"El nuevo cielo y tierra que decía Nuestro Señor por San Juan en el Apocalipsis me hizo a mí mensajero y me mostró aquella parte".
"Así que pues nuestro Redentor dio esta victoria a nuestros Ilustrísimos Rey y Reina y a sus reinos famosos de tan alta cosa, adonde toda la cristiandad debe tomar alegría y hacer grandes fiestas y dar gracias solemnes a la Santa Trinidad, con muchas oraciones solemnes por el tanto ensalzamiento que habrán en tomándose tantos pueblos a nuestra Santa Fe, y después por los bienes temporales que no solamente a la España, mas a todos los cristianos tendrán aquí refrigerio y ganancia".
"Porque esperamos en aquel alto Dios que si ha de haber antes de grande tiempo buena y grande renta de las islas y tierra firme, de la cual por la razón sobrescrita me pertenece el dicho diezmo, ochavo y salarios y derechos sobredichos, y porque somos mortales, bien es que cada uno ordene y deje declarado a sus herederos y sucesores lo que ha de haber y hubiere, y por esto me pareció de componer de esta ochava parte de tierras y oficios y renta un Mayorazgo"
"Porque al tiempo que yo me moví para ir a descubrir las Indias, fui con intención de suplicar al Rey y a la Reina, Nuestros Señores, que de la renta que Sus Altezas de las Indias hubiesen, que se determinase de la gastar en la conquista de Jerusalem, y así se lo supliqué, y si lo hacen, sea en buen punto, y si no, que todavía esté la persona que heredare de este propósito de aumentar el más dinero que pudiere para ir con el Rey Nuestro Señor, si fuere a Jerusalem a conquistar, o ir solo con el más poder que tuviere que playera a Nuestro Señor".
"Otra isla hay, me aseguran mayor que la Española, en que las personas no tienen ningún cabello. En ésta hay oro sin cuento, y de ésta y de las otras traigo conmigo Indios para testimonio".
"Muchos traían piezas de oro al pescuezo, y algunos atados a los brazos algunas perlas. Holgué mucho cuando las vi y procuré mucho de saber dónde las hallaban".
"Puercos ya tenemos más de ciento; cabras y ovejas ya tenemos de ellas hartas para simiente, y así de otras todas maneras. Y así espero en Nuestro Señor que antes de muchos años no habrá menester traer acá salvo vestuarios, que de trigo acá dará buena simiente, y vino se halla acá hartas vides que, trasponiéndolas y labrándose, darán buen fruto. Otras mil maneras de cosas se hallarán cada día. De las minas del oro y de la gran cantidad, ya encima dije que yo afirmaba el decir de la carta del año pasado, y afirmo que su cantidad suya comprendo es muy grande, y así de la especería de todas suertes, mas no se tiene acá en precio entre esta gente, porque van desnudos y de otra cosa no curan salvo del comer y mujeres".
Todos los textos precedentes provienen de distintas cartas escritas por el almirante Cristóbal Colón cuando se encontraba en plena faena "evangelizadora" en tierras americanas.
Se ha escrito abundantemente sobre el origen del navegante y aún hoy el tema sigue cubierto en una maraña de hipótesis. Según la teoría más aceptada, podría haber nacido en 1451 en Génova, pero otras hipótesis lo hacen balear, castellano, catalán, corso, gallego, griego, judío y portugués. La tesis del nacimiento en Galicia se basa en la presencia de varias generaciones con el apellido Colón en Portosanto, Pontevedra. Una teoría revela que fue un noble castellano, de Villa de Espinosa, Guadalajara, aunque por otra parte, también se dice que era de Extremadura.
Otra hipótesis es la de que sería un noble portugués, que habría huido a Génova. En 1874, un historiador norteamericano, Aarón Goodrich (1807-1887), identificó a Colón con un corsario griego del siglo XV al servicio de Francia, que se hacía llamar Coulon o Coullon. Por otra parte, un libro londinense editado en 1682, afirma que el almirante era nacido en Inglaterra, pero residente en Génova. El escritor italiano Agostino Ruffini (1812-1855), cuenta que estando en Suiza en casa de un tal Colomb, éste alegaba ser descendiente de Colón y que su antepasado había nacido en Ginebra.
Algunos investigadores de fines del siglo XIX pretendieron demostrar que había nacido en la pequeña ciudad de Calvi, en Córcega. Un italiano, Bernardo Colombo, en abril y mayo de 1586, pretendió probar que era el heredero del almirante, el cual había nacido en Cogoletto y no en Génova. Un investigador ibicenco asevera que Colón nació en Ibiza en 1436, isla donde existe la residencia de la familia Colom. En un libro publicado en 1927 en París, se agregó que era catalán y su verdadero apellido Colom, y que en su escudo y firma hay indicios de catalanidad. Otros autores, sostienen que Colón nació en una de las islas que se encuentran en la desembocadura del Ebro, en Tortosa, poblada por comerciantes genoveses o que nació en 1460 en Felanitx, Mallorca, hijo de Don Carlos, príncipe de Viana y Margarita Colom.
Pero la hipótesis que más se ha extendido y que más divulgación ha tenido es la de su nacimiento en Génova. Según ésta, Cristóforo Colombo nació a finales de 1451, hijo de Doménico Colombo y Susana Fontanarossa. Doménico vivía en Génova y fue guardián de la Porta dell'Olivella hasta febrero de 1470, en que se trasladó a Savona con su hijo Cristóforo, donde trabajaron en el oficio de tejedores de paño y taberneros. En 1476 naufragó la flota genovesa en la que viajaba Cristóbal, al ser atacada por corsarios franceses cerca del cabo de San Vicente en Portugal; desde entonces Colón se estableció en Lisboa como agente comercial de la casa Centurione, para la que realizó viajes a Madeira, Guinea, Inglaterra e incluso Islandia en 1477, donde escuchó relatos de viajes irlandeses y vikingos a América.
Es sorprendente el hecho de que Cristóforo Colombo, nacido en la Liguria italiana escribiera en castellano al Banco de San Giorgio de Génova, al igual que mantuviera una extensa correspondencia en esta misma lengua con Nicolás Oderigo, embajador genovés en Castilla, y con su gran amigo y protector, también italiano, fray Gaspar Gorricio. A sus hermanos Bartolomé y Diego, supuestamente genoveses, les escribía en castellano y hasta en caracteres desconocidos. No se encuentra explicación a que Cristóforo Colombo ya utilizara el castellano en Portugal, tres años antes de llegar a Castilla. El historiador medievalista español Ramón Menéndez Pidal (1869-1968) asevera que en su español no se hallan italianismos. Si Colón era genovés, antes de ofrecer su descubrimiento a Portugal, Inglaterra y Castilla, bien pudo ofrecérselo a Génova y al Banco de San Giorgio, que pudo haber puesto a su disposición el dinero que necesitaba para su empresa.
Se especula también con que el Cristóforo Colombo genovés, nacido en 1451, no era Cristóbal Colón. Un estudio dice que fue un pirata del Mediterráneo, Cristóforo Colonne, al servicio del rey de Nápoles Renato de Anjou (1409-1480), muy aficionado a las artes y con una gran curiosidad científica. Otra propuesta sostiene que Colón era judío y ésta es tan aceptable como cualquiera de las teorías precedentes. Como sea que fuera, el almirante se cuidó de negar su origen sistemáticamente, creando una enorme sombra de duda sobre el tema. Parece ser que la llave que podría develar el misterio está en poder del Vaticano desde 1560, cuando un grupo de cortesanos inició el proceso de solicitud de beatificación del osado almirante. En ese momento se encargó al Tribunal de la Inquisición una minuciosa investigación sobre la vida de Colón. La documentación está en el archivo del Vaticano, quien lo mantiene en secreto.
¿Judío? ¿Hijo bastardo de algún noble prominente? En una época en la que cualquiera de esos "crímenes" lo hubiera condenado, Cristóbal Colón tenía un secreto que guardar y, a juzgar por los resultados, parece que lo consiguió. Sin embargo, dos cosas han quedado claras para la historia. Una, la fecha de su muerte en Valladolid el 20 de mayo de 1506; la otra, que América ya no volvería a ser la misma después de su "descubrimiento".
El norteamericano Samuel Eliot Morison (1887-1976), un historiador de Harvard que fue un admirado biógrafo de Colón, reconoció que el almirante ordenaba a los nativos que encontraran una cierta cantidad de oro en un cierto periodo de tiempo, y si no cumplían con su cupo, les cortaban los brazos. En "Christopher Columbus, Mariner" (Cristóbal Colón, Marino; 1955) escribió: "Quien fuera el que inventara este espantoso sistema, como único método de producir oro para la exportación, el responsable del mismo fue solo Colón. Aquellos que huyeron a las montañas fueron cazados con perros, y de los que escaparon se ocuparon el hambre y la enfermedad, mientras miles de pobres criaturas, en su desesperación tomaron veneno de mandioca para acabar con su miseria".
Morison continúa: "Así que la política y los actos de Colón, de los cuales solo él fue responsable, comenzaron la despoblación del paraíso terrenal que fue La Española en 1492. De los nativos oriundos -estimados por etnólogos modernos en 300.000-, entre 1494 y 1496 un tercio había muerto. En 1508 el censo mostraba sólo 60.000 vivos, y en 1548 Oviedo dudaba sobre si quedaban 500 indios". El Oviedo que menciona Morison, no es otro que el cronista de Indias y administrador español Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), quien en una de sus crónicas describió "innumerables muertes crueles tan incontables como las estrellas". Pero parece que esto era aceptable ya que "usar la pólvora contra paganos es como ofrecer incienso al Señor". Amén.
29 de julio de 2019
26 de julio de 2019
Pierre Joseph Proudhon. No más partidos, no más autoridad
Algunos
estudiosos lo sitúan entre los “socialistas utópicos”, aceptando aquella
definición de que socialista utópico es aquel que desea el socialismo, que
sueña una sociedad socialista, pero que no conoce las leyes que rigen la marcha
de la sociedad hacia el socialismo, los ritmos y los tiempos de la marcha, las
transformaciones sociales previas necesarias. Otros, en cambio, acentúan su
carácter anarquista, su radical oposición a cualquier gobierno, su rechazo de
las instituciones políticas. En todo caso, es considerado por unos y otros como
una mente lúcida y un brillante escritor.
Pierre Joseph Proudhon nació en Besanzon (Francia) el 15 de enero de 1809, hijo de un tonelero y una cocinera. Sus cualidades intelectuales lo hicieron destacarse en el colegio y conseguir una beca para continuar sus estudios en París, pero nunca abandonó su clase social. Así, el trabajo que redactó mientras disfrutaba de la beca de una importante fundación, “Qu'est-ce que la propriété” (Qué es la propiedad, 1840), constituyó un desafío frontal a cuantas instituciones se apoyaban en la propiedad, como era el caso de la fundación que lo había becado.
Pierre Joseph Proudhon nació en Besanzon (Francia) el 15 de enero de 1809, hijo de un tonelero y una cocinera. Sus cualidades intelectuales lo hicieron destacarse en el colegio y conseguir una beca para continuar sus estudios en París, pero nunca abandonó su clase social. Así, el trabajo que redactó mientras disfrutaba de la beca de una importante fundación, “Qu'est-ce que la propriété” (Qué es la propiedad, 1840), constituyó un desafío frontal a cuantas instituciones se apoyaban en la propiedad, como era el caso de la fundación que lo había becado.
Proudhon
siempre fue fiel a su clase, incluso al final de su vida, cuando pareció ser
conciliador con Carlos Luis Napoleón Bonaparte (1808-1873) -quien gobernó
Francia entre 1852 y 1870 bajo el nombre de Napoleón III-, puede acusársele de
error en su valoración política pero no de abandono de los intereses de las
clases trabajadoras; no en vano es uno de los pocos intelectuales que procedían
de su seno. La publicación esa obra constituyó su entrada en la escena de la
vida política, formando un esbozo de programa del que no se apartaría, aquel
que plantea que la propiedad es un robo porque le quita al hombre su voluntad,
sus ideas, sus iniciativas, su individualidad, su carácter, su trabajo y su
igualdad natural.
Decir que
la propiedad es un robo podría ser nada más que una frase de condena moral de
escaso interés teórico. Pero Proudhon elaboró una argumentación que, si bien es
muy diferente y menos técnica que la teoría de la plusvalía que Karl Marx (1818-1883)
expuso en “Das capital. Kritik der
politischen ökonomie” (El capital. Crítica de la economía política), es una conceptualización
del mecanismo de explotación capitalista. En este sentido, Proudhon decía que
hay una diferencia muy grande entre “pagar los jornales de los obreros” y “pagar
a cada obrero su jornal”. Porque, efectivamente, el patrón paga jornales individuales,
paga a cada obrero un jornal tal como si trabajara solo; pero no es así, sino
que trabaja colectivamente, y al hacerlo el valor de su trabajo es muy
superior. La suma de los jornales individuales es inferior a la suma del jornal
colectivo que tendría que pagar el patrón y esa diferencia es la robada.
De esta manera, Proudhon creyó descubrir la sofisticada manera de consumarse la
explotación, pagando a cada uno su jornal. Mientras tanto, Marx insistió en que
el patrón pagaba a cada trabajador el valor de la fuerza de trabajo que ha gastado
y no el valor del producto de la fuerza de trabajo, que está muy determinado
por el trabajo colectivo y la tecnología. De todos modos, ambos coincidían en
que sólo el trabajo produce valor, que el capital es el valor acumulado por el
trabajo.
De este análisis
sacó Proudhon consecuencias importantes para su pensamiento, especialmente la
idea de que el hombre aislado vale menos que el hombre integrado en una
colectividad y más aún: que el hombre aislado no vale nada desde el punto de
vista económico para el patrón. Todo el interés de éste consiste entonces en
unir a los trabajadores, aglutinarlos en unidades productivas centralizadas y
complejas, con lo cual aumenta lo que valen, lo que producen y, en definitiva,
también aumenta el robo. Esta idea es la base de su incansable oposición a la
centralización, a la concentración, es decir, de su ideal anarquista
federalista de pequeñas unidades productivas coordinadas, autónomas, tanto a
nivel económico como a nivel político, cuya teoría desarrolló en su obra “Du
principe fédératif” (El principio federativo, 1863).
Su
proyecto social se fue definiendo a partir de 1842/43 como un orden federativo,
una sociedad sin propiedad -o con pequeñas propiedades, pues en este punto tuvo
muchas vacilaciones-, de pequeñas unidades asociadas autogestionadas, con un
total desprecio de la política y con una acentuada crítica a todo sistema que
supusiese centralización y jerarquización. Sus obras “De la création de l'ordre
dans l'humanité” (De la creación del orden en la humanidad, 1843), “Systéme des
contradictions économiques ou philosophie de la misére” (El sistema de las
contradicciones económicas o la filosofía de la miseria, 1846) y “Solution du
probléme social” (Solución del problema social, 1848) desarrollaron esas ideas,
en las que hay muchas ingenuidades utópicas, como la del rechazo del dinero, la
creación de un crédito gratuito y la instauración de un Banco del pueblo en el
que cada productor pudiese cambiar su cosecha por bonos en cantidad igual a su
valor, con lo cual se garantizaría que el intercambio de productos se hiciese
de acuerdo con el riguroso valor de los mismos. Estas cándidas ideas expresaron
su esfuerzo por encontrar una alternativa a la propiedad y al sistema de producción
por ella determinado.
La
Revolución de 1848 en París significó una experiencia importante para el
entonces diputado de la Asamblea Nacional, y sin duda desplazó su interés del
rechazo a la propiedad hacia el rechazo de la política, al menos en términos
relativos. Proudhon se mostraba reticente ante la Revolución, intuyendo que la
clase obrera no tenía preparación suficiente para aprovecharse de ella, con lo
que la caída del régimen imperante dejaría paso a otro, tal vez más liberal,
pero no menos amante de la propiedad. De todos modos, una vez que estalló la
revolución, se entregó a ella con ardor, estando en las barricadas, aunque seguía
pensando que era una revolución caótica, sin nadie que supiera hacia dónde se
iba.
Desde el
periódico “La voix du peuple”, fundado por él mismo, combatió algunas de las
consignas liberales, como la del sufragio universal, los derechos
constitucionales y las libertades políticas, ya que pensaba que detrás de ese
discurso se ocultaban las verdaderas intenciones de la burguesía para seguir
afianzando y extendiendo su régimen de propiedad. El pueblo, según Proudhon, no
tenía ideas claras ni dirección, por lo que acabaría -en el mejor de los casos-
cayendo en la trampa de un régimen más democrático, pero al mismo tiempo más
sólido. De allí en más, se declaró no democrático y se proclamó anarquista.
Sus
siguientes obras siguieron desarrollando los mismos temas: “La guerre et la
paix” (La guerra y la paz, 1861), “De la capacité politique des classes
ouvriéres” (De la capacidad política de las clases obreras, 1865) y “Théorie de
la propriété” (Teoría de la propiedad, 1866). Sus seguidores aumentaban, en
continua disputa con los marxistas. Proudhon, el filósofo de escasa y
desordenada formación teórica, pero lúcido en sus intuiciones y fiel a unos
pocos principios, falleció en Passy el 19 de enero de 1865.
En el
prefacio a la segunda edición de su “Zur wohnungsfrage” (Contribución al
problema de la vivienda, 1887), Friedrich Engels (1820-1895) dijo: “Proudhon
representó en la historia del movimiento obrero europeo un papel demasiado
importante para caer sin más ni más en el olvido. Teóricamente refutado y
prácticamente excluido, conserva todavía su interés histórico. Quien se dedique
con cierto detalle al estudio del socialismo moderno, debe también conocer los
puntos de vista superados del movimiento”. Las ideas de Proudhon tuvieron un
gran arraigo en su patria y pervivieron con fuerza durante los primeros años de
la Primera Internacional.
GUILLERMO MAYR
19 de julio de 2019
Albert Londres, reportero
Existen
muchos libros que narran experiencias de presidiarios en terribles cárceles del
mundo. Tal vez el más célebre sea "Papillón", de Henri Charriere
(1906-1973), famosísimo libro de comienzos de los ‘70. El propio Charriere,
refiriéndose a sus precursores, decía tenerlos de toda clase: ex presidiarios
que habían relatado sus experiencias en la Isla del Diablo, pedagogos y médicos
que habían denunciado el régimen penal francés y escritores que habían dedicado
largas páginas a describir los tormentos de los condenados, tal como lo
hicieran Alexandre Dumas (1802-1870) en “Le comte de Monte-Cristo” (El conde de
Montecristo) o Victor Hugo (1802-1885) en “Claude Gueux” (Claudio Gueux) y “Les
miserables” (Los miserables). Pero él privilegiaba por sobre todos a quien
había unido por primera vez en su persona todas esas condiciones: la del
testigo, la del agitador social y la del narrador convincente.
El hombre
en cuestión era un periodista francés y su nombre es Albert Londres, quien había
nacido en Vichy el 1 de noviembre de 1884 en el seno de una familia de origen
gascón, para morir en extrañas circunstancias cuarenta y ocho años más tarde,
en la noche del 15 al 16 de mayo de 1932, durante el naufragio del barco en el
que viajaba desde China hacia Europa. Trabajaba en la prensa desde los veinte
años y se había especializado en el periodismo de investigación, en cuya línea
escribió los libros que le dieron merecida celebridad, aunque antes de ello,
había publicado cuatro tomos de poesía: “Suivant les heures” (Durante las
horas) en 1904, “L'a áme qui vibre” (El alma que vibra) en 1908, “Le poéme
effréné I” (El poema desenfrenado I) en 1909 y “Le poéme effréné II” (El poema
desenfrenado II) en 1910. Luego fue enviado especial en los frentes de guerra y
su bautismo de fuego lo tuvo durante la batalla del Marne, acontecida durante
la Primera Guerra Mundial.
En 1924
publicó su primer libro de investigación: “Au bagne” (En el presidio) y a éste
le siguieron, entre otros, “Dante n'avait rien vu (Biribi)” (Dante no vio nada.
Biribi) del mismo año, “Chez les fous” (Casa de locos) y “La Chine en folie” (China
enloquecida) en 1925, “Marselle, porte du sud” (Marsella, puerta del sur) y “Le
chemin de Buenos Aires” (El camino de Buenos Aires) en 1927, “L'homme qui si
s’évada” (El hombre que se fugó) en 1928, “Terre d'ébéne” (Tierra de ébano) en
1929, “Le juif errant est arrivé” (El judío errante ha llegado) en 1930, “Pécheurs
de perles” (Pescadores de perlas) en 1931 y “Le terrorisme dans les Balkans” (El
terrorismo en los Balcanes) en 1932. Póstumamente aparecieron varios volúmenes
que recogían artículos suyos: “Histoires des grands chemins” (Historias de
grandes caminos), una antología preparada por Edouard Helsey, en 1954; “Si je
t'oublie, Constantinople” (Si te olvido, Constantinopla), que reúne los
artículos sobre la campaña de los Dardanelos de 1915-1917, en 1974; y “Mourir
pour Shanghai” (Morir por Shanghai), artículos sobre la guerra chino-japonesa
de 1932, en 1984.
Pero,
¿cuál fue la génesis de las investigaciones de este formidable reportero? Veamos:
diez años había esperado el capitán Alfred Dreyfus (1859-1935) por la revisión
de su causa, el reconocimiento de su inocencia y su posterior rehabilitación
gracias a la intervención del escritor Émile Zola (1840-1902) con su célebre
artículo “J’accuse…!” (Yo acuso) publicado en el diario “L'Aurore” el 13 de enero
de 1898 en su primera plana. Más esperó Eugène Dieudonné (1884-1944) y más
hubiese esperado, de no haber sido por la providencial aparición en su vida de
Albert Londres, el periodista que se había tomado el trabajo de viajar hasta la
Isla du Diable.
¿Quién
ignoraba la existencia de las colonias penales de la Guayana? Nadie, ya que
todo el mundo había sabido de ellas desde que había estallado el caso Dreyfus.
Funcionaban desde los días de la Revolución en la posesión francesa de América
del Sur, donde los condenados se mezclaban con tuberculosos, leprosos, enfermos
crónicos de todo pelaje y ancianos dementes. Las Islas de Royale, Saint Joseph
y du Diable eran utilizadas para los presidiarios más duros. A los sentenciados
a perpetuidad y los deportados se los instalaba en Cayena. Había habido allí
presos famosos: el dramaturgo, ensayista y activista revolucionario Jean Marie
Collot d'Herbois (1749-1796), enviado por sus pares en los días del Terror; el
capitán Dreyfus; el oficial naval Benjamin Ullmo (1882-1957)...
En 1924,
el más conocido era Eugène Dieudonné, aislado por sus reiteradas tentativas de
fuga. Albert Londres había ido a visitarle, a él y a otro convicto, un
anarquista llamado Paul Roussenq (1885-1949). La visita dio como resultado un
reportaje sobre la isla du Diable. Londres tituló su trabajo, publicado en
libro ese mismo año, “En el presidio”. Dieudonné estaba acusado de colaboración
con la banda anarquista de Jules Bonnot (1876-1912), lo que no era verdad.
El éxito
del reportaje de Albert Londres fue enorme: la opinión pública aún tenía el
corazón sensible, los ministros todavía renunciaban por el escándalo jurídico y
los poderosos temían a la agitación. Dieudonné llevaba dieciocho años en Cayena
cuando se reconsideró su sumario y se le declaró inocente. Hubo un segundo
libro sobre este preso. Londres sabía administrar su material y sólo en 1928
publicó “El hombre que se fugó”, con la historia de todas las evasiones
fallidas del que ya era su personaje. Tiempo después y para completar el
retrato del sistema carcelario francés realizó un par de visitas
trascendentales: la primera, a las colonias penitenciarias del norte de África,
a Biribi. El título del libro-reportaje resultante revela a las claras su
contenido: “Dante no vio nada (Biribi)”. Y poco más tarde, con un criterio
envidiablemente moderno, hizo la segunda: a los manicomios.
Sin
embargo, el libro que lo haría trascender estaba aún por ser escrito y se
referiría a los pormenores de la mala vida porteña de comienzos del siglo XX
que giraban en torno de una organización judío-polaca de prostitución
denominada Zwi Migdal, la que operó fructíferamente hasta la década de los ‘30
en Buenos Aires. Al principio, no era más que un grupo de rufianes polacos que
descubrieron que la mayor parte de los inmigrantes que llegaban a las Américas
a hacer fortuna eran hombres solos. Proporcionar mujeres circunstanciales,
sanas y baratas a millones de hombres solitarios y encelados, tenía que ser el
negocio del siglo.
Empezaron
a exportar centenares de prostitutas de Varsovia a Nueva York, La Habana y
Buenos Aires. No bastaba con las polacas de Varsovia. Las judías de aquella
ciudad también podían ser utilizadas, aunque eso implicara asociar a los
rufianes judíos. Asimismo buscaron fuera de las ciudades, en el campo y las
aldeas, sobre todo las más pobres, las de los asentamientos judíos. Más tarde
salieron de Polonia y recolectaron su cargamento humano en Bulgaria y en
Rumania. Allí no iban a buscar prostitutas, sino jovencitas. Se las compraban a
sus padres o las pedían en matrimonio, para llevárselas tras una falsa boda.
Así, se fueron incorporando cada vez más rufianes judíos.
Zwi Migdal
se fue convirtiendo poco a poco en una sociedad de rufianes judíos. Es una
historia incómoda, de doble filo: algunos callan porque suponen que si se habla
de la Migdal como de una mafia judía, que es lo que en realidad llegó a ser, se
fomenta el antisemitismo; otros callan por motivos opuestos: si se dice que la
miseria impulsó a miles y miles de muchachas judías a la prostitución, se acaba
con el mito de los judíos como ricos usureros. Para aclararlo todo, están los
textos de Albert Londres. La historia empezó para él cuando preparaba su libro
sobre Marsella, “Marsella, puerta del sur", en 1926. Fue entonces cuando
descubrió a los tratantes franceses, conversó con ellos, se enteró de su
negocio y decidió seguir su línea de producción hasta el final, hasta uno de los
puertos de destino, el más generoso para el oficio, el que más mujeres
consumía: Buenos Aires.
“El camino
de Buenos Aires” es un libro que posee todos los méritos del periodismo de
investigación. Londres convivió con los rufianes franceses y con sus mujeres,
fue a comer con ellos, a veces en las mismas casas en que las damas recibían a
sus clientes: no los grandes burdeles, sino las casas en las que atendía una
sola mujer. Eran las francesas, las más caras, ya que los hombres pagaban cinco
pesos por unos minutos en su compañía. Bordeando la condición paria, la nada,
estaban las putas criollas: un peso. Las de clase simplemente inferior, la gran
mayoría, las populares, las razonables, eran las polacas: dos pesos.
Albert
Londres cuenta sus historias, la seducción, la compra o la boda amañada y las
formas de su trabajo que implicaba hasta setenta u ochenta hombres cada día. “El
camino de Buenos Aires” propone una bifurcación: por un lado, la trata de
blancas como tal; por el otro, la miseria original, el motor de todo aquello. Y
explicaba lo que eran las aldeas judías de la Polonia rural. Un azar lo había
llevado hasta ellas. Poco después regresaría y observaría las de Rumania y las
de Bulgaria. El libro resultante se llamó “El judío errante ha llegado”. Pero ésa era la
segunda de las sendas iniciadas en la bifurcación, la que se podía seguir
después de recorrer la primera hasta su término y regresar. La primera pasa por
África y por el Caribe y está narrada en “Tierra de ébano”. En 1925, mientras
en Francia se publicaba “Casa de locos”, Albert Londres viajaba a China. “China
enloquecida” se tituló el reportaje en que se cuenta esa visión.
La
siguiente experiencia china de Albert Londres se realizó cuando estaba a punto
de concluir la redacción de la anterior, en 1932. El año empezó con la noticia
de la guerra chino-japonesa. El hombre que en el periódico "Matin" de
París, en 1914, poco después de la batalla del Marne, se había iniciado como
corresponsal en el frente, fue hasta allí e investigó. Descubrió cosas y las
documentó con precisión. Entró en contacto con el ejército revolucionario y
conversó con uno de sus dirigentes, el que se perfilaba como más lúcido, aún
poco conocido: Mao Tse Tung (1893-1976). En China, Londres tomó notas. Dice la
leyenda que murió por ellas.
Regresaba
a Europa en el barco “Georges Philippard”. Una noche, el buque se incendió. Los
pasajeros tenían esperanza de salvarse porque la tierra no estaba lejos.
Apresuradamente, buscaron un lugar en los botes. Londres se ubicó en uno de ellos
pero de pronto recordó sus sagradas posesiones, sus papeles que habían quedado
en su camarote en el barco que se hundía. El periodista se echó al agua. Nunca
más le volvieron ver. Con él,
debe de haberse perdido un libro intenso, como todos los demás, pleno de
contrastes, tenebroso, inclusive algo tremendista. Ese era su estilo. Sus
críticos, envidioso quizás, acuñaron el término londrismo para referirse a él.
Lo londrista tiene algo de violento, mucho de veraz, un toque de ingenuo
asombro ante las cosas de la vida, cierta pompa retórica, una filosofía que es
suma de sentido común y moral vulgar destinada a ganar público y una enorme fe
en el valor del trabajo periodístico como factor de reforma de la sociedad y de
la historia. El escritor argentino Roberto Arlt (1900-1942) le debe el discurso
de uno de los personajes centrales de “Los siete locos”, Haffner, el Rufián
Melancólico, que es calcado del de Vacabana, alias el Moro, de “El camino de
Buenos Aires”.
El último
capítulo de ese libro se titula “Nuestra responsabilidad” y Albert Londres
escribió en él: “Me gustaría que me concedieran el honor de escucharme. Fui a
la cárcel. Penetré en la casa de los locos. ¿Por qué? ¿Para contarles
historias? Conozco muchas, más atractivas. A un hombre que desde hace quince
años rueda sin cesar por el mundo, no le faltan historias. Quise bajar al foso
al que la sociedad arroja lo que la amenaza. Y mirar lo que nadie quiere mirar.
Juzgar la cosa juzgada. No he creído necesario dormir en paz sobre las mieles
de la ley. Me pareció loable prestar una voz, por débil que fuese, a aquellos
que no tenían el derecho de hablar. ¿Llegué a ser escuchado? No siempre. Los
que viven sin cadenas, sin inconvenientes, los que comen todos los días, hacen
tanto ruido que nadie percibe esas otras quejas, las que vienen de abajo”.
Albert
Londres escribía en libretas pequeñas de hojas cuadriculadas, en agendas con
calendarios de la década del ‘20 y en cuadernos azules con hojas rayadas. No
usaba pluma, sino lápiz, y con letra grande anotaba ideas, descripciones y
diálogos. “Un verdadero periodista debe saber escuchar y ver; el que sólo sepa
escribir nunca será nada más que un escritor literario”, escribió en su libro “La
traite des noirs” (La trata de negros). En vida fue descripto por la prensa
francesa como un príncipe de los reporteros, un hombre que hacía de la
locomoción su segunda patria, un as del reportaje y un ciudadano de los cinco
continentes que encontraba su hogar en un camarote de barco o en cucheta de
tren, y que apenas si pasaba por París, ciudad que consideraba un trampolín
para saltar con un impulso nuevo hacia lo desconocido.
Su única
hija, Florise Martinet Londres (1904-1975), a quien su padre le había enviado
un telegrama desde Shanghai pidiéndole que lo fuera a buscar al puerto cuando
llegara, creó un premio en 1933, un año después del incendio de barco, en honor
a su padre. El Prix Albert Londres todavía existe y es
el premio de periodismo más antiguo de Europa. Se financió
durante años con la herencia que él dejó
y las regalías de sus libros. El premio, que suele
comparárselo con el Pulitzer de Estados Unidos, es una medalla (cuyo diseño con
imágenes de luz y oscuridad es una alegoría de la vida de Londres) y la suma de
3.000 euros. Entre sus ganadores figuran los prestigiosos periodistas Jean
Gérard Fleury (1905-2002), Jean Lartéguy (1920-2011), Marie Monique Robin
(1960) y Philippe Broussard (1963).
GUILLERMO MAYR
17 de julio de 2019
Acerca de la manipulación de la realidad
Para la Real Academia Española, existen tres
acepciones de la palabra “realidad”: 1. existencia real y efectiva de algo; 2.
verdad, lo que ocurre verdaderamente, y 3. lo que es efectivo o tiene valor
práctico, en contraposición con lo fantástico e ilusorio. El filósofo español
José Ferrater Mora (1912-1991), por otra parte, decía en su “Diccionario de
Filosofía” que la realidad es “la totalidad de hechos posibles y expresables
mediante el conjunto de proposiciones con sentido, tanto las verdaderas como
las falsas”. Desde luego, la realidad es un concepto que tiene no sólo varias
acepciones sino también múltiples aplicaciones en todas las áreas de
pensamiento humano, tanto filosófico como científico, tecnológico, político o
sociológico.
En cuanto
a la Filosofía, ya en el siglo V a.C. el filósofo jónico Heráclito de Éfeso
(540-470 a.C.) expresaba de modo metafórico que la realidad no era más que el
devenir, una incesante transformación. Tiempo después, Aristóteles de Estagira
(384-322 a. C.) decía en Atenas que la realidad era la forma en que se
manifestaba la verdadera existencia, algo concreto que formaba parte del mundo
sensible y material. Mucho más adelante, en el siglo XVII, el filósofo francés
René Descartes (1596-1650) aseguraba en sus “Méditations metaphysiques”
(Meditaciones metafísicas) que la realidad existía únicamente en la conciencia
del individuo. Cercanos a esta idea del Idealismo, los filósofos George
Berkeley (1685-1753) y Johann Fichte (1762-1814) atribuirían un papel clave a
la mente para el conocimiento de la realidad ya que, al estar ésta fuera de
aquella no era comprensible en sí misma.
Para Georg
W.F. Hegel (1770-1831), el pensamiento era el creador de la realidad. En su
“Phänomenologie des geistes” (Fenomenología del espíritu) afirmaba que la
realidad era la unidad de la esencia y la existencia. En cambio, para los
exponentes del Materialismo, para explicar la realidad era necesario analizar
cómo se generaba algo a partir de sus componentes materiales. En su tratado “De
corpore” (Tratado sobre el cuerpo), el filósofo inglés Thomas Hobbes
(1588-1679) sostenía que el único objeto de conocimiento era lo corporal, pues
sólo las cosas que actúan o sufren la acción de otro componen la realidad. La
causa de sus cambios y movimientos tenía lugar por el enfrentamiento de los
elementos inherentes a la propia materia y a sus continuas contradicciones.
Los
albores del siglo XX fueron una época dorada para la Física. En aquellos años
aparecieron novedosas teorías para explicar el mundo de formas radicalmente
nuevas, un prodigio que no se veía desde la revolución científica del siglo
XVII liderada por Galileo Galilei (1564-1642), Johannes Kepler (1571-1630) e
Isaac Newton (1643-1727). El punto más alto de ese período -y quizá el que
marcó su fin- fue el Congreso Solvay de 1927, un ciclo de conferencias
científicas organizadas en Bruselas por el químico industrial belga Ernest
Solvay (1838-1922) a la que asistieron personalidades notables de la ciencia
como Hendrik Lorentz (1853-1928), Max Planck (1858-1947), Niels Bohr
(1885-1962), Marie Curie (1867-1934), Albert Einstein (1879-1955) y Erwin
Schrödinger (1887-1961), por citar a los más conocidos.
Estas
conferencias marcaron una trascendental lucha por describir la naturaleza misma
de la realidad, refiriéndose, claro, a la naturaleza física de la misma. Para
algunos había que hacerlo desde la visión clásica de la causalidad, esto es, la
relación entre causa y efecto, y para otros debía hacérselo introduciendo las novedosas
teorías de la mecánica cuántica, aquella que analiza el comportamiento de la
materia de acuerdo a los diferentes entornos y situaciones.
Por
entonces el médico neurólogo austriaco Sigmund Freud (1856-1939), desde un
ángulo completamente distinto, buscaba demostrar que el psicoanálisis era capaz
de dar cuenta de la realidad de una manera verificable empíricamente. En su
obra de 1915 “Das unbewusste” (Lo inconsciente), se preguntaba cuál era la
naturaleza de la realidad y cómo influía en ella la experiencia humana y su
comunicación entre las personas. Para el padre del psicoanálisis, era
justificable suponer que la creencia en la realidad estaba relacionada con la
percepción a través de los sentidos. La relación de los seres humanos con el
mundo externo, es decir, con la realidad, dependía de la habilidad para
diferenciar entre la percepción y la idea que se tuviera de la misma.
Pero, más
allá de las disquisiciones científicas, provengan éstas de la Filosofía, de la Física
o del Psicoanálisis, para un ser humano común y corriente hay preguntas que
parecerían no tener respuesta. ¿Qué es la realidad? ¿Cómo la definimos?
¿Cuántas realidades hay? ¿Cada quien tiene su propia realidad? Con el paso de
los años, diversos estudios aparecidos parecen demostrar de manera contundente
que la naturaleza de la realidad no es objetiva sino que depende de quién la
esté mirando.
Desde un
punto de vista relacionado con la vida cotidiana de las personas, acercándonos
ya al final de las dos primeras décadas del siglo XXI, pareciera ser que ser hoy
realista no significase más que conformarse con las ideas sobre la realidad que
pregonan las clases dominantes, incluso si esas ideas son constantemente refutadas
y desmentidas por la propia realidad.
Hasta
resulta grotesco advertir que, cuánto más tonta es una idea dominante, tanto más
es aceptada como una verdad obvia y, por ende, consentida por un sinnúmero de
apáticos conformistas. Pseudo filósofos, soberbios economistas, engreídos
historiadores y vanidosos sociólogos, al amparo de los medios masivos de
comunicación (¿o debería llamárselos de manipulación?), repiten constantemente
el disparate de la completa y definitiva victoria del capitalismo liberal o de
la singular eficacia de la globalización y financiarización de la economía
mundial, a pesar de que los hechos demuestran cada día que pasa los nefastos
resultados de tales políticas.
En medio
de esta aberrante realidad, no dejan de aparecer supuestos intelectuales que
discrepan con estas posturas y presentan irrisorias alternativas sólo modificando
o retocando los mismos disparates que, más temprano que tarde, resultan incluso
peores. Ridículamente repiten constantemente que, si bien las actuales políticas económicas no son
las mejores, no caben dudas de que el capitalismo es el único sistema posible
por un período indefinido de tiempo y que es inevitable la supremacía de los intangibles
mercados dada su supuestamente probada superioridad sobre cualquier otra
alternativa para manejar la economía.
Todas
estas pretensiones de realismo son definitivamente el polo opuesto de lo que,
según el materialismo histórico, es realmente el realismo, aquello que en 1923 en
su “Novyy kurs” (El nuevo curso) León Trotsky (1879-1940) llamaba “la forma de
evaluación cuantitativa y cualitativa más elevada de la realidad objetiva con
todas sus contradicciones en transición y en constante movimiento y cambio”.
Casi un
siglo y medio antes, el filósofo prusiano Immanuel Kant (1724-1804) afirmaba en
“Kritik der reinen vernunft” (Crítica de la razón pura) que la realidad “es lo
que la mente humana percibe a través de los sentidos” y se basaba en el aspecto
externo de lo que se ve o se sabe, de lo que nos dicen o no nos dicen. Y,
posiblemente, tal afirmación tenga hoy más vigencia que nunca si se piensa en
el rol de los medios de comunicación, los que cumplen una función preponderante
en la manera de intervenir en la realidad según lo que dicen o no dicen, lo que
callan, lo que ocultan o lo que tergiversan de acuerdo a sus intereses
corporativos.
De manera
premonitoria, a mediados del siglo XVII el filósofo holandés Baruch Spinoza (1632-1677)
manifestaba en “Ethica ordine geometrico demonstrata” (Ética demostrada según
el orden geométrico) que los hombres se creen libres porque son conscientes de
sus deseos, pero en realidad ignoran las causas por las cuales tienen esos
deseos. En la realidad contemporánea, en la que las variables que afectan a la
formación de los individuos son algunas como el consumismo, la desinformación,
la publicidad o el miedo, es razonable preguntarse si, efectivamente, cada
persona es libre de tomar la decisión que quiera, sobre todo en la actualidad,
cuando la forma preponderante de la objetividad manifiesta las ilusiones
dominantes de las clases dirigentes a través de la retórica de la propaganda.
Allá por
1846, Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895) decían en “Die
deutsche ideologie” (La ideología alemana) que las ideas preponderantes en cada
época eran las de la clase dominante. Para los filósofos alemanes, esta clase,
al controlar los medios de producción material, también controlaba los medios
de la producción mental, imponiendo así dichas ideas al resto de la sociedad. Hoy,
la omnipotencia de las últimas tecnologías informáticas controladas por el gran
capital financiero que gobierna en un mundo globalizado más allá de la vieja
sociedad industrial de la que hablaban Marx y Engels, sustenta el imaginario
social y constituye la quintaesencia del realismo en nuestros días.
Sin
embargo este es un fenómeno novedoso sólo por el notable desarrollo del procesamiento
automático de información mediante dispositivos electrónicos y sistemas de
computación, pero no lo es desde el punto de vista de sus objetivos. Hace algo
más de ochenta años, Joseph Goebbels (1897-1945), ministro para la Ilustración
Pública
y Propaganda del Tercer Reich, se apoderó de la supervisión de los medios de
comunicación, las artes y la información en la Alemania nazi con el fin de controlar
todos los aspectos de la vida cultural e intelectual de los alemanes.
Utilizando con fines propagandísticos la prensa escrita y los medios de
comunicación relativamente nuevos por entonces como la radio y el cine,
Goebbels consiguió que la figura de Adolf Hitler (1889-1945) empezara a tomar
un cariz distinto de cara a la sociedad. Pasó de ser un criminal que había sido
encarcelado por atentar contra el Estado a ser un mártir que fuera arrestado
por las fuerzas comunistas y socialistas que estaban siendo controladas desde
Moscú. Mediante el desarrollo de sistemáticas campañas de desprestigio,
falsedades y desinformación, poco a poco fue creando una singular realidad: la
que se adecuaba a los objetivos del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán.
Este
episodio histórico podría parecer obsoleto, anticuado; sin embargo esa
caracterización es sólo aparente y superficial pues, en el fondo, todo proceso
histórico está determinado por similares intereses y conflictos. Ya lo advertía
el escritor y periodista británico George Orwell (1903-1950) en su ensayo “Politics
and the english language” (La política y la lengua inglesa), publicado en 1946:
“El lenguaje político tiene como objetivo hacer que las mentiras suenen
verdaderas”. Hoy en día, la realidad está estigmatizada por ese dualismo
perverso hasta tal punto que pareciera que los hechos objetivos no existen, lo
que nos retrotrae al principio de la transposición goebbeliano que rezaba “Si
no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan”.
El lingüista
y filósofo estadounidense Noam Chomsky (1928) viene desde hace varias décadas
ocupándose de este tema. Lo hizo en “Necessary
illusions. Thought control in democratic societies” (Ilusiones necesarias. Control del pensamiento
en las sociedades democráticas), en “Propaganda and control of the public mind”
(La propaganda y el control de la opinión pública) y en “Silent weapons for
quiet wars” (Armas silenciosas para guerras tranquilas). En este último, habla
de las estrategias de manipulación mediática entre las que cita aquella
consistente en desviar la atención del público de los problemas importantes y
de los cambios decididos por las elites políticas y económicas, mediante la
técnica de la propagación de continuas distracciones y de informaciones
insignificantes.
Las
calañas gobernantes utilizan estas tácticas para tomar medidas impopulares que
son presentadas como “dolorosas y necesarias” y que implicarán un sacrificio
inmediato, pero siempre bajo la promesa de que “todo irá mejorar mañana” si el
pueblo se sacrifica, ya que dichas medidas no harán más que “beneficiar a la
patria”. Una estrategia que hace uso del aspecto emocional en desmedro del análisis
racional para lograr el socavamiento del sentido crítico de los individuos. Por
supuesto, lo que no se dice es que la inmensa mayoría de esas resoluciones
beneficiarán a las clases dominantes en el corto plazo y no serán ellas,
precisamente, las que tendrán que sacrificarse.
Desde ya
no están solos en esta ímproba tarea. Guiados por la ideología, intereses
personales o políticos, capitanes de la industria, periodistas, voceros de las
cámaras de comercio, sindicatos e incluso economistas académicos toman posición
con absoluta confianza, a menudo para engañar al público de acuerdo con sus
propios intereses, y convenientemente cambian de forma repentina, otra vez, de
acuerdo con sus intereses en un nuevo escenario. Así, logran en definitiva
crear una supuesta realidad.
El prolífico
escritor estadounidense Philip K. Dick (1928-1982) decía que “el instrumento
básico para la manipulación de la realidad es la manipulación de las palabras.
Si uno puede controlar el significado de las palabras puede controlar a la
gente que utiliza esas palabras”. Es por eso que la educación juega un rol
preponderante. Cuánto más pobre y mediocre sea la que se brinde a las clases
subalternas y desposeídas, más reducida será su capacidad para advertir esas
maniobras y más sencillo le resultará a la oligarquía aplicarlas. Nada es
fortuito. No existe la casualidad, lo que existe es la causalidad, tal como
decía el antes mencionado Immanuel Kant en su “Kritik der praktischen vernunft”
(Crítica de la razón práctica) hace casi dos siglos y medio atrás.
El poeta
español Ramón de Campoamor (1817-1901) decía en uno de sus poemas que “En este
mundo traidor / nada es verdad ni es mentira, / todo es según el color / del
cristal con que se mira”. Hoy, sin duda alguna, ese cristal es aleado por las
camarillas oligárquicas que gobiernan en todas partes. Aquellas que actúan en
consonancia con el 1% de los ricos del mundo que acumula el 82% de la riqueza
global.Para ello
cuentan con la notable incidencia de los medios de comunicación, llámense
televisión, radio o redes sociales, los que, subordinados a poderosos grupos
empresariales, configuran una realidad virtual, un sentido común enajenado; una
suerte de hipnosis colectiva que conduce a una obediencia inconsciente de aquellos
que se creen libres y no registran que sólo son esclavos posmodernos que cumplen
órdenes.
Cuando uno llega a tener un concepto de realidad mínimamente aproximado a los hechos, dispone de algo que es absolutamente indispensable: el conocimiento de lo que significa la condición de ser humano. Cuando el ser humano sabe lo que él es y comprende su naturaleza y su funcionalidad, está en posesión de recursos que le van a permitir tomar conciencia de sí mismo y establecer una relación objetiva con la realidad. En un momento en el que la información juega un papel de primera magnitud y es capaz de determinar el contenido y el rumbo de la política a todos los niveles, está en cada uno de nosotros determinar cuán peligrosa puede resultar la manipulación de esta información por parte de quienes distorsionan la realidad para ampliar su poder e incrementar sus beneficios.
Cuando uno llega a tener un concepto de realidad mínimamente aproximado a los hechos, dispone de algo que es absolutamente indispensable: el conocimiento de lo que significa la condición de ser humano. Cuando el ser humano sabe lo que él es y comprende su naturaleza y su funcionalidad, está en posesión de recursos que le van a permitir tomar conciencia de sí mismo y establecer una relación objetiva con la realidad. En un momento en el que la información juega un papel de primera magnitud y es capaz de determinar el contenido y el rumbo de la política a todos los niveles, está en cada uno de nosotros determinar cuán peligrosa puede resultar la manipulación de esta información por parte de quienes distorsionan la realidad para ampliar su poder e incrementar sus beneficios.
GUILLERMO MAYR