21 de octubre de 2022

Trotsky revisitado (LV). Guerras y revoluciones (9)

Jean Jacques Marie: Cabeza del Ejército Rojo, administrador y caudillo de multitudes
 
Jean Jacques Marie se licenció en 1961 en Historia, Lenguas Clásicas e Idioma Ruso en el Institut National des Langues et Civilisations Orientales (INALCO) de París. Durante muchos años fue profesor de Letras Clásicas y desde muy joven se incorporó a la SFIO (Section Française de l'Internationale Ouvrière) del Partido Socialista. Ferviente opositor a la sangrienta guerra de Argelia, el país africano que desde 1830 era colonia de Francia, en la que los franceses intentaron reprimir a los movimientos independentistas encabezados por el Front de Libération Nationale (FLN), al término de esta contienda se integró a la Organisation Communiste Internationaliste (OCI) y, en 1992, lo hizo en el Parti des Travailleurs (PT). Especializado en historia soviética, escribió biografías de Lenin, Stalin y Trotsky. En su obra “Trotsky, un revolucionario sin fronteras” defendió la tesis de la “revolución permanente”, un fundamento que rompe el paradigma de los procesos revolucionarios de los siglos anteriores. Trotsky había advertido en 1929 que las revoluciones democráticas ya no podrían quedar encerradas en sus objetivos nacionales y republicanos, y que debían transformarse en socialistas como consecuencia de la emergencia de una clase obrera fuertemente concentrada, incluso en los países de desarrollo histórico retrasado. Reformuló así conceptos que tanto Marx como Engels habían vertido a mediados del siglo XIX. A continuación, la segunda parte del capítulo “Guerra civil” del libro “Trotsky, un revolucionario sin fronteras” de Jean Jacques Marie.

 
El 9 de mayo de 1918, Benjamín Trifonov, comisario del 3º ejército  se alza contra su intromisión en los asuntos locales, puesto que no conoce, dice, sus realidades, y lo acusa de aportar únicamente desorganización. El escritor Yuri Trifonov, su hijo, denuncia “el desorden que Trotsky generaba en los ejércitos” y añade: “Los cuadros militares del frente (los cuadros del partido destinados al frente) no podían soportarlo”. El conflicto entre ellos y él es permanente. Esos cuadros y militantes propician la intervención de grupos y la realización de operativos de partisanos o guerrilleros autónomos, cada uno de ellos soberano en su sector, y cuyo entusiasmo y espíritu de iniciativa compensan, a su entender, la ausencia de formación militar; rechazan la creación de un ejército profesional centralizado, en la cual ven la restauración del ejército burgués.
Para Trotsky, lleno de desprecio por los diletantes y el diletantismo, los aficionados y el amateurismo, esa concepción es un retroceso. Equivale a abandonar el ferrocarril para volver a la carreta. Se alimenta del odio, profundo tanto en el partido como en el campesinado, hacia el centralismo y la disciplina, un sentimiento engendrado por la opresión burocrática y la guerra. Ese odio ha favorecido la autonomía de regiones que se reservan sus cañones, su trigo y sus soldados en nombre del poder de los soviets, cada uno de los cuales hace la ley en su cantón o su distrito. Sólo reconocen el centro cuando se trata de protestar, reclamar, hacer la contra. Ahora bien, la desmovilización del antiguo ejército ha dejado, diseminadas a lo largo y lo ancho del país, existencias celosamente guardadas por los soviets locales, saqueadas, dilapidadas, repartidas o vendidas. Cada distrito, casi cada cantón, se escandaliza Trotsky, juzga mejor defendido el poder soviético si se concentra en su propio territorio la mayor cantidad posible de armas y material, a pesar de que eso signifique su acelerado deterioro.
¿Cómo constituir, por fin, un ejército regular sin oficiales? Aún no hay oficiales comunistas. En consecuencia, Trotsky quiere apelar a los ex oficiales zaristas, así como el nuevo Estado utiliza las competencias de los ingenieros y técnicos calificados de “especialistas burgueses”, hostiles a la revolución. Pero la dirección del antiguo ejército ha empujado a la masa de los soldados contra la casta de los oficiales, que más de una vez han pagado ese odio con su vida. El campesino soldado rechaza la disciplina y a los oficiales que la encarnan; el soldado o el suboficial comunista rechazan la férula del oficial monárquico a quien ayer combatieron en el frente o en su cuartel. El 13 de octubre de 1918, en un telegrama dirigido a Dzerzhinski y Lenin, Trotsky reclama la liberación masiva de los ex oficiales zaristas encarcelados contra quienes no exista “ninguna acusación directa grave”. Solicita admitirlos sin demora si aceptan servir en el Ejército Rojo. Así, “aliviaremos las prisiones y contaremos con especialistas militares que mucho necesitamos”. Reticente en un principio en lo concerniente al empleo sistemático de ex oficiales zaristas, Lenin lo acepta finalmente como un mal inevitable. Convencido de que la traición tiene su papel en las derrotas del Ejército Rojo, como ayer en las de la Revolución Francesa, sugiere a Trotsky anunciar al “alto mando que a partir de ahora adoptaremos el ejemplo de la Revolución Francesa y someteremos a juicio e incluso haremos fusilar tanto a Vatsetis (el jefe del Estado Mayor) como al comandante del ejército de Kazán y los oficiales superiores si las operaciones se demoran o fracasan”. A juicio de Trotsky, esas propuestas suponen manifiestamente lo que un día llamará “excesos y exageraciones de Lenin”; se niega a aplicarlas.
A fines de 1918, el Ejército Rojo cuenta en sus filas con 37 mil “especialistas militares”, entre ellos más de 22 mil oficiales, que constituyen por entonces el 80% de la oficialidad y representarán aún el 40% de ésta al final de la guerra civil. Una escasa minoría desertará para pasarse a los blancos. Los adversarios del ejército centralizado, utilizando estos contados casos de traición, denigrarán en forma sistemática al cuerpo de oficiales, a cuyo respecto Trotsky señalará el 30 de diciembre de 1918 el “sentimiento de incertidumbre y desasosiego” que esos ataques siembran en sus filas. Para impedir las traiciones, Trotsky promulga un decreto, llamado de los “rehenes", en el que se dispone que los miembros de las familias de los oficiales zaristas reclutados por el ejército responderán con su vida ante la traición eventual de su padre o marido.
Esta política suscita una vigorosa oposición entre los cuadros políticos enrolados en el ejército. Estos utilizan todos los casos de defección, complot o traición de ex oficiales zaristas y cargan las tintas o inventan para desacreditar a Trotsky. En efecto, éste, en su intención de defender la competencia contra la incompetencia charlatana y satisfecha, etiquetada de “comunista” y hasta “marxista” por los interesados, protege a los oficiales contra los militantes que creen poder dirigir divisiones porque tienen el carné de afiliación al Partido. Procura defender al ejército contra la injerencia de numerosos enviados especiales y extraordinarios, dotados de amplios poderes y funciones imprecisas, a quienes suele calificar de ignaros y arrogantes, atentos a no dejarse embaucar por los ex oficiales zaristas o al menos a no parecer engañados por éstos sembradores del desorden en el ejército. Trotsky se quita de encima con un desdén brutal a todos aquellos a quienes el carné del partido autoriza a perorar y decidir. En junio de 1919, por ejemplo, la Checa arrestará al general Zaguiu, cuya desidia califica de traición.


Trotsky protesta: “Zaguiu sólo ha sido detenido -declara- porque es un ex general. Si hubiera habido un comunista en su lugar, tal vez habría hecho aún menos sin que lo arrestaran”. 
El problema no es nuevo, y Trotsky sostiene ante Lenin que es imposible salir del caos sin verdaderos militares, serios y experimentados. Inspirado en los representantes en misión de la Revolución Francesa enviados para controlar políticamente a los generales, propone como ladero permanente de los oficiales a un comisario político, militante comunista que debe refrendar las órdenes: el oficial define la operación militar, el comisario garantiza su inocuidad política. En una orden del día del 5 de agosto de 1918 define con precisión las condiciones que deben regir su función: 1) El comisario no manda; observa, pero observa atenta y firmemente. 2) El comisario se comporta con respeto frente a los especialistas militares que trabajan concienzudamente y utiliza todos los medios del poder soviético para proteger sus derechos y su dignidad humana. 3) El comisario no disputa por nimiedades, pero cuando golpea, golpea sobre seguro. Trotsky amenaza sancionar a quienes violen estas reglas. Pero la cohabitación no se producirá sin roces ni conflictos, pues el comisario político usurpará a menudo las prerrogativas del oficial, por quien siente a priori poca simpatía.
En junio de 1919, en pleno levantamiento de los cosacos, Trotsky afirma: “El comunismo sólo podrá instaurarse a través de la persuasión y el ejemplo”. Pero para ganar la guerra contra los blancos, sostenidos y armados por el extranjero, lo único que cuenta es aplastarlos. La violencia de la guerra civil refleja la herencia bárbara de la Rusia zarista -superficialmente disimulada por el brillo de una vida cultural reservada a una reducida elite- y la profundidad secular de los odios sociales y su alcance, que supera las fronteras del país.
Los campesinos “verdes” de Siberia occidental o de Tambov, sublevados durante el verano de 1920-1921, cortaron a hachazos las manos y los pies de los comunistas que habían capturado, les arrancaron los ojos, los destriparon a golpes de horca o los quemaron vivos en hogueras a cuyo alrededor bailaban de júbilo. En Ucrania, los cosacos organizaban “sopas comunistas” en las aldeas de mayoría judía: ponían a hervir a judíos comunistas en enormes calderos e invitaban a los otros cautivos a comer la carne cocida de sus camaradas, so pena de sufrir la misma suerte. Innumerables niñas y muchachas judías fueron violadas por cosacos que a continuación les hundían el sable en el bajo vientre hasta la empuñadura. Cuando capturaban a los peones que combatían en el Ejército Rojo, esos mismos cosacos los despedazaban a sablazos. Por allí pasaba el restablecimiento de la monarquía y de la propiedad privada de los medios de producción. Trotsky condujo el Ejército Rojo en medio de ese desenfreno. Asumiría sus necesidades pero no le forjaría una imagen legendaria idealizada.
A principios de marzo de 1918, la división del general Von der Goltz desembarca en Finlandia para ayudar a los blancos fineses del general Mannerheim a aplastar la revolución socialdemócrata; las tropas austríacas ocupan Odesa, los turcos hacen lo propio en Trebizonda, al sur, y los alemanes toman Kiev, Nikolaiev y Poltava. El 28 de abril, los mismos alemanes derrocan la Rada central (asamblea nacional) de Ucrania e instalan a su testaferro, Skoropadski, a la cabeza del país, al que saquearán a su antojo. En lo sucesivo, la ruta del trigo ucraniano queda cerrada para Rusia. A comienzos de abril, las tropas japonesas desembarcan en Vladivostok, hacia la cual se dirige la legión de cerca de 40 mil prisioneros de guerra checoslovacos del ejército austrohúngaro. La intención de los Aliados era trasladar a esos efectivos a Francia, para combatir contra los alemanes. Como Alemania ocupa todo el territorio desde el Mediterráneo hasta el Báltico, se ha decidido repatriarlos por Siberia. En la primavera de 1918, ante la llegada de los contingentes estadounidenses a Francia, el Estado Mayor francés se desinteresa de esos legionarios, estacionados a lo largo del Ferrocarril Transiberiano y ahora inútiles en el oeste, pero muy útiles en el este contra los bolcheviques.


El 25 de mayo, luego de un choque con el soviet local, los legionarios checos toman Cheliabinsk y el 29 ocupan Penza. Trotsky ordena en vano desarmarlos y fusilar a quienes se resistan a deponer las armas. El 4 de junio amenaza internar a los legionarios sublevados en “campos de concentración”, expresión utilizada entonces por todas las fuerzas para designar los campos de internamiento donde se aísla a adversarios y prisioneros. Ese decreto, y otro del 16 de junio que dispone la militarización bajo pena de multa de los “burgueses” -exentos de la conscripción- para la realización de trabajos de mantenimiento, despeje y limpieza en la retaguardia de las tropas, basta a los historiadores poco exigentes para presentar a Trotsky como padre de los gulags (campos y colonias de trabajo correccional) que se constituirán en 1929.
El 8 de junio, a orillas del Volga, los legionarios checoslovacos se apoderan de la ciudad de Samara, donde, con su ayuda, se instala un gobierno eserista de derecha, y luego ponen sitio a Omsk, en Siberia. Su levantamiento, exclamará Denikin, el general monárquico, “representó el principal impulso a la lucha contra el poder soviético”. A juicio de Trotsky, sin embargo, esa sublevación hizo salir al Partido Comunista del abatimiento que lo dominó desde Brest-Litovsk. Millares de militantes movilizados parten hacia el este. Luego del cierre de la ruta del trigo ucraniano, ahora queda clausurada para la Rusia europea la ruta del trigo siberiano.
En el sur, el Ejército Blanco de Denikin toma Ekaterinoslav, y los alemanes ocupan Jarkov y Jerson; a fines de abril, Ucrania y Crimea están en sus manos y los blancos triunfan en Finlandia. Entre los combates y la sangrienta represión, muere un trabajador de cada cinco. En junio, Denikin, sostenido por los ingleses y los franceses, aísla Rusia central del Cáucaso, de los graneros de trigo del sur y del petróleo de Grozny. La hambruna se desata en las grandes ciudades donde la ración media es de tres libras de pan por mes. En ese mismo mes de junio, los mencheviques declaran la independencia de Georgia bajo la protección de la Reichswehr (defensa imperial alemana), que también apoya, financia y arma el ejército cosaco de Krasnov. Denikin escribe: “El cordón alemán establecía un bloqueo riguroso de la Rusia soviética al aislarla de los mares, los graneros de trigo y el carbón”. Borís Savinkov, el ex asistente de Kerenski, elabora a principios de junio de 1918 un plan insurreccional financiado en parte por la embajada de Francia: quiere hacer matar a Lenin y Trotsky, vigilados de cerca, y provocar el levantamiento de varias ciudades en torno de Moscú (Ribinsk, Yaroslav, Múrom, Vladímir y Kazán) con la ayuda de los legionarios checoslovacos. Pero los desplazamientos de Lenin son escasos, y los de Trotsky imprevisibles. A comienzos de agosto, los eseristas de derecha planean hacer estallar el tren que debe tomar para viajar a Kazán, pero a último momento Trotsky toma el tren de Nizhni-Nóvgorod y el atentado se frustra.
El V Congreso de los soviets se inaugura el 4 de julio en un clima de ciudadela sitiada. Trotsky lee un decreto por el que se declara fuera de la ley y pasibles de la pena de muerte a los elementos “descontrolados” que, en Ucrania, crucen la línea de demarcación para reavivar la guerra con los alemanes. Los eseristas de izquierda, que sostienen y hasta fomentan esas incursiones (su Comité Central ha decidido en secreto asesinar al embajador de Alemania para provocar la reanudación de la guerra), se enfurecen con él y lo tachan de Kerenski, fusilador, Bonaparte fracasado, Napoleón. Trotsky responde que se ha de someter a cualquier decisión del Congreso y la implementará, esté o no de acuerdo con ella, y refuta la acusación de bonapartismo: “No soy un aficionado al estilo militar; prefiero el estilo de publicista, que estoy acostumbrado a utilizar en la vida”.
El hambre suscita las protestas de los habitantes de las ciudades que ayer votaban a los bolcheviques, así como las de los campesinos, a quienes el gobierno quiere confiscar el trigo que no les puede pagar. Los adversarios de los bolcheviques utilizan ese descontento. El 6 de julio, Savinkov y su destacamento, apoyados por los mencheviques, los eseristas, una división blindada y el clero, se apoderan de Yaroslav, la ciudad de las cien iglesias y conventos; y fusilan a los dirigentes del soviet. Ese mismo día, en las primeras horas de la tarde, dos eseristas de izquierda y miembros de la Checa, Yákov Blumkin y Nikolái Andréiev, asesinan al embajador alemán Mirbach. Los eseristas de izquierda y los regimientos controlados por ellos ocupan la sede de la Checa y el Correo Central, difunden por teléfono al país sus llamamientos a no obedecer a las autoridades y a reanudar la guerra contra Alemania e invitan a todas las estaciones de telégrafo a bloquear los telegramas firmados por Lenin, Sverdlov y Trotsky. La guarnición de Moscú se declara neutral, y uno de sus regimientos se une a los insurrectos, que deliberan sin término en medio de la indiferencia de la población moscovita; sus tropas, desorientadas por esa pasividad, se disgregan. El 7, hacia el mediodía, los tiradores letones expulsan a su Estado Mayor del hotel donde se aloja. Trotsky constata que con esta aventura insensata, los eseristas de izquierda se han autodestruido.


En julio, unos destacamentos franco-ingleses desembarcan en Murmansk, en el norte de la Rusia europea. Las tropas checas se aproximan a Ekaterimburgo, donde está internada la familia imperial, liquidada en su totalidad por los bolcheviques el 16 de julio. Nueve días más tarde, el 25 de julio, los legionarios checos toman Ekaterimburgo y luego, el 6 de agosto, Kazán, una ciudad al sudeste de Moscú situada a orillas del Volga, que un Ejército Rojo presa del pánico ha abandonado. Tienen así abierta la ruta a Moscú. En la noche del 7 al 8, Trotsky ordena equipar un tren especial al que se engancha el antiguo vagón del ministro zarista de Caminos y Comunicaciones y parte con destino a Sviask, pequeña estación cercana a Kazán. Encuentra allí una horda de soldados andrajosos, hambrientos, desmoralizados. “Todo se hacía polvo, no sabíamos a qué aferramos, la situación parecía irreparable”.
Además del suyo, Trotsky dispone de un tren blindado de combate, “Rusia libre”, que envía el 10 de agosto contra los blancos. A la vista de éstos, el comandante del tren, Alekséi Popov, lo detiene, lo abandona y corre a presentar a Trotsky un informe en el cual se felicita de no haber tenido ningún muerto ni herido. Trotsky lo destituye de sus funciones por haberse negado a librar combate. Diez días después, el presidente del comité de soldados del 4º regimiento de letones, Ozol, y su adjunto Saulit, ambos comunistas, exigen el reemplazo de su unidad, so pena de abandonar sus posiciones. Trotsky pone a Ozol a disposición del tribunal militar. Saulit amenaza con sublevar su regimiento. Trotsky también lo entrega al tribunal, que condena a los dos hombres a tres años de cárcel.
En un llamamiento, Trotsky presenta como una última advertencia esta sanción leve, en la que algunos soldados no comunistas ven un privilegio de los miembros del partido. Las circunstancias van a imponerle la necesidad de golpear más fuerte para instaurar una disciplina sin la cual su ejército de pordioseros está destinado a disgregarse. Al mismo tiempo, pone en pie un servicio de aprovisionamiento, hace retirar la locomotora de su tren, pide el envío de militantes comunistas de Petrogrado y Moscú, revólveres y una buena orquesta que se encargue de inspirar a los soldados al son de “La Marsellesa”, y amenaza con hacer fusilar primero al comisario del destacamento, y luego al comandante si su unidad se bate en retirada sin autorización.
Una noche, el comando del jefe blanco Vladímir Kappel ocupa la estación de Tiurlem, a 10 kilómetros de Sviask, y se detiene. De proseguir su ofensiva, habría podido capturar sin esfuerzo a Trotsky, su tren y su Estado Mayor, protegidos por un simple pelotón de unos cincuenta hombres, y despejar la ruta a Moscú. Mal informado sobre las fuerzas irrisorias que le hacen frente, Kappel se demora. El episodio es decisivo; la captura de Trotsky y su Estado Mayor habría minado la moral vacilante de sus tropas, último bastión antes de Moscú.
Un día después, un regimiento entero de mil hombres se dispersa a los primeros disparos, se apodera de un vapor y huye. Trotsky ordena dar armas a los reservistas, el personal del convoy, los cocineros, los secretarios. Al día siguiente, un tribunal militar hace fusilar a veintisiete desertores, entre ellos algunos comunistas. Esta ejecución dará pábulo a la leyenda negra según la cual Trotsky habría hecho formar el regimiento culpable y lo habría diezmado a la manera romana. Temeroso de una nueva ofensiva de los blancos, el Comité Militar Revolucionario del ejército le ordena abandonar Sviask.