La escritora, traductora,
periodista y guionista de cine argentina Silvina Bullrich (1915-1990) fue una
de las escritoras de la generación de los años ‘50 del siglo pasado, época en
la que se destacaron, entre otras, Beatriz Guido (1922-1988), Elvira Orphée
(1922-2018), Marta Lynch (1925-1985) y Sara Gallardo (1931-1988). Nacida en
Buenos Aires en el seno de una familia aristocrática, cursó la escuela primaria
en el colegio Onésimo Leguizamón ubicado en el barrio de Recoleta y completó
sus estudios en la Alliance Francaise. Durante su adolescencia realizó numerosos
viajes a París, algo que influyó en su cultura. Comenzó a escribir en su
adolescencia y logró publicar algunos de sus poemas en la revista “Atlántida”,
un semanario de gran tirada creado por el editor uruguayo-argentino Constancio
C. Vigil (1876-1954). Hacia fines de los años ’30 fue convocada por el escritor
Eduardo Mallea (1903-1982), por entonces editor del suplemento literario del
diario “La Nación”, a colaborar en dicha publicación. Ello la llevó a
vincularse con Silvina Ocampo (1903-1993), Manuel Mujica Láinez (1910-1984), Adolfo
Bioy Casares (1914-1999) y Jorge Luis Borges (1899-1986). Con el autor de “El
Aleph” e “Historia universal de la infamia”, en 1945 compiló una serie de
cuentos y poemas de más de veinte autores argentinos, una antología que
titularon “El compadrito. Su destino, sus barrios, su música”. Unos años antes
ya había comenzado su prolífica tarea literaria que incluyó más cuarenta obras,
fundamentalmente novelas.
Entre ellas, por nombrar
sólo algunas, figuran “Calles de Buenos Aires”, “Bodas de cristal”, “La redoma
del primer ángel”, “Teléfono ocupado”, “Los burgueses”, “Los salvadores de la
patria”, “Mañana digo basta”, “Los pasajeros del jardín”, “Un momento muy
largo”, “Mal don”, “Escándalo bancario”, “Te acordarás de Taormina”, “El
hechicero”, “
A
qué hora murió el enfermo” y “La bicicleta”. Entre sus obras también pueden
citarse los tomos de cuentos “Historia de un silencio” e “Historias inmorales”;
los de ensayos “La aventura interior”, “Carta abierta a los hijos” y “La mujer
postergada”; los de crónicas periodísticas “El mundo que yo vi” y “La Argentina
contradictoria”; y los de biografías “George Sand” y “Flora Tristán, la
visionaria”. La temática de sus obras por lo general giró en torno a los
intereses económicos y los conflictos existenciales de la burguesía, su clase
social. Desde una perspectiva -para algunos críticos- feminista, narró
historias de mujeres frustradas, las pugnas y conflictos de su estatus social, las
alegrías y sinsabores de familias adineradas y decadentes, y la soledad de las
mujeres en la madurez.
Gran admiradora de las
letras francesas (trabajó como profesora de Literatura Francesa en la Facultad
de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata y en el Instituto Francés
de Estudios Superiores), tradujo al español, entre otras obras, “Le deuxième sexe”
(El segundo sexo”), “L'invitée” (La invitada), “Les mandarins” (Los mandarines),
“Mémoires d'une jeune fille rangée” (Memorias de una joven formal) y “La force
de l'âge” (La plenitud de la vida) de Simone de Beauvoir (1908-1986); “Mauprat”
de George Sand (1804-1876), “Écoute, mon ami” (Escucha amigo) de Louis Jouvet
(1887-1951) y “Léon Morin, prêtre” (León Morin, sacerdote) de Béatrix Beck (1914-2008). Y en francés también escribió la obra
teatral “Les ombres” (Las sombras).
Silvina Bullrich llegó a
ser una de las escritoras más vendidas de su época; durante años encabezó la
lista de “best sellers” y llegó a vender más de un millón de sus libros, algunos
de ellos traducidos a varios idiomas. Sin embargo, a pesar de su popularidad y
el enorme éxito de ventas de sus obras -a menudo olvidadas por la crítica-,
prácticamente no llegó a ser reconocida por el mundo literario y poco a poco su
nombre fue cayendo en el olvido luego de su fallecimiento.
El cuento que sigue a
continuación -“El tercero en discordia”- formó parte de “Historias inmorales”, publicado en 1965. En el año
2008 fue incluido en “Historias de mujeres infieles”, una antología editada por
la socióloga y escritora Natalia Moret (1978) y el poeta y editor Santiago
Llach (1972) que incluyó cuentos de catorce escritoras argentinas, entre ellas
Silvina Ocampo (1903-1993), Sara Gallardo (1931-1988), Hebe Uhart (1936-2018) y
Ana María Shua (1951).
EL TERCERO EN DISCORDIA
Mi abuela me decía:
“Cuando te cases no dejes entrar a ningún amigo con intimidad a tu casa.
Cuidado con el tercero en discordia”. Mi abuela tenía opiniones inquebrantables
sobre el matrimonio. A lo largo de las conversaciones nos las asestaba en forma
de axiomas y yo creía en ellas a pies juntillas, sobre todo porque era la única
materia sobre la cual tenía ideas hechas. Todo lo demás la dejaba indiferente;
nunca conocí sus ideas políticas, ni artísticas, ni literarias; hablaba poco de
modas, nada de cocina, desconfiaba del teléfono, del gas, de la electricidad y
del automóvil, ignoraba los deportes y los viajes. Su tema, su único tema, era
el matrimonio. Cuando alguna de sus amigas protestaba por el carácter irascible
de su marido, mi abuela decía: “te casaste, te embromaste”. El matrimonio para
ella era un estado total, se entraba a él como al convento. Supongo que mi
madre no habrá compartido esa opinión con ella, pero no lo sé a ciencia cierta
porque murió cuando yo tenía apenas tres años; mi padre se volvió a casar, yo
viví casi siempre con mi abuela, oyendo sin cesar sus máximas conyugales. Temo
que mi larga soltería se haya debido al temor de no estar a la altura de esa
severa institución llamada matrimonio.
Me casé a los treinta y
cuatro años con una muchacha encantadora de veintitrés, que durante el primer
año hizo de mí el hombre más feliz de la Tierra. El “te casaste, te embromaste”
de mi abuela no cabía en nuestra pareja, colmada de todas las dichas del amor,
del placer, del entendimiento, de la sensualidad. Alejandra, como mi abuela, y
en esto se parecían sin duda, tenía una vocación definida: el amor; en este
caso el amor conyugal. Confieso que pese al deseo que su atracción despertaba
en mí me costaba seguir sus renovados impulsos, aplacar sus urgencias, cumplir
con los refinados ritos de su sensualidad imaginativa e insaciable.
Este estado de exaltación
duró un año y medio o dos. Un día advertí que nuestros ademanes eran menos
armónicos, nuestra unión más forzada y que ya el amor no nos transportaba como
una alfombra mágica por los aires en medio de regiones encantadas, sino que era
un acto preciso, un poco monótono, pese a mis esfuerzos de imaginación. Para
esos casos existe la vida mundana, o sea los demás. Hasta entonces habíamos
vivido muy aislados, En mis oídos repercutían siempre los axiomas de mi abuela:
“no permitas que nadie entre en tu casa con intimidad; los amigos íntimos
destruyen los matrimonios”. Pero las cosas ocurren pese a los axiomas y,
después de salir durante varios meses con grupos animados de gente vacía, los
dos, empujados por una inclinación semejante, fuimos estrechando nuestro
círculo hasta convertirnos en tres. Ya sé, todo esto parece muy sencillo, muy
evidente, la estúpida historia del eterno triángulo. La gente tiene una tendencia
infantil a simplificar ese mecanismo tan complejo que se llama ser humano.
Ricardo era un hombre
incapaz de acostarse con la mujer de su mejor amigo. Tenía principios tan
sólidos como los de mi abuela, era profundamente religioso, consideraba el
matrimonio como una institución sagrada y sentía un leve desdén, casi un poco
de asco, por el placer de los sentidos. Había sido seminarista durante un año y
su mala salud le impidió cumplir con lo que consideraba su misión en este
mundo. Inteligente, brillante, gran lector, cultivaba con esmero el arte de la
conversación. Aquí me detengo. ¿Cómo contar esta historia inasible, sutil,
donde no ocurrió nada visible y los tres, sin embargo, vivimos la más ardiente
aventura interior? No lo sé, pero lo intentaré.
Era un invierno frío, de
esos que nos gustaban a Alejandra y a mí, enamorados de la vida entre obras de
arte, libros, delicias culinarias y grandes troncos en la chimenea. Ricardo
venía a comer a casa casi todas las noches. No llegaba nunca con las manos
vacías, pero al entrar había que adivinar lo que traía. Siempre era algo chico,
apenas visible: una lata de caviar, un ramo de violetas, la edición príncipe de
un soneto de Shakespeare, y a veces, cuando creíamos que había llegado sin
nada, nos servían un champagne o un vino francés que había entregado a la
criada junto con su abrigo. Alejandra, a su vez, se esmeraba en la cocina,
descubría perdices aun cuando la caza estaba vedada, frambuesas, estragón,
endivias, champignones,
todo lo difícil de obtener para probar refinamiento.
Había siempre entre
nosotros un cuarto invitado: alguna mujer amiga de Alejandra a quien el novio
había plantado, o recién viuda, o recién divorciada que miraba a Ricardo con
ojos cargados de esperanzas. Hay tan pocos hombres que valen la pena
-suspiraba-, lo único que quieren es una aventura pasajera, yo creo en el gran
amor, es lo único que vale, la plata no me importa... y los lugares comunes se
sucedían hasta el segundo plato, en que Ricardo con una brutalidad inesperada,
los derrumbaba con dos o tres frases irónicas como hubiera derrumbado de un
manotón un castillo de naipes. Sin el menor miramiento solía explicarle a la
solitaria y romántica admiradora que ella había nacido para el dinero y para el
placer, pero no para el amor: todo esto en forma matemática, como quien dice
que dos y dos son cuatro, sirviéndose de las espontáneas confidencias que había
dejado escapar para consultarlo. Algunas volvían a la carga, otras preferían
eliminarlo y se contentaban con un hombre que valiera menos, pero las deseara
más.
Alejandra, Ricardo y yo
éramos tres cómplices malditos. ¡Con qué crueldad disecábamos al día siguiente
los apremios sexuales de nuestra invitada, sus románticas ilusiones, sus
suspiros de pueblerina! Nada nos permitía considerarnos superiores al resto de
la humanidad y, sin embargo, el solo hecho de ser tres, de formar un todo
solidario nos realzaba en nuestra estima. Yo sentía que había tocado el cielo
con la mano. El momento de frialdad había terminado entre Alejandra y yo.
Éramos de nuevo la pareja más ardiente de la Tierra, la más unida, el ejemplo
de que el matrimonio no es una institución tediosa, sino una larga y exaltada
aventura. Ricardo nos unía. Ricardo leía y nosotros lo escuchábamos abrazados.
Ricardo se burlaba de la joven señora romántica y nosotros aprobábamos,
sonriendo, de la mano.
Cuando volvió el buen
tiempo fuimos a pasar un fin de semana al borde del mar con Ricardo y una amiga
de Alejandra recién llegada de San Pablo. Recuerdo aquella noche cálida, los
cuatro tirados sobre la arena recitando versos de amor, cantando canciones
picarescas, discutiendo sobre el poder de la carne. Un hálito endemoniado nos
envolvía; de haber sido más “civilizados” hubieran pasado entre nosotros cosas
tremendas. Pero éramos personas de bien, argentinos, clase media para arriba,
imbuidos de sanos principios, incapaces de contemplar siquiera la posibilidad
de actos degenerados. Volvimos al hotel muy entrada la noche. Nuestro cuarto y
el de Ricardo eran contiguos. Apagamos la luz y nos quedamos unos instantes
extendidos, en silencio, desnudos, mirando como hipnotizados la raya de luz que
se filtraba por debajo de la puerta del cuarto de Ricardo. Lo oímos ir y venir
por la habitación. Un zapato cayó, luego el otro, una silla desplazada evocaba
la ropa que ponían sobre ella, los caños semi tapados de los hoteles de campo
acusaban con grosería que acababan de abrir una canilla, un cortapapel cayó al
suelo, los pliegues de un manuscrito crujieron. Luego hubo un silencio y
Alejandra lo rompió con un largo gemido apasionado, sentí su cuerpo tibio y
elástico enroscado sobre el mío, sus labios recorrían mi pecho, su cabeza pesó
sobre mi vientre. Gemía, temblaba. Nunca la vi tan apasionada, nunca se me
entregó con menos reservas, nunca la sentí caer a mi lado tan cansada y tan
poco saciada. A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, sus ojos y los de
Ricardo se cruzaron con una expresión extraña, casi culpable, y luego ambos
bajaron los párpados, con pudor, como una pareja que vuelve a encontrarse en
público después de su noche de bodas.
Si hablara más falsearía
una situación donde jamás nada fue hablado. Si quisiera echar una luz cruda
sobre lo que siempre permaneció en la penumbra me cegaría y cegaría a los
demás. Hay cosas que sólo se ven a oscuras: las luciérnagas, las exhalaciones.
Lentamente, como se abren los rieles en un desvío, Ricardo fue alejándose de
nuestra ruta, aunque durante un tiempo aún parecíamos andar por vías paralelas.
Nuestro matrimonio comenzó a volverse opaco, a parecerse a la mayoría de los
matrimonios que pueblan el mundo. El acto de amor fue un acto de amor en vez de
ser un himno; luego fue un acto sexual, luego fue sólo un acto, luego fue un
acto forzado, luego preferimos evitar el acto.
Un año más tarde me dijo:
“Es preciso admitir que ya no nos queremos. Yo me di cuenta de esto en la
Navidad pasada en el Hotel del Faro”. “Yo también”, le dije. Los dos mentíamos,
los dos sabíamos que mentíamos. No nombramos a Ricardo. En medio de esas
evoluciones fuimos a pasar unos días al mismo hotel al borde del mar. No nos
dieron el mismo cuarto porque estaba ocupado, pero lo pedimos; Alejandra lo
pidió. Aquella noche quise poseerla, parecía una muerta bien educada entre mis
brazos. Aunque era un día radiante de sol, la playa nos pareció siniestra, el
agua helada, la gente fea, gorda, vulgar. Nuestros cuerpos tostados, todavía
jóvenes, estampados en la arena parecían cuerpos de leprosos: emanaba de ellos
un rechazo glacial. No nos acercábamos, no nos tocábamos. Alejandra se puso de
pie, la imité, caminamos a orillas del mar, siempre sin tocarnos. De pronto oí
gritar mi nombre. Era Carlos Alberto, el arquitecto de mi repartición. Nos
abrazamos. ¿Desde cuándo aquí? Ésta es mi mujer. Yo estoy solo. ¿Almorzás con
nosotros? Por supuesto, odio la soledad. Nosotros también, dijo Alejandra.
Claro, nos llevábamos tan bien que juntos estábamos solos, como una sola
persona.
¿Para qué voy a repetirme?
Los hechos se repitieron. Carlos Alberto contaba historias de viajes, bailaba,
tocaba la guitarra. Salía a cazar, traía perdices. Nosotros nos quedábamos
leyendo en la casa abrigada o hacíamos el amor, y cuando él llegaba con una
martineta en una mano y una liebre en la otra, nos encontraba serenos y
sonrientes. Alejandra le hacía confidencias sobre nuestra vida privada. Carlos
Alberto la escuchaba con ojos cargados de imaginación. Éramos a la vez sus
protegidos, sus protectores y su espectáculo. Y él era nuestra mascota, como lo
fue Ricardo, él, cuya presencia nos era necesaria para representar esa comedia difícil
y resbaladiza que se llama el amor conyugal.