Nacido en Ljubljana,
capital de Eslovenia, en la época en que ésta formaba parte de la República
Federativa Socialista de Yugoslavia, el controvertido filósofo y psicoanalista Slavoj
Žižek (1949) pasó la mayor parte de su infancia en la ciudad de Portorož sobre
el mar Adriático esloveno. En su adolescencia, ya en su ciudad natal, cursó sus
estudios secundarios en la escuela Gimnazija Bežigrad y luego estudió filosofía y
sociología en la Univerza v Ljubljani y psicoanálisis en la Université Paris 8
Vincennes Saint-Denis. Fue profesor invitado en diversas instituciones como la
New School for Social Research y la Columbia University de Nueva York, la Princeton
University de Nueva Jersey y la University of Michigan de Ann Arbor.
Actualmente es director internacional del Birkbeck Institute for the Humanities
de la University of London. Considerado como uno de los pensadores críticos más
importantes de su generación, Žižek es autor de numerosísimos artículos para la prensa
escrita y de una cuarentena de ensayos entre los que pueden mencionarse “The sublime
object of ideology” (El sublime objeto de la ideología), “For a
theologico-political suspension of the ethical” (Para una suspensión
teológico-política de lo ético), “In defense of lost causes” (En defensa de las
causas perdidas) y “Living in the end times” (Viviendo el final de los tiempos).
Caracterizado como “celebridad filosófica” por algunos y como “el filósofo más
peligroso de Europa” por otros, Žižek es uno de los más ardientes críticos del
sistema capitalista y de las ideologías sobre las que se apuntala. En “Against
the populist temptation” (Contra la tentación populista), por ejemplo, asegura
que el capitalismo “se ve lanzado a una dinámica constante, a una suerte de
estado de excepción permanente a fin de evitar el enfrentamiento con su
antagonismo básico, su desequilibrio estructural”. Y en “Tarrying with the negative”
(La permanencia en lo negativo) se pregunta: “¿En qué clase de universo vivimos
que celebramos ser una sociedad que elige pero la única opción disponible para
un consenso democrático forzado es una representación ciega? La ideología
predominante actual no es una visión positiva de algún futuro utópico, sino una
cínica resignación, una aceptación de cómo es ‘el mundo de la realidad’,
acompañada de la advertencia de que, si queremos cambiarlo (demasiado), lo
único que nos espera es el horror totalitario”. En su más reciente trabajo, “Pandemic.
Covid-19 shakes the world” (Pandemia. La covid-19 estremece al mundo), apunta a
que el coronavirus ha destapado la realidad insostenible de otro virus que
infecta a la sociedad: el capitalismo. Mientras que muchas personas mueren, la
gran preocupación de los estadistas y empresarios es el golpe a la economía, la
recesión, y la falta de crecimiento del producto bruto interno. Este colapso
económico se debe, dice
Žižek, a que la
economía está basada fundamentalmente en valores propugnados por el capitalismo
como el consumo y la persecución de la riqueza material. El filósofo esloveno sugiere
que la actual pandemia de coronavirus presenta la oportunidad de tomar
conciencia de los otros virus que se esparcen por la sociedad desde hace mucho
tiempo y reinventar la misma. Y no sólo ha estado atento a la pandemia, sino
también a los estallidos sociales que se producen alrededor del mundo, a los
que entiende como “dolores de parto” de una sociedad ya agotada en sus propias
contradicciones: “Nuestra vieja sociedad ya está muerta, simplemente hay
quienes no lo saben”. Lo que sigue es un extracto editado de las entrevistas
publicadas en el diario digital argentino “Infobae” (facilitada por Ediciones
Godot) y en el periódico chileno “La Tercera” (a cargo de Constanza Michelson)
los días 15 de julio y 26 de octubre del corriente año respectivamente.
29 de diciembre de 2020
Slavoj Zizek: “Estamos en un estado de emergencia, nuestra realidad nos pone frente a frente con problemas filosóficos: ¿cuál es el significado de nuestra vida? ¿Cómo debemos reorganizarla?”
GUILLERMO MAYR
27 de diciembre de 2020
Cuentos selectos (XVII). Italo Calvino: "La aventura de un matrimonio"
Desde sus iniciales
inclinaciones neorrealistas y su siguiente tránsito por la fabulística hasta
sus postreras novelas filosóficas, a lo largo de sus cuarenta años de carrera
como escritor, Italo Calvino (1923-1985) se dedicó a analizar no sólo la soledad
y el miedo implícitos en la condición humana sino también la realidad
contemporánea, aquella en la que las personas viven en un mundo en el que se les
niega la más sencilla individualidad y sus conductas son reducidas a una serie
de comportamientos preestablecidos. Nacido en Cuba, de padres italianos, se
trasladó a Italia en su juventud. Después de la II Guerra Mundial, durante la
que luchó contra los nazis en un grupo de partisanos, se licenció en Literatura
con una tesis sobre Joseph Conrad (1857-1924) para luego comenzar a trabajar en
la editorial creada por Giulio Einaudi (1912-1999). En ella se relacionó con intelectuales
y escritores como Cesare Pavese (1908-1950), Elio Vittorini (1908-1966), Leonardo
Sciascia (1921-1989) y Ottiero Ottieri (1924-2002), los que influyeron
notablemente en el modelado de su pensamiento
y su visión del mundo. Durante los años ’70 vivió en París, donde se integró al
taller de literatura potencial OuLiPo (Ouvroir de Littérature Potentielle)
fundado en 1960 por el escritor Raymond Queneau (1903-1976) y el matemático
François Le Lionnais (1901-1984). Ello fue una experiencia crucial en su
carrera como escritor, la que a partir de entonces se abrió a un nuevo clima
cultural, moral y estilístico, al adoptar una actitud irónica con respecto a la
realidad cotidiana, los problemas de la sociedad industrial contemporánea y la
alienación urbana. Ya en Roma, desde 1980 y hasta el final de su vida, su
producción literaria se tornó autobiográfica en buena medida pero también se
caracterizó por sus ensayos y meditaciones sobre literatura y sociedad
publicados en distintos periódicos y revistas. Moralista para algunos, trágico
existencialista para otros, lo cierto es que Calvino mostró siempre ser un escritor
políticamente comprometido huyendo de las costumbres de la imaginación para
poder comunicar la verdad de una manera muy personal y con gran virtuosismo
estilístico. “El infierno de los vivos -escribió- no es algo por venir; hay
uno, el que existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos
estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para
muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de
verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos:
buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno y
hacer que dure y dejarle espacio”.
Su obra, una original mezcla de fantasía, curiosidad científica y especulación metafísica, incluye, entre otros títulos, las novelas “Il sentiero dei nidi di ragno” (El sendero de los nidos de araña), “Il visconte dimezzato” (El vizconde demediado), “Il barone rampante” (El barón rampante), “Il cavaliere inesistente “ (El caballero inexistente), “La giornata d'uno scrutatore” (La jornada de un interventor electoral), “Il castello dei destini incrociati” (El castillo de los destinos cruzados), “Le città invisibili” (Las ciudades invisibles), “Se una notte d'inverno un viaggiatore” (Si una noche de invierno un viajero) y “Palomar”; los libros de cuentos “Le cosmicomiche” (Las cosmicómicas), “Ti con zero” (Tiempo cero), “Gli amori difficili” (Los amores difíciles) y “Sotto il sole giaguaro” (Bajo el sol jaguar); y los tomos de ensayos “Sulla fiaba” (De fábula), “Una pietra sopra. Discorsi di letteratyra e società” (Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad), “Sei proposte per il prossimo millennio” (Seis propuestas para el próximo milenio), “Eremita a Parigi. Pagine autobiografiche” (Ermitaño en París. Páginas autobiográficas) y “Perché leggere i classici” (Por qué leer los clásicos).
Hacia el final de su vida diría: “El estímulo de la lectura me es indispensable aunque sólo consiga leer unas cuantas páginas de cada libro. Pero ya esas pocas páginas encierran para mí universos enteros. Leer es ir al encuentro de algo que está a punto de ser y aún nadie sabe qué será”. A continuación, el cuento “L'avventura di due sposi” (La aventura de un matrimonio), relato que forma parte de “Los amores difíciles”, un conjunto de historias cortas escritas por Calvino entre 1949 y 1967 que fuera publicado en 1970.
LA AVENTURA DE UN MATRIMONIO
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café.
Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.
A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.
Pero de pronto Elide: “¡Dios mío! ¿Qué hora es ya?”, y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al “once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.
Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo cabía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.
Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después: “Arriba, un poco de coraje”, decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.
Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.
La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos. Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.
Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.
GUILLERMO MAYR
23 de diciembre de 2020
1913-1943. Los prolegómenos del peronismo
XVIII. Doble discurso y protagonismo crucial
Apenas cuatro meses más tarde, la posición de Ramírez estaba bastante alicaída. En octubre designó al general Farrell como vicepresidente de la República reteniendo también el Ministerio de Guerra. Mientras tanto Perón, que después de la revolución había permanecido casi en el anonimato, fue nombrado presidente del Departamento Nacional del Trabajo y, un mes después, a fines de noviembre cuando se creó la Secretaría de Trabajo y Previsión, asumió su conducción e impulsó desde allí un programa de reformas laborales. La misma noche de su asunción pronunció por Radio Nacional un largo discurso anunciando los objetivos de su futura labor, planteando la organización de los trabajadores como una necesidad del Estado más que como una necesidad de los propios trabajadores. En él se esforzó por otorgarle un nuevo estatus al movimiento obrero refiriéndose a la virtud del trabajo: “El trabajo después del hogar y de la escuela es un insustituible modelador del carácter de los individuos. El trabajo da forma a los hábitos y las costumbres colectivos y, por lo tanto, a la tradición nacional”. La tesis central enunciada esa noche fue aquella que sería conocida como “Tercera Posición”, una tesis que proponía que el capital y el trabajo eran dos elementos indispensables de la producción que no debían luchar entre sí sino concurrir juntos a la elaboración de la riqueza y la grandeza de la patria. El Estado, puesto por encima de ambos como padre protector, sería el encargado de armonizar intereses y limar diferencias cuando éstas surgiesen.
Esto generó que, tras algunas ambigüedades y vacilaciones, un gran número de dirigentes sindicales le dieran su apoyo. En sus encuentros con los gremialistas, en los que jugó un rol preponderante su viejo amigo el teniente coronel Mercante, Perón empezó a llamar “compañeros” a todos los participantes, con lo que logró que lo admiraran y hasta lo idolatraran, excepto los que estaban enrolados en las filas del Partido Comunista. En una de sus primeras declaraciones de prensa aseguró que “en general, la situación del obrero ha empeorado, pese al progreso de la industria. Mientras que diariamente se realizan grandes ganancias, la mayoría de la población está forzada a reducir su estándar de vida. La distancia entre los salarios y el costo de vida aumenta constantemente. La mayor parte de los empresarios se niegan a otorgar aumentos de salarios”. Perón rápidamente elaboró decretos que pusieron en marcha una nueva política social otorgando importantes conquistas al movimiento obrero, reivindicaciones todas ellas por las que venían luchando desde finales del siglo XIX. Mediante esos decretos creó los Tribunales de Trabajo para el control de las condiciones laborales e impulsó la sindicalización y el reconocimiento de los sindicatos por rama aunque con una política represiva sobre los dirigentes opositores y combativos. Su idea era combinar contención con disciplinamiento. “Buscamos suprimir la lucha de clases, suplantándola por un acuerdo justo entre obreros y patrones, al amparo de la justicia que emana del Estado”. Buscaba, en definitiva, aquello que en sociología política se denomina “conciliación de clases”, algo ilusorio e inviable tal como, con el correr de los años, el vertiginoso desarrollo del sistema capitalista de producción se encargaría de evidenciar.
En “Revolución y contrarrevolución en Argentina”, el antes mencionado historiador Jorge Abelardo Ramos afirmaba que Perón “sacó la conclusión de que la mejor manera de conjurar el ‘peligro comunista’ en el país era concediendo importantes mejoras en las condiciones de vida y trabajo de las masas, desde el Estado protector. Eso lo enfrentaba a la burguesía que era la obligada a hacer el ‘sacrificio’ material para llevar a cabo ese objetivo. La realidad del creciente desarrollo industrial argentino configuraba una situación verdaderamente explosiva. Los capitalistas argentinos preocupados tan sólo de amasar inmensas fortunas no tenían la menor visión política. No comprendían ‘el peligro’ de que mientras ellos se enriquecían cada vez más, los obreros que elaboraban esa riqueza para ellos no sólo no recibieron siquiera una miserable migaja de tanta prosperidad, sino que estuvieron aún peor que en la Década Infame sellada por la depresión del comercio mundial y la quiebra de la bolsa de Wall Street en Nueva York, el año 1929. Tampoco comprendían que la espina dorsal de nuestra antigua economía independiente estaba a punto de romperse. O mejor aún, estaba ya rota. El viejo león inglés, con su territorio arrasado por las bombas alemanas, era incapaz de continuar sosteniendo su imperio y de enfrentar la competencia de la nueva superpotencia mundial: los Estados Unidos. Los antiguos colonos de Inglaterra eran ahora una potencia de primer orden, cuya bota alcanzaba incluso al territorio británico, en forma de una ‘ayuda’ sin la cual Inglaterra hubiera sucumbido al avance hitleriano. Los británicos, viejos zorros, preparaban una ‘retirada en orden’ de sus posesiones y dentro de esos planes figuraba, naturalmente la Argentina”.
“Desde luego -agregó Ramos-, el secretario de Trabajo y Previsión no se quedó corto en el uso de medios de represión y soborno para captar a los dirigentes sindicales que le interesaban y desembarazarse de los recalcitrantes. Además, la mayor parte del nuevo proletariado, de los trabajadores de origen rural recién ingresados a la industria, permanecía fuera de los sindicatos y era campo virgen para el proselitismo de los sindicalistas peronistas. La Secretaria de Trabajo y Previsión sólo reconocía ‘personería gremial’ -es decir, carácter legal- a los sindicatos controlados por ella; los otros eran declarados ilegales y condenados a la clandestinidad. Todos los recursos estatales de represión y catequesis fueron puestos en juego para que los trabajadores ingresaran a los sindicatos dirigidos por la Secretaría de Trabajo. Pero el énfasis no se puso en la represión sino en las concesiones reales a la clase obrera efectuadas a través de los sindicatos estatizados. Mejoras apreciables en los salarios y en las condiciones de trabajo, una marcada tendencia a favorecer a los obreros en los conflictos gremiales, el amparo concedido a los dirigentes y delegados frente a la tradicional prepotencia patronal en el trato con los obreros, todo esto facilitó que los obreros se dejaran afiliar en los sindicatos estatizados”.
“De esta manera -afirmaron los sociólogos argentinos Miguel Murmis (1933) y Juan Carlos Portantiero (1934-2007) en su ensayo “Estudios sobre los orígenes del peronismo”-, las concesiones a los trabajadores quedaban dentro del marco de la transformación que se estaba produciendo. En otras palabras, a los terratenientes les convenía porque no era una verdadera revolución industrial que los desplazara del centro de la escena; a los industriales los beneficiaba porque las medidas de Perón alentaban la formación de un masivo proletariado disponible para ser explotado según las necesidades; y a los trabajadores les resultaba imposible resistirse al shock coyuntural que los colocaba en un lugar impensado para ellos hasta el momento”. Puede decirse que esta fue la primera gran victoria de Perón en su lucha por la conquista del máximo poder nacional. No fue contra la oligarquía agroexportadora, que de alguna manera se beneficiaba con la industrialización superficial que abastecía los productos que, por la guerra mundial, no podían importarse, ni tampoco contra el imperialismo estadounidense cuyos intereses se verían beneficiados paulatinamente con los cambios que operaría Perón al firmar tiempo después tratados comerciales y acuerdos crediticios favorables al expansionismo regional de Estados Unidos.
Por supuesto que Perón no sólo se dirigió con sus discursos a los trabadores. También lo hizo con los empresarios, con los líderes de los partidos políticos, con los dignatarios de la Iglesia Católica y hasta con los dirigentes de las sociedades de fomento. Apelando constantemente a la consigna de que se dirigía a “todos los argentinos”, encontró para cada uno de esos sectores el discurso adecuado. Un ejemplo arquetípico de esto fue su disertación ante grandes empresarios en la que, mientras explicaba que su política tenía como objetivo que los obreros no cayeran “en manos comunistas”, les aseguró que “no encontrarán ningún defensor más decidido que yo de los capitales”. Y en otro coloquio empresarial manifestó que “la masa obrera es un instrumento de acción dentro de la política. Para conducirla tenemos que conocerla, prepararla y organizarla. Una masa no vale por el número de hombres que la forman sino por la calidad de los hombres que la conducen, porque las masas no piensan, las masas sienten y tienen reacciones más o menos intuitivas u organizadas. Ocurre como con el músculo: no vale el músculo, sino el centro cerebral que hace producir la reacción muscular”. Así, jugando a dos puntas con el afán de quedar bien con todos, a finales de ese año el fortalecimiento de Perón era notable. En esos días, un corresponsal del diario “El Mercurio” de Chile escribió: “Si la marea sigue como va, el coronel Perón será el caudillo argentino quien sabe por cuánto tiempo”.
Muchas cosas sucedieron aquel año de 1943. En Europa, como consecuencia de los diversos reveses de los alemanes en el Este, la invasión aliada a la Italia fascista, el desembarco de tropas estadounidenses, británicas y canadienses en las playas de Normandía y la expulsión de las tropas germanas del norte de África, el Eje fue perdiendo la iniciativa y tuvo que emprender la retirada estratégica en todos los frentes. Mientras se producía este relevante viraje en la coyuntura bélica, en Nueva York se realizaba la primera edición de la novela corta “Le petit prince” (El principito), la obra más famosa del escritor y aviador francés Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944) -quien había vivido cerca de un año y medio en la Argentina a fines de la década del ’30 trabajando para una compañía de correo aéreo de capitales franceses- y la de “Das glasperlenspiel” (El juego de los abalorios) del escritor alemán Hermann Hesse (1877-1962). Mientras tanto en Buenos Aires se organizaba la primera Feria del Libro Argentino -al aire libre y sobre la avenida 9 de Julio entre Cangallo (hoy Perón) y Bartolomé Mitre-. Al mismo tiempo José Bianco (1908-1986), secretario de redacción de la revista “Sur”, lanzaba su libro de cuentos “Las ratas”, otro tanto hacía Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964) con “La inundación”, y Borges publicaba en el diario “La Nación” su “Poema conjetural” en el que rememoró la vida y la muerte de su antepasado Francisco Narciso de Laprida (1786-1829), aquel que presidiera el Congreso de Tucumán cuando se declaró la independencia del país el 9 de julio de 1816. También Borges y Bioy Casares publicaron la famosa antología “Los mejores cuentos policiales”, obra que estableció un canon en la materia.
Hacia fines de 1943, en medio de una alta complejidad a nivel socio económico y de los diferentes debates que se daban tanto en la esfera pública como la privada, el gobierno de facto se comprometió a emplear todas sus energías “para el restablecimiento del pleno imperio de la Constitución, el afianzamiento de las instituciones republicanas y la restauración de la honradez administrativa”. Su tarea -decía- consistía en “renovar el espíritu nacional y la conciencia patria que ha sido ahogada, infundiéndole una nueva vida” y “dar contenido ideológico argentino al país entero”. También afirmó públicamente que apelaba a los estados vecinos para que alinearan sus políticas exteriores con la de la Argentina declarando la neutralidad, y reafirmó su intención de seguir una política exterior independiente. Perón hizo declaraciones similares, instando vehementemente a los países vecinos a que se unieran a la Argentina para combatir el imperialismo norteamericano. Esa vehemencia la dejaría de lado tiempo después cuando, días antes de las elecciones de 1946 que lo llevarían a la presidencia, en un reportaje que le hiciera el “New York Times” caracterizó a la administración de Roosevelt como modelo y ejemplo de la democracia social y señaló que los caminos que transitaría en el tema económico, social y laboral se inspirarían en las políticas norteamericanas.
A principios de 1944 se descubrieron tres células de espionaje nazi operando en el país. El canciller Gilbert se lo comunicó al embajador de Estados Unidos Norman Armour (1887-1982) y, por intermedio de éste, le solicitó al gobierno estadounidense el descongelamiento de los depósitos argentinos en Washington. Fue entonces cuando reapareció el secretario de Estado Hull, quien se rehusó argumentando que eso no sería posible hasta que Ramírez eliminase todos los elementos nacionalistas y neutralistas del gobierno argentino. Después de que los servicios de inteligencia de los aliados detuvieran en la isla Trinidad a un diplomático argentino en su camino hacia Berlín, con un poder para comprar armas y una comprometedora carta en la que Ramírez expresaba su simpatía por el Tercer Reich, éste quedó aún más debilitado.
El 15 de enero un terremoto sacudió la ciudad de San Juan. Fue la peor catástrofe de la historia argentina. Causó la muerte de unas diez mil personas y lesiones de distinta consideración a otros tantos miles de habitantes además de provocar cuantiosas pérdidas materiales. El inusitado movimiento de la tierra ocasionó daños de consideración en rutas y caminos, vías férreas, edificios públicos y establecimientos fabriles. El día después del terremoto, Perón anunció por cadena nacional la realización una gran colecta para ayudar a las víctimas, lo que generó una gran movilización de solidaridad con el pueblo sanjuanino. Gente de diversos sectores sociales hizo numerosas donaciones mientras que el Estado desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, organizó numerosas actividades para recaudar fondos. En una de ellas, realizada el 22 de enero en el estadio Luna Park, hizo su aparición pública un personaje que ocuparía un sitio esencial en la historia argentina durante la siguiente década: la actriz Eva María Duarte (1919-1952). Cuando ocurrió el terremoto Perón era influyente dentro del gobierno militar, pero su figura era poco conocida fuera de las filas castrenses. Con sus discursos a través de los medios de comunicación reivindicando la presencia del pueblo en la reconstrucción y concibiéndolo como un sujeto activo, se volvió visible para la sociedad argentina. Tiempo después, tras contraer matrimonio con Eva, él se convertiría en el “Primer trabajador” y ella en la “Abanderada de los humildes”.
Luego de muchas vacilaciones, finalmente el 24 de enero de 1944, ante la enorme presión del gobierno de Estados Unidos, el general Ramírez rompería relaciones con Alemania y Japón, una decisión que fue entendida por los nacionalistas y neutralistas a los que aludía el secretario de Estado Hull como “una concesión de soberanía decisoria al imperialismo yanqui”. Tan sólo un mes después sería echado de la Casa Rosada por los sectores más inflexibles del GOU, un hecho que fue recibido con beneplácito por la Iglesia Católica argentina dado que, en tanto el régimen carecía de respaldo popular, los militares recurrieron a ella como sustento de legitimidad, consolidando así el mito de la “nación católica” en contra de las amenazas del liberalismo y del socialismo.
El poder quedó en manos del general Farrell mientras que Perón ocuparía las funciones de ministro de Guerra primero y de vicepresidente cinco meses después mientras mantuvo su cargo en la Secretaría de Trabajo y Previsión. En aquel momento ya existían en la Argentina una cantidad de leyes protectoras del trabajo que, sin ser numerosas ni necesariamente respetadas o aplicadas -ya por la displicencia de los dirigentes políticos, ya por la negligencia de los empresarios, favorecidos ambos por la fragmentación de las centrales sindicales-, reflejaban el avance de la legislación social en buena parte del mundo occidental de entonces. Se trataba de leyes paradigmáticas como las del descanso dominical de 1905, la de protección del trabajo infantil de 1907, la de accidentes de trabajo de 1915, la de reglamentación del trabajo a domicilio de 1918, la de jubilaciones de 1924, la de la jornada laboral de ocho horas de 1929 y las de vacaciones pagas, indemnización por despido sin causa y licencia paga por enfermedades de 1933. Desde la Secretaria de Trabajo y Previsión, Perón revitalizó esas leyes y sumó otras como el Estatuto del Peón, que estableció un salario mínimo y procuró mejorar las condiciones de alimentación, vivienda y trabajo de los trabajadores rurales; la creación de Tribunales de Trabajo, que aseguraron sentencias más justas para la clase trabajadora; y el establecimiento del aguinaldo para todos los trabajadores. Por entonces intensificó sus contactos casi diarios con los sindicalistas, con los que armó una sólida alianza que le resultaría fundamental para acceder a la presidencia en 1946.
“El hombre nunca es sólo el hombre, sino es el hombre y sus circunstancias”, aquella metáfora del filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset (1883-1955) permite entender el ascenso de la imagen de Perón. Puede decirse que desde ese momento inició formalmente su carrera política, consolidando su doctrina y dando forma a un movimiento hegemónico que trascendería durante décadas en la historia argentina. Indudablemente cuando se habla de alguien, en este caso de un personaje histórico, es imposible medir lo que se sabe con lo que se ignora de ese alguien. Lo cierto es que, para una gran parte de la población argentina, Perón se convertiría en el gran defensor de la clase trabajadora, en un héroe popular. En un pasaje de su drama “Leben des Galilei” (La vida de Galileo), el dramaturgo y poeta alemán Bertolt Brecht (1898-1956) ponía en boca de uno de los personajes -Andrea, el hijo de su casera-: “¡Desgraciada la tierra que no tiene héroes!”, a lo que Galileo respondía: “No. Desgraciada es la tierra que necesita héroes”.
GUILLERMO MAYR
22 de diciembre de 2020
1913-1943. Los prolegómenos del peronismo
XVII.
Descontento social y turbulencias
La “Revolución de los Coroneles”, tal como sería conocido el golpe de Estado del 4 de junio de 1943, contó con el apoyo de amplios sectores del arco político y corporativo desconformes con el precario orden liderado por el conservador Castillo. En ese marco, la posibilidad de reformular el mapa del poder político y modificar el panorama de descomposición y crisis institucional generaron expectativas entre los partidos opositores al conservadurismo -encabezados por la Unión Cívica Radical- que criticaron los mecanismos de fraude electoral y el creciente autoritarismo del gobierno. Fue así que, consumado el golpe, el senador nacional y dirigente de la UCR Diego Luis Molinari (1889-1966) envió al general Rawson el siguiente telegrama: “Buenos Aires, 4 de junio de 1943. Al general Arturo Rawson, Casa de gobierno. La mesa directiva del Partido Radical que me honro en presidir, ante los acontecimientos históricos de esta jornada y el pronunciamiento de las fuerzas armadas, triunfantes bajo la jefatura de Ud., en sesión especialmente convocada al efecto, después de oír las proclamas que expresan el plan a desenvolverse por la autoridad que ahora se constituye, ha resuelto prestar a Ud. y al gobierno nacido al calor de las más nobles y puras esperanzas populares, su decidido apoyo, pues entiende que, sin ningún género de duda, la acción ha de desenvolverse sobre la base de los principios que nos han identificado con Ud. en horas no lejanas, cuando juramos, mancomunados, ofrecer nuestras vidas en aras de la liberación de la patria”.
Al conocerse la noticia del levantamiento militar, la agrupación FORJA publicó un documento donde decía: “El derrocamiento del ‘régimen’ constituye la primera etapa de toda política de reconstrucción de la nacionalidad y de expresión auténtica de la soberanía” y alrededor de trescientos de sus militantes, con sus boinas blancas, rodearon al dirigente Darío Alessandro (1916-1999) quien, desde la escalinata del Congreso Nacional, arengó a las tropas a que se orientaran en sentido nacionalista y popular y, en nombre de la agrupación, declamó las exequias de la Década Infame. Por su parte, el diario de orientación socialista “La Vanguardia” observaba en su edición del 5 de junio que “el gobierno del doctor Castillo fue el gobierno de la burla y el sarcasmo. Su gestión administrativa se desenvolvió en el fango de la arbitrariedad, el privilegio, la coima y el peculado. Toleró ministros y funcionarios ladrones y firmó, displicentemente, medidas que importaban negociados. Eligió su sucesor a pesar del clamor de la opinión pública y de la repugnancia de algunos miembros del partido oficial. La fórmula de los grandes deudores de los bancos oficiales contaba con la impunidad oficial”.
Años más tarde, el catedrático estadounidense Joseph Page (1947) observaría en su obra “Perón. A biography” (Perón. Una biografía) que “el gobierno que se inició tuvo la virtud de terminar con la Década Infame, y adoptó algunas medidas de neto corte nacional. Sin embargo, su conformación era muy heterogénea y muchas de las medidas, particularmente en el plano cultural eran directamente reaccionarias. Pero los que no tenían ninguna duda eran la Embajada estadounidense y el Partido Comunista”. Y así fue, ciertamente. El empresario norteamericano Spruille Braden (1894-1978), dueño de la empresa minera Braden Copper Company de Chile, accionista de la multinacional United Fruit Company y futuro embajador en la Argentina, señalaría días después del golpe: “Los fascistas argentinos permanecieron a la sombra mientras la victoria de la Alemania nazi parecía posible ya que tal victoria automáticamente los ubicaba en el poder sin riesgo ni esfuerzo. Alemanes nazis se dieron cuenta de que debían tomar el poder abiertamente y con certeza a fin de preservar el país como base para vencer la guerra ideológica que seguiría al terminar el conflicto armado en Europa y así asegurar la sobrevivencia del fascismo”. Por su parte, el dirigente del P.C. Victorio Codovilla (1894-1970) afirmaba: “El golpe de Estado del 4 de junio fue preparado minuciosamente por agentes nazis. Su objetivo, al mismo tiempo que crear en la Argentina un régimen tipo nazi, era el de servir de punto de apoyo para, primero, contribuir a que el nazismo ganara la guerra en Europa y Asia, segundo, extender los regímenes fascistas a estos países de América Latina, y tercero, en caso de derrota de los nazifascistas en el campo de batalla, conservar una cabecera de puente en América”.
Al mediodía del 4 de junio el general Rawson se instaló en la Casa de Gobierno, nombró al almirante en actividad Sabá Héctor Sueyro (1889-1943) como vicepresidente y confirmó al general Ramírez como ministro de Guerra. En su proclama inicial, dirigida a los mandos militares, trató de ganar simpatías denunciando que el comunismo amenazaba con sentar sus bases reales en el país. Sin embargo la división dentro del Ejército era evidente. En su interior se desató una disputa plena de dilemas ideológicos y de ambiciones personales. La composición del gabinete de Rawson incrementó la incertidumbre, ya que estaba compuesto tanto por neutralistas que simpatizaban con el eje como por aliadófilos. La designación de dos ministros de origen conservador, como lo eran José María Rosa (1882-1960) y Horacio Calderón (1869-1950) -el primero simpatizante del Eje y el segundo de los aliados- sin consultar a los coroneles que lo habían instalado en el gobierno, profundizó la crisis. Rawson acostumbraba a comer todos los viernes con ellos en el Jockey Club. Eran amigos a pesar de sus antagonismos doctrinarios. Fue por eso que decidió nombrarlos ministro de Hacienda al primero y de Justicia al segundo. Los coroneles rupturistas objetaron a Rosa, los neutralistas a Calderón y todos a Rawson, que por alguna extraña razón rehusó ceder ante las presiones militares. Esa obstinación le costaría la presidencia 48 horas más tarde.
Los jefes militares pro-aliados de Campo de Mayo y los coroneles nacionalistas que, como Perón, se movían detrás del general Ramírez, convergieron en la idea de que Rawson debía renunciar. Ante semejante presión y viendo que no podía consolidar su liderazgo debió dar un paso al costado sin siquiera haber llegado a jurar formalmente como presidente del gobierno provisional. Con su desplazamiento quedaba de manifiesto que el GOU tenía el control de la situación y exigía que la primera magistratura estuviese en manos de alguien que fuese permeable a sus reclamos e iniciativas. El elegido fue el general Ramírez, quien nombró al general Farell como ministro de Guerra y éste, a su vez, a su amigo Perón como jefe de la secretaría del ministerio. De este modo, Perón, que ejercía cierta fascinación sobre su superior, un admirador de sus cualidades de trabajo, llegó a tener en sus manos el control sobre la oficialidad del Ejército.
El propio Perón contaría años más tarde la intimidad de aquellos episodios. “Nos dicen que Rawson va a jurar como presidente el día 6 y que ya ha nombrado a dos ministros. En el mando de la Primera División se empiezan a dejar caer los coroneles y a decirme ‘Che Perón… ¿Qué es lo que pasa? ¿Quién ha traído a ése? ¡Ah, esto no puede ser!’. Y designaron a cinco coroneles para que le exigiéramos la renuncia, y si se resistía, le tiráramos por la ventana. Creo que fuimos designados Mascaró (que era el más antiguo y respetábamos mucho su opinión), Anaya, Agüero, Fragueiro y yo. Muy bien, llegamos a la Casa de Gobierno los cinco coroneles con el capote (pues hacía mucho frío) y todos con la pistola 45 debajo del capote. ‘Queremos ver al general Rawson’, dijimos. ¿Para qué? Bueno, ahora vamos a decirle a él para qué’. Entramos en el despacho, cerramos la puerta y nos quedamos parados delante. Él sentado en la mesa presidencial. ‘¿Qué? ¿A qué vienen ustedes?’. ‘Hemos venido a que renuncie’. Así se lo dijimos. ‘Pero, ¿cómo?’. ‘Sí señor, porque nos llama la atención que usted sea el presidente. Padito Ramírez me ha dicho que sea yo el presidente (Padito era el sobrenombre con que Perón lo llamaba a Ramírez)’. ‘En cualquier caso -añadió-, no tomaré ninguna decisión hasta que no venga Padito. Renuncie antes que venga el general Ramírez’, insistimos. ‘¿Y si me niego?’. ‘Si se niega, tenemos orden de tirarle por la ventana’. Entonces él renunció y nosotros nos quedamos en Casa de Gobierno. ¡Era un colado! ¡Un tipo que se había metido de prepotente! Una vez que lo renunciamos, llegó Ramírez. ‘Usted se va a quedar’. Y lo pusimos de presidente”.
El 7 de junio una acordada de la Corte Suprema reconoció al nuevo gobierno, admitiendo así la coexistencia de un poder de facto y un Poder Judicial de derecho. Ramírez hizo prohibir el término de “gobierno provisional” y declaró públicamente que la tarea de su gobierno era “renovar el espíritu nacional y la conciencia patria” y “dar contenido ideológico argentino al país entero”, pero las pugnas que marcaban la interna militar continuaron. Mientras Ramírez afirmaba que el Ejército se había movido para dar solución a la angustiosa situación en que se hallaba la “masa trabajadora”, muchos militares consideraban que el país exigía una conducción militar firme para enfrentar, cuando fuera el momento, las cuestiones de la posguerra y eliminar “el fantasma del comunismo” que se erguiría amenazante en una elección popular. Para otros, el GOU había hecho destrozos en lo más sólido del Ejército, es decir “la disciplina y la confianza en los jefes”. Muchas amistades se quebraron en las filas del Ejército. Caracterizadas por los personalismos, una vez más se hicieron notorias las diferencias en el seno de las fuerzas armadas, sobre todo entre la Marina y el Ejército.
Además, en el gabinete de Ramírez, al igual que en el de Rawson, las posiciones se dirimían entre neutralistas y aliadófilos. Incluso se conoció la existencia de un pequeño grupo de oficiales descontentos, dispuestos a intervenir de nuevo y cambiar el rumbo de la Revolución original. En ese sentido, tanto Farrell como Perón, que soportaron muchos ataques de algunos camaradas de armas, se mostraron cautos en sus deseos de marginar al presidente Ramírez. Fue por entonces que éste, decidido a acallar las voces disidentes, disolvió el Congreso Nacional, intervino la CGT Nº 2 -donde se habían organizado los sindicatos comunistas-, las universidades y los principales gremios y disolvió los partidos políticos. Estas medidas abrieron una confrontación con amplios sectores políticos y sociales, y en especial con el movimiento estudiantil. En ese sentido, ordenó el allanamiento de unos cincuenta centros estudiantiles y dispuso la disolución de la Federación Universitaria Argentina (FUA), algo que generó que escritores, diplomáticos, políticos y abogados firmaran una solicitada reclamando la vuelta a la democracia. Como respuesta, Ramírez procedió a declarar cesantes de los puestos que ocupaban a muchos de los firmantes.
Con el nombramiento como ministro de Justicia e Instrucción Pública del director de la Biblioteca Nacional Gustavo Martínez Zuviría (1883-1962) -quien bajo el seudónimo de Hugo Wast había publicado numerosas obras literarias de neto corte antisemita-, creció el temor a ataques a la comunidad judía. Los prejuicios racistas y discriminatorios de la época no eran pocos, y esa aprensión se hizo más notable con la designación del coronel Luís César Perlinger (1892-1973) al frente del Ministro del Interior. Miembro del sector más nacionalista del GOU, en sus disertaciones proponía “cultivar y mantener nuestra personalidad dentro del tronco institutor, que es criollo, por lo tanto hispánico, católico, apostólico y romano”. Para Martínez Zuviría la escuela laica era “una invención diabólica”, por lo que inició una campaña moralizadora que incluyó la obligatoriedad de la enseñanza de la religión católica en todas las escuelas públicas del país, la prohibición del uso del lunfardo en las radios y la censura de algunas letras de tangos.
Por su parte Perlinger, para quien la dignificación de la mujer consistía en “no sustraerla de su menester específico”, se ocupó de clausurar las oficinas de la Junta para la Victoria, una organización que aglutinaba mujeres de todos los estratos sociales que confluían en su oposición a los autoritarismos. Fue una época en la que las mujeres habían comenzado a discutir, a opinar, a criticar y a evaluar la política argentina a la luz de un clima de época que exigía respuestas, y pretendían, según lo indicaba el artículo 1º de los estatutos de la organización, “unir a las mujeres democráticas para prestar ayuda moral y material a los que luchan contra el fascismo, para estabilizar la paz, para defender los derechos de la mujer y solucionar los problemas de la salud y la educación de los niños”.
Ramírez también designó como ministro de Relaciones Exteriores al contralmirante Segundo Storni (1876-1954), un nacionalista aliadófilo partidario de que la Argentina rompiera relaciones con el Eje. Éste le envió una carta personal al Secretario de Estado norteamericano, Cordell Hull (1871-1955), anticipándole que era intención de Argentina romper esas relaciones, pero también le solicitaba paciencia para ir creando el clima rupturista en el país y que Estados Unidos tuviese algún gesto en materia de suministro de armamentos para ir aislando a los neutralistas. Hull, con el fin de presionar al gobierno argentino, hizo pública la carta de Storni, cuestionando además en duros términos el neutralismo argentino. El hecho produjo un recrudecimiento del ya fuerte sentimiento antinorteamericano, sobre todo en las Fuerzas Armadas, llevando a la renuncia de Storni y a su reemplazo por el coronel Alberto Gilbert (1887-1973).
En cuanto al primordial Ministerio de Hacienda, Ramírez nombró a Jorge Santamarina (1891-1953), quien fuera presidente del Banco de la Nación Argentina durante la Década Infame y, por entonces, dirigente de la Sociedad Rural Argentina además de un poderoso hacendado. Rápidamente el ministro recibió el apoyo de los grandes propietarios de tierras en la región pampeana, de la Junta Reguladora de Granos, de la Unión Industrial Argentina y de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, todos ellos representantes de los sectores económicamente más poderosos del país. Su elección fue recibida con agrado tanto por el gobierno británico como por el estadounidense. Los diarios “The Times” y “Washington Post” coincidieron en que el régimen anterior había producido un quebranto en el comercio exterior y un enfriamiento en sus relaciones con sus países. Santamarina no tardó en declarar que era preciso examinar la naturaleza del intervencionismo estatal en la economía privada y estudiar con cuidado hasta qué punto era conveniente moderarlo o suprimirlo para “asegurar el desenvolvimiento de la iniciativa privada con el mínimo de trabas”.
GUILLERMO MAYR
20 de diciembre de 2020
1913-1943. Los prolegómenos del peronismo
XVI. Un castillo de naipes
En “Mañana es San Perón” el historiador argentino Mariano Plotkin (1961) se explayó sobre el tema: “El fuerte nacionalismo, el ultra catolicismo y el ferviente anticomunismo fueron los lineamientos generales para que la logia captara en un primer momento las adhesiones de los sectores más conservadores de la sociedad argentina. Como bien fue manifestado en su primer documento, muchas de las directivas del GOU estaban en sintonía con la posibilidad de una situación de guerra. En este sentido, los militares -autoproclamados protectores de la política de defensa nacional- interpretaron lo estatal sobre la base de esa lógica de conmoción”. Y en otro apartado explicó que, para los miembros del GOU, “los enemigos podían llegar a ser los Estados Unidos, los comunistas, los socialistas, los conservadores, como así también la masonería ‘creación judía apoyada por las fuerzas de extraordinaria importancia. Es una temible organización secreta de carácter internacional y por lo tanto enemiga del Estado y del Ejército por antonomasia’. También bajo esta idea muy amplia entraba el Rotary Club, una ‘institución similar y verdadera red de espionaje y propaganda internacional judía al servicio de Estados Unidos’”.
“Para ellos -dice Plotkin-, el sindicalismo argentino estaba contaminado por el germen del comunismo internacional, mientras que la problemática de las desigualdades sociales y sus derivaciones en la vida económica perturbaban la paz social de la República. Del mismo modo, para el GOU la posible democratización del sistema político luego de la experiencia conservadora era un tema de principal importancia. Desde un primer momento los miembros del grupo consideraban que ‘el pueblo no será tampoco quien elija su propio destino, sino que será llevado hacia el abismo por los políticos corrompidos y vendidos al enemigo. La ley ha pasado a ser el instrumento que los políticos ponen en acción para servir sus propios intereses personales en perjuicio del Estado. Algunos desean que el ejército se haga cargo de la situación, otros encaran el asunto por el lado nacionalista, otros por el comunismo y los demás se desentienden de todo mientras puedan vivir’”.
Al respecto, en otro de los documentos del GOU puede leerse: “En tanto los capitalistas hacen su agosto, los intermediarios explotan al productor y al consumidor. El gobernante se cruza de brazos ante el aparente panorama de bienestar; los pobres no comen ni se calzan ni visten conforme a sus necesidades. Las ciudades y los campos están poblados de lamentaciones que nadie oye; el productor estrangulado por el acaparador, el obrero explotado por el patrón y el consumidor literalmente robado por el comerciante. Tal es el panorama. El político al servicio del acaparador, de las compañías extranjeras y del comerciante judío y explotador desconsiderado mediante la paga correspondiente. La solución está precisamente en la supresión del intermediario político, social y económico. Para lo cual es necesario que el Estado se convierta en órgano regulador de la riqueza, director de la política y armonizador social. Ello implica la desaparición del político profesional, la anulación del negociante acaparador y la extirpación del agitador social”.
El clima socio-político imperante en el mes de mayo de aquel año era por demás efervescente. Pese a las continuas advertencias de sus asesores, el presidente Castillo desestimó toda posibilidad de un golpe de Estado. Incluso el dirigente de la FORJA Arturo Jauretche le había alertado a Castillo: “Si usted otorga mayor importancia a sus compromisos con los políticos conservadores que al Ejército, éste dejará de apoyarlo”. A pesar de esto, el pronunciamiento era inminente y no sólo el que promovían los integrantes del GOU. El ya mencionado general Arturo Rawson, sin vinculaciones con la logia, también realizaba sus maniobras para derrocar al gobierno. Rawson era un ferviente católico, miembro del conservador Partido Demócrata Nacional y de una tradicional familia de la aristocracia argentina que mantenía contactos con el sector más conservador del radicalismo. Dirigía un grupo de conspiradores que simpatizaban con los aliados que sería conocido como “los generales del Jousten”, dado que el lugar donde se reunían era el restaurante del hotel Jousten ubicado en la avenida Corrientes y 25 de Mayo, el mismo en el que espías alemanes e ingleses se daban cita con nombres supuestos, pasaportes falsos y profesiones aparentes.
El investigador argentino Julio Mutti (1978) cuenta en su ensayo “Golpe de 1943: causas y papel real del GOU”: “La situación finalmente eclosionó a finales del mes de mayo de 1943. El aroma a golpe podía olerse en el aire porteño. Los radicales, con Juan Cook a la cabeza, no tuvieron mejor idea que ofrecer la candidatura presidencial al ministro Ramírez, quien en un principio parecía bastante entusiasmado. Pero Castillo se anotició de la jugada de su ministro nacionalista y pronto entraron en conflicto”. Efectivamente, al enterarse Castillo de la componenda, echó por decreto a Ramírez, le impuso un arresto que debía cumplir en las oficinas del Ministerio de Guerra y nombró al almirante Mario Fincati (1865-1962) en su lugar. “Entonces Ramírez -continúa Mutti- comenzó a moverse en las sombras. El coronel Enrique P. González, del GOU, como en tantas otras oportunidades, tomó la iniciativa. Ramírez dio libertad a la logia y les recomendó que hallaran a un general con mando de tropa que les permitiera montar la revolución. Pronto hallaron dispuesto al general Arturo Rawson, quien siempre dijo que tenía a su propio grupo de insurrectos. La noche del 3 de junio, todos los conjurados más importantes se reunieron en Campo de Mayo para ultimar detalles y coordinar el golpe que al día siguiente derrocaría a Castillo. Pronto se unieron los comandantes de tropas. Esa fría noche había catorce líderes militares; solo tres eran oficiales del GOU. Perón estaba citado a Campo de Mayo, pero no apareció en todo el día o esa noche. Y el día 4 sólo hizo su aparición cuando era un hecho que la revolución había triunfado”.
Daniel Muchnik (1941), periodista e historiador argentino, cuenta en su obra “La Revolución del 43. Los primeros pasos del peronismo” los pormenores de aquella jornada: “En la madrugada del 4 de junio de 1943 el movimiento militar dirigido por el GOU depuso al presidente Castillo. El diario ‘La Nación’ publicó en la tapa de su edición la fotografía del general Arturo Rawson, aparente jefe del movimiento (así lo afirmaba), quien asumió la condición principal con bastón de mando, en los balcones de la Casa Rosada. Hasta Plaza de Mayo una columna militar que salió de Campo de Mayo, al desfilar ante el edificio de la Escuela de Mecánica de la Armada, en lo que es hoy la Av. del Libertador, mantuvo un fiero tiroteo con la gente de la Marina que no se había plegado a la toma del poder. Se registraron más de 80 muertos. El desconcierto ganó las calles. Algunos despistados creían que era un rescate de la imagen de Yrigoyen, fallecido hacía una década. Pero los ultras y pronazis proclamaron a los gritos que el golpe militar servía para ‘salvar a la patria de la demagogia radical, la corrupción parlamentaria y, sobre todo, del avance del comunismo’”.
En un
primer momento Castillo intentó preservar su gobierno refugiándose en el buque “Drummond”,
un rastreador de la Marina de Guerra con el que viajó hasta La Plata donde finalmente
firmó su renuncia. A su regreso fue detenido por unas semanas y, tras su
liberación, viajó al Uruguay y allí se exilió un tiempo hasta que regresó a una
casa familiar en la provincia de Buenos Aires, totalmente retirado de la
actividad política. Quince meses después de su derrocamiento falleció teniendo
en su cuenta corriente únicamente 47 pesos con 25 centavos. El costo del
sepelio ascendía a 290 pesos. Sus amigos tuvieron que pagarlo. Con el paso de
los años se lo recordaría como un abogado que fue durante muchos años profesor
en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, donde llegó a
ocupar el decanato; por su paso como gobernador de facto de la provincia de
Tucumán tras el golpe de 1930; por sus puestos de ministro de Justicia e
Instrucción Pública y del Interior durante el gobierno de Justo; por haber
llegado a la vicepresidencia tras las fraudulentas elecciones de 1937
integrando la fórmula con Ortiz; por haber sido el 23º presidente constitucional
de la Argentina tras la muerte de aquél; y por haber mantenido la neutralidad
argentina en la 2º Guerra Mundial a pesar de las presiones diplomáticas de los
Estados Unidos. Desde un punto de vista humorístico, también se lo recuerda por
evitar firmar los documentos abreviando su segundo nombre -Antonio- con una “S”
en vez de la “A” ya que podía leerse como “Ramona”, y por el complejo que tenía
con su baja estatura física, lo que lo llevó a ponerse en puntas de pie durante
los actos protocolares.
Entre el
26 y el 29 de marzo de 1970, el escritor y periodista argentino Tomás Eloy
Martínez (1934-2010) entrevistó a Perón en
Madrid. Parte de la grabación de esa charla fue publicada en la revista “Panorama”
y años más tarde publicadas íntegramente en el libro “Las memorias del general”.
Así relató Perón los sucesos de junio de 1943: “A mi regreso de Europa, en una
reunión secreta, informé lo que había visto. El ministro de Guerra me encontró
razón, pero los otros generales cavernícolas, que pretendían convertir al
Ejército en una guardia pretoriana, me acusaron de comunista. Se resolvió
sacarme de circulación: fui a parar a Mendoza, como director del Centro de
Instrucción de Montaña. Allí pasé ocho meses, hasta que me nombraron en la
Inspección de Tropas de Montaña. Fue entonces cuando se presentaron ante mí
ocho o diez coroneles jóvenes, que habían escuchado mi conferencia secreta y me
ofrecían su adhesión. ‘No hemos perdido el tiempo’, me dijeron. ‘Hemos
organizado en el Ejército una fuerza con la cual podemos tomar el poder en
veinticuatro horas’. Era el GOU, Grupo de Oficiales Unidos. En aquel momento
estaba por elegirse a Robustiano Patrón Costas como presidente, en uno de esos
‘fraudes patrióticos’ que preparaban los conservadores en nuestro país. Los
coroneles me dieron un susto de la ‘madonna’: era el destino el que se me ponía
por delante. Les dije: ‘Muchachos, espérense. Tomar el gobierno es algo
demasiado serio. Con eso no se puede jugar. Dénme diez días para pensarlo’”.
“Lo primero que hice -continuó Perón- fue llamar a Patrón Costas, con quien teníamos amigos comunes. Lo invité a pasar por casa. Allí se quedó cinco horas hablando conmigo. Era un hombre inteligente. Comprendió mis explicaciones sobre el nuevo giro que tomaban las cosas en el mundo con gran penetración y rapidez. Le dije que no aceptara la candidatura presidencial porque no llegaría a la elección. O en el caso de que llegara, lo iban a sacar del puesto enseguida. Tan convencido quedó el hombre luego de hablar conmigo, que hasta me dio la impresión de que quería acompañarme. Llamé entonces a los radicales. Cuando vi que el apoyo era grande, llamé al grupo de coroneles y les dije que en efecto algo se podía hacer. Toda revolución implica dos hechos: el primero es la preparación humana, el segundo la preparación técnica. De la preparación humana se encargan un realizador y cien mil predicadores, pero para la otra hay que formar un organismo de estudio que fijará los objetivos ideológicos y políticos de la revolución y preparará los planes para realizarla. Luego de esta reunión, los muchachos dijeron: ‘Está bien, tomaremos el gobierno’”.
No hay uniformidad de criterios entre los historiadores en cuanto a si fue o no Perón quién redactó el manifiesto público tras el golpe de Estado. Como quiera que fuese, la proclama de los militares rebeldes decía que “se ha defraudado a los argentinos, adoptando como sistema la venalidad, el fraude, el peculado, y la corrupción” y “se ha llevado al pueblo al escepticismo y a la postración moral, desvinculándolo de la cosa pública, explotándolo en beneficio de siniestros personajes movidos por las más viles pasiones”. Por esta razón “las Fuerzas Armadas, fieles y celosas guardianas del honor y tradiciones de la patria, como asimismo del bienestar, los derechos y libertades del pueblo argentino deciden cumplir el deber de esta hora” y propugnan “la honradez administrativa, la unión de todos los argentinos, el castigo de los culpables y la restitución al Estado de todos los bienes malhabidos”. Se comprometen a luchar por “mantener una real e integral soberanía de la nación, por cumplir firmemente el imperativo de su tradición histórica, por hacer efectiva una absoluta, verdadera y real unión y colaboración americana y cumplimiento de los pactos y compromisos internacionales”.
GUILLERMO MAYR