6 de agosto de 2017

Artaud. El frenesí de la imaginación o cómo atravesar el espejo de la realidad cotidiana (III). Peter Brook

A su llegada a París, Artaud conoció al director teatral Aurélien Lugné-Poe (1869-1940) quien por entonces dirigía el Théâtre de l'Oeuvre, lugar donde tuvo sus primeras experiencias como actor, una “tentativa mística”, un “juego cruel de salvación o perdición” según sus propias palabras. Poco más tarde conoció al actor Charles Dullin (1885-1949) quien acababa de fundar el Théâtre de l’Atelier. Allí, sus actuaciones repletas de improvisaciones “extravagantes” produjeron su pronta desvinculación y su pase al Théâtre Pitoëff creado y dirigido por el director y escenógrafo George Pitoëff (1884-1939), donde disfrutaría de mayor libertad aunque sus apariciones sobre escena poco a poco fueron distanciándose. Fue así que, en 1924, Artaud decidió abandonar su carrera como actor teatral y, un par de años más tarde, fundó junto a Robert Aron (1898-1975) y Roger Vitrac (1899-1952) el Théâtre Alfred Jarry, al cual los espectadores deberán concurrir “con el mismo estado de espíritu con que se va al cirujano o al dentista”. La experiencia duró hasta 1929, período en el cual sólo pudo montar cuatro espectáculos.
Simultáneamente había trabajado también como actor cinematográfico en varios filmes mudos dirigido por directores prestigiosos como Georg W. Pabst (1885-1967), Carl Dreyer (1889-1968), Abel Gance (1889-1981) y Fritz Lang (1890-1976) entre otros. Mientras tanto escribió dos guiones cinematográficos: “La coquille et le clergyman” (La concha y el reverendo) y “La révolte du Boucher” (La revuelta del carnicero) y una serie de artículos que fueron reunidos en “A propos du cinema” (Sobre el cine). El advenimiento del cine sonoro lo llevó a desinteresarse progresivamente por el celuloide y a volcarse cada vez más al arte teatral, ahora como teórico de lo que las corrientes vanguardistas de la época llamaban “teatro total”. En “Le théâtre et son doublé” (El teatro y su doble), publicado en 1938, diría Artaud: “No se trata de suprimir la palabra en el teatro sino de modificar su posición y, sobre todo, reducir su ámbito. Que no sea sólo un medio de llevar los caracteres humanos a sus objetivos exteriores, ya que al teatro sólo le importa cómo se oponen los sentimientos a las pasiones y el hombre al hombre en la vida. Se debe emplear la palabra de un modo concreto, combinándola con todo lo que hay en el teatro de espacio y de significativo, y huir de la obsesión por la palabra clara que lo exprese todo… Utilizar la palabra como una fuerza activa que nace de la destrucción de las apariencias; hacer que el lenguaje exprese lo que no expresa comúnmente; emplearlo de un modo nuevo, excepcional y desacostumbrado; devolverle la capacidad de producir un estremecimiento físico”.
En el teatro, según la concepción de Artaud, debería dejarse de lado la excesiva importancia de la palabra y el lenguaje verbal para dar paso a un teatro en el que predominara el gesto, la imagen y el pensamiento, mucho más capaces, en su opinión, de despertar los sentimientos y las reacciones del espectador. “No ha quedado demostrado, ni mucho menos, que el lenguaje de las palabras sea el mejor posible”, afirmaba Artaud. La inspiración para estas teorías la encontró muy lejos de los cánones del teatro occidental. Fue del teatro oriental del que extrajo sus ideas más potentes para pensar un teatro cuyo elemento central no fuera el texto. Artaud se había sentido maravillado con la actuación en París de una compañía teatral balinesa, lo que lo llevó a escribir: “En un espectáculo como el teatro balinés hay algo que no tiene ninguna relación con el entretenimiento, esa ideas de una diversión artificial e inútil, de pasatiempo nocturno que caracteriza a nuestro teatro. Las obras balinesas se forman en el centro mismo de la materia, en el centro de la vida, en el centro de la realidad. Hay en ellas algo de la cualidad ceremonial de un rito religioso, pues extirpan del espíritu del espectador toda idea de simulación, de imitación irrisoria de la realidad. Este espectáculo nos ofrece un maravilloso complejo de imágenes escénicas puras, para cuya comprensión parece haberse inventado un lenguaje nuevo: los actores, con sus vestimentas, son como verdaderos jeroglíficos vivientes y móviles. Y en esos jeroglíficos tridimensionales se ha bordado a su vez un cierto número de gestos; signos misteriosos que corresponden a no se sabe qué realidad fabulosa y oscura que nosotros, gente occidental, hemos reprimido definitivamente”. A esa fascinación de Artaud por lo teatral sagrado se debe el nacimiento del “teatro de la crueldad”, una técnica que, según su pensamiento, le permitiría al europeo sensitivo regresar al origen sacro y ritual del teatro.


En uno de los ensayos incluidos en “El teatro y su doble”, explicó Artaud: “Empleo la palabra crueldad en el sentido de apetito de vida, de rigor cósmico y de necesidad implacable, en el sentido gnóstico de torbellino de vida que devora las tinieblas, en el sentido de ese dolor de ineluctable necesidad, fuera del cual no puede continuar la vida. El bien es deseado, es el resultado de un acto; el mal es permanente. Cuando el dios escondido crea, obedece a la necesidad cruel de la creación, que el mismo se ha impuesto; y no puede dejar de crear, o sea de admitir en el centro del torbellino voluntario del bien un núcleo de mal cada vez más reducido y cada vez más consumido. Y el teatro, como creación continua, acción mágica total, obedece a esta necesidad. Una pieza donde no interviniera esa voluntad, ese apetito de vida ciego y capaz de pasar por encima de todo, visible en gestos, en los actos y en el aspecto trascendente de la acción, sería una pieza inútil y malograda”.
Algo más de dos décadas más tarde, en 1965, el británico Peter Brook (1925), uno de los directores más influyentes del teatro contemporáneo, se sumergía de lleno en un teatro de vanguardia experimental al que llamó, justamente, Teatro de la Crueldad. No pretendía tanto imitar el espíritu místico de Artaud en la década del ‘30 sino, esencialmente, explorar senderos de la actuación y de la puesta en escena que persiguiesen “la intensidad, la densidad y la inmediatez de la expresión”, tal como afirmaría en su ensayo “The empty space” (El espacio vacío). Como Artaud, Brook quería que aflorase en el teatro una fuerza sagrada, una forma de “hacer visible lo invisible”, y para su exploración del teatro sagrado también se basó en “Du spirituel dans l’art” (Sobre lo espiritual en el arte), la obra del pintor y teórico del arte ruso Vasili Kandinski (1866-1944), quien afirmaba que “el arte busca que lo más recóndito se haga visible, tangible”. Así, para lograr que el teatro pudiese expresar esa sacralidad invisible era necesario recurrir al rito, a la ceremonia mágica, al salto de lo profano a lo sagrado. Aquella visión estética que Artaud expresó en “La conquête du Méxique” (La conquista de México), un proyecto de puesta en escena de nunca pudo concretar, Brook lo lograría en los años ’70 con “The conference of the birds” (La conferencia de los pájaros), obra imbuida de un aura ritual en la utilizó máscaras balinesas.

EL ESPACIO VACÍO
(Fragmentos)

Un profeta levantó su voz en el desierto. En abierta oposición a la esterilidad del teatro francés anterior a la guerra, un genio iluminado, Antonin Artaud, escribió varios folletos en los cuales describía con imaginación e intuición otro teatro sagrado cuyo núcleo central se expresa mediante las formas que le son más próximas, un teatro que actúa como epidemia, por intoxicación, por infección, por analogía, por magia, un teatro donde la obra, la propia representación, se halla en el lugar del texto.
Artaud consideraba que el teatro de su época se había reducido a una copia inerte, vana y edulcorada de la realidad cotidiana, y aspira acercarse a otra realidad “peligrosa y arquetípica” sobrecargada de espiritualidad, sostiene que el teatro “sacude la inercia asfixiante de la materia que invade hasta los testimonios más claros de los sentidos… las invita a tomar, frente al destino, una actitud heroica y superior, que nunca hubieran alcanzado de otra manera”. Para Artaud el teatro impulsa a los hombres a que se vean tal y como son, hace caer las máscaras, descubre y confronta la mentira o manipulación de lo cotidiano.
En las obras naturalistas el dramaturgo crea el diálogo de tal manera que, aun pareciendo natural, muestra lo que quiere que se vea. Al emplear un lenguaje ilógico, mediante la introducción de lo ridículo en el discurso y de lo fantástico en la conducta, un autor del teatro del absurdo se adentra en otro vocabulario. Por ejemplo, llega un tigre a la habitación y la pareja no se da cuenta: la mujer habla, el marido contesta quitándose los pantalones y un nuevo par entra flotando por la ventana. El teatro del absurdo no buscaba lo irreal por buscarlo. Empleaba lo irreal para hacer ciertas exploraciones, ya que observaba la falta de verdad en nuestros intercambios cotidianos, y la presencia de verdad en lo que parecía traído por los pelos.
Si bien ha habido algunas obras notables surgidas de esta manera de ver el mundo, en cuanto a escuela, el absurdo ha llegado a un callejón sin salida. Lo mismo que en tanta estructura novelística, lo mismo que en tanta música concreta, por ejemplo, el elemento de sorpresa se atenúa y tenemos que afrontar el hecho de que el campo que abarca es a veces pequeñísimo. La fantasía inventada por la mente corre el riesgo de ser de poca monta, la extravagancia y el surrealismo de tanta parte del absurdo no hubiera satisfecho a Artaud más que la estrechez de la obra psicológica. Artaud nunca logró su propio teatro; quizá la fuerza de su visión es como la zanahoria delante de la nariz, que nunca se puede alcanzar. Cierto es que siempre habló de una completa forma de vida, de un teatro en el cual la actividad del actor y la del espectador son llevadas por la misma desesperada necesidad.


Lo que quería en su búsqueda de lo sagrado era absoluto: deseaba un teatro que fuera un lugar sagrado, quería que ese teatro estuviera servido por un grupo de actores y directores devotos, que crearan de manera espontánea y sincera una inacabable sucesión de violentas imágenes escénicas, provocando tan poderosas e inmediatas explosiones de humanidad que a nadie le quedaran deseos de volver de nuevo a un teatro de anécdota y charla. Quería que el teatro contuviera todo lo que normalmente se reserva al delito y a la guerra. Deseaba un público que dejara caer todas sus defensas, que se dejara perforar, sacudir, sobrecoger, violar, para que al mismo tiempo pudiera colmarse de una poderosa y nueva carga. Esto parece formidable; origina, sin embargo, una duda. ¿Hasta qué punto hace pasivo al espectador? Artaud mantenía que sólo en el teatro podíamos liberarnos de las reconocibles formas en que vivimos nuestras vidas cotidianas. Eso hacía del teatro un lugar sagrado donde se podía encontrar una mayor realidad. Quienes ven con sospecha la obra artaudiana se preguntan hasta qué punto es omnímoda esta verdad y, en segundo lugar, qué valor tiene la experiencia.
Un tótem, un grito de las entrañas, pueden derribar los muros de prejuicio de cualquier hombre, un alarido puede sin duda alguna llegar hasta las vísceras. Pero, ¿es creativa, terapéutica, esta revelación, este contacto con nuestras represiones? ¿Es verdaderamente sagrada o bien Artaud en su pasión nos arrastra a un mundo inferior, al margen del esfuerzo, de la luz, a D.H. Lawrence, a Wagner? ¿No hay incluso un olor a fascismo en el culto de la sinrazón? ¿No es anti inteligente un culto de lo invisible? ¿No es una negación de la mente?