Márgara Averbach (1957). Escritora y traductora
argentina. Doctora en Letras egresada de la Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad de Buenos Aires y Traductora Literaria de Inglés egresada del
Instituto Superior de Enseñanza en Lenguas Vivas. Ha trabajado como
docente de Literatura Norteamericana y, como traductora, editó
más de cincuenta novelas. Se dedica al estudio de la literatura de las
minorías étnicas estadounidenses y ha colaborado en varios medios
periodísticos haciendo crítica literaria. Es autora de más de una docena
de libros de literatura infantil y juvenil, entre ellos "Cuentos de
arriba y de abajo", "Dos magias y un dinosaurio", "Cuentos
de la brújula", "El año de la vaca", "La madre de todas las aguas", "Solo y su sombra", "Lo que cuentan los iroqueses" y "La
charla". También escribió dos libros para adultos: "Aquí, donde estoy parada" (cuentos) y "Cuarto menguante (nouvelle). En la revista "Ñ" nº 457 del 30 de julio de 2012
publicó el artículo "El hombre que inventó el mundo".
Yo entré al mundo de Faulkner a los catorce años. Apenas di
un paso en ese universo, sentí que jamás podría abandonarlo. Las historias de
pueblo chico; la voz barroca, envolvente; los personajes inolvidables, los
hechos que rigen todo y jamás se dicen, todo me atrapó de tal manera que, seis
meses después, me prohibí la lectura durante un año: me había dado cuenta de
que esa escritura se había colado en la mía y la dominaba. El Premio Nobel, nacido en el Sur estadounidense, es uno de
esos escritores que llevan a quienes los siguen directamente hacia la emoción,
que los arrastran a ella con un alud de palabras infinitas pero cuidadosas, muy
pensadas. Si, como dice Umberto Eco, cada libro elige a sus lectores, los de
Faulkner nos buscan a nosotros, los que queremos sentir mientras leemos. Ese llamado está planificado: Faulkner tiene tácticas para
arrebatarnos de nuestro mundo y llevarnos al suyo. Por ejemplo, muchos de sus
narradores empiezan a contar la historia con indiferencia hasta que esa
historia los va envolviendo y los involucra por completo, a ellos y a los que
leen. Eso le pasa al pueblo de Jefferson, narrador del famoso cuento "Una rosa
para Emily" y también a Quentin Compson en "¡Absalón, Absalón!". Por eso, Quentin
en uno de mis libros favoritos repitiendo una y otra vez que no, que no odia al
Sur, que no lo odia. La emoción no es casual, no. Tampoco el largo de las oraciones en Faulkner, esas frases
que se vuelcan sobre sí mismas durante veinte renglones, a veces más. Para
entender por qué este rasgo típicamente faulkneriano es uno de los ejemplos más
cabales de la buena escritura, que siempre borra las fronteras entre "forma" y "contenido", hay que pensar en el manejo del tiempo.
Faulkner nació en una de esas familias blancas del Sur de
los Estados Unidos que poseyeron esclavos, las familias de las que surgieron
los grandes líderes de la Independencia, como Washington y Jefferson. A
mediados del siglo XIX, el poder lo tenía el Norte y el Sur perdió la Guerra
Civil. Su forma de vida, totalmente dependiente de la esclavitud, se extinguió
con la Abolición. Los sureños blancos sintieron que la cultura que habían
perdido (más aristocrática, menos individualista y menos interesada en el
dinero que la del Norte, tal cual la definían ellos) era mejor que la de los
triunfadores. Por esa razón, la literatura sureña de principios del siglo XX
(Faulkner entre otros) mira con nostalgia crítica la era anterior a la Guerra.
Hace un análisis negativo de la esclavitud pero no termina de entender que, sin
ella, su forma de vida hubiera sido imposible. Por eso, como bien dijo Sartre,
el relato faulkneriano no conoce el futuro, camina mirando hacia atrás, hacia
el pasado.
En Faulkner, la sintaxis está directamente relacionada con eso. Podría decirse que su sintaxis mira a su propio pasado. La oración faulkneriana se ve interrumpida constantemente por paréntesis muy largos, narraciones completas, subordinadas dentro de subordinadas, enumeraciones infinitas. Cada pocas palabras hay que releer el comienzo para no perderse. Así, el presente de la oración (que como todo lenguaje es una línea, como el tiempo en Occidente) es incomprensible sin su pasado. Un ejemplo cualquiera de "La aldea" (difícil entender el "estilo Faulkner" sin un ejemplo): "A causa de eso había bebido un poco más de lo que acostumbraba, cosa que (hombre de humor naturalmente caprichoso aunque sano y robusto), unida a su terrible idea fija sobre lo femenino que las trágicas circunstancias de su desgracia habían creado en él y el hecho de que no sólo debería regresar y establecer una vez más contacto físico con el mundo femenino del que había abjurado hacía tres años, sino que el momento en que se requeriría hacerlo sería precisamente aquel (la hora entre el crepúsculo y la oscuridad) de toda la jerarquía del día que él menos podía soportar... lo había dejado en un estado de ánimo impredecible y entonces fue cuando se dirigió al establo y encontró que la vaca estaba ausente".
En Faulkner, la sintaxis está directamente relacionada con eso. Podría decirse que su sintaxis mira a su propio pasado. La oración faulkneriana se ve interrumpida constantemente por paréntesis muy largos, narraciones completas, subordinadas dentro de subordinadas, enumeraciones infinitas. Cada pocas palabras hay que releer el comienzo para no perderse. Así, el presente de la oración (que como todo lenguaje es una línea, como el tiempo en Occidente) es incomprensible sin su pasado. Un ejemplo cualquiera de "La aldea" (difícil entender el "estilo Faulkner" sin un ejemplo): "A causa de eso había bebido un poco más de lo que acostumbraba, cosa que (hombre de humor naturalmente caprichoso aunque sano y robusto), unida a su terrible idea fija sobre lo femenino que las trágicas circunstancias de su desgracia habían creado en él y el hecho de que no sólo debería regresar y establecer una vez más contacto físico con el mundo femenino del que había abjurado hacía tres años, sino que el momento en que se requeriría hacerlo sería precisamente aquel (la hora entre el crepúsculo y la oscuridad) de toda la jerarquía del día que él menos podía soportar... lo había dejado en un estado de ánimo impredecible y entonces fue cuando se dirigió al establo y encontró que la vaca estaba ausente".
La mayor parte de la ficción faulkneriana transcurre en
Yoknapatawpha, un condado inventado con su capital, Jefferson, sus arroyos, sus
pueblitos y sus latifundios. Faulkner copia de Balzac la idea de crear un
territorio dentro de una zona real del mundo, en su caso, el estado de
Mississippi. Desde "El sonido y la furia" hasta "Los rateros", su última novela, sus cuentos y novelas van trazando la historia
del condado y analizando así la del Sur todo, marcadas ambas por la esclavitud,
el racismo y la derrota en la Guerra Civil. Desde la llegada de los blancos a la zona hasta el siglo XX,
se puede seguir esa historia de libro a libro. Es una historia completa desde
un punto de vista blanco. Ahí están todas las clases sociales del Sur: la
aristocracia terrateniente y dueña de esclavos; la diminuta clase media en los
pueblitos; los esclavos negros; los indios y los blancos pobres, a los que los
sureños llaman "white trash" (basura blanca, en traducción
literal). Faulkner suele comparar esa sociedad (a la que critica y defiende al
mismo tiempo) con la norteña, corrupta, individualista, obsesionada por el
dinero. En el mapa de Yoknapatawpha, que aparece en algunas ediciones, figura
el número de habitantes, divididos en tres razas (indios, negros y blancos) y
una declaración famosa: "William Faulkner, único dueño y propietario".
Si se lee más de un libro del autor, el regreso recurrente a
ese mundo ficticio tiene un efecto muy parecido al de la ficción "histórica":
cuando aparecen en un relato figuras como Napoleón o San Martín, la acción
parece continuarse fuera de las páginas porque los lectores conocen la vida de
los personajes. Los habitantes de Yoknapatawpha viven más allá de cada libro.
Los reconocemos de historia en historia. El humor suicida de Quentin Compson en "El sonido y la furia" es el mismo que contaba el Sur en "¡Absalón, Absalón!"; el
fiscal Gavin Stevens, la misma persona racional y correcta en "Intruso en el
polvo" y "Gambito de caballo". Por eso, los sentimos respirar más allá de las
palabras. Por eso, la lectura de Faulkner produce, en palabras del crítico
francés Claude Edmond Magny, una "fuerte sensación de realidad". Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, Juan José Saer
reformularon esta idea con sabor latinoamericano. Por eso, el Macondo de García
Márquez existe fuera de las páginas de "Cien años de soledad" en muchos otros
libros con todos sus José Arcadios y sus Aurelianos (hay que agregar que el
juego basado en la repetición de los nombres también es faulkneriano: por
ejemplo, hay dos Quentin Compson en Yoknapatawpha, un varón y una mujer).
La relación de Faulkner con sus lectores es interesante y
muy compleja. Sus novelas pasaron desapercibidas hasta que llegaron a Francia y
a otros países, como Japón. Esa repercusión en el exterior tuvo mucho que ver
con la forma en que terminó por convertirse en un autor canónico dentro de la
cultura blanca estadounidense, que por otra parte no es la única importante,
mal que le pese a la parte conservadora de la Academia. Al contrario, los
cuentos del sureño siempre tuvieron más popularidad y él vivió de ellos por un
tiempo. En los cuentos, claro está, las oraciones son más cortas y la
comprensión mucho más fácil pero la exigencia a los lectores sigue siendo
mucha. La naturaleza de esa exigencia no es la misma que se
encuentra en sus contemporáneos T.S. Eliot y Ezra Pound, entre otros. Faulkner
no hace citas constantes y por lo tanto, no pide lecturas previas a quienes se
asoman a su mundo. Lo que se necesita es paciencia e ingenio para dilucidar lo
que está pasando, tiempo para volver atrás frecuentemente, al pasado sintáctico
y argumental de lo que se lee porque sin ese pasado, el presente es
incomprensible. En ese sentido, la literatura de William Faulkner es mucho
menos elitista que la de autores como Eliot y Pound.
Por otra parte, su relación con lo popular es profunda.
Faulkner tomó géneros populares como el policial, el gótico y el melodrama y
los utilizó como herramientas expresivas. De los dos primeros, le fascinó la
importancia del pasado (en el gótico, los fantasmas y las casas en ruinas son
marcas de secretos anteriores en el presente; en el policial clásico, el
argumento reconstruye el pasado para conseguir justicia: para saber quién es el
asesino hay que relatar lo que ya pasó); del melodrama, sacó las tácticas de la
expresión emocional y el interés por la culpa, tan relacionada con la
decadencia del Sur, decadencia que reconocían todos los escritores del llamado "Renacimiento Sureño". Cuando Faulkner estructura sus historias alrededor de esos
géneros (y lo hace con mucha frecuencia), ofrece un marco externo de mucha
utilidad para la lectura. La existencia de elementos del policial como un
crimen, un detective, un culpable, es una guía para los lectores en los cuentos
de "Gambito de caballo", por ejemplo. Tal vez por eso, sea aconsejable entrar al
universo faulkneriano por la puerta de esa serie de policiales cortos en los
que el esquema de género sirve al autor para hablar de su tema de siempre, el
Sur en la modernidad.
Faulkner nunca fue un "intelectual" en el sentido académico
y elitista del término: al contrario, vivió gran parte de su vida en su pueblo,
Oxford, Mississippi, y desde ese pueblo (que fue una fuente infinita de
historias para él), inauguró una serie de experimentos lingüísticos que
marcaron el siglo XX. La variación del punto de vista fue uno de ellos. Después
de Faulkner, se expandió a todo el mundo, incluyendo América Latina y como todo
en este autor, el uso de más de un punto de vista en una misma narración tiene
una dimensión filosófica y ética, además de literaria. La literatura contemporánea entiende que el poder de una
historia es de quien la cuenta. Faulkner lo sabía. En "Mientras agonizo", contó
el mismo viaje terrible hacia Jefferson en media docena de voces y demostró a
sus lectores que cada narrador ve lo mismo de distinta forma y que todas esas
visiones son válidas. En "¡Absalón, Absalón!", cuatro personajes buscan el
motivo del mismo asesinato. Cada uno de ellos llega a una conclusión diferente
y cada explicación se suma a la anterior sin borrarla del todo, en el alud de
sensaciones, palabras y conceptos que caracteriza su obra. La conclusión final
de Quentin, "No odio al Sur", resume la posición de todos los narradores y la
de Faulkner con respecto a la región que los vio nacer. No la odian, no saben
cómo amarla. La defienden y la critican al mismo tiempo.
Tiene sentido que yo no supiera cómo salir de ese mundo: una
vez que se entra en Yoknapatawpha es muy difícil encontrar la salida. Y por
otra parte, ¿para qué buscarla si en el fondo uno no quiere irse, si todavía
queda demasiado por explorar?