Indudablemente
la lista de escritores que se han acompañado del cigarrillo, del cigarro o de
la pipa para crear sus obras es inmensa. En el caso de los europeos se puede
citar a los franceses Max Aub, Charles Baudelaire, Simone de Beauvoir, Albert
Camus, Alexandre Dumas, Gustave Flaubert, Jean Genet, André Gide, Jean Moliere,
Arthur Rimbaud, George Sand, Jean Paul Sartre, William Somerset Maugham, Julio
Verne, Boris Vian y Emile Zola; a los británicos James M. Barrie, George Byron,
Gilbert K. Chesterton, Arthur Conan Doyle, Joseph Conrad, James Joyce, Rudyard
Kipling, George Orwell, Bertrand Russell, Robert Louis Stevenson, John R. R.
Tolkien y Oscar Wilde; a los españoles Pío Baroja, Juan Benet, Camilo José
Cela, Ramón Gómez de la Serna, Jorge Guillén, Antonio Machado, Juan Marsé, José
Ortega y Gasset, Benito Pérez Galdós, Pedro Salinas y Enrique Vila Matas; a los
italianos Cesare Pavese e Italo Svevo; a los alemanes Bertolt Brecht y Thomas
Mann; al ruso Máximo Gorki, al portugués Fernando Pessoa y al belga Georges
Simenon.
El
filósofo español Fernando Savater (1947), autor de relevantes ensayos como
“Ética para Amador” e “Historia de la Filosofía sin temor ni temblor”, en el
prólogo del libro “Del placer y del vicio de fumar” del italiano Italo Svevo
(1861-1928) -tenaz fumador él- escribió: “Nunca podremos saber cuántas de las
mejores páginas de la literatura moderna y contemporánea se deben a un cigarro
o a una pipa fumados cuando se debía, pero podemos estar seguros de que no son
pocas... Ahora que tantos filisteos, con severas razones médicas o simplemente
con el resentido afán de fastidiar los deleites ajenos, nos detallan los
atroces daños causados por el tabaco a la salud de quien fuma, es oportuno
recordar que también a ese delicado veneno le debemos, tanto los fumadores como
los no fumadores, bastantes cosas buenas: porque es posible que fumar acorte la
vida, como muchas otras incidencias, pero es seguro también que amplía y
estimula el arte, cuyo alcance es más largo y ancho que la vida misma”. Un
ejemplo de ello es el cuento siguiente:
TABACO
Mauricio
Montiel Figueiras
México (1968)
La primera
vez que vio el Impala encendido, el filtro apenas manchado de lápiz labial
rozando delicadamente la superficie de la mesa mientras el resto del cigarro
-apoyado en el borde del cenicero con el emblema de un motel borrado a medias
por los años- parecía señalar con un impasible dedo de humo un punto fijo en el
techo, no sintió miedo sino sólo estupor, el vago asombro que provoca toparse
con el epílogo de un acto que de momento no se recuerda haber perpetrado. De
entrada pensó que, por un descuido nada común en él, había olvidado apagar el
cigarro antes de abandonar a toda prisa del departamento para su cita de las
seis de la tarde; pero esta idea fue inmediatamente sustituida por otra,
remplazada a su vez por otra y otra más hasta formar una cadena lógica que lo
paralizó unos segundos. El fumaba Marlboro y no solía -pero claro que no-
pintarse la boca, Impala era una marca de su juventud que había desaparecido
del mercado décadas atrás y que nunca -¿nunca, de veras?- había probado. Ningún
cigarro del mundo podía permanecer prendido -consultó al reloj en la mesa de la
sala- cerca de cinco horas sin consumirse, alguien lo había encendido no mucho
tiempo antes de que él abriera la puerta: la misma intrusa que había exhumado
de su umbrío rincón en la alacena el cenicero con el logotipo de un motel
perteneciente a su remoto pasado sentimental; el mismo fantasma que había
dejado como única huella de su incómoda presencia un dedo azul, delgadísimo,
que apuntaba hacia arriba culpando a la lámpara de techo -la de pie era la que
él había prendido al salir por la tarde, y desde su esquina arrojaba una
macilenta y sesgada luz sobre los muebles de la sala- de un crimen insondable.
Inquieto
aunque no temeroso, accionó los otros interruptores del apartamento para
desterrar una penumbra en la que sólo relampagueaba el humo casi fluorescente
del cigarro; revisó recámara, estudio, clósets, baño, comedor y cocina hasta
confirmar lo que de antemano sabía: nada estaba fuera de su sitio salvo el
cenicero. Luego regresó a la sala, se sentó en el sofá, se llevó el Impala a
los labios y le dio una calada profunda: el acre sabor del tabaco barato le
inundó el paladar aunado al regusto del lipstick y a una sensación que no pudo
reconocer pero que asoció con el húmedo letargo que sobreviene después de un
coito rabioso. Envuelto en esa crisálida de humedad entró de puntillas al
blando territorio del sueño sin sueños donde la brasa de un cigarro parpadeó
toda la noche, iluminando a intervalos más o menos regulares una boca que
rodeaba frenética un oscuro símbolo fálico.
La segunda
vez que vio el Impala encendido fue al día siguiente: la misma posición, el
mismo pálido rastro de lápiz labial, el mismo viejo cenicero que la mujer de la
limpieza había lavado y devuelto a su lugar por la mañana, el mismo dedo
admonitorio apuntando al techo entre las sombras de la sala alteradas
únicamente por la luz de la lámpara de pie, el mismo estupor seguido de un
veloz manoseo de interruptores y un registro del apartamento aderezado de una
mínima dosis de pánico que culminó de nuevo en el sofá, de nuevo con el
ineludible gesto de llevarse el cigarro a los labios y darle una honda calada
que en un santiamén lo depositó en su más temprana adolescencia.
Ante sus
ojos atónitos comenzaron a desfilar, como emitidas por una moviola un tanto
temblorosa, imágenes relacionadas con su iniciación en los ritos siempre
impalpables del tabaco: el acertijo sin respuesta que para él representaba el
camello de perfil en la cajetilla de Camel, primera marca elegida entre los
rescoldos de una absurda pasión infantil por Egipto y sus esfinges impávidas;
el primer cigarro fumado a escondidas en un lote baldío cercano a la casa
paterna y los primeros carraspeos, las primeras flemas arrojadas a una espesura
que vibraba con el vuelo invisible de mil insectos estivales; la primera
polución nocturna debida a un sueño donde él, encarnando al émulo de Dick Tracy
que es el emblema inamovible de Faros, oteaba desde su atalaya el paraje
marítimo de la cajetilla sólo para descubrir un barco en cuya proa viajaba una
mujer desnuda, sin facciones, que lo llamaba con un lánguido ademán en el que
brillaba como un sol minúsculo la punta de un cigarro; la experimentación con
diversas marcas cuyos slogans acompañaron las primeras incursiones en los
terrenos untuosos del onanismo: Baronet (“porque me gustan”), Kent (“los únicos
con el exclusivo filtro Micronite”), Viceroy y un melancólico etcétera de humo
que más tardó en intentar domesticar su garganta que en evaporarse.
Luego la
preparatoria, las colillas escondidas en un tubo de desagüe de la casa paterna
que en época de lluvias provocaron que el balcón de su cuarto se inundara
revelando -palabras airadas de su madre- su vicio secreto, los tímidos flirteos
con alumnas de otras escuelas amparados por lo general tras una evanescente
cortina gris, los amigos que se mofaban de él porque aún no había aprendido a dar
el “golpe” al cigarro y eso indicaba que quería pasarse de listo pero con ellos
no lo lograría, los estrechos cines que exhibían cintas pornográficas de
títulos más hilarantes que seductores y en los que uno podía -o, mejor, debía-
fumar para mitigar un poco la irrespirable aleación de semen y telas viejas, la
súbita inclinación por los Raleigh originada por la lectura de una pequeña
biografía del caballero inglés; inclinación de la que no pudo deshacerse sino
hasta años recientes, luego de haber leído en alguna parte la noticia de un
suicida del Metro que había olvidado en el andén un portafolios con varios
objetos, entre ellos una cajetilla de cigarros de su marca predilecta. Al
llegar, sin embargo, a su primer semestre en la facultad de diseño, la moviola
pareció atascarse; el cuadro con él a punto de entrar a una ciclópea cafetería
universitaria se detuvo y empezó a quemarse del centro hacia los bordes como
una película proyectada en un añejo cine de barrio, regresándolo abruptamente
-más exhausto que intranquilo- a la sala del departamento que se diluyó tras el
humo exhalado por el cenicero.
Esa noche
soñó con un cuarto de motel cuya asfixiante penumbra era interrumpida por el
parpadeo de un televisor que transmitía sin parar, desde una enorme distancia a
juzgar por lo opaco que sonaba el jingle, el mismo anuncio: “De cigarro a
cigarro... se impone Impala”. A la incierta luz catódica se distinguía un lecho
salpicado de manchas oscuras; las sábanas revueltas causaban de algún modo una
sensación de violencia recién consumada o casi por consumarse, y entre ellas
yacía bocarriba una mujer desnuda, el rostro oculto bajo una almohada, que
ofrendaba los pechos a la mano que de pronto irrumpía en escena con un cigarro
a medio fumar.
La tercera
vez que vio el Impala encendido le vino a la mente de inmediato un nombre que,
al pronunciarlo en voz alta en la lúgubre quietud del apartamento, se deshizo
en dos sílabas humeantes, dos aros perfectos y azules que bogaron unos segundos
entre las sombras: Dia-na. Estupefacto, sin pensar siquiera en emprender su
ceremonia de interruptores, se dejó caer en el sofá alumbrado por la lámpara de
pie, presa de una lasitud de la que por un instante creyó que jamás saldría.
Algún resorte inconsciente hizo que sus dedos -lentísimos- se desplazaran hasta
el cenicero, que su boca -adormecida- diera una calada al cigarro, que sus ojos
-entrecerrados- recuperaran la imagen que el día anterior se había atascado en
la moviola del recuerdo. Ahí estaba él, flamante alumno de diseño, entrando a
una ciclópea cafetería universitaria en uno de los descansos entre clase y
clase, dirigiéndose a la barra para comprar un refresco y un bisquet, buscando
con la mirada una imposible mesa vacía. Y ahí estaba Diana, una de sus
compañeras con la que apenas había cruzado unas frases; o más bien la mano de
Diana aleteando entre la multitud matutina para llamar su atención, el rostro
blanco de Diana recibiéndolo con una sonrisa donde brillaba un tenue vestigio
de lápiz labial, los pechos generosos de Diana insinuando la ausencia de sostén
a través de la delgada tela de una blusa sobre la que se derramaba una copiosa
cabellera de ébano.
Ahí estaba
él, huraño como siempre, intentando concentrarse en vano en su desayuno tardío,
escuchando con mayor interés del que hubiera deseado el ronco soliloquio de
Diana sobre las ventajas de ser diseñador, recordando las historias que la
ubicaban entre los mejores y más fáciles acostones de la facultad. Y ahí estaba
ella, insólita y astuta como siempre, intentando en vano contener la risa al
darse cuenta que él no daba el “golpe” al fumar, sacando de su bolso una
cajetilla de Impala para prender un cigarro tras otro y exponer -durante más de
media hora- los tersos secretos del tabaco. Ahí estaba él, mascullando una
invitación al cine que ella aceptaba con una repentina brasa al fondo de los
ojos que hacía estremecer imperceptiblemente ese azul donde las pupilas
parecían naufragar como antiguas monedas.
Y de
pronto, sin ningún aviso, ahí estaba la vorágine a la que él se había entregado
a lo largo de dos meses que su memoria no había logrado bloquear después de
todo: la lengua de Diana exploraba su oído y su boca a la trémula luz de un
filme de Catherine Deneuve, la mano de Diana reptaba hacia su bragueta sin
mayores preámbulos una vez cerrada la puerta del cuarto número seis del motel
en las afueras de la ciudad que acogería sus coitos explosivos, el vello púbico
de Diana se enroscaba entre sus dedos como oscuras hebras de tabaco, el torso y
la espalda de Diana se volvían el feroz campo de batalla donde empezaban a
aparecer diminutas cicatrices que a él lo hacían pensar en quemaduras de
cigarro y que ella se negaba a explicar con una sonrisa que se mantenía en su
sitio aún al cabo de una furiosa felación. Las facciones de Diana empalidecían
con el paso del tiempo y se recargaban de un inusitado maquillaje que no podía
ocultar la ocasional cicatriz semejante a las que sus blusas escondían, la
llorosa madre de Diana disculpaba por teléfono las cada vez más frecuentes
faltas de su hija a la facultad y las atribuía a una ambigua dolencia infantil
que había regresado intempestivamente, el restirador vacío de Diana era ocupado
una tórrida tarde por un bolso y un bloc anónimos.
Ahí
estaban, implacables como siempre, los rumores: Diana se había visto
involucrada en una enfermiza relación con un maestro casado que le doblaba la
edad y del que se sospechaba cierto lejano “background” sadomasoquista que
incluía a jóvenes de ambos sexos; no, en realidad ya se había acostado con
media escuela de diseño y había partido en busca de nuevas braguetas; no, la
verdad era que uno de sus amantes era un alumno del último semestre de
arquitectura que había sido expulsado días atrás por un turbio enredo de
cocaína; no, se había dejado seducir por un extraño para emular violentamente a
la Diane Keaton de “Looking for Mr. Goodbar”; no, su arrogancia la había
llevado a rentar un apartamento frente a la universidad sin decir nada a nadie
para ver -triste remedo del “Wakefield” de Hawthorne- cómo era el mundo en su
ausencia; no, había salido del país con su madre -que ya nunca contestaría las
llamadas- en pos de un padre que la había abandonado cuando ella no era aún la
Diana que todos conocieron, la Diana de los eternos Impala, Diana, Diana,
Dia-na.
Ahí estaba
él, más de veinte años después, hundido en una memoriosa penumbra de la que
emergió para enfrentarse con el dedo incriminatorio tejido por un cigarro que
aplastó con brusquedad. Supo lo que debía hacer en seguida cuando vio, a través
de una súbita bruma que se espesaría minuto a minuto, el logotipo del motel impreso
en el cenicero hurtado una noche distante junto a un borroso número de teléfono
que pudo descifrar y marcar no sin cierto temblor de anticipación. La voz al
otro extremo de la línea -“Motel Habano, a sus órdenes”- le confirmó un “rendezvous”
programado por fuerzas ignotas entre las tinieblas de su pasado. Tomó las
llaves del auto, salió con cautela del departamento; el viaje de media hora a
las afueras de la ciudad transcurrió contra una estática de fondo producida por
una estación mal sintonizada entre la que pareció sonar el viejo aunque íntimo
jingle de un anuncio de cigarros. El motel había cambiado poco: quizá una o dos
manos de pintura pero ahí estaban las pequeñas palmeras artificiales, ahí esa
suerte de luminosa decrepitud teñida de neón que lo había hechizado durante dos
remotos meses. A pesar de la bruma que lo envolvía, entorpeciendo sus
movimientos, recordaba el ritual al pie de la letra: cuarto seis, el último del
primer corredor débilmente iluminado por lámparas infestadas de mosquitos, la tibia
llave unida a un hexágono de plástico verde con el emblema del motel -un puro
humeante- grabado en trazos dorados. Abrió y cerró la puerta de la habitación
con lentitud, permitiendo que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad
perturbada por el nervioso parpadeo de un televisor que alguien había dejado
sin volumen. Encima del lecho recién destendido -el aire estaba impregnado de
un fuerte aroma a almidón- había un cenicero en el que un Impala se
deshilachaba, mágico, olvidado de momento por quien estuviera en el baño, bajo
cuya puerta cerrada se colaba una esquelética franja de luz acompañada de algo
parecido a un ronco canturreo.
- ¿Diana?
-murmuró él, soltando las sílabas como aros azules en la quietud catódica.
El humo
del cigarro vibró antes de comenzar a insinuar entre las sombras el vago perfil
de una silueta femenina.
No sin
cierta mordacidad, el neurólogo austriaco y padre del psicoanálisis Sigmund
Freud (1856-1939) -quien aseguraba que su pasión por fumar era algo que le
impedía aclarar algunos problemas psicológicos- escribió en “Das unbewusste”
(Lo inconsciente): “Fumar es indispensable si no se tiene a nadie a quien
besar”