Allá por el último cuarto
del siglo XVIII surgía en Alemania un movimiento literario llamado “Sturm und
drang” (Tormenta e impulso) -nombre tomado de un drama escrito en 1776 por el
escritor alemán Friedrich Maximilian Klinger (1752-1831)- que se oponía al
Neoclasicismo francés y se constituyó en el precursor del Romanticismo. El
principal miembro de ese movimiento fue Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832),
un dramaturgo, novelista y poeta alemán que se destacó principalmente por su
novela “Die leiden des jungen Werther” (Las penas del joven Werther), su poema
“Die braut von Korinth” (La novia de Corinto) y sobre todo por su drama “Faust”
(Fausto). En él, su personaje principal afirmaba que el pueblo nunca percibía
al Diablo aunque éste lo tuviese tomado por el cuello.
Valga esta sucinta introducción para conceptuar lo que ocurre con buena parte del pueblo argentino en la actualidad, cuando siendo gobernado por un presidente psicológicamente desequilibrado y sociópata que proclama ser anarcocapitalista -esto es una corriente del liberalismo que plantea el ideal de llegar a una sociedad capitalista sin Estado-, no hace más que sobrellevar como le sea posible su espantosa situación socio-económica. Inauditamente todavía hay quienes, a pesar de estar siendo “ahorcados” por un mandatario diabólico, creen que hay que tener paciencia, que ser tolerantes, que un cambio categórico era necesario, etc. etc. Por supuesto los representantes de las grandes corporaciones económico-financieras no dicen una sola palabra; al contrario, desde su privilegiada posición hacen grandiosos negocios y ven como sus patrimonios se engrosan cada día un poco más.
Con falacias, tergiversaciones, agravios, improperios, incoherencias y contradicciones, el funesto presidente libertario lleva adelante su campaña para eliminar al Estado de sus responsabilidades en cuanto a promover el bienestar, la prosperidad y la seguridad de los ciudadanos, y a garantizar el derecho a la salud, la educación y el trabajo. Para él, basándose en los conceptos vertidos por el fundador y principal teórico del anarcocapitalismo, el economista estadounidense Murray Rothbard (1926-1995) en su ensayo “The ethics of liberty” (La ética de la libertad), la provisión de esos servicios básicos deben ser proporcionados por empresas privadas ya que el Estado no es más que una organización sistemática de latrocinio.
También suele mencionar, en sus engorrosas conferencias dadas en términos poco entendibles para el común de la gente, a los economistas Carl Menger (1840-1921), Friedrich von Wieser (1851-1926), Ludwig von Mises (1881-1973) o Friedrich von Hayek (1899-1992), integrantes todos ellos de la llamada Escuela Austríaca, una corriente de pensamiento económico heterodoxo basada en las presuntas bondades del individualismo metodológico y del libre mercado. Según esta escuela, todos los individuos escogen libremente las alternativas que le proporcionan un mayor beneficio y la desregulación estatal de los mercados garantiza la creatividad, la innovación y los emprendimientos. Claro, en sus peroratas nada dice sobre la tajante influencia ejercida por los medios de comunicación -especialmente por las modernas redes sociales- sobre las opiniones y determinaciones de los individuos, ni tampoco sobre la falacia de que el libre comercio beneficia al conjunto de la sociedad ya que mejora la calidad de los bienes y servicios cuando en realidad lo que hace es concentrar la riqueza en pocas manos y acrecentar la desigualdad social.
No son pocas las evidencias que demuestran que el responsable del desarrollo industrial y económico de una nación es el Estado. Su fomento y protección de la industria nacional como política de Estado han sido los motores del desarrollo económico de países como Estados Unidos, China, Alemania, Japón y Francia, por citar sólo algunos ejemplos. Empíricamente se ha constatado que con el embuste del libre comercio siempre se benefician las grandes corporaciones tanto importadoras como exportadoras de materias primas y mercancías, y por supuesto la banca usurera cuyos mayores ejemplos son, a nivel global, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. En la práctica, el libre mercado no garantiza el orden moral y equitativo de los recursos en una sociedad. Y en ello mucho tiene que ver la corrupción política, algo que en la Argentina es más que evidente dado que muchos de los dueños de los medios de producción y de las entidades financieras ocupan cargos públicos.
Hoy en día, de la mano del gobierno autoproclamado ultralibertario, parecen tener una gran vigencia aquellos conceptos que el clérigo anglicano y economista británico Thomas Malthus (1766-1834) desarrolló en “An essay on the principle of population” (Ensayo sobre el principio de la población), donde expresó que un hombre que nacía en un mundo ya ocupado, si sus padres no podían alimentarlo y si la sociedad no necesitaba su trabajo, no tenía ningún derecho a reclamar ni la más pequeña porción de alimento y estaba demás en el mundo. O sea, ese hombre era innecesario, sobraba. Si bien la población sobrante y la exclusión es un fenómeno global, esta suerte de malthusianismo práctico parece ocurrir en la Argentina con los jubilados y pensionados, con los trabajadores de las pequeñas y medianas empresas, con los docentes y estudiantes de las universidades públicas, con los periodistas que critican la gestión del gobierno, con los profesionales de la salud pública, con las empleadas domésticas, con los pobres e indigentes…
Valga esta sucinta introducción para conceptuar lo que ocurre con buena parte del pueblo argentino en la actualidad, cuando siendo gobernado por un presidente psicológicamente desequilibrado y sociópata que proclama ser anarcocapitalista -esto es una corriente del liberalismo que plantea el ideal de llegar a una sociedad capitalista sin Estado-, no hace más que sobrellevar como le sea posible su espantosa situación socio-económica. Inauditamente todavía hay quienes, a pesar de estar siendo “ahorcados” por un mandatario diabólico, creen que hay que tener paciencia, que ser tolerantes, que un cambio categórico era necesario, etc. etc. Por supuesto los representantes de las grandes corporaciones económico-financieras no dicen una sola palabra; al contrario, desde su privilegiada posición hacen grandiosos negocios y ven como sus patrimonios se engrosan cada día un poco más.
Con falacias, tergiversaciones, agravios, improperios, incoherencias y contradicciones, el funesto presidente libertario lleva adelante su campaña para eliminar al Estado de sus responsabilidades en cuanto a promover el bienestar, la prosperidad y la seguridad de los ciudadanos, y a garantizar el derecho a la salud, la educación y el trabajo. Para él, basándose en los conceptos vertidos por el fundador y principal teórico del anarcocapitalismo, el economista estadounidense Murray Rothbard (1926-1995) en su ensayo “The ethics of liberty” (La ética de la libertad), la provisión de esos servicios básicos deben ser proporcionados por empresas privadas ya que el Estado no es más que una organización sistemática de latrocinio.
También suele mencionar, en sus engorrosas conferencias dadas en términos poco entendibles para el común de la gente, a los economistas Carl Menger (1840-1921), Friedrich von Wieser (1851-1926), Ludwig von Mises (1881-1973) o Friedrich von Hayek (1899-1992), integrantes todos ellos de la llamada Escuela Austríaca, una corriente de pensamiento económico heterodoxo basada en las presuntas bondades del individualismo metodológico y del libre mercado. Según esta escuela, todos los individuos escogen libremente las alternativas que le proporcionan un mayor beneficio y la desregulación estatal de los mercados garantiza la creatividad, la innovación y los emprendimientos. Claro, en sus peroratas nada dice sobre la tajante influencia ejercida por los medios de comunicación -especialmente por las modernas redes sociales- sobre las opiniones y determinaciones de los individuos, ni tampoco sobre la falacia de que el libre comercio beneficia al conjunto de la sociedad ya que mejora la calidad de los bienes y servicios cuando en realidad lo que hace es concentrar la riqueza en pocas manos y acrecentar la desigualdad social.
No son pocas las evidencias que demuestran que el responsable del desarrollo industrial y económico de una nación es el Estado. Su fomento y protección de la industria nacional como política de Estado han sido los motores del desarrollo económico de países como Estados Unidos, China, Alemania, Japón y Francia, por citar sólo algunos ejemplos. Empíricamente se ha constatado que con el embuste del libre comercio siempre se benefician las grandes corporaciones tanto importadoras como exportadoras de materias primas y mercancías, y por supuesto la banca usurera cuyos mayores ejemplos son, a nivel global, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. En la práctica, el libre mercado no garantiza el orden moral y equitativo de los recursos en una sociedad. Y en ello mucho tiene que ver la corrupción política, algo que en la Argentina es más que evidente dado que muchos de los dueños de los medios de producción y de las entidades financieras ocupan cargos públicos.
Hoy en día, de la mano del gobierno autoproclamado ultralibertario, parecen tener una gran vigencia aquellos conceptos que el clérigo anglicano y economista británico Thomas Malthus (1766-1834) desarrolló en “An essay on the principle of population” (Ensayo sobre el principio de la población), donde expresó que un hombre que nacía en un mundo ya ocupado, si sus padres no podían alimentarlo y si la sociedad no necesitaba su trabajo, no tenía ningún derecho a reclamar ni la más pequeña porción de alimento y estaba demás en el mundo. O sea, ese hombre era innecesario, sobraba. Si bien la población sobrante y la exclusión es un fenómeno global, esta suerte de malthusianismo práctico parece ocurrir en la Argentina con los jubilados y pensionados, con los trabajadores de las pequeñas y medianas empresas, con los docentes y estudiantes de las universidades públicas, con los periodistas que critican la gestión del gobierno, con los profesionales de la salud pública, con las empleadas domésticas, con los pobres e indigentes…
En referencia a la educación pública el presidente ha manifestado con desvergüenza que le ha hecho muchísimo daño a la gente lavándole el cerebro al abordar “autores verdaderamente nefastos para la historia de la humanidad y en especial para Argentina”. Para él, el Estado no debe invertir en la formación trabajadores o profesionales ya que no se sabe si encontrarán puestos laborales para ejercer su carrera, por lo que esa inversión debe ser asumida por particulares. Evidentemente el piloso mandamás no leyó al filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804), quien en su obra “Überlegungen zur bildung” (Reflexiones sobre la educación) aseveró que la educación era el instrumento para que las personas pudieran perfeccionar su naturaleza llevándola a su máximo desarrollo posible. Y el papel de las instituciones educativas era sacar a la luz las potencialidades que cada una tenía en su interior; no era solamente instruirla sino también moralizarla. O sea, para Kant la educación no solamente tenía como función la producción de cultura sino también la mejora de la humanidad. Tampoco habrá leído a Émile Durkheim (1858-1917), quien en “Éducation et sociologie” (Educación y sociología) sostuvo que la educación debía ser entendida como un proceso social que se desarrollaba en el tiempo y que estaba sujeto a cambios y transformaciones. No era un hecho aislado, sino que estaba en constante interacción con otros elementos de la sociedad como la economía, la política y la cultura. Por lo tanto, la educación no solo reflejaba la sociedad, sino que también contribuía a su formación y desarrollo.
Para el sociólogo, pedagogo y filósofo francés, la educación jugaba un papel fundamental en la construcción de la sociedad y en la formación de los individuos. La educación era un instrumento de socialización que permitía la transmisión de la cultura y de los valores de una generación a otra, a la vez que era un elemento clave para la cohesión social y para el mantenimiento del orden social. Para lograrlo, el Estado jugaba un importante rol como supervisor de la educación tanto de gestión pública como de gestión privada (esta última bajo la vigilancia neutral del Estado) ya que, dado que la educación tenía una función esencialmente social, el Estado no debía desinteresarse de ella. Esto no implicaba que el Estado monopolizase la enseñanza, ya que la iniciativa privada también podía aportar conocimientos; pero el hecho de que el Estado dejara abierta las puertas a la educación privada no significaba que ésta escapara a su control. Esa intervención del Estado en materia educativa no implicaba que las instituciones educativas se pusieran al servicio de un partido político ni de una ideología política determinada, pero era indispensable que la educación asegurase a los ciudadanos el respeto a la razón, a la ciencia, a las ideas y a los sentimientos democráticos. Y para que se pudiesen alcanzar esos objetivos era menester que la educación no quedase “a merced de la arbitrariedad de los particulares” si se quería conseguir una sociedad más igualitaria.
En cuanto a los ataques a los reporteros de los medios de prensa, muy en lo cierto estuvo el periodista argentino Jorge Fontevecchia (1955) cuando hace poco, siendo víctima de la hostilidad presidencial, se preguntó en su programa radial: “¿Por qué la derecha conservadora ha necesitado siempre atacar a la producción de conocimiento, a los intelectuales y hasta ha quemado libros? ¿Por qué los golpes militares en nuestro país siempre fueron contra las universidades, docentes y estudiantes?”. Y agregó: “La hegemonía de la extrema derecha en el poder no puede convivir con otros conocimientos que pongan en cuestión las afirmaciones de los gobernantes de esta ideología. Los ataques a científicos, estudiantes, docentes y periodistas exponen la característica recurrente de la agresión en este tipo de gestiones. El periodismo también es una fuente de conocimiento crítico y hoy puede cumplir una función fundamental en la promoción del debate y la defensa de la libertad de pensamiento y libre cruce de ideas. Tal vez sea esa la razón de porque el presidente ataca al periodismo tanto como a la universidad pública”.
Mientras tanto, el presidente argentino afirmaba con desparpajo en la última asamblea del Foro Económico Mundial -también llamado Foro de Davos- que “gracias al capitalismo de libre empresa, hoy el mundo se encuentra en su mejor momento. El mundo de hoy es más libre, más rico, más pacífico y más próspero que en ningún otro momento de nuestra historia. Esto es cierto para todo, pero mucho más para aquellos países libres donde respetan la libertad económica y los derechos de propiedad de los individuos”. Casi en simultáneo, la propia exdirectora gerente del Fondo Monetario Internacional y actual presidenta del Banco Central Europeo Christine Lagarde (1956) advertía que el panorama económico “se está oscureciendo” y que las perspectivas de crecimiento económico “se orientan a la baja”. Y se preguntó: “¿Cómo podemos recuperar y mantener la confianza? Ante todo, asegurándonos de que el crecimiento sea más inclusivo y que las reglas del juego sean las mismas para todos, favoreciendo a la mayoría, y no solo a unos pocos; premiando una participación amplia frente al clientelismo limitado. Cuando logremos un capitalismo más inclusivo, lograremos un capitalismo más eficaz, y posiblemente más sostenible”. Si la señora Lagarde lo dice…
Sabido es que la fecundidad en los países más desarrollados no ha dejado de descender desde los años ’70 del siglo pasado. No por nada la ensayista francesa Viviane Forrester (1925-2013), versada analista del desempleo, la marginación, las desigualdades sociales y culturales en el sistema capitalista actual, afirmaba en 1996 en su ensayo “L'horreur économique” (El horror económico): “Vivimos en medio de una falacia descomunal, un mundo desaparecido que se pretende perpetuar mediante políticas artificiales. Un mundo en el que nuestros conceptos del trabajo y por ende del desempleo carecen de contenido y en el cual millones de vidas son destruidas y sus destinos aniquilados. Se sigue manteniendo la idea de una sociedad caduca, a fin de que pase inadvertida una nueva forma de civilización en la que sólo un sector ínfimo, unos pocos, tendrá alguna función. Se dice que la extinción del trabajo es apenas coyuntural, cuando en realidad, por primera vez en la historia, el conjunto de los seres humanos es cada vez menos necesario”.
Por su parte, el historiador y doctor en Ciencias Políticas belga Éric Toussaint (1954), como portavoz de la red internacional del Comité para la Abolición de las Deudas Ilegítimas (CADTM), la cual contribuyó a fundar, aseguró hace poco más de un año que todos los indicadores de la economía global estaban “en rojo”, y se fundamentó en las siguientes señales: desaceleración económica muy fuerte sin que esto reduzca las emisiones de gases de efecto invernadero y otros daños al medio ambiente; efectos dramáticos de la crisis ecológica y en particular en su dimensión climática; aumento muy fuerte de la deuda pública y privada; alta inflación y pérdida de poder de compra de las clases populares; trabajo precario en ascenso y caída del índice de desarrollo humano en numerosos países; explosión de las desigualdades con aumento colosal del patrimonio y de las rentas del 1% más rico; grave crisis alimentaria mundial y guerras en Europa, en Medio Oriente y en África; aumento de las formas autoritarias de ejercicio del gobierno con una represión cada vez más dura de las protestas y la marginación del poder legislativo; ataques a derechos humanos fundamentales como el derecho al aborto y políticas migratorias cada vez más restrictivas y mortíferas; éxitos electorales de la extrema derecha…
“El final del túnel no está a la vista -afirmó en una entrevista-. Lo peor está por venir: las burbujas especulativas pueden estallar en cualquier momento produciendo un empeoramiento brutal de la situación económica; pueden ocurrir incidentes bélicos aún más graves que hoy; los desastres climáticos y ambientales probablemente se agravarán; las crisis sanitarias no se superan, ni mucho menos; los gobiernos y los bancos centrales no toman ninguna medida pertinente a favor de una salida de la crisis favorable a la humanidad sino todo lo contrario; la concentración de las herramientas estratégicas de la producción y de las finanzas en manos de un número cada vez más restringido de grandes accionistas privados prosigue en los sectores de la energía, las industrias extractivas, el comercio de alimentos y otras materias primas, el sector farmacéutico, el sector bancario, etc.”.
Cuando se conoció el resultado de las elecciones presidenciales de Argentina, más de un centenar de economistas extranjeros publicaron una carta abierta en el diario británico “The Guardian” en la que advirtieron, tras asegurar que comprendían “el profundo deseo de estabilidad económica” de los argentinos que, si bien “las soluciones aparentemente simples pueden resultar atractivas, es probable que causen más devastación en el mundo real a corto plazo, al tiempo que reducen gravemente el espacio político a largo plazo. La visión económica de las propuestas libertarias aboga supuestamente por una mínima intervención en el mercado, pero en realidad se basa en gran medida en las políticas estatales para proteger a los que ya son económicamente poderosos”, enfatizaron los renombrados economistas.
El pronunciamiento fue firmado, entre otros, por el británico Ben Fine (1948), profesor de Economía en la School of Oriental and African Studies (Escuela de Estudios Orientales y Africanos) de la University of London; el economista serbio-estadounidense Branko Milanović (1953), autor del ensayo “Global inequality. A new approach for the age of globalization” (Desigualdad mundial. Un nuevo enfoque para la era de la globalización); la economista india Jayati Ghosh (1955), exprofesora en la Javāharalāla Neharū Viśvavidyālaya (Universidad Jawaharlal Nehru), una universidad pública de investigación ubicada en Nueva Delhi, y actual profesora de Economía en la University of Massachusetts Amherst; la profesora de la New School for Social Research (Nueva Escuela de Investigación Social) de Nueva York, Teresa Ghilarducci (1957); y el economista francés Thomas Piketty (1971), director de la École d'Économie de Paris.
En conjunto, todos ellos premonitoriamente sentenciaron: “Como economistas de todo el mundo, partidarios de un desarrollo económico amplio en Argentina, estamos especialmente preocupados por el programa económico. Una reducción importante del gasto público aumentará los ya altos niveles de pobreza y desigualdad, y podría resultar en un aumento significativo de las tensiones sociales y los conflictos. Las políticas que puede impulsar el nuevo presidente pueden ser profundamente perjudiciales para Argentina y muy desafortunadas para todo el continente. No se trata sólo del caos social que podrían generar las posiciones de extrema derecha, sino también del caos económico que se derivaría de una disminución tanto de los ingresos públicos como del gasto público”.