la representación de mis amigos a hablarles de Latinoamérica a los obreros metalúrgicos y a los estudiantes trotskistas. "Che, Carlos, a ti no te cuesta hablar en público; hacelo por Latinoamérica...". Algo gané, musicalmente. Descubrí que en las fábricas checas, para aliviar el tedio estajanovista de los trabajadores, los altavoces tocaban el día entero un disco de Lola Beltrán cantando "Cucurrucucú, paloma". Lo recuerdo. Lo recuerdo en nuestras caminatas por el Barrio Latino a la caza de la película que no habíamos visto, es decir, la película nueva o la película antigua y vista diez veces que Cortázar iba a ver siempre por primera vez. Adoraba lo que enseñaba a mirar, lo que le auxiliara a llenar los pozos claros de esa mirada de gato sagrado, desesperado por ver, simplemente porque su mirada era muy grande. Antonioni o Buñuel, Cuevas o Alechinsky, Matta o Silva: Cortázar como ciego a veces, apoyado en sus amigos videntes, sus lazarillos artísticos. Lo recuerdo: la mirada inocente en espera del regalo visual incomparable.
Lo llamé un día el Bolívar de la novela latinoamericana. Nos liberó liberándose, con un lenguaje nuevo, airoso, capaz de todas las aventuras: "Rayuela" es uno de los grandes manifiestos de la modernidad latinoamericana, en ella vemos todas nuestras grandezas y todas nuestras miserias, nuestras deudas y nuestras oportunidades, a través de una construcción verbal libre, inacabada, que no cesa de convocar a los lectores que necesita para seguir viviendo y no terminar jamás. Porque la obra de Julio Cortázar es una vibrante pregunta sobre el papel posible de la novela por venir: diálogo pródigo, no sólo de personajes, sino de lenguas, de fuerzas sociales, de géneros, de tiempos históricos que, de otra manera, jamás se darían la mano, más que en una novela. Diálogo de humores, añadiría yo, pues sin el sentido del humor no es posible entender a Julio Cortázar: con él soportamos al mundo hasta que lo veamos mejor, pero el mundo también debe soportarnos hasta que nosotros nos hagamos mejores. En medio de estas dos esperanzas, que no son resignaciones, se instala el humor de la obra de Cortázar. En su muy personal elogio de la locura, Julio también fue ciudadano del mundo, como Erasmo en otro Renacimiento: compatriota de todos, pero también, misteriosamente, extranjero para todos.
Le dio sentido a nuestra modernidad porque la hizo crítica e inclusiva, jamás satisfecha o exclusiva, permitiéndonos pervivir en la aventura de lo nuevo cuando todo parecía indicarnos que, fuera del arte, e incluso, quizás, para el arte, ya no había novedad posible porque el progreso había dejado de progresar. Cortázar nos habló de algo más: del carácter insustituible del momento vivido, del goce pleno del cuerpo unido a otro cuerpo, de la memoria indispensable para tener futuro y de la imaginación necesaria para tener pasado. Cuando Julio murió, una parte de nuestro espejo se quebró y todos vimos la noche boca arriba.
Como sucede, lo conocí antes de conocerlo. En 1955, editaba yo la "Revista Mexicana de Literatura" con el escritor tapatío Emmanuel Carballo. Allí se publicó por primera vez en México una ficción de Gabriel García Márquez, "Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo". Gracias, también, a nuestras amigas Emma Susana Separatti y Ana María Barrenechea, pudimos obtener la colaboración de Julio Cortázar. "Los buenos servicios" y "El perseguidor" aparecieron por primera vez en nuestra revista renovadora, alerta, insistente, hasta un poco insolente. Más tarde, casi como parte de una conspiración, Emma Susana me dejó leer el manuscrito de una novela de Cortázar cuyo eje narrativo era la descomposición del cadáver de una mujer enterrada con máximos honores bajo el Obelisco de la avenida 9 de Julio, en Buenos Aires. En ondas concéntricas, la peste, la locura y el misterio se extendían desde allí al resto de la República Argentina. Finalmente Julio no quiso publicar esta novela; temió que fuese juzgada como un tópico. Lo importante ahora es recordar que él fue un hombre que siempre se reservó un misterio. ¿Cuántas páginas magistrales quemó, desfiguró, mandó a un cesto o a un archivo ciego? Después, sin conocernos aún, me mandó la carta más estimulante que recibí al publicar, en 1958, mi primera novela, "La región más transparente". Mi carrera literaria le debe a Julio ese impulso inicial, en el que la inteligencia y la exigencia, el rigor y la simpatía, se volvían inseparables y configuraban, ya, al ser humano que me escribía de usted y con el que yo ansiaba cortar el turrón. Su correspondencia era el hombre entero más ese misterio, esa adivinanza, ese deseo de confirmar que, en efecto, el hombre era tan excelente como sus libros y éstos, tan excelentes como el hombre que los escribía.
Por fin, en 1960, llegué a una placita parisina sombreada, llena de artesanos y cafés, no lejos del Metro Aéreo. Entré por una cochera a un patio añoso. Al fondo, una antigua caballeriza se había convertido en un estudio alto y estrecho, de tres pisos y escaleras que nos obligaban a bajar subiendo, según una fórmula secreta de Cortázar. Verlo por primera vez era una sorpresa. En mi memoria, entonces, sólo había una foto vieja, publicada en un número de aniversario de la revista "Sur". Un señor viejo, con gruesos lentes, cara delgada, el pelo sumamente aplacado por la gomina, vestido de negro y con un aspecto prohibitivo, similar al del personaje de los dibujos llamado Fúlmine. El muchacho que salió a recibirme era seguramente el hijo de aquel sombrío colaborador de "Sur": un joven desmelenado, pecoso, lampiño, desgarbado, con pantalones de dril y camisa de manga corta, abierta en el cuello; un rostro, entonces, de no más de veinte años, animado por una carcajada honda, una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos, separados y dos cejas sagaces, tejidas entre sí, dispuestas a lanzarle una maldición cervantina a todo el que se atreviese a violar la pureza de su mirada. "Pibe, quiero ver a tu papá". "Soy yo".
Estaba con él una mujer brillante, menuda, solícita, hechicera y hechizante, atenta a todo lo que sucedía en la casa, Aurora Bernárdez. Entre los dos, formaban una pareja de alquimistas verbales, magos, carpinteros y escribas, de esos que durante la noche construyen cosas invisibles cuyo trabajo sólo se percibe al amanecer. Este era Cortázar entonces, y Fernando Benítez, que acompañaba en la excursión a la plaza del General Beuret, estuvo de acuerdo con mi descripción pero añadió que ese rostro de muchacho, cuando se reía, cuando se ensimismaba, cuando se acercaba o alejaba demasiado (pues Julio era una marea, insensible como los movimientos de plenitud y resaca de los mares que tanto persiguió), empezaba a llenarse de diminutas arrugas, redes del tiempo, avisos de una existencia anterior, paralela, o continuación de la suya. Así nació la leyenda de un Julio Cortázar que era la versión risueña de Dorian Gray. Lo sabía todo. Era el latinoamericano en Europa que sabía algo más que los europeos. Y ese algo más -el nuevo mundo americano- era lo que los propios europeos inventaron pero no supieron imaginar: el hombre tiene dos sueños, hay más de un paraíso.
Cortázar llegó tarde a México. Me dijo después de su viaje, en 1975, que Oaxaca, Monte Albán, Palenque, eran lugares metafísicos donde convenía pasarse horas de quietud, en silencio, aprovechando eso que Henry James llamaba "una visitación". El silencio se imponía; la contemplación era la realidad. Otro día, yo llegué a Palenque pensando en Cortázar. La presencia de mi amigo argentino en la selva de Chiapas se transformó en una visualización concreta de ese instante en que la naturaleza cede su espacio a la cultura, pero la cultura está siendo recuperada, al mismo tiempo, por la naturaleza. Miedo al desamparo, que puede ser una expulsión, pero también al refugio, que puede ser una prisión. Imagino a Cortázar en el filo de la navaja de una naturaleza y una cultura contiguas pero separadas aún, invitando al espectador a unirse a la intemperie de una o la protección de la otra. Recordé una frase de Roger Caillois, amigo mío y de Cortázar: "El arte fantástico es un duelo de dos miedos". Por supuesto que Cortázar había estado en México antes de estar en México. Había estado en el México del rostro humano del ajolote, mirando a su espectador idéntico desde el fondo de un acuario. Había estado también en el México soñado por un hombre europeo sobre una mesa de operaciones que se sueña tendido sobre la piedra de sacrificios de una pirámide azteca sólo porque, simultáneamente, un azteca está siendo sacrificado en la pirámide y por ello puede soñarse en el blanco mundo de un hospital que desconoce, a punto de ser abierto por un bisturí.
"El espíritu humano tiene miedo de sí mismo", leímos con Cortázar en Bataille : las entradas y salidas del universo cortazariano, sus galerías comerciales que empiezan en París y terminan en Buenos Aires; sus ciudades combinatorias de Viena, Milán, Londres; sus tablones entre dos ventanas de un manicomio porteño; sus largas casas ocupadas implacable y minuciosamente por lo desconocido; sus escenarios teatrales invadidos por el entusiasmo de los espectadores o por la soledad de uno solo de ellos, John Howell, incorporado a otra historia que no es la suya. Para Cortázar, la realidad era mítica en este sentido: estaba también en el otro rostro de las cosas, el mínimo más allá de los sentidos, la ubicación invisible sólo porque no supimos alargar la mano a tiempo para tocar la presencia que contiene. Por eso eran tan largos los ojos de Cortázar: miraban la realidad paralela, a la vuelta de la esquina; el vasto universo latente y sus pacientes tesoros, la contigüidad de los seres, la inminencia de formas que esperan ser convocadas por una palabra, un trazo de pincel, una melodía tarareada, un sueño.
El afuera y el adentro. Toda esta realidad en vísperas de manifestarse era la realidad revolucionaria de Cortázar. Sus posturas políticas y su arte poético se configuraban en una convicción, y ésta es que la imaginación, el arte, la forma estética, son revolucionarias, destruyen las convenciones muertas, nos enseñan a mirar, pensar o sentir de nuevo. Cortázar era un surrealista en su intento tenaz de mantener unidas lo que él llamaba "la revolución de afuera y la revolución de adentro". Si a veces se equivocó en la búsqueda de esta fraternidad incansable, peor hubiera sido que la abandonara. Como un nuevo Tomás Moro en la ola de un renacimiento oscuro que podía conducirnos a la destrucción de la naturaleza o al triunfo de una utopía macabra y sonriente, Cortázar vivió un conflicto al que pocos escaparon en nuestro tiempo: el conflicto entre el afuera y el adentro de todas las realidades, incluyendo la política.
Coincidimos políticamente en mucho, pero no en todo. Nuestras diferencias, sin embargo, aumentaron nuestra amistad y nuestro mutuo respeto, como debe ser en el trato inteligente entre amigos, que no admite ambición, intolerancia o mezquindad. No puede, realmente, haber amistad cuando estos defectos arrebatan al que se dice nuestro amigo. Todo lo contrario sucedía con Cortázar: sus sinónimos de la amistad se llamaban modestia, imaginación y generosidad. Este hombre era una alegría porque su cultura era alegre. Gabriel García Márquez y yo lo recordamos siempre agotando los conocimientos sobre novela policíaca en un largo viaje de París a Praga en 1968, con la buena intención de salvar lo insalvable: la primavera del socialismo con rostro humano. Sentados en el bar del tren, comiendo salchichas con mostaza y bebiendo cerveza, oyéndole recordar la progenie del misterio en los trenes, de Sherlock Holmes a Agatha Christie a Graham Greene a Alfred Hitchcock... lo recuerdo. En los recovecos de la Mala Strana donde algunos conjuntos de jóvenes checos tocaban jazz y Cortázar se lanzaba a la más extraordinaria recreación de los grandes momentos de Thelonius Monk, Charlie Parker o Louis Armstrong. Lo recuerdo.
La mala pasada que me jugaron Gabo y Julio, invitados por Milan Kundera a oír un concierto de música de Janacek, mientras yo era enviado con la representación de mis amigos a hablarles de Latinoamérica a los obreros metalúrgicos y a los estudiantes trotskistas. "Che, Carlos, a ti no te cuesta hablar en público; hacelo por Latinoamérica...". Algo gané, musicalmente. Descubrí que en las fábricas checas, para aliviar el tedio estajanovista de los trabajadores, los altavoces tocaban el día entero un disco de Lola Beltrán cantando "Cucurrucucú, paloma". Lo recuerdo. Lo recuerdo en nuestras caminatas por el Barrio Latino a la caza de la película que no habíamos visto, es decir, la película nueva o la película antigua y vista diez veces que Cortázar iba a ver siempre por primera vez. Adoraba lo que enseñaba a mirar, lo que le auxiliara a llenar los pozos claros de esa mirada de gato sagrado, desesperado por ver, simplemente porque su mirada era muy grande. Antonioni o Buñuel, Cuevas o Alechinsky, Matta o Silva: Cortázar como ciego a veces, apoyado en sus amigos videntes, sus lazarillos artísticos. Lo recuerdo: la mirada inocente en espera del regalo visual incomparable.
Lo llamé un día el Bolívar de la novela latinoamericana. Nos liberó liberándose, con un lenguaje nuevo, airoso, capaz de todas las aventuras: "Rayuela" es uno de los grandes manifiestos de la modernidad latinoamericana, en ella vemos todas nuestras grandezas y todas nuestras miserias, nuestras deudas y nuestras oportunidades, a través de una construcción verbal libre, inacabada, que no cesa de convocar a los lectores que necesita para seguir viviendo y no terminar jamás. Porque la obra de Julio Cortázar es una vibrante pregunta sobre el papel posible de la novela por venir: diálogo pródigo, no sólo de personajes, sino de lenguas, de fuerzas sociales, de géneros, de tiempos históricos que, de otra manera, jamás se darían la mano, más que en una novela. Diálogo de humores, añadiría yo, pues sin el sentido del humor no es posible entender a Julio Cortázar: con él soportamos al mundo hasta que lo veamos mejor, pero el mundo también debe soportarnos hasta que nosotros nos hagamos mejores. En medio de estas dos esperanzas, que no son resignaciones, se instala el humor de la obra de Cortázar. En su muy personal elogio de la locura, Julio también fue ciudadano del mundo, como Erasmo en otro Renacimiento: compatriota de todos, pero también, misteriosamente, extranjero para todos.
Le dio sentido a nuestra modernidad porque la hizo crítica e inclusiva, jamás satisfecha o exclusiva, permitiéndonos pervivir en la aventura de lo nuevo cuando todo parecía indicarnos que, fuera del arte, e incluso, quizás, para el arte, ya no había novedad posible porque el progreso había dejado de progresar. Cortázar nos habló de algo más: del carácter insustituible del momento vivido, del goce pleno del cuerpo unido a otro cuerpo, de la memoria indispensable para tener futuro y de la imaginación necesaria para tener pasado. Cuando Julio murió, una parte de nuestro espejo se quebró y todos vimos la noche boca arriba.
GUILLERMO MAYR
26 de junio de 2012
Ricardo Piglia: "La entrevista es una muy buena manera de intervenir en la discusión literaria, tanto o más interesante que la escritura ensayística en el sentido más clásico"
Escritor, crítico literario, guionista cinematográfico, Ricardo Piglia (1941) es una de las figuras más importantes de la actualidad literaria argentina. Licenciado en Historia en la Universidad de La Plata , ha sido profesor de Literatura en la Universidad de Buenos Aires y profesor invitado en varias universidades norteamericanas. El autor de "Respiración artificial" formó parte de emblemáticas revistas literarias como "El Escarabajo de Oro" y "Punto de Vista" y fue director de la famosa Serie Negra de la editorial Jorge Alvarez, una colección de literatura policial que difundió la obra de autores como Chandler, Hammett y MacDonald. En ese sello, además, publicó su primer libro de relatos, "La invasión", en 1967. Al momento de la charla que mantuvo en Buenos Aires con Cristian Vazquez, Piglia se encontraba trabajando en su última novela "Blanco nocturno", que fue publicada en 2010 pero que comenzó a escribir a comienzos de los años '90 para dejarla luego a un lado y emprender la escritura de "Plata quemada". En la entrevista, que fue publicada por la revista valenciana "Teína" nº 16 en octubre de 2007, el autor de "El último lector" habla del aprendizaje de un narrador, por qué publica poco, su interés por la entrevista como género y la importancia de reconstruir las experiencias de los escritores.
Usted ha usado mucho la entrevista, sobre todo en sus libros de ensayos. Algunas hechas por usted y otras que le hicieron a usted otras personas. ¿Cuál es su interés por ese género?
A mí me interesa mucho la conversación. Las conversaciones en las distintas escenas que uno mantiene son como una especie de motor, de nudo de relaciones sociales, de vínculos. Y también me interesa la reflexión que se genera y el tipo de mezcla que una conversación supone. Uno cuenta historias, expresa ideas… Y la entrevista tiene la ventaja de fijar un momento. Es un corte en esa circulación continua de conversaciones que forman parte de la vida. Por otro lado, siempre estuve preocupado por cómo podemos hablar de literatura, de cultura, sin que eso quede encerrado sólo en el mundo de los académicos y los especialistas, que es en general lo que está sucediendo. Y la entrevista me parece una muy buena manera de intervenir en la discusión literaria, tanto o más interesante que la escritura ensayística en el sentido más clásico. Y hay otro elemento que me parece fundamental: la presencia del otro. La literatura tiende a borrar al otro, es un esfuerzo por abstraerse del interlocutor. Y la conversación retoma su búsqueda.
Si decimos que la literatura busca borrar al otro, ¿es que también busca borrar al lector?
Claro, sería una operación parecida. En "El último lector" traté de buscar figuras del lector en las novelas como un modo de volver a buscar el sujeto real, aunque sea un sujeto real ficcionalizado. Me interesaba esa idea del sujeto que lee, y ver la escena y la situación en la que lee. Eso también sería un intento de recuperar el carácter particular y singular que tiene la experiencia, frente a las reflexiones contemporáneas que tienden a trabajar el lector casi como una abstracción, como un número. Por otro lado, la relación que tiene el escritor con los lectores también es bastante ficcional: imagina un cierto tipo de lectores, encuentra lectores reales por ahí… Responder a la pregunta "para quién escribe usted" siempre es un poco difícil. Uno responde algo que expresa bien su ideología, pero no da cuenta de su experiencia misma.
¿Cómo es su encuentro con el lector?
En general, cuando uno encuentra lectores es porque se acercan y están entusiasmados con lo que uno ha escrito, entonces no se puede sacar una idea general. Los lectores no se acercan al escritor si sus libros no les gustan; al menos yo no conozco casos. Por otra parte, la literatura tiene como cualidad que uno establece relaciones con gente a la que uno no conoce. Ahora hablo de mí mismo como lector: algunos de los sujetos con los que yo tengo relaciones más continuas son personas imaginarias o que no conozco personalmente. De modo que volvemos a la idea de una conversación, que también es una conversación con los muertos, con personajes ficcionales. Ese es uno de los campos de la literatura.
Cuando recuerda su propia historia, usted destaca la importancia de "reconstruir las experiencias, sobre todo en esta época en la que la actualidad tiene un sentido tan breve". ¿Cómo sería eso?
Reconstruir las experiencias: qué hiciste, cómo te formaste, cómo empezaste a escribir. Incluso en el caso de los chicos jóvenes que están escribiendo ahora. Porque la cultura también es eso: no solamente los libros que están ahí, sino también qué redes tiene uno, cómo sobrevive, cómo se las arregla. Uno no ve que eso circule en la discusión cultural o que los medios se ocupen de ese tipo de cuestiones, y sería muy importante y muy útil. Primero, porque se vería que los escritores no son marcianos, que están mezclados en la vida social como cualquier otro y que sus libros son efectos de todo eso. Y sería culturalmente muy importante, porque veríamos la conexión entre nosotros y Roberto Arlt… No me refiero a la calidad de lo que hacemos, sino a que en realidad siempre nos arreglamos como pudimos. ¡Y eso es la cultura argentina!
Los problemas económicos siempre en el medio.
Fijate el caso de Borges: toda su vida hizo prólogos, traducciones, antologías, dio clases, ochocientos millones de conferencias en cualquier lugar donde pudiera ir para ganarse unos mangos. Para ganarse la vida. Después lo toman como si fuera un aerolito: "No, este tipo se dedicó siempre a la literatura". Se dedicó siempre a la literatura como se hace acá. Trabajó en todas las cosas en que hemos trabajado los que hemos intentado sobrevivir en la Argentina. Uno ve mejor estas cosas cuando observa culturas que están mejor afirmadas, digamos, como la estadounidense, que tiene muy claras sus relaciones con la tradición. Hemingway dice: "yo escribo porque Mark Twain", y Faulkner dice: "yo escribo porque Melville", y está claro, por ejemplo, quiénes son de Nueva York, y qué escritores son de la tradición judía, y qué escritores son ítalo-americanos… Es una cultura que está siempre discutiendo ese tipo de historias. Me parece que aquí hace falta un poco de esa práctica.
Rodrigo Fresán escribió que la Argentina es un país de cuentos y no de novelas, al revés que Estados Unidos. ¿Usted cómo lo ve?
La calidad que tiene la producción breve en la Argentina es increíble. Solamente se puede comparar con la literatura norteamericana. Vos podés poner una serie de cuentistas de entre los años '40 y ahora, en los Estados Unidos y acá, y la calidad es parecida… Eso tiene que ver también con el milagro que supuso aquí la década del '40 con Borges, el grupo Sur, Felisberto Hernández, estaba Onetti también escribiendo ese tipo de cosas… Es decir, una percepción de la forma breve, el cuento y la "nouvelle", como una forma que permite escapar del realismo y que te pone frente a otro tipo de dilema narrativo. Ayer justamente vi una entrevista a Rulfo. El periodista, que era español, le decía: "Usted refleja la realidad del campesino mexicano". Y Rulfo le responde: "La verdad que no, la gente no habla así. El otro día alguien fue a buscar los paisajes de 'Pedro Páramo' y 'El llano en llamas' y no encontró nada". Rulfo le daba un lugar a lo imaginario en ese mundo que siempre parece demasiado pegado a lo real.
Y eso ayudó a la tradición cuentística.
Cuando nosotros empezamos a escribir, escribíamos cuentos. Nos parecía totalmente natural, dado que estaban Cortazar y Borges… No era una cosa exótica. Y hacíamos revistas para poder publicar los cuentos. Porque ni siquiera se puede decir que acá haya existido, como en Estados Unidos, esa zona donde los escritores se ganaban la vida publicando cuentos, como por ejemplo Faulkner, que escribía novelas pero publicaba sus cuentos en las revistas de amplia difusión. Que la media de la producción cuentística acá sea tan buena, me parece que sólo se entiende si uno vuelve sobre la idea de que la literatura es como un río, donde uno navega porque otros antes estuvieron por ahí. Cuando nosotros empezamos, no decíamos "voy a escribir una novela", no se trataba de decir "primero cuentos y después novela", sino que nos parecía que eso era lo que íbamos a hacer: escribir cuentos. Por qué es así, es una pregunta muy difícil de contestar. Aunque algo importante es la existencia de Borges, desde luego.
A "La invasión" le siguieron dos libros de relatos, "Nombre falso" y "Prisión perpetua", tres novelas, "Respiración artificial", "La ciudad ausente" y "Plata quemada", y tres libros de ensayos, "Crítica y ficción", "Formas breves" y "El último lector", más allá de prólogos y otros textos aparecidos en diversas ediciones y antologías. Es decir, nueve libros en cuarenta años. ¿Por qué publica tan poco? ¿Por no exponerse?
No, porque uno se expone pero también se defiende. Cada libro que publicás es una manera de rebatir lo que puede pasar con los anteriores. Siempre tenés otra oportunidad. Yo no creo que sea eso, aunque puede ser que haya ese tipo de cosas de un modo más secreto. Pero creo que tiene más que ver con que, por un lado, a mí me gustan los escritores que tienen una obra que yo puedo más o menos manejar. Y por otro, me gustan los escritores que cambian. O sea, que no repiten lo que consiguieron. Esto no quiere decir que los escritores que hacen lo mismo que hicieron no sean muy buenos, o que yo no los admire muchísimo: basta pensar en Onetti. Pero a mí me gusta no repetir algo que ya sé que, si lo hice, lo puedo volver a hacer. Prefiero tomarme el tiempo para ver si puedo encontrar un camino diferente. Básicamente, creo que lo que me llevó a publicar poco ha sido esa especie de tensión entre la idea de cambiar, y por lo tanto darme el tiempo para que ese cambio sea posible, y que no me interesa personalmente tener una obra grande.
¿Pensó alguna vez en dejar de publicar?
Hubo un momento entre "La invasión" y "Nombre falso" en que yo escribí una primera versión de "Plata quemada", una novela con Renzi en Italia… Fue un momento de cierta incertidumbre. Bueno, creo que le pasa a todo el mundo: parece que las cosas no están funcionando, a uno no le gusta lo que escribe… Pero creo que fue muy bueno, porque fue un aprendizaje. Es muy difícil el aprendizaje de un escritor, uno nunca sabe cómo es. Me parece que esos años en que yo estuve escribiendo todo el tiempo y no publiqué nada fueron importantes para mí, porque de pronto empezaba a nadar en aguas que me parecían más interesantes. Lo que uno vive a veces como momentos de pura pérdida son sin embargo importantes para un escritor. O sea que para un escritor también es importante lo que no publica.
¿En qué otros proyectos trabaja?
Tengo algunas historias que quiero contar, que serían "nouvelles". Y un libro de ensayos. Y después me gustaría dedicarme al "Diario", ver si puedo dejarlo en un estado más o menos publicable.
El "Diario" de Ricardo Piglia aparece en infinidad de entrevistas y en varios de sus relatos, y ya es una suerte de obra mítica en la literatura argentina. Cuenta la leyenda que comenzó a escribirlo hace medio siglo. Algún crítico se animó a aventurar que en realidad no existe, pero usted lo califica como "laboratorio de la escritura" y declaró alguna vez que pensaba dar a imprenta algunos libros para justificar la publicación de su diario.
El diario tiene la virtud y el peligro de sustituir a la literatura, hay que tener cuidado con eso, pero es un tipo de experiencia que a mí me interesa mucho. Entonces me imagino que pronto, en los próximos años, me dedicaré a tomar esos cuadernos y copiarlos.
Me imagino que el diario deben ser pilas y pilas de cuadernos.
Son muchos cuadernos, sí. Hay dos cosas que son muy interesantes en relación con el diario: una, los momentos en que uno lo lee, por motivos equis, que siempre es una experiencia bastante particular porque uno encuentra cosas que no recordaba, experiencias rarísimas. Y otra, que el diario ha sido un laboratorio de muchas cosas que yo después he publicado. Por ejemplo, "El último lector" es un libro que está muy ligado al diario. A mí me gustan mucho los diarios, los leo mucho. La cuestión para mí va a ser tomar esos cuadernos y ver qué intriga construir ahí, ver cómo darles un eje.
¿Saldría como un libro de ficción?
No. Bueno, espero que no. Tengo algunas ideas, que todavía no puedo anticipar, de cómo publicarlo. Los hechos serían los hechos y lo que yo he escrito sería lo que yo he escrito, y ni siquiera reescribiría. Sencillamente me parece que lo que hay que hacer es un montaje, un experimento con una escritura que tiene muchísimos años y que intenta… El problema es ése: ¿que intenta qué? Esa es la pregunta que yo tengo que contestar. ¿Intenta mostrar una época? ¿Intenta mostrar la historia de un pensamiento que se va desarrollando, o una serie de experiencias, mi relación con las mujeres…? No sé, habría que ver cómo. Varias veces intenté sentarme a hacerlo, y siempre salí corriendo. Entonces la idea que tengo es "me voy a algún lado con los cuadernos y me voy a encerrar a trabajar en eso durante seis meses". Y algo saldrá, ¿no?
Usted ha usado mucho la entrevista, sobre todo en sus libros de ensayos. Algunas hechas por usted y otras que le hicieron a usted otras personas. ¿Cuál es su interés por ese género?
A mí me interesa mucho la conversación. Las conversaciones en las distintas escenas que uno mantiene son como una especie de motor, de nudo de relaciones sociales, de vínculos. Y también me interesa la reflexión que se genera y el tipo de mezcla que una conversación supone. Uno cuenta historias, expresa ideas… Y la entrevista tiene la ventaja de fijar un momento. Es un corte en esa circulación continua de conversaciones que forman parte de la vida. Por otro lado, siempre estuve preocupado por cómo podemos hablar de literatura, de cultura, sin que eso quede encerrado sólo en el mundo de los académicos y los especialistas, que es en general lo que está sucediendo. Y la entrevista me parece una muy buena manera de intervenir en la discusión literaria, tanto o más interesante que la escritura ensayística en el sentido más clásico. Y hay otro elemento que me parece fundamental: la presencia del otro. La literatura tiende a borrar al otro, es un esfuerzo por abstraerse del interlocutor. Y la conversación retoma su búsqueda.
Si decimos que la literatura busca borrar al otro, ¿es que también busca borrar al lector?
Claro, sería una operación parecida. En "El último lector" traté de buscar figuras del lector en las novelas como un modo de volver a buscar el sujeto real, aunque sea un sujeto real ficcionalizado. Me interesaba esa idea del sujeto que lee, y ver la escena y la situación en la que lee. Eso también sería un intento de recuperar el carácter particular y singular que tiene la experiencia, frente a las reflexiones contemporáneas que tienden a trabajar el lector casi como una abstracción, como un número. Por otro lado, la relación que tiene el escritor con los lectores también es bastante ficcional: imagina un cierto tipo de lectores, encuentra lectores reales por ahí… Responder a la pregunta "para quién escribe usted" siempre es un poco difícil. Uno responde algo que expresa bien su ideología, pero no da cuenta de su experiencia misma.
¿Cómo es su encuentro con el lector?
En general, cuando uno encuentra lectores es porque se acercan y están entusiasmados con lo que uno ha escrito, entonces no se puede sacar una idea general. Los lectores no se acercan al escritor si sus libros no les gustan; al menos yo no conozco casos. Por otra parte, la literatura tiene como cualidad que uno establece relaciones con gente a la que uno no conoce. Ahora hablo de mí mismo como lector: algunos de los sujetos con los que yo tengo relaciones más continuas son personas imaginarias o que no conozco personalmente. De modo que volvemos a la idea de una conversación, que también es una conversación con los muertos, con personajes ficcionales. Ese es uno de los campos de la literatura.
Cuando recuerda su propia historia, usted destaca la importancia de "reconstruir las experiencias, sobre todo en esta época en la que la actualidad tiene un sentido tan breve". ¿Cómo sería eso?
Reconstruir las experiencias: qué hiciste, cómo te formaste, cómo empezaste a escribir. Incluso en el caso de los chicos jóvenes que están escribiendo ahora. Porque la cultura también es eso: no solamente los libros que están ahí, sino también qué redes tiene uno, cómo sobrevive, cómo se las arregla. Uno no ve que eso circule en la discusión cultural o que los medios se ocupen de ese tipo de cuestiones, y sería muy importante y muy útil. Primero, porque se vería que los escritores no son marcianos, que están mezclados en la vida social como cualquier otro y que sus libros son efectos de todo eso. Y sería culturalmente muy importante, porque veríamos la conexión entre nosotros y Roberto Arlt… No me refiero a la calidad de lo que hacemos, sino a que en realidad siempre nos arreglamos como pudimos. ¡Y eso es la cultura argentina!
Los problemas económicos siempre en el medio.
Fijate el caso de Borges: toda su vida hizo prólogos, traducciones, antologías, dio clases, ochocientos millones de conferencias en cualquier lugar donde pudiera ir para ganarse unos mangos. Para ganarse la vida. Después lo toman como si fuera un aerolito: "No, este tipo se dedicó siempre a la literatura". Se dedicó siempre a la literatura como se hace acá. Trabajó en todas las cosas en que hemos trabajado los que hemos intentado sobrevivir en la Argentina. Uno ve mejor estas cosas cuando observa culturas que están mejor afirmadas, digamos, como la estadounidense, que tiene muy claras sus relaciones con la tradición. Hemingway dice: "yo escribo porque Mark Twain", y Faulkner dice: "yo escribo porque Melville", y está claro, por ejemplo, quiénes son de Nueva York, y qué escritores son de la tradición judía, y qué escritores son ítalo-americanos… Es una cultura que está siempre discutiendo ese tipo de historias. Me parece que aquí hace falta un poco de esa práctica.
Rodrigo Fresán escribió que la Argentina es un país de cuentos y no de novelas, al revés que Estados Unidos. ¿Usted cómo lo ve?
La calidad que tiene la producción breve en la Argentina es increíble. Solamente se puede comparar con la literatura norteamericana. Vos podés poner una serie de cuentistas de entre los años '40 y ahora, en los Estados Unidos y acá, y la calidad es parecida… Eso tiene que ver también con el milagro que supuso aquí la década del '40 con Borges, el grupo Sur, Felisberto Hernández, estaba Onetti también escribiendo ese tipo de cosas… Es decir, una percepción de la forma breve, el cuento y la "nouvelle", como una forma que permite escapar del realismo y que te pone frente a otro tipo de dilema narrativo. Ayer justamente vi una entrevista a Rulfo. El periodista, que era español, le decía: "Usted refleja la realidad del campesino mexicano". Y Rulfo le responde: "La verdad que no, la gente no habla así. El otro día alguien fue a buscar los paisajes de 'Pedro Páramo' y 'El llano en llamas' y no encontró nada". Rulfo le daba un lugar a lo imaginario en ese mundo que siempre parece demasiado pegado a lo real.
Y eso ayudó a la tradición cuentística.
Cuando nosotros empezamos a escribir, escribíamos cuentos. Nos parecía totalmente natural, dado que estaban Cortazar y Borges… No era una cosa exótica. Y hacíamos revistas para poder publicar los cuentos. Porque ni siquiera se puede decir que acá haya existido, como en Estados Unidos, esa zona donde los escritores se ganaban la vida publicando cuentos, como por ejemplo Faulkner, que escribía novelas pero publicaba sus cuentos en las revistas de amplia difusión. Que la media de la producción cuentística acá sea tan buena, me parece que sólo se entiende si uno vuelve sobre la idea de que la literatura es como un río, donde uno navega porque otros antes estuvieron por ahí. Cuando nosotros empezamos, no decíamos "voy a escribir una novela", no se trataba de decir "primero cuentos y después novela", sino que nos parecía que eso era lo que íbamos a hacer: escribir cuentos. Por qué es así, es una pregunta muy difícil de contestar. Aunque algo importante es la existencia de Borges, desde luego.
A "La invasión" le siguieron dos libros de relatos, "Nombre falso" y "Prisión perpetua", tres novelas, "Respiración artificial", "La ciudad ausente" y "Plata quemada", y tres libros de ensayos, "Crítica y ficción", "Formas breves" y "El último lector", más allá de prólogos y otros textos aparecidos en diversas ediciones y antologías. Es decir, nueve libros en cuarenta años. ¿Por qué publica tan poco? ¿Por no exponerse?
No, porque uno se expone pero también se defiende. Cada libro que publicás es una manera de rebatir lo que puede pasar con los anteriores. Siempre tenés otra oportunidad. Yo no creo que sea eso, aunque puede ser que haya ese tipo de cosas de un modo más secreto. Pero creo que tiene más que ver con que, por un lado, a mí me gustan los escritores que tienen una obra que yo puedo más o menos manejar. Y por otro, me gustan los escritores que cambian. O sea, que no repiten lo que consiguieron. Esto no quiere decir que los escritores que hacen lo mismo que hicieron no sean muy buenos, o que yo no los admire muchísimo: basta pensar en Onetti. Pero a mí me gusta no repetir algo que ya sé que, si lo hice, lo puedo volver a hacer. Prefiero tomarme el tiempo para ver si puedo encontrar un camino diferente. Básicamente, creo que lo que me llevó a publicar poco ha sido esa especie de tensión entre la idea de cambiar, y por lo tanto darme el tiempo para que ese cambio sea posible, y que no me interesa personalmente tener una obra grande.
¿Pensó alguna vez en dejar de publicar?
Hubo un momento entre "La invasión" y "Nombre falso" en que yo escribí una primera versión de "Plata quemada", una novela con Renzi en Italia… Fue un momento de cierta incertidumbre. Bueno, creo que le pasa a todo el mundo: parece que las cosas no están funcionando, a uno no le gusta lo que escribe… Pero creo que fue muy bueno, porque fue un aprendizaje. Es muy difícil el aprendizaje de un escritor, uno nunca sabe cómo es. Me parece que esos años en que yo estuve escribiendo todo el tiempo y no publiqué nada fueron importantes para mí, porque de pronto empezaba a nadar en aguas que me parecían más interesantes. Lo que uno vive a veces como momentos de pura pérdida son sin embargo importantes para un escritor. O sea que para un escritor también es importante lo que no publica.
¿En qué otros proyectos trabaja?
Tengo algunas historias que quiero contar, que serían "nouvelles". Y un libro de ensayos. Y después me gustaría dedicarme al "Diario", ver si puedo dejarlo en un estado más o menos publicable.
El "Diario" de Ricardo Piglia aparece en infinidad de entrevistas y en varios de sus relatos, y ya es una suerte de obra mítica en la literatura argentina. Cuenta la leyenda que comenzó a escribirlo hace medio siglo. Algún crítico se animó a aventurar que en realidad no existe, pero usted lo califica como "laboratorio de la escritura" y declaró alguna vez que pensaba dar a imprenta algunos libros para justificar la publicación de su diario.
El diario tiene la virtud y el peligro de sustituir a la literatura, hay que tener cuidado con eso, pero es un tipo de experiencia que a mí me interesa mucho. Entonces me imagino que pronto, en los próximos años, me dedicaré a tomar esos cuadernos y copiarlos.
Me imagino que el diario deben ser pilas y pilas de cuadernos.
Son muchos cuadernos, sí. Hay dos cosas que son muy interesantes en relación con el diario: una, los momentos en que uno lo lee, por motivos equis, que siempre es una experiencia bastante particular porque uno encuentra cosas que no recordaba, experiencias rarísimas. Y otra, que el diario ha sido un laboratorio de muchas cosas que yo después he publicado. Por ejemplo, "El último lector" es un libro que está muy ligado al diario. A mí me gustan mucho los diarios, los leo mucho. La cuestión para mí va a ser tomar esos cuadernos y ver qué intriga construir ahí, ver cómo darles un eje.
¿Saldría como un libro de ficción?
No. Bueno, espero que no. Tengo algunas ideas, que todavía no puedo anticipar, de cómo publicarlo. Los hechos serían los hechos y lo que yo he escrito sería lo que yo he escrito, y ni siquiera reescribiría. Sencillamente me parece que lo que hay que hacer es un montaje, un experimento con una escritura que tiene muchísimos años y que intenta… El problema es ése: ¿que intenta qué? Esa es la pregunta que yo tengo que contestar. ¿Intenta mostrar una época? ¿Intenta mostrar la historia de un pensamiento que se va desarrollando, o una serie de experiencias, mi relación con las mujeres…? No sé, habría que ver cómo. Varias veces intenté sentarme a hacerlo, y siempre salí corriendo. Entonces la idea que tengo es "me voy a algún lado con los cuadernos y me voy a encerrar a trabajar en eso durante seis meses". Y algo saldrá, ¿no?
GUILLERMO MAYR
23 de junio de 2012
Andrea Cavalletti: "La democracia occidental, cada vez más débil y pobre de sentido, se manifiesta como una fuerza implacable con los más vulnerables"
Profesor de Estética y Literatura Italiana en la Università IUAV (Istituto Universitario di Architettura di Venezia), el filósofo italiano Andrea Cavalletti (1967) ha sido editor de obras de filosofía y crítica literaria, es autor, a su vez, de varios ensayos y escribe habitualmente una columna en el diario "Il Manifesto". En 2005 publicó "La città biopolitica. Mitologie della sicurezza" (Mitología de la seguridad. La ciudad biopolítica), obra en la que parte del curso "Sécurité, territoire, population" (Seguridad, territorio, población) que Michel Foucault (1926-1984) dictó en el Collège de France entre enero y abril de 1978, y que modificó sensiblemente la discusión en torno al concepto de población, las formas de gobierno, la economía política y la biopolítica. Recurriendo a textos de "Der begriff des politischen" (El concepto de lo político) de Carl Schmitt (1888-1985), de "Teoría general de la urbanización" de Ildefons Cerdá (1815-1876) y de "Il potere soverano e la vita nuda" (El poder soberano y la vida desnuda) de Giorgio Agamben (1942), Cavalletti analiza las profundas relaciones entre espacio urbano y poder y los mecanismos a partir de los cuales se crean las maquinarias de seguridad que buscan controlar la vida cotidiana. Luego, en 2009, publicó "Classe" (Clase), un ensayo que recorre el nacimiento y desarrollo de los conceptos de clase, lucha de clase y conciencia de clase, y propone una perspectiva filosófica para entender la antinomia entre clase revolucionaria y masa dominada por el instinto de rebaño y el miedo a los extraños de la que hablaban György Lukács (1885-1971) o Walter Benjamin (1892-1940). Por último, en 2011, Cavalletti publicó "Suggestione. Potenza e limiti del fascino politico" (Sugestión. Potencia y límites de la fascinación política), obra en la que, a partir de una original lectura de "Mario und der zauberer" (Mario y el mago) de Thomas Mann (1875-1955) -donde se describen los albores del fascismo en la figura grotesca de un mago que congrega muchedumbres enloquecidas-, Cavalletti estudia al poder como una alegoría del encantamiento que ejerce sobre los pueblos. Dada la reciente aparición de "Mitología de la seguridad" en castellano, el filósofo italiano estuvo en la Argentina invitado por la Universidad Pedagógica de Buenos Aires. En esa ocasión fue entrevistado por Nicolás Mavrakis para la edición del 23 de septiembre de 2011 del diario "Tiempo Argentino" y por Agustin Scarpelli para el nº 431 de la revista "Ñ" aparecida el 31 de diciembre del mismo año. He aquí un resumen de ambas entrevistas. En ellas, Cavalletti hace referencia al actual paradigma de la seguridad y a aquello que Foucault llamó "racismo moderno", una situación que, dada la presente globalización con su incesante flujo de bienes y personas, acepta como amigo a aquel que cruza una frontera por una cuestión meramente económica mientras que el refugiado político será acreedor de un sistemático rechazo.
¿Por qué "La ciudad biopolítica. Mitología de la seguridad"?
Todo concepto espacial es un espacio político y eso define el concepto de biopolítica: la espacialización completa de la vida y la política. Aun así, siempre queda una cantidad de gente marginada, fuera de la población, a la que se convierte en representantes de la inseguridad.
¿Cómo condiciona eso los vínculos cotidianos con el espacio urbano?
Estableciendo las condiciones en que los espacios pueden o no ser habitados. Los espacios significan un modo y un nivel de vida. Por lo tanto, representan también un nivel de seguridad.
¿Cómo plantea hoy Europa la cuestión de la inmigración?
Europa es un espacio que recibe a los inmigrantes para extraer de ellos determinados bienes, aunque a la vez está cerrado a los inmigrantes. Por eso hay zonas de "estados filtros", encargados de filtrar la migración. Esto ocurre, sobre todo, en el norte de Africa. Es un problema político: cuando se decide que cierto nivel de seguridad es compatible con los inmigrantes, se permite su llegada; cuando se decide que no, se interrumpe y pasan a ser sinónimo de inseguridad.
¿Por qué lo define como problema político y no económico?
En realidad es un problema de economía política, ya que la historia de la biopolítica es la historia de la economía política. Creo que ambas cosas podrían llamarse del mismo modo. En Europa, se puede ver que es este el problema, y no hay gran diferencia entre la derecha y la izquierda al respecto.
¿La crisis europea puede alterar el modelo biopolítico actual?
Tal vez la crisis sirva para romper con los mitos de seguridad que han prometido los gobernantes y que hoy ellos pueden cumplir. Hay que convencer a la gente de que no se puede defender la seguridad viendo a los inmigrantes como un peligro.
¿Cuáles son las principales formas en que operan las "mitologías de la seguridad" en condiciones de alta modernidad?
Refiriéndome a la situación que vivo y que conozco mejor, la de Europa y en particular la de Italia, diría que las mitologías de la seguridad impactan enteramente en la existencia de los sujetos. En el último tiempo, la así llamada "crisis" económica -que obviamente no es más que la condición del capitalismo globalizado- intensificó su acción: el pánico y la angustia, difundidos por todas partes en el modo y el tiempo justo, se asocian con las medidas de austeridad y los recortes que golpean a la clase media y media baja. Sometidas a estas fuerzas, las masas aceptan como consecuencias muy naturales e inevitables de la presunta situación de hecho, incluso las disposiciones más violentas e inhumanas respecto de los inmigrantes. Hoy en día, los que entran en Italia sin documentos y podrían tener derecho de asilo son, sin embargo, condenados a dieciocho meses de detención en los Centros de Identificación y Expulsión (CIE), que son, en realidad -como todos saben-, verdaderos campos de concentración. Por otro lado, un renovado impulso represivo golpea, hacia adentro, a quienes pretenden llamar las cosas por su nombre. Este se dirige sobre todo, como es costumbre, al anarquismo y a cualquiera de los grupos no institucionalizados. En busca de un buen efecto mediático, se recurre a la encarcelación con extrema facilidad o a procedimientos policiales de expulsión altamente discrecionales. Más en general, las actuales mitologías de la seguridad -justamente los espectros de la crisis, el pánico y el miedo- son, paradojalmente, alteradas para privar a los ciudadanos de aquello que, en nombre de la seguridad y el bienestar, les habían concedido y ellos habían aceptado. Los negocios y las finanzas exigen, por ejemplo, la destrucción de la escuela y la universidad o la cancelación del derecho de huelga. La clase política y el sindicalismo moderado se empeñarán en conceder las demandas. Si las mitologías se imprimen en la ciudad, reduciéndola al mismo tiempo a un parque turístico y a un territorio militarizado, la ciudad a su vez las refleja y refuerza en su escenografía. El peligro mayor, sin embargo, es la reducción de la población a una "multitud solitaria", atemorizada y dispuesta a todo.
¿Qué diferencias existen entre la forma que esas mitologías adquieren en los países centrales y la forma que adquieren en los países que, como los nuestros, se sitúan en el sur colonizado? ¿Qué sucede con el control biopolítico en las poblaciones migrantes, es decir, con esa suerte de tercer espacio que se ha ampliado tanto en la modernidad?
La situación europea es terrible, pero la italiana es directamente desesperante y, por cierto, debe ser observada también desde América Latina con atenta preocupación. Por supuesto, la "mutación antropológica" diagnosticada en su momento por Pier Paolo Pasolini es un proceso de descomposición irreversible y sin límites. Primero hablamos de los CIE, institución que sólo es posible concebir en una sociedad como la nuestra, xenófoba, racista, a menudo presa de oscuras supersticiones sexistas de matriz eclesiástica. Sin embargo, los CIE, y sus leyes de emergencia, son parte del complejo sistema de defensa global europeo llamado Frontex, con sus técnicos expertos en control de inmigrantes, los soldados, los modernos sistemas de observación, aviones, lanchas rápidas equipadas con las armas más sofisticadas: cañones, lanzacohetes, ametralladoras, lanzatorpedos. Todo este armamento se ha implementado para detener embarcaciones atestadas de inmigrantes que a duras penas flotan. La "defensa europea" debe entenderse, por tanto, como la guerra de las poblaciones fuertes, ricas y bien armadas que hacen uso de todos los medios para combatir o rechazar una masa desarmada y famélica de mujeres y niños que huyen de la miseria extrema, de la violencia de sus regímenes o de países en guerra perpetua y llenos de minas terrestres fabricadas en la propia Italia. La democracia occidental, cada vez más débil y pobre de sentido, se manifiesta como una fuerza implacable con los más vulnerables. Por eso la figura actual del refugiado es la de una extrañeza irrecuperable por la seguridad biopolítica en la que se basa esa democracia: como un nuevo réprobo, en busca de su espacio de vida, ese ser en fuga del hambre y de la muerte es una y otra vez (para utilizar la expresión de Foucault) "rechazado hacia la muerte".
¿Cómo se ha transformado la política moderna que, como dice Schmitt, siempre debe necesariamente referirse a un espacio, cuando esos espacios están definidos hoy principalmente por el movimiento -la entrada y salida- de bienes, personas y objetos? ¿No encuentran trabas los dispositivos de seguridad cuando se topan con formaciones culturales para las que no estaban diseñados?
En el libro partí de la definición de Schmitt para mostrar que el espacio biopolítico es originalmente un espacio móvil, cuyas fronteras se vuelven más o menos permeables, de acuerdo a diferentes gradaciones. En efecto, dichas fronteras están siempre dispuestas a cambiar su forma. Se trata de un espacio conformado por zonas de intensidad que son al mismo tiempo internas y externas a los antiguos confines del Estado. Y los flujos no son independientes de estas intensidades biopolíticas, que los guían y los organizan. Por cierto, las viejas y rígidas fronteras y las nuevas líneas de tensión pueden incluso coincidir, pero eso ocurre precisamente en virtud de la ductilidad y la movilidad biopolíticas. También debemos pensar, en general, en las retóricas de los "movimientos". Es importante prestar atención a esta palabra, que lleva en sí (por su historia del siglo XX) algo oscuro, casi una llamada al espíritu gregario. Ya el sociólogo francés Gabriel Tarde había mostrado en su tiempo que todo en la sociedad, ya sea la moda, la cultura, las opiniones, es producto de la sugestión: el hombre social es un sonámbulo que lejos de encontrar en las innovaciones culturales un obstáculo para su sueño, ve en ellas, por el contrario, la fuente más poderosa para su hipnosis. Por lo tanto, el espacio en el que vivimos está atravesado por fortísimas corrientes de sugestión colectiva, y la organización de las masas ha sido siempre una característica del biopoder. Si, como decía Foucault, este poder puede ser a la vez el mayor protector y el máximo asesino, ello se debe a que también es el más hipnótico y espectacular. Pensemos en la famosa novela de Thomas Mann "Mario y el mago". El mago-sugestionador-líder es quien se hace cargo de una función específica: pone en movimiento a un público que baila o marcha a sus órdenes creyendo ser libre. Es preciso huir de este esquema persistente, es decir, de la política de las masas y de los líderes, de los flujos sugestivos y de los guías a su vez hipnotizados.
¿Quiénes pueden ser los sujetos de la "defección absoluta"? ¿Cómo se entiende la lucha por "estar fuera" cuando quienes ya lo están dan su vida por estar "dentro"?
Entre el umbral de la seguridad, por ejemplo de la Unión Europea, que atrae a los inmigrantes, y aquellas regiones de extrema inseguridad de las cuales estos intentan escapar, existe una relación estrecha. Una mano atrae; la otra, repele. Esto es obvio, y por el mismo motivo la solución a los problemas de biopoder no puede ser, a su vez, biopolítica. De allí que llamé "defección absoluta" a ese punto de vista -o a esa práctica- capaz de reconocer la coherencia íntima entre seguridad y peligro, amenaza y garantía; capaz de reconocer toda la tristeza de la "sociedad feliz" con el fin de sustraerse a sus condicionamientos. Se trata, en otras palabras, de indagar la situación en la cual se vive sin temores, de alcanzar la evidencia de la constatación. Es la cosa más difícil. La defección es una exigencia minoritaria y, dadas las condiciones, cada vez más apremiante: se da cuando aparece algo que se nos presenta como irrenunciable más allá de las formas de vida vigentes; y no se da para determinados "sujetos", sino precisamente porque estos no son reconocibles, no son identificables y previsibles. En cualquier caso, la pregunta apunta a lo esencial, y en estos últimos años he intentado precisar aquello que en "Mitología de la seguridad" llamé "defección absoluta"; lo hice en mi libro "Clase" y en el último: "Sugestión. Potencia y límites de la fascinación política". He intentado hacerlo retomando la idea de Walter Benjamin de la clase y de la acción revolucionaria entendida como un relajamiento de la muchedumbre peligrosa, o sea, de las tensiones biopolíticas que la atraviesan y la animan. Y luego, en "Sugestión", busco releer el concepto hegeliano de doble genio para pensar una existencia ambivalente que actúe de manera siempre impredecible, irreductible a las reglas o a los juegos hipnóticos del poder.
¿Cuáles son las formas positivas que pueden adoptar las nuevas ciudades biopolíticas? ¿Cuáles sus mayores peligros?
En cuanto a las formas positivas puedo responder con un ejemplo, recordando el intento reciente de dos urbanistas. Invitados a proyectar la nueva Gran París, Bernardo Secchi y Paola Viganò quisieron analizar y describir la posibilidad de circulación de personas. El resultado fue el llamado "mapa de Lucifer". París está compuesta de clausuras y obstáculos, y quien nace en un suburbio de los bajos fondos está marcado para siempre, tiene pocas posibilidades de salir de allí: su vida permanece confinada dentro de un perímetro infernal. El proyecto de los arquitectos será, entonces, desmontar, desactivar los dispositivos espaciales de división; pensar las formas de aliviar las tensiones más peligrosas. Recordar este esfuerzo admirable -en verdad, lo más inteligente que un urbanista puede hacer- implica, sin embargo, responder también a la segunda parte de la pregunta: el peligro es, de hecho, que nos contentemos con la planificación urbana; que se le reclame al urbanismo la receta de la felicidad; que no se desate, entonces, ese nudo fatal entre espacio y política que Schmitt, a su manera, puso en evidencia. Con extrema lucidez, por otra parte, los propios urbanistas lo reconocen: las particiones materiales que dividen hoy los jirones -es decir, las vueltas dentro de los círculos infernales- de París son el producto de su propia disciplina, el resultado indigesto del reformismo progresista. Estas no nacen de los propósitos malvados de algunos sádicos nazistoides, sino de las mejores intenciones democráticas y del empeño convencido de muchos proyectistas de talento. Hablar de "formas positivas" de la ciudad biopolítica me parece, por esto, muy difícil y peligroso. Y la única tentativa que me parece factible es su cartografía y su cuidadosa deconstrucción.
¿Por qué "La ciudad biopolítica. Mitología de la seguridad"?
Todo concepto espacial es un espacio político y eso define el concepto de biopolítica: la espacialización completa de la vida y la política. Aun así, siempre queda una cantidad de gente marginada, fuera de la población, a la que se convierte en representantes de la inseguridad.
¿Cómo condiciona eso los vínculos cotidianos con el espacio urbano?
Estableciendo las condiciones en que los espacios pueden o no ser habitados. Los espacios significan un modo y un nivel de vida. Por lo tanto, representan también un nivel de seguridad.
¿Cómo plantea hoy Europa la cuestión de la inmigración?
Europa es un espacio que recibe a los inmigrantes para extraer de ellos determinados bienes, aunque a la vez está cerrado a los inmigrantes. Por eso hay zonas de "estados filtros", encargados de filtrar la migración. Esto ocurre, sobre todo, en el norte de Africa. Es un problema político: cuando se decide que cierto nivel de seguridad es compatible con los inmigrantes, se permite su llegada; cuando se decide que no, se interrumpe y pasan a ser sinónimo de inseguridad.
¿Por qué lo define como problema político y no económico?
En realidad es un problema de economía política, ya que la historia de la biopolítica es la historia de la economía política. Creo que ambas cosas podrían llamarse del mismo modo. En Europa, se puede ver que es este el problema, y no hay gran diferencia entre la derecha y la izquierda al respecto.
¿La crisis europea puede alterar el modelo biopolítico actual?
Tal vez la crisis sirva para romper con los mitos de seguridad que han prometido los gobernantes y que hoy ellos pueden cumplir. Hay que convencer a la gente de que no se puede defender la seguridad viendo a los inmigrantes como un peligro.
¿Cuáles son las principales formas en que operan las "mitologías de la seguridad" en condiciones de alta modernidad?
Refiriéndome a la situación que vivo y que conozco mejor, la de Europa y en particular la de Italia, diría que las mitologías de la seguridad impactan enteramente en la existencia de los sujetos. En el último tiempo, la así llamada "crisis" económica -que obviamente no es más que la condición del capitalismo globalizado- intensificó su acción: el pánico y la angustia, difundidos por todas partes en el modo y el tiempo justo, se asocian con las medidas de austeridad y los recortes que golpean a la clase media y media baja. Sometidas a estas fuerzas, las masas aceptan como consecuencias muy naturales e inevitables de la presunta situación de hecho, incluso las disposiciones más violentas e inhumanas respecto de los inmigrantes. Hoy en día, los que entran en Italia sin documentos y podrían tener derecho de asilo son, sin embargo, condenados a dieciocho meses de detención en los Centros de Identificación y Expulsión (CIE), que son, en realidad -como todos saben-, verdaderos campos de concentración. Por otro lado, un renovado impulso represivo golpea, hacia adentro, a quienes pretenden llamar las cosas por su nombre. Este se dirige sobre todo, como es costumbre, al anarquismo y a cualquiera de los grupos no institucionalizados. En busca de un buen efecto mediático, se recurre a la encarcelación con extrema facilidad o a procedimientos policiales de expulsión altamente discrecionales. Más en general, las actuales mitologías de la seguridad -justamente los espectros de la crisis, el pánico y el miedo- son, paradojalmente, alteradas para privar a los ciudadanos de aquello que, en nombre de la seguridad y el bienestar, les habían concedido y ellos habían aceptado. Los negocios y las finanzas exigen, por ejemplo, la destrucción de la escuela y la universidad o la cancelación del derecho de huelga. La clase política y el sindicalismo moderado se empeñarán en conceder las demandas. Si las mitologías se imprimen en la ciudad, reduciéndola al mismo tiempo a un parque turístico y a un territorio militarizado, la ciudad a su vez las refleja y refuerza en su escenografía. El peligro mayor, sin embargo, es la reducción de la población a una "multitud solitaria", atemorizada y dispuesta a todo.
¿Qué diferencias existen entre la forma que esas mitologías adquieren en los países centrales y la forma que adquieren en los países que, como los nuestros, se sitúan en el sur colonizado? ¿Qué sucede con el control biopolítico en las poblaciones migrantes, es decir, con esa suerte de tercer espacio que se ha ampliado tanto en la modernidad?
La situación europea es terrible, pero la italiana es directamente desesperante y, por cierto, debe ser observada también desde América Latina con atenta preocupación. Por supuesto, la "mutación antropológica" diagnosticada en su momento por Pier Paolo Pasolini es un proceso de descomposición irreversible y sin límites. Primero hablamos de los CIE, institución que sólo es posible concebir en una sociedad como la nuestra, xenófoba, racista, a menudo presa de oscuras supersticiones sexistas de matriz eclesiástica. Sin embargo, los CIE, y sus leyes de emergencia, son parte del complejo sistema de defensa global europeo llamado Frontex, con sus técnicos expertos en control de inmigrantes, los soldados, los modernos sistemas de observación, aviones, lanchas rápidas equipadas con las armas más sofisticadas: cañones, lanzacohetes, ametralladoras, lanzatorpedos. Todo este armamento se ha implementado para detener embarcaciones atestadas de inmigrantes que a duras penas flotan. La "defensa europea" debe entenderse, por tanto, como la guerra de las poblaciones fuertes, ricas y bien armadas que hacen uso de todos los medios para combatir o rechazar una masa desarmada y famélica de mujeres y niños que huyen de la miseria extrema, de la violencia de sus regímenes o de países en guerra perpetua y llenos de minas terrestres fabricadas en la propia Italia. La democracia occidental, cada vez más débil y pobre de sentido, se manifiesta como una fuerza implacable con los más vulnerables. Por eso la figura actual del refugiado es la de una extrañeza irrecuperable por la seguridad biopolítica en la que se basa esa democracia: como un nuevo réprobo, en busca de su espacio de vida, ese ser en fuga del hambre y de la muerte es una y otra vez (para utilizar la expresión de Foucault) "rechazado hacia la muerte".
¿Cómo se ha transformado la política moderna que, como dice Schmitt, siempre debe necesariamente referirse a un espacio, cuando esos espacios están definidos hoy principalmente por el movimiento -la entrada y salida- de bienes, personas y objetos? ¿No encuentran trabas los dispositivos de seguridad cuando se topan con formaciones culturales para las que no estaban diseñados?
En el libro partí de la definición de Schmitt para mostrar que el espacio biopolítico es originalmente un espacio móvil, cuyas fronteras se vuelven más o menos permeables, de acuerdo a diferentes gradaciones. En efecto, dichas fronteras están siempre dispuestas a cambiar su forma. Se trata de un espacio conformado por zonas de intensidad que son al mismo tiempo internas y externas a los antiguos confines del Estado. Y los flujos no son independientes de estas intensidades biopolíticas, que los guían y los organizan. Por cierto, las viejas y rígidas fronteras y las nuevas líneas de tensión pueden incluso coincidir, pero eso ocurre precisamente en virtud de la ductilidad y la movilidad biopolíticas. También debemos pensar, en general, en las retóricas de los "movimientos". Es importante prestar atención a esta palabra, que lleva en sí (por su historia del siglo XX) algo oscuro, casi una llamada al espíritu gregario. Ya el sociólogo francés Gabriel Tarde había mostrado en su tiempo que todo en la sociedad, ya sea la moda, la cultura, las opiniones, es producto de la sugestión: el hombre social es un sonámbulo que lejos de encontrar en las innovaciones culturales un obstáculo para su sueño, ve en ellas, por el contrario, la fuente más poderosa para su hipnosis. Por lo tanto, el espacio en el que vivimos está atravesado por fortísimas corrientes de sugestión colectiva, y la organización de las masas ha sido siempre una característica del biopoder. Si, como decía Foucault, este poder puede ser a la vez el mayor protector y el máximo asesino, ello se debe a que también es el más hipnótico y espectacular. Pensemos en la famosa novela de Thomas Mann "Mario y el mago". El mago-sugestionador-líder es quien se hace cargo de una función específica: pone en movimiento a un público que baila o marcha a sus órdenes creyendo ser libre. Es preciso huir de este esquema persistente, es decir, de la política de las masas y de los líderes, de los flujos sugestivos y de los guías a su vez hipnotizados.
¿Quiénes pueden ser los sujetos de la "defección absoluta"? ¿Cómo se entiende la lucha por "estar fuera" cuando quienes ya lo están dan su vida por estar "dentro"?
Entre el umbral de la seguridad, por ejemplo de la Unión Europea, que atrae a los inmigrantes, y aquellas regiones de extrema inseguridad de las cuales estos intentan escapar, existe una relación estrecha. Una mano atrae; la otra, repele. Esto es obvio, y por el mismo motivo la solución a los problemas de biopoder no puede ser, a su vez, biopolítica. De allí que llamé "defección absoluta" a ese punto de vista -o a esa práctica- capaz de reconocer la coherencia íntima entre seguridad y peligro, amenaza y garantía; capaz de reconocer toda la tristeza de la "sociedad feliz" con el fin de sustraerse a sus condicionamientos. Se trata, en otras palabras, de indagar la situación en la cual se vive sin temores, de alcanzar la evidencia de la constatación. Es la cosa más difícil. La defección es una exigencia minoritaria y, dadas las condiciones, cada vez más apremiante: se da cuando aparece algo que se nos presenta como irrenunciable más allá de las formas de vida vigentes; y no se da para determinados "sujetos", sino precisamente porque estos no son reconocibles, no son identificables y previsibles. En cualquier caso, la pregunta apunta a lo esencial, y en estos últimos años he intentado precisar aquello que en "Mitología de la seguridad" llamé "defección absoluta"; lo hice en mi libro "Clase" y en el último: "Sugestión. Potencia y límites de la fascinación política". He intentado hacerlo retomando la idea de Walter Benjamin de la clase y de la acción revolucionaria entendida como un relajamiento de la muchedumbre peligrosa, o sea, de las tensiones biopolíticas que la atraviesan y la animan. Y luego, en "Sugestión", busco releer el concepto hegeliano de doble genio para pensar una existencia ambivalente que actúe de manera siempre impredecible, irreductible a las reglas o a los juegos hipnóticos del poder.
¿Cuáles son las formas positivas que pueden adoptar las nuevas ciudades biopolíticas? ¿Cuáles sus mayores peligros?
En cuanto a las formas positivas puedo responder con un ejemplo, recordando el intento reciente de dos urbanistas. Invitados a proyectar la nueva Gran París, Bernardo Secchi y Paola Viganò quisieron analizar y describir la posibilidad de circulación de personas. El resultado fue el llamado "mapa de Lucifer". París está compuesta de clausuras y obstáculos, y quien nace en un suburbio de los bajos fondos está marcado para siempre, tiene pocas posibilidades de salir de allí: su vida permanece confinada dentro de un perímetro infernal. El proyecto de los arquitectos será, entonces, desmontar, desactivar los dispositivos espaciales de división; pensar las formas de aliviar las tensiones más peligrosas. Recordar este esfuerzo admirable -en verdad, lo más inteligente que un urbanista puede hacer- implica, sin embargo, responder también a la segunda parte de la pregunta: el peligro es, de hecho, que nos contentemos con la planificación urbana; que se le reclame al urbanismo la receta de la felicidad; que no se desate, entonces, ese nudo fatal entre espacio y política que Schmitt, a su manera, puso en evidencia. Con extrema lucidez, por otra parte, los propios urbanistas lo reconocen: las particiones materiales que dividen hoy los jirones -es decir, las vueltas dentro de los círculos infernales- de París son el producto de su propia disciplina, el resultado indigesto del reformismo progresista. Estas no nacen de los propósitos malvados de algunos sádicos nazistoides, sino de las mejores intenciones democráticas y del empeño convencido de muchos proyectistas de talento. Hablar de "formas positivas" de la ciudad biopolítica me parece, por esto, muy difícil y peligroso. Y la única tentativa que me parece factible es su cartografía y su cuidadosa deconstrucción.
GUILLERMO MAYR