CUÁNTOS AMANECERES NOS
QUEDAN
Iván Teruel
España (1980)
Salgo
al balcón y veo a mi padre acodado en la barandilla, fumando. Sus ojos se
encuentran más allá del paisaje que tiene enfrente. Quizás en los recuerdos. Yo
también he estado buscando recuerdos. Recuerdos y sentimientos. Pero sobre todo
palabras. Palabras que definan contornos. Había creído encontrarlas mientras
venía hacia aquí: todo parece más fácil cuando está a la espera de cristalizar.
Y sin embargo, cuando me decido a hablarle solo consigo pedirle un cigarrillo.
Yo, que llevo casi cinco años sin fumar. A mi padre, que me acaba de llamar
para decirme que le han diagnosticado cáncer de pulmón.
AZOGUE
Eduardo Gudiño Kieffer
Argentina
(1935-2002)
Pobrecita
Alicia. Aunque la razón te decía no puede ser, intuías que siempre es más fácil
recordar las cosas que sucedieron la semana que viene, intuías que primero está
la cárcel, después se dicta la sentencia condenatoria y por último se comete el
crimen; intuías que la herida sangrante solo sobreviene después del dolor.
¿Pero quién cree en la dichosa intuición femenina? Nadie, ni siquiera las
mujeres. Sólo ahora estás segura de que no te equivocabas. Ahora: el día que
cumples veinte años, cuando al levantarte vas a mirarte en la luna azogada del
espejo y descubres, del otro lado, la imagen decrépita de una anciana que babea
y te mira a su vez; ella te mira, la miras, las dos se miran y se ven y piensan
que sí, que es cierto, que siempre es más fácil recordar las cosas que
sucedieron la semana que viene, el mes que viene, el año que viene, el siglo
que viene.
FRUSTRACIÓN
Mario Halley Mora
Paraguay
(1926-2003)
Su
manía eran los velorios. Gustaba del morboso placer de dar las condolencias.
Envidiaba el dolor de los parientes y hasta la triste majestad del cadáver
yacente entre maderos lustrosos y raso. Vivía soñando en su propio velorio como
el pobre sueña en su casita propia, y se pasaba horas de insomnio imaginando su
ataúd, la montaña de coronas y las frases patéticas estampadas en el álbum a la
luz de los cirios. Tanto esperó que al fin se cumplió el sueño de su vida:
morir. Pero al único velorio al que no pudo asistir fue al suyo, porque murió
ahogado y se lo llevó el río.
FALLIDO
Julio Torri
México
(1889-1970)
Una
vez hubo un hombre que escribía acerca de todas las cosas; nada en el universo
escapó a su terrible pluma, ni los rumbos de la rosa náutica y la vocación de
los jóvenes, ni las edades del hombre y las estaciones del año, ni las manchas
del sol y el valor de la irreverencia en la crítica literaria. Su vida giró
alrededor de este pensamiento: “Cuando muera se dirá que fui un genio, que pude
escribir sobre todas las cosas. Se me citará -como a Goethe mismo- a propósito
de todos los asuntos”. Sin embargo, en sus funerales -que no fueron por cierto
un brillante éxito social- nadie le comparó con Goethe. Hay además en su
epitafio dos faltas de ortografía.
SI HUBIERA SOSPECHADO LO
QUE SE OYE
Oliverio Girondo
Argentina
(1891-1967)
Si
hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido. Apenas se
desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos
los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de
familia. ¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de
compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir! Ni un conventillo de
calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción
aproximada de las bataholas que se producen a cada instante. Mientras algún
vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y
al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de
los que habitan en la tumba de enfrente. Cualquier cadáver se considera con el
derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante
toda su existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus
mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en
nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los
habitantes del cementerio. De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los
comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde,
nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan
ganas de suicidarnos nuevamente. Aunque parezca mentira, esas humillaciones,
ese continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y
de silencio. Por lo común, estos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De
pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna
cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio
hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor
ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se
desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que
encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya
va a extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce
de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para
siempre.
¡Ah,
si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!
FIN
Fredric Brown
Estados
Unidos (1906-1972)
El
profesor Jones trabajó en la teoría del tiempo, durante muchos años.
-
Y he encontrado la ecuación clave -informó a su hija un día-. El tiempo es un
campo. Esta máquina que he hecho puede manipular, e incluso invertir, ese
campo. Oprimiendo un botón al hablar, prosiguió.
-
Esto debe hacer correr el tiempo hacia hacia tiempo el correr debe esto. Prosiguió, hablar al botón un oprimiendo.
-
Campo ese, invertir incluso, e manipular puede hecho he que máquina esta. Campo
un es tiempo el. -día un, hija su a informó- clave ecuación la encontrado he y.
Años
muchos durante, tiempo del teoría la en trabajó Jones profesor el.
El MÁS CORTO CUENTO
CRUEL
Auguste Villiers de
L'Isle Adam
Francia
(1838-1889)
Desfile
patriótico. Cuando pasa la bandera, un espectador permanece sin descubrirse. La muchedumbre
rezonga, luego grita: “¡El sombrero!”, y
se lanza contra el recalcitrante, que persiste en menospreciar el emblema
nacional. Algunos patriotas le darán su merecido…
Se
trataba de un gran mutilado de guerra que tenía amputados los dos brazos.
EL HOMBRE Y SU SOMBRA
Álvaro Menen Desleal
El
Salvador (1931-2000)
La
“Carta del tiempo” número 116 correspondiente al año de 1962, aparte de indicar
que la humedad relativa a la fecha era de noventa por ciento y la presión atmosférica
de 1011.0 milibaras -y otras cosas de igual jaez, como la temperatura, el
crepúsculo civil, etc.-, decía esto como algo de no mayor importancia: Finalmente,
hay que mencionar que los días 16 y 17 de agosto, a las 12:04 horas pasado
meridiano, el sol, por segunda vez en este año, se encuentra en el cénit y
proyecta su sombra. Fue un grave problema para Williams: al salir de casa, pisó
la calle pero no vio su sombra. Dedujo por eso que había muerto, y se echó a
dormir. Williams fue enterrado; más su sombra, que conocía el fenómeno, pasa
las horas del día sentada a la puerta del Servicio Meteorológico clamando por
un cuerpo y es gran molestia para los empleados.
EL CORRECTOR
Andrés Rivera
Argentina
(1928-2016)
Ella
y yo trabajábamos en una editorial de capitales europeos, y que se preciaba de
haber publicado la primera Biblia que usaron los jesuitas en tierras de México.
A la hora del almuerzo, ella y yo nos quedábamos solos. Los otros correctores,
la cartógrafa (¿era una sola?), las tipeadoras, las mujeres de dedos
velocísimos de la oficina de cobranzas, las secretarias de los gerentes, salían
a ocupar sus mesas en los bodegones que abundaban por los alrededores de la
empresa y, sentados, pedían ensaladas ligeras y Coca-Cola. Ella, a esa hora,
extraía de su bolso revistas en las que aparecían figuras ululantes con nombres
que, probablemente, castigaban algo más que mi ignorancia de hombre cercano a
las edades de la vejez. Ella, a esa hora, escupía, en una caja de cartón
depositada al pie de su escritorio, un chicle que masticó durante toda la
mañana y suplantaba el chicle por un sándwich triple de miga, jamón cocido y
queso. También cruzaba las piernas y un zapato se balanceaba en la punta del
pie de la pierna cruzada sobre la otra. Ese viernes, ella llevaba puesto un
walkman. Yo no miré su cara en el mediodía de ese viernes de un julio huérfano
de alegría: miré un fino hilo de metal que brillaba un poco más arriba de la
leve tapa de su cabeza, y después miré su cabeza, y miré su largo y lacio pelo
rubio. Dejé de suprimir gerundios aborrecibles en el original de una novela que
llevaba vendidos quince mil ejemplares de su primera edición, antes de que la
novela y los gerundios que sobrevivirían a las infecundas expurgaciones de la
corrección se publicaran, y cuyo autor, la cotización más alta de la narrativa
nacional, es un hombre que ama el vino y el boxeo, y aprecia las bromas
inteligentes, y caminé hasta el escritorio de ella. Y cuando llegué hasta el
escritorio de ella, miré, por encima de la cabeza de ella y de la corta antena
de su walkman, el cielo de ese mediodía de viernes. Miré, por las anchas
ventanas de la sala vacía y silenciosa, el cielo gris y algún techo desolado y
unas sábanas puestas a secar que batían el aire frío y violento. Me agaché, y
agachado, me arrastré debajo de su escritorio, y allí, en una tibieza
polvorienta, hincado, le acaricié el empeine del pie, el talón y los dedos del
pie, por encima de la seda negra de la media. Ese ablandamiento de una
elasticidad tensa y fría duró lo que ella quiso que durase. La calcé y,
después, me puse de pie y frente a ella, le pregunté, en voz baja, si la había
molestado. Ella me miró. Y sus labios, empastados con manteca y queso de
máquina, me prometieron un invierno interminable.
-
Hacelo otra vez -dijo, y le brillaron los dientes empastados, ellos también,
todavía, con miga, manteca y queso de máquina.
LA HONDA DE DAVID
Augusto Monterroso
Guatemala
(1921-2003)
Había
una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la
resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y
de la escuela, que veían en él -y así lo comentaban entre ellos cuando sus
padres no podían escucharlos- un nuevo David. Pasó el tiempo. Cansado del
tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas
vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido
ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo
que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance,
en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos
cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado
aún por el susto y la violencia de la pedrada. David corría jubiloso hacia
ellos y los enterraba cristianamente. Cuando los padres de David se enteraron
de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era
aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con
lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante
mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños. Dedicado
años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a
general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y
seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una paloma
mensajera del enemigo.