El 11 de
febrero de 1814, el director supremo de las Provincias Unidas del Río de la
Plata, Gervasio Antonio Posadas (1757-1833), expidió un insólito bando: se ofrecían
6.000 pesos a quien entregara la cabeza de José Artigas, al que se declaraba “enemigo
de la Patria”. El decreto decía textualmente: “Art. 1 - Se declara a don José
Artigas infame, privado de sus empleos, fuera de la Ley y enemigo de la Patria.
Art. 2 - Como traidor a la Patria será perseguido y muerto en caso de
resistencia. Art. 3 - Es un deber de todos los pueblos y las justicias, de los
comandantes militares y de los ciudadanos de las Provincias Unidas perseguir al
traidor por todos los medios posibles. Cualquier auxilio que se le dé
voluntariamente será considerado como crimen de alta traición. Se recompensará
con seis mil pesos a los que entreguen la persona de don José Artigas vivo o
muerto”.
¿Por qué
el teólogo y filósofo Posadas echaba mano a ese recurso bárbaro? La respuesta
hay que buscarla en el efecto de demostración provocado por el jefe oriental en
las masas del antiguo virreinato. En su libro “Revolución y guerra” (1972), el
historiador argentino Tulio Halperín Donghi (1926-2014) señalaba agudamente que
los efectos sociales de la Revolución de Mayo fueron diferentes según las
regiones donde se proyectaron los ejércitos patrios: “En el Alto Perú las
expediciones enviadas por Buenos Aires exhibieron una actitud indigenista que
pudo ser de consecuencias explosivas en la estratificada sociedad del
altiplano. En el interior del actual territorio argentino, en cambio, el efecto
de la presencia patriota fue consolidar el orden social preexistente”. En la
Banda Oriental, el proceso fue muy distinto.
El antiguo
estanciero y capitán del Cuerpo de Blandengues José Gervasio Artigas, nacido en
Montevideo el 19 de junio de 1764, tenía en ese entonces una dilatada campaña
en favor de la independencia de los pueblos americanos. Ya en 1797 combatía
contra el robo de ganado y el contrabando en la Banda Oriental y para proteger
la frontera con Brasil de las pretensiones de los portugueses. En 1806, durante
las invasiones inglesas, participó en la reconquista de Buenos Aires y en la
defensa de Montevideo a las órdenes de Santiago de Liniers (1753-1810).
En
febrero de 1811, cuando el Gobernador español de Montevideo, Javier de Elío
(1767-1822) -nombrado Virrey del Río de la Plata por el Consejo de Regencia
español- le declaró la guerra a la Junta revolucionaria creada en Buenos Aires
en mayo de 1810, Artigas desertó de la guarnición de Colonia y se puso a
disposición del gobierno porteño, quien le dio el grado de Teniente Coronel,
ciento cincuenta hombres y doscientos pesos para iniciar el levantamiento de la
Banda Oriental contra el poder español.
Artigas
fue reclutando un verdadero ejército popular formado por andrajosos gauchos
orientales empobrecidos y repartió entre sus paisanos las tierras y los ganados
que les iba tomando a los españoles. Con estas fuerzas, el 18 de mayo de 1811
derrotó a los realistas en el combate de Las Piedras y puso sitio a Montevideo
hasta que, sorpresivamente y sin consultarlo, el Primer Triunvirato que
gobernaba Buenos Aires, firmó el 20 de octubre un armisticio con el virrey de
Elío por el cual se comprometía a retirar las tropas patriotas.
Cuando se
concretó el armisticio entre el triunvirato porteño y los realistas, que se
habían hecho fuertes en Montevideo, Artigas se sintió traicionado. Entonces emprendió
una suerte de “larga marcha” para alejarse del territorio que la autoridad
porteña abandonaba a los españoles (y también a los portugueses). El éxodo
encabezado por Artigas -conocido como el Éxodo Oriental- fue un fenómeno que
reconoce pocos precedentes: miles y miles de orientales, rurales y urbanos;
hombres, mujeres, viejos y chicos lo siguieron en su retirada, una muda y
conmovedora protesta civil. Consta que la marcha popular fue voluntaria -al
menos mayoritariamente- y que acompañaban a Artigas tanto estancieros como
peones, comerciantes de buen pasar y simples pobladores de la ciudad y el
campo.
Ese pueblo
en marcha cruzó el río Uruguay con 1.000 carretas y unas 16.000 personas con
sus ganados y pertenencias en la primera semana de enero de 1812, y se radicó
en el Ayuí, en la orilla occidental del río, pocos kilómetros al norte de la
actual ciudad entrerriana de Concordia, entonces perteneciente a la provincia
de Misiones.
De allí en
adelante, Artigas instauró en los territorios bajo su influencia una democracia
elemental pero auténtica: igualitaria, austera y representativa. Hizo una
reforma agraria en 1815, disponiendo que “los negros libres, los zambos de esta
clase, los indios y los criollos pobres, todos podrán ser agraciados con
suertes de estancia”, con tierras confiscadas a los “emigrados, malos europeos
y peores americanos”. También le dio personería activa a los indios de las
antiguas misiones y luchó contra la aristocracia de Montevideo para desplazar
el poder de la Banda Oriental a la campaña.
Para el
grupo que, bajo diferentes formas, había detentado la autoridad en Buenos Aires
desde 1810, Artigas resultaba demasiado peligroso. Los dirigentes porteños
llevaban con circunspección su guerra contra España; habían mandado emisarios
al rey Fernando VII (cuando éste retornó al trono) para ratificarle su
sumisión; solicitaron por intermedio del Director Supremo Carlos María de
Alvear (1789-1852) el protectorado británico; se negaron a enarbolar la bandera
de Manuel Belgrano (1770-1820) por temor a desencadenar incontrolablemente el
proceso emancipador; buscaban príncipes e infantes desesperadamente y estaban
dispuestos a entregar la Banda Oriental a los portugueses a cambio de su
neutralidad. Y sobre todo ejercían un claro “gatopardismo”: nada debía cambiar,
aunque todo pareciera estar cambiando y sólo la “parte más sana y principal” debía
gobernar.
En este
contexto es donde aparece Artigas, rodeado de gauchos e indios, pidiendo la
declaración de la independencia en 1813, llevando de manera intransigente la
guerra contra españoles y portugueses, exigiendo que las regiones del antiguo
virreinato se vincularan libremente en una Confederación y que la capital de
ésta estuviera en cualquier ciudad menos en Buenos Aires, postulando un puerto
libre en Maldonado, proclamando su republicanismo y repartiendo tierras a los
pobres.
De aquí la
guerra total que se le libró desde Buenos Aires a partir de 1812 y hasta 1820,
con breves intervalos de armisticios incumplidos o promesas desvanecidas.
Juntas, triunviratos y directorios pasaron por el fuerte de Buenos Aires, pero
aunque estas variantes pudieran estar enfrentadas en otros aspectos, todas
coincidieron en su odio a Artigas, ese caudillo federal que, entre 1815 y 1816,
llegó a tener bajo su órbita a las actuales provincias de Misiones, Chaco,
Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes y Córdoba.
Un
formidable alivio debió haber sentido la burguesía mercantil porteña cuando, en
ese año terrible de 1820, se supo que el caudillo oriental había sido
destrozado (primero, por los portugueses al mando del general Carlos Federico
Lecor (1767-1836) y luego por su antiguo aliado, el caudillo entrerriano
Francisco “Pancho” Ramírez (1786-1821) en la decisiva batalla de Tacuarembó.
Luego de
esta derrota, Artigas se perdió para siempre en las selvas paraguayas, en donde
se dedicó a la agricultura en una modesta chacra rodeado de indios y campesinos
guaraníes que lo llamaban “caraí marangatú” (padre de los pobres). Había
desaparecido de escena el republicano más radical de la década. El camino
llevado adelante por Bernardino Rivadavia (1780-1845) durante el período
transcurrido entre 1821 y 1824 como ministro de Gobierno y Relaciones
Exteriores de la provincia de Buenos Aires durante la gobernación de Martín
Rodríguez (1771-1845) y como presidente de las Provincias Unidas del Río de la
Plata entre febrero de 1826 y junio de 1827, etapa que denominó “feliz
experiencia” -aquella de establecer una cultura política afín a las nuevas
concepciones liberales de la época- quedaba ahora expedito.
El largo
exilio del Protector de los Pueblos Libres finalizó el día de su muerte en
Ibiray, cerca de Asunción, Paraguay -país en el que su presidente José Gaspar
Rodríguez de Francia y Velasco (1766-1840) le había concedido el asilo-, el 23
de septiembre de 1850 a los 86 años de edad.
Los restos
del precursor del federalismo en el Río de la Plata, aquel que en su adolescencia
se había relacionado de manera intensa con los indios charrúas llegando incluso
a convivir con ellos, y cuyo ideario se había formado en su juventud con la
lectura de obras como “Du contrat social” (El contrato social) y “Common sense”
(Sentido común) de los filósofos Jean Jacques Rousseau (1712-1778) y Thomas
Paine (1737-1809) respectivamente, fueron repatriados al Uruguay en 1855.