10 de agosto de 2024

Galileo y la Santa Inquisición. Ciencia versus oscurantismo

Además de contribuir enormemente al desarrollo de la física teórica y experimental, Galileo Galilei (1564-1642) también realizó notables aportes al progreso de la astronomía abriendo a la humanidad ilimitadas perspectivas del universo circundante. Fijó su atención en el cielo por primera vez en 1604, cuando una brillante estrella nueva (una nova) apareció una noche en el cielo de Padua, al norte de Italia. Galileo, que entonces contaba con cuarenta años, demostró que la nueva estrella era efectivamente una estrella y no alguna clase de meteoro de la atmósfera terrestre y predijo que se desvanecería gradualmente. La aparición de una estrella nueva en el cielo -que se suponía absolutamente inmutable de acuerdo con la filosofía de Aristóteles de Estagira (384-322 a.C.) y las enseñanzas de la Iglesia-, significó para Galileo la enemistad y la antipatía de muchos de sus colegas científicos y del clero.
Apenas cinco años después de esta primera observación del cielo, Galileo revolucionó la
astronomía construyendo el primer anteojo astronómico que describió con las siguientes palabras: “Hace unos diez meses llegó a mis oídos el rumor de que había sido construido por un holandés un instrumento óptico con cuya ayuda objetos visibles, aunque muy distantes de los ojos del observador, se veían distintamente como a un palmo de la mano, con lo que se enlazaron algunas historias de este maravilloso efecto al cual algunos dan crédito y otros niegan. Lo mismo me fue confirmado pocos días después por una carta enviada desde París por el noble francés Jacob Badovere, que acabó por ser la razón de que me aplicara a indagar la teoría y descubrir los medios de que yo pudiera llegar a la invención de un instrumento análogo; una finalidad que conseguí más tarde por las consideraciones de la teoría de la refracción. Primero preparé un tubo de plomo a cuyos extremos fijé dos lentes de cristal, ambas planas por una cara, pero por la otra una era esférica convexa y otra cóncava”.
Con ese instrumento descubrió que “la superficie de la Luna no es perfectamente llana, exenta de desigualdades y exactamente esférica, como una extensa escuela de filósofos consideraba al mirar a la Luna y otros cuerpos celestes, sino, por el contrario, está llena de desigualdades, es irregular, llena de depresiones y protuberancias, lo mismo exactamente que la superficie de Tierra, que varía dondequiera por virtud de altísimas montañas y profundos valles”. Al mirar los planetas advirtió que “presentan sus discos perfectamente redondos, lo mismo que si hubieran sido trazados por un compás y aparecen como otras tantas pequeñas lunas completamente iluminadas y de forma globular; pero las estrellas fijas no parecen a los ojos desnudos como si estuvieran encerradas en una conferencia circular, sino más bien como llamaradas de luz que arrojan rayos hacia todos los lados y muy centelleantes, y con el telescopio parecen de la misma forma que cuando son contempladas a simple vista”.
El 7 de enero de 1610 orientó su instrumento hacia Júpiter observando que “había allí tres estrellas, pequeñas pero brillantes, cerca del planeta, y aunque creí que pertenecían al número de las estrellas fijas, sin embargo algo me sorprendió en ellas, a causa de que estaban dispuestas exactamente en una línea recta paralela a la eclíptica y eran más brillantes que el resto de las estrellas, iguales a ellas en magnitud... En el lado Este había dos estrellas y una sola al Oeste... Pero cuando el 8 de enero, llevado por una casualidad, volví a mirar la misma parte del cielo, encontré un estado muy diferente de cosas, porque había tres pequeñas estrellas todas al oeste de Júpiter y más cercanas unas de otras que en la noche anterior”. De este modo dedujo que “hay tres estrellas en el cielo moviéndose en torno a Júpiter como Venus y Mercurio en torno al Sol”.


También observó a estos planetas y descubrió que a veces tenían la forma de cuarto creciente y a veces la de cuarto menguante lo mismo que la Luna, de donde concluyó que: “Venus y Mercurio giran en torno al Sol como todos los demás planetas. Una verdad ya sostenida por la escuela pitagórica, por Copérnico y por Kepler, pero nunca probada por la evidencia de nuestros sentidos como queda probada ahora en el caso de Venus y Mercurio”. “No es otra cosa que una masa de innumerables estrellas situadas juntas, en racimos", escribió cuando examinó la Vía Láctea. Si bien hubo que esperar el enriquecimiento desde el punto de vista matemático proporcionado por Johannes Kepler (1571-1630), los descubrimientos de Galileo realizados mediante el uso del telescopio suministraron una valiosa prueba de la exactitud del sistema copernicano del mundo y él habló jubiloso de ello.
Pero esto fue mucho más de lo que podía permitir la Iglesia Católica. En 1616 el Papa Paulo V (Camillo Borghese, 1552-1621) se reunió con el autor de “Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo” (Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo) e intentó silenciarlo sin conseguirlo. También incluyó en el “Index librorum prohibitorum” (Índice de libros prohibidos) a la obra “De revolutionibus orbium coelestium” (Sobre las revoluciones de las esferas celestes) del astrónomo prusiano Nicolás Copérnico (1473-1543) y ordenó a la Santa Inquisición el inicio del juicio a Galileo, quien fue detenido y sometido a un largo período de confinamiento solitario e interrogatorios que no cambiaron su espíritu de lucha. El 15 de enero de 1633, pocos meses antes de que fuera dictada la sentencia final, Galileo escribió a su amigo Elia Diodati (1576-1651): “Cuando yo pregunto de quién es la obra del Sol, la Luna, la Tierra, las estrellas, sus movimientos y disposiciones probablemente se me contestará que son la obra de Dios. Si continúo preguntando de quién es obra la Sagrada Escritura se me responderá seguramente que es la obra del Espíritu Santo, es decir, obra de Dios también. Si entonces pregunto si el Espíritu Santo usa palabras que son manifiestamente contradictorias con la verdad para satisfacer a la inteligencia de las masas, generalmente ineducadas, estoy convencido que se me contestará con muchas citas sacadas de todos los escritores santificados que esto es en efecto lo habitual en la Sagrada Escritura, que contiene cientos de pasajes que tomados al pie de la letra no serían más que herejía y blasfemia porque en ellos Dios aparece como un Ser lleno de odio, culpas y olvido. Si entonces pregunto si Dios, para ser comprendido por las masas, ha alterado siempre su obra o, de otro modo, si la Naturaleza inmutable e inaccesible como es para los deseos humanos, ha mantenido siempre el mismo género de movimiento, formas y divisiones del Universo, estoy seguro de que se me dirá que la Luna ha sido siempre esférica aunque durante mucho tiempo fue considerada como plana”.
Y agregó: “Para resumir todo esto en una frase: nadie sostendrá que la Naturaleza ha cambiado siempre para hacer aceptables sus obras a los hombres. Si es así, entonces yo pregunto por qué es así. A fin de conseguir una comprensión de las diferentes partes del mundo entonces debemos comenzar investigando las Palabras de Dios más bien que sus Obras. ¿Es, entonces, la Obra menos respetable que la Palabra? Si alguien sostiene que es herejía decir que la Tierra se mueve y si posteriores verificaciones y experimentos mostrasen que así es en realidad ¡qué dificultades no encontraría la Iglesia! Si, por el contrario, todas las veces que no se pueden acordar las Obras y la Palabra, consideramos la Sagrada Escritura como secundaria, no se le produce ningún daño, porque frecuentemente ha sido modificada para acomodarse a las masas y frecuentemente ha atribuido falsas cualidades a Dios. Por tanto, yo debo preguntar ¿por qué, insistimos, siempre que hablamos del Sol o de la Tierra, en que la Santa Escritura debe ser considerada como absolutamente infalible?”.


Cinco meses después, Galileo fue llevado ante los jueces de la Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición y arrodillado “confesó”: “Yo, Galileo Galilei, hijo del difunto florentino Vicente Galilei, de setenta años de edad, comparecido personalmente en juicio ante este tribunal, y puesto de rodillas ante vosotros, los Eminentísimos y Reverendísimos señores Cardenales Inquisidores generales de la República cristiana universal, respecto de materias de herejía, con la vista fija en los Santos Evangelios, que tengo en mis manos, declaro, que yo siempre he creído y creo ahora y que con la ayuda de Dios continuaré creyendo en lo sucesivo, todo cuanto la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana cree, predica y enseña. Más, por cuanto este Santo Oficio ha mandado judicialmente, que abandone la falsa opinión que he sostenido, de que el Sol está en el centro del Universo e inmóvil; que no profese, defienda, ni de cualquier manera que sea, enseñe, ni de palabra ni por escrito, dicha doctrina, prohibida por ser contraria a las Sagradas Escrituras; por cuanto yo escribí y publiqué una obra, en la cual trato de la misma doctrina condenada, y aduzco con gran eficacia argumentos en favor de ella, sin resolverla; y atendido a que me he hecho vehementemente sospechoso de herejía por este motivo, o sea, porque he sostenido y creído que el Sol está en el centro del mundo e inmóvil y que la Tierra no está en el centro del Universo, y que se mueve”.
Y concluyó su declaración: “En consecuencia, deseando remover de la mente de Vuestras Eminencias y de todos los cristianos católicos esa vehemente sospecha legítimamente concebida contra mí, con sinceridad y de corazón y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los arriba mencionados errores y herejías, y en general cualesquiera otros errores y sectas contrarios a la referida Santa Iglesia, y juro para lo sucesivo nunca más decir ni afirmar de palabra ni por escrito cosa alguna que pueda despertar semejante sospecha contra mí, antes por el contrario, juro denunciar cualquier hereje o persona sospechosa de herejía, de quien tenga yo noticia, a este Santo Oficio, o a los Inquisidores, o al juez eclesiástico del punto en que me halle. Juro además y prometo cumplir y observar exactamente todas las penitencias que se me han impuesto o que se me impusieren por este Santo Oficio. Mas en el caso de obrar yo en oposición con mis promesas, protestas y juramentos, lo que Dios no permita, me someto desde ahora a todas las penas y castigos decretados y promulgados contra los delincuentes de esta clase por los Sagrados Cánones y otras constituciones generales y disposiciones particulares. Así me ayude Dios y los Santos Evangelios sobre los cuales tengo extendidas las manos. Yo Galileo Galilei arriba mencionado, juro, prometo y me obligo en el modo y forma que acabo de decir, y en fe de estos mis compromisos, firmo de propio puño y letra esta mi abjuración, que he recitado palabra por palabra”.
Una vez condenado por herejía, Galileo fue confinado en su casa de Arcetri, cerca de Florencia, bajo el régimen que hoy se denomina “arresto domiciliario”. Así vivió los casi nueve últimos años de su existencia. El 8 de enero de 1642, murió venerado por los ciudadanos, completamente ciego y cansado de la vida. El Papa Urbano VIII (Maffeo Barberini, 1568-1644), negó el permiso para la realización de un funeral público y prohibió depositar el cuerpo en la sepultura familiar, en la iglesia de la Santa Cruz, en donde recién se construiría un mausoleo en su honor noventa y cuatro años más tarde con la inscripción “Sine honore no sine lacrimis” (Sin honor pero no sin lágrimas).


Trescientos cincuenta años después de su muerte, el Papa Juan Pablo II (Karol Wojtyla, 1920-2005) pidió perdón por los errores que pudieran haber cometido los hombres de la Iglesia en aquella oportunidad, algo que no fue bien visto por el cavernícola cardenal Joseph Ratzinger (1927-2022), quien tras la muerte de aquél asumiría la conducción de la Iglesia Católica bajo el nombre de Benedicto XVI. Siendo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (nombre moderno de la Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición) y luego decano del Colegio Cardenalicio, Ratzinger declaró muy suelto de cuerpo que “el proceso contra Galileo fue una mentirosa imaginación para arrinconar al Estado Vaticano. Nunca hubo persecución contra Galileo y tampoco fue torturado. Si Galileo renegó de su descubrimiento, pidiendo disculpas después de un penoso proceso, fue por temor a ir al infierno”.
Aunque parezca inaudito, la Iglesia Católica Apostólica Romana, aún en los primeros años del siglo XXI, aborrece a la Ilustración y la ciencia libre, creyéndose con derecho a decidir sobre lo que es verdadero o falso recurriendo a un Dios imposible de consultar. Insistiendo en esa absurda argumentación, en agosto de 2003 un despacho de prensa emitido por el Vaticano titulado "La Iglesia nunca persiguió a Galileo" decía en uno de sus párrafos: "En la época de Galileo la Iglesia fue mucho más fiel a la razón que el propio Galileo. El proceso contra Galileo fue razonable y justo. Para algunos, todavía hoy, Galileo es sinónimo de libertad, modernidad y progreso, mientras que la Iglesia es dogmatismo, oscurantismo y estancamiento, pero la realidad es muy diferente de esta percepción surgida de la fantasía". La Iglesia siguió de este modo demostrando ser uno de los bastiones más antiguos de los sectores más conservadores y retrógrados que existen.
Cabe recordar que el actual Papa Francisco, el argentino Jorge Bergoglio (1936), quien fuera Arzobispo de Buenos Aires desde 1998 hasta 2013, en 2001 recibió el título cardenalicio “San Roberto Belarmino”, un título honorífico creado por el Papa Pablo VI (Giovanni Battista Montini, 1897-1978). ¿Quién fue Roberto Belarmino (1542-1621)? Nada menos que el Cardenal inquisidor que estuvo a cargo del juicio contra Galileo Galilei, algo que ya había hecho años antes con el astrónomo y teólogo italiano Giordano Bruno (1548-1600), quien tras casi ocho años de cautiverio fue quemado vivo en el Campo de' Fiori, en la ciudad de Roma. Apodado el “martillo de los herejes”, Belarmino fue considerado por el Papa Clemente VIII (Ippolito Aldobrandini, 1536-1605) como alguien a que “en la Iglesia de Dios no hay quien le iguale en saber”, y en 1930 fue canonizado por el papa Pío XI (Achille Ratti, 1857-1939). No deja de ser llamativo que el actual Papa, a quien muchos califican de “progresista”,renovador” y “pastor de todos”, haya recibido complacido semejante distinción, la cual fue creada en homenaje al cruel y despiadado inquisidor. Y no sólo eso, en la Audiencia General del 23 de febrero de 2011 también celebró “la memoria de San Roberto Belarmino, doctor de la Iglesia”, a quien “las gravosas funciones de gobierno no le impidieron, de hecho, aspirar diariamente a la santidad con la fidelidad a las exigencias de su estado de religioso, sacerdote y obispo”. ¿Una muestra más del fariseísmo de la Iglesia Católica Apostólica Romana? Solo Dios sabrá.