La prolífica obra
ensayística de Daniel Feierstein comprende “El pasado en la batalla cultural.
La disputa por el sentido de los genocidios”, “Pandemia. Un balance social y
político de la crisis del covid-19”, “Nuevos estudios sobre genocidio”, “Los
dos demonios (recargados)”, “Introducción a los estudios sobre genocidio”, “Memorias
y representaciones. Sobre la elaboración del genocidio”, “Juicios. Sobre la
elaboración del genocidio”, “El genocidio como práctica social (entre el
nazismo y la experiencia argentina)”, “Seis estudios sobre genocidio. Análisis
de las relaciones sociales: otredad, exclusión y exterminio” y “La construcción
del enano fascista. Los usos del odio como estrategia política en Argentina”. También ha publicado en coautoría
con otros sociólogos, filósofos, economistas y profesores los ensayos “Memoria
y Derechos Humanos”, “Violencia estatal y genocidio en América Latina”, “La
discriminación en Argentina. Diagnósticos y propuestas”, “Hasta que la muerte
nos separe. Poder y prácticas sociales genocidas en América Latina”, “Tinieblas
del crisol de razas”, “Ensayos urgentes para pensar la Argentina que asoma”, “Terrorismo
de Estado y genocidio en América Latina”, “Nombrar la dictadura” y “Genocidio.
La administración de la muerte en la modernidad”. Además, ha prologado “La
extrema derecha en América Latina”, un volumen que contiene ensayos de autores
y autoras reconocidos internacionalmente como Tariq Ali (1943), Chantal Mouffe
(1943), Ignacio Ramonet (1943), Wolfgang Streeck (1946), Nancy Fraser (1947), Rita
Segato (1951), Branko Milanovic (1953), Judith Butler (1956), Enzo Traverso
(1957) y Pablo Stefanoni (1972). En el día de hoy se cumple
el cuadragésimo noveno aniversario de la instalación en la Argentina de la
genocida dictadura cívico-eclesiástica-militar conocida como “Proceso de
Reorganización Nacional”, sobre la cual Feierstein precisó que “a partir del
ejercicio de tareas de inteligencia sobre el conjunto de la población y de la
creación de fuerzas estatales y paraestatales encargadas de la intimidación,
secuestro, tortura y en muchos casos posterior asesinato de los opositores
políticos, la ‘desaparición forzada’ constituyó una de las modalidades más
comunes para, simultáneamente, eliminar las pruebas de los asesinatos, instalar
el terror en las comunidades e impedir el duelo a los familiares de los
asesinados. En Argentina los asesinatos se cuentan por miles o decenas de
miles, atravesando todo el espectro de la población y revelando que la
sistematicidad de las prácticas, en estos casos, no se vinculaba sólo a los
modos de ejercicio represivo, sino también a una decisión de producir dichas
transformaciones sociales a través del aniquilamiento sistemático de grupos de
población ‘en tanto tales’”.
A continuación, la tercera y última parte del compilado de las
entrevistas que fueron publicadas en los diarios argentinos “Página/12” y
“Clarín” el 10/4/2023, el 6/9/2024 y el 10/4/2025 a cargo de María Daniela
Yaccar, Bibiana Ruiz y Martín Porto respectivamente. ¿Cuáles son esas
construcciones y relaciones que el fascismo busca construir? Se dan tres elementos: la
búsqueda de una movilización reaccionaria, movilizar a la población, pero en un
sentido regresivo. No es para conquistar derechos sino para recortarlos.
Podemos verlo en la estigmatización de los beneficiarios de planes sociales. Un
segundo eje tiene que ver con la irradiación capilar del odio, el mecanismo de
la proyección: esa movilización busca encontrar algún grupo o algunos para
dirigir toda nuestra frustración y enojo por la situación de nuestra vida,
responsabilizándolos en lugar de enfrentar las condiciones que hacen que
estemos en esta situación. Por último, la realización de la victoria del
capital. Lo que busca esa movilización reaccionaria es consolidar una
redistribución regresiva del ingreso. ¿Cuáles son los riesgos? Esto lleva a la
posibilidad de un profundo incremento de la violencia, a la ruptura de los
pactos políticos democráticos. Porque el eje del fascismo es que la vía de
salida de los enojos y frustraciones, que genera un empeoramiento permanente de
las condiciones de vida de las grandes mayorías, sea la agresión hacia el grupo
que es visto como responsable de nuestro sufrimiento. Al no ser direccionada,
conducida, desde el aparato del monopolio de la violencia legítima que es el
Estado, genera una situación de irradiación capilar del odio y la violencia. Es
lo que estamos comenzando a ver: episodios crecientes de justicia por mano
propia, llamados a la agresión de determinados grupos, recorte de derechos para
legitimar formas de agresión. Lo que es novedoso para nosotros es que esa
agresión, en la mayoría de los casos, aparece como espontánea. No lo es
realmente; está generada por distintas usinas de promoción y difusión. Pero la
lleva a cabo cualquiera: un grupo de vecinos, una persona que fue agredida...
Puede ocurrir en un hecho de criminalidad común, un evento de tránsito, eventos
políticos donde, de la mano de la antipolítica, el fascismo también busca la
imposibilidad de circulación de distintas figuras por la vida cotidiana. El asesinato del
colectivero Daniel Barrientos y todo lo que ocurrió alrededor del crimen
condensa mucho de lo que está diciendo. Es un hecho muy complejo y
contradictorio. Lo que yo veía hace cuatro años, que se ha potenciado, es que
cualquier hecho o sufrimiento encendía la mecha. Es lo que se ve en el crimen
del colectivero. Es realmente un sufrimiento, una persona que estaba al borde
de la jubilación, ya cerrando su vida laboral, lo que pueden sentir sus
compañeros... un caso que se viene repitiendo con esa línea y en esa región.
Hace estallar la mecha. Pero lo preocupante es cómo. No es que la hace estallar
para la organización de los colectiveros en función de enfrentar las causas que
están generando esta situación, sino que viene de la mano de comenzar a
plantear estigmatizaciones y acusaciones hacia grupos de población que no
tienen nada que ver con ese hecho de inseguridad. Que aparezca, por ejemplo, un
discurso frente a los planes sociales no tiene ninguna vinculación; hasta
podríamos decir que es absolutamente contrario a la lógica que se está
queriendo plantear. Si desaparecieran los subsidios y planes tendrías mayores
situaciones de inseguridad, más allá de que las grandes mayorías de los
sectores populares que sufren consecuencias económicas no caen en la
delincuencia común. Es un hecho contradictorio porque el que sufre la agresión
de los colectiveros es Berni, una de las figuras que viene atizando este tipo
de discursos, planteando hace años la estigmatización de los inmigrantes, los
planes sociales... Por eso en Twitter algunes
festejaban la agresión... Exactamente. Es como decir
“ha recibido su propia medicina”. Esto es muy importante en el fascismo. Cuando
uno atiza los odios de esta manera no tiene un manejo de cómo van a expresarse.
Berni va muy tranquilo a esa manifestación porque siendo una de las personas
que atiza esos odios cree que puede encontrar apoyo en esta postura de salir
con una ametralladora y plantear que la solución al problema social es meter
bala. Y se encuentra con el resultado de lo mismo que él ha ido atizando junto
a Bullrich, Milei y otra cantidad de figuras, sufriéndolo en carne propia. Más
allá de que la agresión haya sido más organizada o más espontánea, me parece
que da cuenta del peligro al que se expone la antipolítica. Se lleva puestos
también a aquellos funcionarios que la atizan y puede dar lugar a figuras que
parecen excluidas del mundo de la política, como Milei. Figuras que pueden
correr el límite de lo aceptable porque no participan de una construcción que
debiera tener algún nivel de responsabilidad por las consecuencias de acciones,
discursos y prácticas. Varios filósofos
extranjeros vienen hablando de la ruptura de lo común. En la Argentina
pareciera que la grieta -mencionada en tu libro más de una vez- llegó a un
punto de no retorno. ¿Se perdió toda posibilidad de diálogo entre los que
piensan distinto, que, encima, piensan cada vez más distinto? Hay un quiebre en las
formas de subjetividad que es un salto por sobre las experiencias fascistas
previas. Tiene que ver con la articulación del fascismo con algunas
consecuencias del neoliberalismo. El fascismo del siglo XX, europeo, plantea
que hay grupos que no son parte de la comunidad. Todavía hay alguna noción de
comunidad. En este neofascismo del siglo XXI no se recorta la noción de
comunidad, sino que se busca hacerla implosionar directamente. Es la
desaparición de la posibilidad de pensarse como parte de una comunidad. También
está la pérdida del arte del diálogo con el que es distinto. Y esto va mucho
más allá de la nueva derecha, atraviesa también a todo el campo popular y todas
las representaciones de la izquierda, los sectores de centro. Es producto de la
desaparición o destrucción progresiva de los espacios de encuentro de lo
diverso, que en nuestro país fueron históricamente la escuela y la salud públicas,
el barrio, la calle, instancias donde uno se encontraba con gente muy distinta
a uno, social, económica, cultural y políticamente, y era capaz de construir
herramientas para dialogar. Eso, producto también de una serie de
transformaciones subjetivas de este momento neoliberal se ha ido destruyendo,
entonces cada uno no sabe cómo hablarle a alguien que piensa distinto. Esto
también está muy potenciado por las redes sociales, que nos ofrecen un filtro
burbuja: potencian lo que pensamos y nos hacen desaparecer del entorno toda
disonancia cognitiva. Entonces todos los que no piensan como nosotros son
imbéciles, y son tratados como imbéciles. Eso impide cualquier diálogo porque
nadie puede dialogar sobre la base de que el otro lo trata como un imbécil que
no entiende. Esto se puede ver también en el campo del periodismo. Los medios
tienen un alineamiento que hace que solamente publiquen noticias en un sentido
y dirección, con una imposibilidad de incorporación de cualquier información
disonante. El enano fascista del que
habla el libro, o el odio... ¿en qué proporción están en nosotros y en qué
proporción son construidos por los medios? Son las dos cosas. Todos
nacemos con todo el acervo de emociones. Por supuesto que tenemos muchísimo
odio dentro nuestro. La pregunta es qué hacemos con eso. La transformación en
la sociedad se vincula a transformaciones en el periodismo y los medios, que
atraviesan todo el espinel político y potencian lo peor de nosotros. En los
últimos años de los '90 y a comienzos del siglo XXI, el Grupo Hadad encaró una
transformación que liberó la lógica de legitimar el insulto, la
descalificación, las formas soeces y la denigración como parte de algo
aceptable y festejado dentro del medio. Como este estilo logró escucha y rating,
irradió hacia otro montón de periodistas y medios. También hacia su escucha. El
periodismo tenía un modo de hablar mucho más profesionalizado, un cuidado en el
lenguaje, las formas, el modo de plantear que también irradiaba hacia el
oyente. Un respeto hacia la opinión del otro que incluso uno podía encontrar en
los periodistas de la derecha más dura. La transformación impulsada por Hadad
se volvió hegemónica. Si somos formados en un espacio donde se nos muestra que
la forma no es esa, nos la guardamos. Si participamos de un espacio donde se
nos muestra que todos la dejan salir y eso está bárbaro, nosotros también la
dejamos salir y así es como crece. ¿Qué escenario electoral
imagina? Profunda fragmentación de
todos los campos, no sólo del partido de gobierno. El problema es que en esas
situaciones puede pasar cualquier cosa. Esta nueva derecha constituye uno de
esos sectores fragmentados, si no más de uno. Es muy relevante para el conjunto
de los movimientos sociales entender la necesidad de crear lazos entre todas
las fuerzas que no están dispuestas a avalar estas modalidades neofascistas
para poder cerrarle el camino a aquellas figuras que lo plantean. Hoy el mayor
peligro es la posibilidad de que alguna de estas expresiones pueda acceder al
gobierno. Hay que pensar en cómo blindar al resto del sistema político ante
este peligro. No parece ser lo que prima. Pareciera que hay una confusión, en
la que cada uno está muy centrado en sus objetivos, enemigos y propias lógicas
internas. Y esas son las circunstancias en las cuales no se observa cómo va
creciendo ese huevo de la serpiente. Cuando uno lo deja crecer después se
vuelve mucho más difícil de confrontar. ¿Cuáles son los límites
del peronismo y de la izquierda? ¿En qué están fallando? Mucho del crecimiento de
las nuevas derechas se basa en la incapacidad de escucha de las distintas
formaciones políticas del campo popular, que no puede hacer lugar a la palabra
del otro, la estigmatiza, mientras que la nueva derecha ofrece una respuesta
espantosa, pero lo está escuchando. ¿Qué escucha se tiene ante el nivel de
sufrimiento y transformación de la vida que genera el aumento sostenido de la
inseguridad a lo largo del tiempo, desde el fin de la dictadura hasta hoy? La
mayoría de las respuestas del garantismo hacen una negación: “esto no es tan
grave” o “no existe”. Este tipo de transformación de la vida que afecta sobre
todo a los barrios populares se encuentra entonces, de un lado con la negación,
del otro con la propuesta del “meta bala” que termina siendo la única que
reconoce el problema. Un segundo nivel es el rol del narcotráfico en la
transformación de los lazos sociales en los barrios populares. Un tema
absolutamente ignorado por la mayoría del campo popular, y escuchado y
utilizado como caballito de batalla por las nuevas derechas que ofrecen una
salida absolutamente inefectiva, que es la intervención de las fuerzas armadas
como estrategia de represión. Por último, lo que explica la adhesión de tantos
varones jóvenes a las nuevas derechas es el efecto que ha generado un conjunto
de injusticias y sufrimientos de varones muy jóvenes en relación a la marea
verde y el avance del feminismo. Su impacto es tremendamente positivo en la
mayoría de los planos, pero ha implicado situaciones concretas de problemáticas,
sufrimientos e implementaciones discutibles de muchas lógicas, sobre todo la
del escrache entre pares en el ámbito escolar. Esto también es ignorado y
estigmatizado por distintos espacios del campo popular, y escuchado y
aprovechado por las nuevas derechas, que montan sobre eso una salida terrible:
la estigmatización de las luchas de género. ¿Nos debemos un debate
acerca de la libertad expresión? ¿Debería haber cambios en la legislación para
hacerle frente al fascismo? Estoy bastante en
desacuerdo con esa línea. ¿Esto se resuelve con una intervención legal o con
una de carácter sociopolítico? Ahí es donde está un nudo importante. Los
intentos de legislación sobre el negacionismo en general le han dado estatus de
contrahegemónico. Han terminado siendo muy contraproducentes. La confrontación
se tiene que dar en nuestra intervención en cualquier instancia. Preguntarnos
qué hacemos en los medios, con la estructura política, cómo recomponer ciertos
principios fundamentales del funcionamiento de la institucionalidad política.
Tiene más que ver con acuerdos, diálogos, formas de reducir al mínimo a estos
grupos. Plantear un rechazo generalizado que con formas de intervención legal
que implicarían darle demasiada importancia a la formalización jurídica de algo
que no se resuelve jurídicamente. Si tomamos esto como aceptable va a seguir
creciendo, haya o no una condena. El derecho penal está para condenar acciones,
no opiniones ni formas de opinión.
En la introducción de uno
de sus ensayos, Daniel Feierstein comenta que los asesinatos masivos han
existido desde que el hombre habita la Tierra, algo que puede observarse tanto
en fuentes de las distintas religiones como en diversos estudios sobre la prehistoria
y la historia antigua. Si bien los seres humanos han confrontado desde tiempos
inmemorables por los recursos y los territorios utilizado muchas veces el
asesinato de los grupos enemigos como modo de resolución de esas
confrontaciones, el término genocidio fue acuñado recién en 1943 por el jurista
polaco Rafał Lemkin (1900-1959) en su libro “Axis rule in occupied Europe” (El
dominio del Eje en la Europa ocupada). Combinando la palabra griega “genos” (raza,
nación, pueblo) con el sufijo latino “cidium” (crimen, asesinato), analizó las
atrocidades que los nazis infligieron a los judíos europeos. Dicha palabra comenzó
a formar parte del Derecho Internacional cinco años más tarde para especificar
el exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivos de raza,
etnia, religión, política o nacionalidad. Con posterioridad a la
obra de Lemkin, otros sociólogos y politólogos analizaron las consecuencias de
estos procesos al interior de los Estados nacionales, diferenciando los
genocidios perpetrados en tiempos pasados de los que se desarrollaron a partir
del siglo XX. Algunos denominaron este procedimiento como “genocidio ideológico”,
en el que los abusos se cometen en la propia sociedad del perpetrador con
claros objetivos políticos. Por su parte Feierstein definió como “genocidio
reorganizador” al procedimiento cuyo objetivo principal no es la destrucción
física de un determinado grupo de la sociedad, sino la destrucción de los lazos
sociales a partir de la instalación del terror. En esa dirección, ha publicado numerosos
artículos académicos en castellano, francés, inglés, alemán, italiano, hebreo y
coreano, entre otras lenguas.
En su extensa carrera pedagógica
se ha desempeñado como Profesor Invitado en universidades como las
estadounidenses Rutgers University of New Jersey, la City University of New
York y la Northeastern University de Boston; las alemanas Humboldt Universität zu
Berlin, la Universität Heidelberg y la Universität Marburg; las españolas Universidad
del País Vasco, la Universidad de Deusto y la Universidad Pompeu Fabra; la
británica Queen Mary University, y en varias otras de Argentina, Chile,
Colombia, México y Uruguay. A renglón seguido se
reproduce la segunda parte de la combinación de las entrevistas que fueron
publicadas en los diarios argentinos “Página/12” y “Clarín” el 10/4/2023, el 6/9/2024
y el 10/4/2025 a cargo de María Daniela Yaccar, Bibiana Ruiz y Martín Porto respectivamente. ¿La falta de reactualización
de consensos de la que usted habla se inscribe en lo que en su libro “Los dos
demonios (recargados)” define como los “errores no forzados” del campo popular
que dieron lugar a la instalación de este tipo de narrativas? Cometimos mucho de lo que
llamo “errores no forzados”. Primero, el quiebre del pluralismo político que
tanto había enriquecido al movimiento de Derechos Humanos se transformó en la
idea de “los organismos como una rama del kirchnerismo”, algo que le hizo un
daño enorme tanto a los organismos como al propio kirchnerismo. Segundo: el
abandono de la discusión franca y abierta, que había permitido, con mucho
debate, forjar consignas como “aparición con vida” hacia el fin de la
dictadura. Por el contrario, conceptos como “terrorismo de Estado” o “dictadura
cívico-militar”, entre otros, se adoptaron sin un debate real y generaron
consecuencias muy contraproducentes en las disputas por la memora. Por último,
pero no menos importante, las lógicas cancelatorias clásicas del movimiento
“woke” impidieron, como en otros temas, pensar críticamente. Si yo debo repetir
las “verdades” de los derechos humanos, si la política hacia cualquier
cuestionamiento, incluso negacionista, es una ley que les impida hablar, si ya
tengo que pensar sobre todo… ¿Cuál creés que será el resultado? El que tenemos:
que todo aquel que pregunta tiene dudas, que es curioso, y en especial si es
joven, se volverá negacionista porque parece la única manera de poder pensar o
discutir abiertamente, porque ahora resulta que para “apoyar la causa de los
derechos humanos” sólo hay que repetir las “verdades” ya instaladas. Ninguna
disputa por las representaciones se gana de ese modo. La cultura cancelatoria
solo nos daña y nos hunde más. Por el contrario, el
negacionismo parece mostrar cierto grado de readaptación en su discurso. Usted
le reconoce cierta “potencia, lucidez y originalidad” en la disputa por la
creación de sentido. ¿En qué se identifican estos rasgos? En la capacidad de
cambiar. Los cómplices de los genocidas revindicaron su accionar durante veinte
años y fueron marginales en la sociedad argentina, su escucha cada vez era
menor. Hacia 2006 aproximadamente, empiezan a percibir que no es el camino.
¿Qué hicieron? Aprender de lo que los organismos de derechos humanos habían hecho
bien y hacerlo en espejo, justo cuando los organismos comenzaban a dejar de
hacerlo. Primero: dejaron de revindicar la dictadura y, por el contrario,
recuperaron la visión de los dos demonios, pero ahora con una direccionalidad
opuesta, lo que he llamado la versión “recargada”. Si los dos demonios decían
“bueno, ya sabemos que la guerrilla cometió un montón de crímenes, pero el
Estado actuó todavía peor y tenemos que centrarnos en eso”, la versión
recargada dirá “bueno ya sabemos que el Estado cometió un montón de crímenes,
pero acá nadie está hablando de los crímenes de la guerrilla”. Parece lo mismo,
pero no, es bastante distinto. La direccionalidad es la opuesta, ahora se trata
de iluminar “los crímenes de la guerrilla” cuando en la versión original se
iluminaban los del Estado. Segundo: así como los organismos en el primero
momento oscurecieron el carácter político de muchas de las víctimas del
genocidio y las “angelizaron”, iluminando el rol de las madres, de los bebés
secuestrados, de los estudiantes que alfabetizaban, entre otros; ahora los
negacionistas hacen lo mismo en espejo. No se centran en el atentado al
torturador comisario Alberto Villar, sino en las acciones más cuestionables de
las organizaciones armadas, sea el asesinato del secretario general de la CGT
José Ignacio Rucci o algún niño que murió producto de una bomba que tenía otro
objetivo, etc. Tercero: crean un organismo cuya base es la asesoría jurídica,
el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (CELTYV), de
donde surge la militancia de la actual vicepresidenta de la Nación Victoria
Villaruel, que se configura hasta en su nombre como un espejo del Centro de
Estudios Legales y Sociales (CELS). Y, cuarto y principal: comprenden que la
memoria colectiva se construye de abajo hacia arriba y de modo plural. Por lo
tanto, en vez de buscar imponer una verdad “desde el aparato estatal”, salen a
disputarla en las calles, en las escuelas, en los medios, en las redes
sociales, particularmente entre los jóvenes y en todos los lugares donde se
disputan las representaciones colectivas. Entonces, mientras el campo popular
iba reforzando sus errores no forzados, el movimiento negacionista iba
recuperando y reproduciendo en espejo lo mejor que había hecho el movimiento de
derechos humanos en esos veinte años entre el fin de la dictadura y los
primeros 2000. En estos cuarenta años de
democracia se pueden identificar tres momentos políticos en los que, con mayor
o menor intensidad, desde el Estado se intentó un retroceso en términos de
memoria colectiva (en los gobiernos de Menem, Macri y ahora Milei). ¿Cuál es la
funcionalidad del discurso negacionista en la instalación de proyectos de corte
neoliberal? Bueno, es parte de lo que
venía diciendo. Menem intentó instalar una política de “reconciliación” pero,
paradójicamente, durante su gobierno avanzaron en la sociedad posturas muy
interesantes. Fue uno de los momentos más lúcidos del movimiento de derechos
humanos, que luego eclosionaron políticamente a partir de 1996 y son los que
explican haber podido derrotar las políticas de impunidad con una originalidad
y una potencia que se estudia en el mundo entero. Por otra parte, cuando Macri
denuncia “el curro de los derechos humanos”, logra un éxito rotundo, pero
porque había habido algunos casos de colusiones problemáticas entre organismos
de derechos humanos y el aparato estatal. Entonces, Macri (todavía en la
oposición) aprovecha eso para deslegitimar a los organismos completamente. Pero
la confusión entre la militancia en un organismo de derechos humanos y la
función estatal no la inventa Macri. Es un problema serio en el debate de los
propios organismos y explica algunos de los errores no forzados de los que
hablábamos. El tema es si queremos realmente poner estos temas sobre la mesa o
sí, por el contrario, queremos hacer como si nada de esto existiera y seguir
pensando que todo se explica por el que gana o pierde las elecciones. Las
elecciones son el punto de llegada, no el punto de partida de estas disputas
por las representaciones. Hay que recuperar la capacidad del pensamiento
crítico. ¿Se puede pensar al
negacionismo como un mecanismo habilitante del accionar represivo? Es que sí. Jamás la
discusión sobre el pasado remite al pasado. Cuando se busca condenar al
accionar represivo pasado se pone límites al accionar represivo en el presente.
Cuando se ponen peros, se avala la impunidad o se “relativizan” los crímenes
del pasado; en verdad se está buscando relegitimar esas acciones en el
presente. Todo el sentido de la ofensiva negacionista pasa por avalar el
“protocolo” para relegitimar la representación a la protesta, algo que había
quedado cuestionado a partir de las políticas de memoria. Y, además, homologar
la protesta al delito común, dos prácticas totalmente opuestas ya que la
protesta es una acción colectiva que busca reforzar el lazo social comunitario,
y el delito común es una acción egoísta que quiebra lazos afectando a otros que
también sufren. Creo que la derecha aprovechó muy bien esta confusión y que el
movimiento de derechos humanos -en su comprensible deriva “garantista”- no supo
distinguirlas. En esa homologación es que apareció esta idea de “los organismos
defienden los derechos de los delincuentes y no los de la gente común”.
Necesitamos volver a distinguir esas dos prácticas. Yo puedo defender los
derechos de ambos, pero a la vez debo señalar con mucha claridad que cuando se
reprime al que protesta se reprime a alguien que está haciendo algo bueno y
útil para la sociedad, en tanto que cuando se reprime al que delinque se
reprime a alguien que está haciendo algo dañino. Si no logramos volver a
distinguir estos elementos, será muy difícil disputar las representaciones
sobre la realidad. En los últimos días se
agudizaron rasgos preocupantes en el accionar del gobierno en términos
institucionales: el nombramiento por decreto de dos jueces en la Corte Suprema,
la apertura de sesiones ordinarias con un Congreso fuertemente custodiado y sin
el ingreso de la prensa al recinto, el ataque a un diputado nacional en el marco
de la asamblea, y la amenaza de intervención a la provincia de Buenos Aires,
son algunos ejemplos. ¿Observa en esto un riesgo para la institucionalidad
democrática? Bueno, esto se vincula a
otro debate que vengo intentando abrir ya hace más de un lustro, con muchos
enojos en gran parte de la comunidad académica de Historia y Ciencias Sociales,
que es el debate no sólo sobre la institucionalidad democrática, sino sobre el
posible carácter fascista o neofascista de este momento histórico, algo que va bastante
más allá de un gobierno determinado, porque de hecho cuando inicié el debate,
Milei ni siquiera era candidato a nada. Pero sí, efectivamente cada día este
gobierno da un paso más en el quiebre de la institucionalidad y el diálogo
político: los ataques y agresiones diarios en las declaraciones presidenciales
o particularmente en sus expresiones en redes sociales, desde “tiemblen zurdos”
hasta “ratas K” o “cucarachas K”, entre otras; la represión de la protesta, en
particular cuando es desarrollada por sectores populares, las causas judiciales
contra organizaciones de base, los arrestos en la vía pública de manifestantes
y el armado de causas judiciales contra los mismos, la revelación intencional y
pública de información personal sobre un individuo u organización en las redes
sociales, y las constantes amenazas por parte de las “milicias digitales” y las
provocaciones en las movilizaciones masivas. Y sumemos en estos días la
designación por decreto de dos miembros de la Corte Suprema que no cuentan con el
apoyo parlamentario y la agresión física, que no es la primera, a diputados
nacionales… Pero todo esto, como planteo en “La construcción del enano
fascista” se venía incubando ya desde la respuesta oficial ante la desaparición
de Santiago Maldonado, en la segunda mitad de 2017 e incluso la persecución y
hostigamiento a su familia, muy en especial a su hermano Sergio… ¿Qué
necesitamos para identificar los riesgos? Creo que el momento para actuar es
cuando estas prácticas están en sus primeras etapas. Una vez que se permiten
estas acciones… ¿cómo poner un límite? No hemos vivido, desde el fin de la
dictadura, nada parecido a lo que estamos viviendo desde 2017. Pero mucho menos
desde la asunción de este gobierno. Por eso esto no nace con Milei, porque Bullrich
ya fue ministra de Seguridad y ya había comenzado estas prácticas que ahora se
vuelven más graves. Creo que, al conectarse con un fenómeno que no es sólo
argentino sino internacional, introduce un riesgo mayor. Ese desafío nos
interpela a todos, pero el momento de actuar es ahora. Podemos recobrar la
institucionalidad democrática o avanzar en una deriva cuyo final desconocemos,
pero que no augura nada bueno para la mayoría del pueblo argentino. ¿Cuál debería ser la
respuesta ante ese escenario? La respuesta debe ser a
varios niveles: recuperar la calle como espacio de protesta, restaurar el
diálogo político para crear un cordón que impida el avance fascista y ser
capaces de revisar los errores propios para recuperar la capacidad de interpelación
de las mayorías y muy en especial de los jóvenes. No es sencillo, pero sí
indispensable. ¿Por qué es importante
retomar el concepto de fascismo? Es un término súper
interesante y actual. Da cuenta de la especificidad de una forma política que
en nuestra región en general no conocimos antes de este momento. Es una
experiencia eminentemente europea, de mediados del siglo XX, y las expresiones
que tuvo en América Latina tendieron a ser bastante marginales. La percepción
que por lo general tenemos es la de las dictaduras autoritarias, que han sido
en algunos casos genocidas pero que sin embargo no han sido fascistas, en tanto
no han logrado -ni siquiera han buscado- una capacidad de movilización
reaccionaria. Su poder se basaba en la intervención de las fuerzas armadas y de
seguridad, y la búsqueda, a través del terror, de paralizar a la sociedad,
mientras que el fascismo busca movilizarla y que la violencia sea ejercida por
distintos sectores sociales. Diferencia tres maneras de ver el fascismo y plantea
que la definición adecuada para entender este tiempo es la de “práctica
social”. Hay tres grandes grupos de trabajos sobre el tema. El primero plantea
la idea del fascismo como ideología. Es relativa en el momento actual: la
ideología fascista de la Europa del siglo XX está presente en algunas cosas,
pero en otras no en los movimientos que vemos ahora. Ese fascismo venía de la
mano de un nacionalismo expansionista, por ejemplo, que ahora no se ve. Una
segunda perspectiva, más clásica de las ciencias políticas, es la del fascismo
como sistema de gobierno, un sistema de dominación con una alianza de
corporaciones que implica al poder empresarial, los militares, la Iglesia, los
sindicatos. Esto está absolutamente ausente en el presente. Lo que tiene más potencia
es la mirada del fascismo como práctica social, que prioriza qué tipos de
construcciones y relaciones sociales busca construir.
Daniel Eduardo Feierstein
(1967) es un sociólogo e investigador argentino, especialista en el estudio de
las prácticas sociales genocidas, los procesos de memorias y representaciones
del pasado y su incidencia en las disputas políticas del presente. Nacido en el
barrio de Villa Pueyrredón en la ciudad de Buenos Aires, estudió en la Facultad
de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, donde obtuvo los
títulos de Licenciado en Sociología y Doctor en Ciencias Sociales. Actualmente
se desempeña como profesor titular de la cátedra Análisis de las Prácticas
Sociales Genocidas en dicha Facultad, en la cual también ejerce como director
del Observatorio de Crímenes de Estado. Asimismo, es director del Centro de
Estudios sobre Genocidio y de la Maestría en Diversidad Cultural, ambos en la
Universidad Nacional de Tres de Febrero, investigador principal del Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y miembro del
Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) y del Comité Nacional de Ética en la
Ciencia y la Tecnología (CECTE). Durante varios años de la
década pasada se desempeñó como Profesor Titular del seminario de Maestría y
Doctorado “La cuestión del genocidio y el derecho penal internacional desde la
crítica criminológica” en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos
Aires, y presidió la International Association of Genocide Scholars (Asociación
Internacional de Académicos del Genocidio) durante el período 2013-2015. Como consultor
independiente de laOrganización
de las Naciones Unidas (ONU) en temas como genocidio, derechos humanos y
discriminación, ha trabajado en la elaboración de las Bases de un Plan Nacional
de Derechos Humanos argentino.
Lo que sigue a
continuación es un compilado de las entrevistas que concediera a las
periodistas María Daniela Yaccar (“Página/12”-10 de abril de 2023) y Bibiana
Ruiz (“Clarín”-6 de septiembre de 2024), y al periodista Martín Porto (“Página/12”-10
de marzo de 2025), en las cuales se refirió a la transformación del mapa
político argentino, a cómo la historia condiciona los modos en que se percibe
la realidad, al genocidio como práctica social y la necesidad de construir una memoria
colectiva en una era atravesada por el negacionismo y las posturas
neofascistas. ¿Cuál es el sentido de los
genocidios y por qué es un absurdo pensarlos en categorías? El tema es la mirada más
clásica sobre los genocidios: gente malvada que decide matar gente. Y eso es
banalizar el proceso genocida. Lo que hay que entender es que es una tecnología
de poder. ¿Qué quiere decir eso? Que la forma de aplicar el terror en una
sociedad es una herramienta que permite una serie de transformaciones sociales.
Y es común, porque es una tecnología de poder tremenda pero exitosa. Y no
deriva de la maldad, más allá de que se pueda mezclar con la maldad de quienes
lo ejecutan, sino que deriva de la decisión de transformar a la sociedad,
utilizando el terror masivo, que es un poco el eje de las políticas genocidas. ¿Cómo es que la memoria
del pasado reciente también está en disputa? Es interesante entender
cómo funciona la memoria. En verdad es una capacidad que tenemos para usar el
pasado en el presente. No es una caja donde guardamos cosas y las vamos a
buscar. No funciona de esa manera. La memoria siempre se proyecta al presente,
al pasado, y se resignifica desde el presente. Entonces, como funciona así,
como capacidad, el pasado siempre juega un rol para definir qué queremos en el
presente. Y hay muchas formas de contar el pasado, no infinitas, pero uno puede
interpretar lo que pasó de distintas maneras. Por darte un ejemplo argentino,
la forma mentirosa sería que en Argentina no hubo un aniquilamiento de personas
durante los años ‘70. Pero dentro de las verdaderas, vos podés interpretar ese
proceso de persecución estatal de muchas maneras. Podés verlo como una guerra
entre dos facciones donde una terminó triunfando; podés verlo como un estado
que se desborda y decide empezar a limitar los derechos de los ciudadanos. Esas
han sido las miradas más clásicas en la Argentina, y son muy distintas. No es
lo mismo pensar y analizar y recordar una experiencia afectando al conjunto
social porque busca que todos se aterroricen y cambiar cómo nos relacionamos a
partir del terror, que pensar que es un estado que tomó el poder, se desbordó y
empezó a perseguir gente, donde básicamente lo que está en juego es este tema
de la maldad en manos del aparato estatal. Entonces ese pasado siempre es
producto de disputa. Y la idea de mi último libro es ver cómo tanto en el caso
del nazismo, en el primer capítulo y parte del segundo, como en el caso
argentino, se llevó a cabo esa disputa y cómo se juega hoy. Porque además va
cambiando con el tiempo, hay distintos objetivos: como el presente va cambiando,
ese pasado también va jugando cada vez un papel distinto. Si la forma gramsciana
clásica de “disputas por el sentido” es más preciso, ¿qué busca la nueva
derecha instalando el concepto de “batalla cultural”? ¿Cómo se explica esta
realidad hoy, con un “objeto de la batalla”? Lo que busca y logra la
nueva derecha en esto que llama batalla cultural es poner en cuestión los
sentidos aceptados colectivamente, te diría en el último medio siglo -en
algunos casos en el último siglo-. Entonces, algunos de los valores aceptados
tenían que ver con el rol del Estado, el hacerse cargo de todos los miembros de
una sociedad, el entender que yo tengo responsabilidades con todos aquellos que
conviven conmigo en el mismo territorio. La nueva derecha trata de poner en cuestión
esto. Y aprovechando algunas cuestiones de los cambios de los últimos treinta
años, donde ese progresismo que había sido resultado de estas valoraciones de
lo comunitario empezó a entrar en problemas, en una serie de confusiones, en
ese discurso victimista, entró en esta lógica de construir siempre al otro como
enemigo, de modo esencialista, incluso. Y lo podemos ver en las lógicas de
género, en las lógicas étnicas. Esto es aprovechado por la nueva derecha para
interpelar a los sectores que están sufriendo, pero que quedan afuera de esta
visión del mundo del progresismo, como suponer que alguien, por ser hombre, ya
automáticamente es el mal y no sufre, que por ser blanco u occidental
automáticamente es el mal y no sufre, que sólo corresponde reparar a determinados
miembros de determinados colectivos, no dinámicamente como se hacía hasta hace
treinta o cuarenta años, sino de modo esencial. Porque una cosa es decir el
Estado tiene que reparar a los que más están sufriendo hoy y otra cosa es decir
el Estado tiene que reparar a las mujeres o a los indígenas o a los
afrodescendientes. La lógica esencialista divide el mundo de modo binario y
asigna el bien y el mal a esas lógicas binarias. Ese es el rol de esa disputa
por el sentido que está ganando la nueva derecha en esa batalla cultural. Si la nueva derecha
reivindica figuras como la de Alberdi o Roca y a la vez cuestiona los sentidos
construidos en relación a la última dictadura, ¿cómo es leído esto por las
generaciones más jóvenes? A la vez, ¿existe la voluntad de incidir en el debate
político, y en qué se parecen los intelectuales de la nueva derecha a los de
las décadas del ‘50, ‘60, ‘70, ‘80? Una de las cosas que pasó
para entender por qué se quiebran los consensos en Argentina es también que
pasó el tiempo y esos consensos tenían que ver sobre todo con generaciones que
vivieron esos hechos. Pero lo real es que para los jóvenes de hoy esos hechos
están muy lejos. No es que están un poco lejos, están muy lejos. Entonces, no
sólo que ellos no participaron, sino que en algunos casos ni siquiera sus
padres participaron, son hechos que hacen referencia a sus abuelos. Eso es lo
que lleva a que haya que repensar esos usos del pasado también desde nuestras
perspectivas. No sólo mirar cómo ha aprovechado este quiebre la nueva derecha
para poder decir cosas que no se podían decir, sino cómo hay que construir
otras aproximaciones a ese pasado que puedan interpelar a gente que pueda
entender por qué ese pasado le sigue influyendo en su vida, aunque haya pasado
hace tanto tiempo. O sea, que pueda entender que hay una vinculación entre la
realidad que tiene hoy y la realidad que se vivió en los años ‘70, pero que esa
vinculación no es automática, porque justamente no lo vivieron ellos, no lo
vivieron sus padres. Es una vinculación que tiene que ver con cómo ese terror
siguió irradiando a lo largo del tiempo y qué consecuencias trae hasta hoy. Y
por qué es importante esa discusión. Así como uno podría plantear por qué es
importante la discusión tanto del genocidio en la Argentina del siglo XIX como
de las ideas de Alberti, o de Roca, o de Sarmiento, o de cualquiera de los
líderes políticos de ese momento en Argentina. Pero otra vez, esos usos del
pasado siempre van cambiando con el tiempo. Y hay que ver cómo uno puede conectar
esos problemas del pasado con los problemas del presente, porque eso es lo que
va a dar la clave para que uno pueda interpelar a nuevas generaciones. ¿Cómo incide la cultura de
la cancelación en la reflexión actual sobre el pasado? Creo que la cultura de la
cancelación es un problema enorme del progresismo, uno de los más grandes,
porque impide pensar. O sea, pensamos las identidades de modo esencial y
pensamos la realidad con algunas consignas que tenemos que repetir y no
permitimos que nadie se mueva de esas consignas. Y esto es el antipensamiento,
y le ha dado mucha fuerza a la nueva derecha cuando de pronto dice “tenemos que
animarnos a decir algunas cosas”. El problema es que a uno le puede parecer
espantoso eso que dicen, pero lo real es que hay que ponerlas sobre la mesa y
explicar por qué. No es que alcanza con decir son espantosas, no las pueden
decir. Porque el proceso de pensamiento requiere la crítica y para la crítica
tenemos que ser capaces de poder decir cualquier cosa y poder ponerlo en
cuestión, y poder hacernos responsables de lo que decimos. Y entonces, si
decimos una barbaridad, después tenemos que hacernos cargo de la barbaridad que
decimos. Pero el problema no es que directamente quedamos cancelados. Y además
¿quién evalúa qué es una barbaridad? ¿Quién evalúa qué se puede decir y qué no?
Eso nos lleva a un territorio muy peligroso. ¿Por qué se abandona la
crítica, una herramienta fundamental del campo popular y el progresismo? Creo que es un clima de
época que tiene que ver con estas derivas del progresismo que decíamos, con el
rol de las redes sociales que dificultan el pensamiento crítico. Si vos tenés
que tomar una posición en 256 caracteres, es difícil que puedas darle
complejidad a esa posición. Eso ha facilitado la división binaria, estas
grietas de las que hablamos en la Argentina, pero que no existen sólo en la
Argentina, son internacionales, que es o estás del lado del bien o estás del
lado del mal. Y esto impide que pensemos, pero además impide que hablemos. Es
muy interesante cómo se han quebrado parejas, familias, núcleos de amigos por
no poder aceptar la diferencia en la evaluación de la realidad. Digamos que es
algo que te enriquece. Podemos tener visiones distintas y podemos aprender de
la visión del otro si dejamos de lado esa cultura de la cancelación, si podemos
aceptar escuchar otra posición, aunque no nos guste y aunque no nos convenza,
pero hay un 10 % que reconocemos que puede tener algo de verdad. Así como el
otro, a partir de ese reconocimiento nuestro, puede reconocer que hay una parte
de nuestro planteo que también tiene algo de verdad. Y ahí es donde se permite
la reconstrucción del lazo social. Es una herramienta central incluso para
poder pensar cómo librar esas disputas por el pasado que tienen que librarse
escuchando las otras visiones, incorporándolas en un sentido crítico, pudiendo,
en vez de cancelarlas, explicar por qué son problemáticas, por qué podrían
incluso ser peligrosas, por qué pueden ser erróneas, por qué son
distorsionadas. En su estudio comparado
sobre genocidios, usted plantea el concepto del genocidio como un proceso, una
tecnología de poder que busca incidir en el sistema de representación y
transformar la identidad de un pueblo a través del terror. ¿Qué huellas dejó en
la sociedad argentina la violencia estatal de los ’70? El genocidio argentino,
como la mayoría de los genocidios, fue bastante exitoso en la transformación de
los lazos sociales. Los niveles de solidaridad, la construcción de una
“comunidad”, valores como la indignación ante la injusticia o la profundización
de la miseria, se vieron profundamente afectador, no solo por los miles de
compañeros que nos faltan sino por el efecto del terror y de las respuestas
ante el terror en quienes quedamos vivos y en las generaciones que continúan.
Zygmunt Bauman retomó un concepto de los griegos, “adiaforización”, que traduce
como “invisibilidad moral”. El genocidio profundizó nuestra invisibilidad
moral, logró aumentar nuestra incapacidad de rebelión ante el mal, nos habituó a
poder ver gente durmiendo en la calle, sufriendo frío o hambre y pasar
caminando como si no existieran. Si bien este individualismo extremo, el
cinismo o el nihilismo son parte de un clima de época que cobra fuerza con el
fin de la Guerra Fría, en el caso argentino es imposible explicarlo sin tomar
en cuenta las consecuencias del genocidio. La lucha contra la impunidad y la
posibilidad de juzgar y condenar a muchos responsables permitió algunos niveles
de reconstrucción en Argentina, sobre todo si comparamos con Brasil o España,
por ejemplo, que no vivieron nada parecido a eso, pero no implica que haya
permitido reconstruir una visión más cooperativa del lazo social. Gran parte
del movimiento de derechos humanos -con todo el valor que ha tenido- se estructuró
a fines de la dictadura en base a la defensa de derechos individuales. El
concepto de derechos colectivos o derechos de los pueblos quedó mucho más
oscurecido y en general no hemos sido capaces de recuperarlo como sociedad. ¿Qué factores hicieron
posible la expansión de la narrativa negacionista en una Argentina cuyo
contrato democrático parecía construido sobre sólidos consensos respecto de los
crímenes de la última dictadura militar? Varias cosas. Debemos
comprender que el tiempo pasa. Los consensos construidos en 1983 no podían
durar por siempre. Hoy tenemos millones de personas que nacieron después de esa
fecha. Esos consensos necesitaban reactualizarse en cada generación. Y eso no
ocurrió, particularmente en los últimos veinte años.
Samanta Schweblin piensa
que la literatura está muerta si no hay quien la lea: “La literatura sucede a
un ritmo de baile de a dos, un paso el escritor, otro paso el lector. Y la
principal regla del baile es la misma que en la escritura: se baila de a dos
pero sin pisarse”. Considerada una de las escritoras contemporáneas más
destacadas de la literatura argentina y latinoamericana, sobre ella ha dicho la
novelista, ensayista y poeta estadounidense Siri Hustvedt (1955): “Schweblin
combina el impulso urgente que caracteriza a toda gran narrativa con precisas,
aunque inquietantes, descripciones de sentimientos humanos que a menudo no
tienen nombre, esas zonas ambiguas de la realidad humana donde se entremezclan
el asombro, el temor y el deseo”. En el mismo sentido se expresó la escritora
estadounidense Lorrie Moore (1957): “Nadie escribe como Samanta Schweblin. Sus
historias son únicas, maravillosamente impredecibles y cautivadoramente
extrañas”. Otro tanto ha hecho el escritor español Enrique Vila Matas (1948):
“El asombro nos deja desarmados ante algo que creíamos familiar y que en un
instante se nos muestra como absolutamente nuevo. En la experiencia de leer a
la gran Schweblin se produce ese movimiento. Hay un antes y un después y el
recuerdo de algo que no va a dejarnos nunca”. En las entrevistas que ha
concedido a raíz de la publicación de “El buen mal”, además de referirse a sus
características y a su concepción de la literatura en general, ha manifestado
su inquietud con respecto a la situación que vive la Argentina donde, según sus
palabras, “se está librando una batalla cultural que es muy fuerte. Hay una
cultura que trata de aniquilar a otra. Tratar de anular la cultura en un país
en el que la misma cultura ha sido un lugar de resguardo y de brutal
resistencia no es nada inteligente. Hemos pasado por estos ciclos antes, muchas
veces -agregó-. Y como la mujer de este libro, nos volvemos a poner de pie.
Depende con qué regla se mida esto: si realmente estamos sucumbiendo o si
estamos pasando por un pésimo momento”.
Lo que sigue es la segunda
parte de la compilación de fragmentos de las entrevistas aparecidas en las
revistas “Vice”, “Cabal” y “Letras Libres”, y en los diarios “Infobae” y
“Clarín” en los años 2013, 2019, 2022 y 2025. ¿Cómo comenzó todo esto?
¿De dónde proviene tu vocación? Creo que es algo que
siempre estuvo ahí. No hubo un momento mágico de revelación, es algo que hice
desde que tengo memoria. Cuando no sabía escribir le dictaba las historias a mi
mamá. Lo que si tuve fue una infancia muy estimulante. Mis papás me leían muchísimo.
Y mis abuelos maternos, los dos artistas plásticos, tuvieron una presencia muy
fuerte también en mi formación. ¿Qué es lo que más te
divierte, en lo personal, del proceso de planificación y armado de un libro? La escritura. El momento
en el que al fin sé más o menos qué es lo que quiero contar, y empiezo a
trabajar en una historia. Antes podía hacer una distinción entre la etapa de
escritura y la de reescritura, o corrección. Ahora prácticamente se dan juntas,
hace tiempo que reescribir y corregir dejó de ser un ejercicio de recorte para
convertirse en uno de amplitud, en parte de la propia escritura. ¿Qué tipo de lecturas son
las que más te movilizan o conmueven? Las que me ayudan a
descubrir o entender algo nuevo, aunque solo se trate de un detalle en el que
no había pensado antes. ¿Las ficciones revelan de
manera inevitable algo de la psicología de su autor, o es posible escribir
sobre lo que no se es o no se comprende? Un lector atento puede
deducir mucho de un escritor, más de lo que al escritor le gustaría. Cuando uno
lee, lee la historia, pero lee también al autor. Es incómodo, pero finalmente
el lector sigue las huellas de un recorrido que siempre es personal, incluso
cuando no es autobiográfico. ¿Trabajas los cuentos en
función del final o podés partir de una idea sin tener claro dónde te lleva?
¿Qué podés contar acerca de tu método de trabajo? Puedo jugar un rato con
algo que no sé qué forma tendrá, a modo de prueba o de ejercicio. Pero para
meterme más en la historia y ponerme realmente a trabajar necesito entender un
poco más el final, hacia dónde voy. A veces esto puede ser descubrir la imagen
final con mucha nitidez, otras, apenas tener una idea de clima, o una
sensación, pero avanzar a ciegas me trae muchos problemas. Si no sé hacia dónde
voy prefiero leer, caminar, pensar, rondar la idea sin las fatalidades de tener
un lápiz a mano, que fija y concreta las palabras más rápido de lo que puedo
elegirlas. ¿Le das más importancia a
la trama, a la atmósfera, a la construcción de los personajes, o el relato es
una unidad en la que cada uno de esos elementos debe tener peso propio? Es una unidad. A veces
tengo claras las ideas, pero no puedo avanzar hasta no encontrar al personaje,
a veces veo con claridad el personaje, pero sin una idea que lo empuje a
moverse es imposible ponerlo en acción. A veces tengo ambas cosas, pero ni el
clima ni el tono parecen acompañarlos. Pero con el tiempo también fui
descubriendo que hay que prestarle mucha atención a la primera impresión que
uno tiene de una idea. Todo está ahí, la extensión, el género, el personaje, la
cadencia del narrador. El germen más auténtico de una idea tiene a veces todas
las pistas que se necesitan para avanzar. ¿Reconoces características
comunes a los escritores de tu generación, hay algo que los distancie de la
tradición y los distinga de algún modo? No puedo identificar nada
en particular, pero quizá sea porque justamente pertenezco a esa generación,
quizá se necesite un poco más de distancia para contestar esto. Sí creo que nos
leemos mucho más entre nosotros. No porque las generaciones anteriores no se
leyeran entre sí, sino porque los tiempos entre los que un uruguayo terminaba
un libro y en los que ese libro llegaba finalmente a manos de un colombiano
eran mucho más largos. Hoy nos leemos prácticamente en vivo, nos influenciamos
más, discutimos o nos entendemos a través de los libros de una forma más
inmediata, y seguramente eso tendrá su impacto sobre lo que escribimos. ¿Cómo llegaste a esa idea
de que la literatura está muerta si no hay quien la lea? Supongo que en mi propia
experiencia como lectora. Siempre tuve una suerte de atención muy curiosa de lo
que me pasa a mí como lectora cuando leo o escucho una historia. Si me
distraigo, intento entender por qué, dónde exactamente un texto me soltó, si no
puedo parar de leer, intento dilucidar cuáles son las herramientas, las
promesas y los contenidos que me hacen conectar con un texto de una forma tan
potente. Como lectora, no me gusta que me digan qué está saliendo de la galera
del mago, me gusta que me den el espacio para meter yo misma la mano y
descubrir y nombrar yo misma las cosas que voy sacando, me gusta que me tomen
en serio, que el escritor cuente con que voy a ser capaz de seguirle los pasos. ¿Y recordás lecturas que
te hayan revolucionado, transformado? Por supuesto que recuerdo
muchos de esos saltos, de esos descubrimientos vitales después de cerrar un
libro. Como lo fue leer a Kafka o a Boris Vian a mis trece o catorce, los
cuentos de Di Benedetto en la secundaria, o como lo fue cuando descubrí la obra
de Vivian Gornick y los ensayos de Ursula Le Guin. Pensar sólo es como caminar
por ahí, parando cada tanto para tomar nota. Pensar con el otro es como si un
amigo pasara con el coche y te ofreciera llevarte. Imaginate si encima pudieras
elegir en qué dirección querés ir, y quién querés que maneje. No entiendo
realmente por qué no nos pasamos el día entero leyendo. Si la magia ocurre cuando
el lector o la lectora se hacen preguntas ¿cómo interviene esa idea, pero ya no
como lectora sino cuando escribís? Gran parte de mi escritura
es en realidad reescritura, y tiene mucho que ver con ese ejercicio de
distancia, con intentar leerme como lectora. Es muy difícil pensar que uno es
capaz de tomar esa distancia, es casi una ingenuidad, pero es parte del
ejercicio de la escritura. Casi diría que una de las partes más importantes.
Pensando en mi experiencia como tallerista, enseñando escritura creativa y
viendo cómo crecen los autores que recién empiezan, diría que aprender a leer
lo que dice un texto que acabamos de escribir, leer realmente eso que el texto
está diciendo y no lo que nos gustaría que diga, es una de las cosas que más
cuesta aprender. ¿Qué motiva a una
escritora a escribir cuentos en un momento en que el mercado editorial exige
novelas casi como requisito para ser publicada? Supongo que lo mismo que
motiva a muchísimos lectores a seguir leyendo cuentos, a pesar de las
tendencias del mercado editorial. Soy lectora de cuentos. La mitad de mi
biblioteca es de cuentos y si alguien me recomienda un nuevo autor lo primero
que intento es buscar a ver si tiene un libro de cuentos. Me atrae el género
por su inminencia, por la energía que puede acumularse en tan pocas páginas y
el impacto que estas historias logran sobre un lector. ¿Qué te motiva a escribir
en ocasiones cuentos fantásticos o bien, cuentos realistas que incluyen
anormalidades en su trama? A veces me asusta la
etiqueta de “género fantástico”; el lector que busque fantasmas, brujas y
mundos paralelos va a llevarse una desilusión. Mi fascinación por el género
fantástico nació de mis lecturas de Adolfo Bioy Casares, Antonio de Benedetto,
Julio Cortázar, donde todo sucede en un plano realista, pero hay algo: un
detalle, un gesto, una sospecha, que abre la historia a la posibilidad de otra
cosa. Creo que una de las cosas que más me fascinan cuando escribo es lograr
correr el velo entre lo “normal”, y lo “anormal”, comprobar una y otra vez que
lo que consideramos normal a veces no es más que un pacto social, un espacio
cerrado y seguro que nos permite movernos sin vislumbrar nunca lo desconocido.
Pero lo desconocido no es lo inventado ni lo imposible, ¡por favor! Las últimas ocasiones en
que hemos hablado has estado en otros países, no en tu natal Argentina. ¿Ya
vives el desarraigo de muchos de tus personajes? ¿Qué haces en Berlín, tan
lejos de las deliciosas facturas argentinas? Ay, qué buenas son las
medialunas de Buenos Aires. Buenos Aires es mi ciudad, me encanta, y ahí es
donde me imagino viviendo a largo plazo. Pero surgieron algunas invitaciones
interesantes y la idea de vivir un período en Europa me entusiasma. Ahora por
ejemplo estoy por cumplir un año en Berlín, y acaban de invitarme unos meses a
Shanghái. Me parece un destino tan insólito que hasta me cuesta imaginarme en
un lugar así, pero estoy muy entusiasmada, por supuesto. Ya me lo decía Liliana
Heker: con la literatura no se gana dinero, es verdad, pero puede conocerse
todo el mundo sin gastar un solo centavo. Y yo, agradecida. Ya que es claro que no
eliges escribir este tipo de historias por ganar dinero, ¿qué te lleva por esos
temas poco ortodoxos a la hora de escribir? Siempre me impresionó el
trabajo de mi abuelo paterno durante la Segunda Guerra Mundial. Hacía la
“avanzada” para el ejército francés. Es decir, intentando no ser visto, iba en
bicicleta varios kilómetros por delante de su batallón, para acercarse lo más
posible al enemigo y regresar constantemente con información. Creo que la
literatura tiene mucho de esto. De acercarse al abismo, a los miedos y los
odios más profundos que no reconoceríamos ni en nosotros mismos; de la
posibilidad inaceptable de la muerte, y regresar a la vida diaria lo más ilesos
posibles. Aunque no hay una
prohibición escrita para que las mujeres se dediquen a la literatura, es
curioso notar que en los catálogos de las editoriales (grandes y pequeñas) haya
muchas menos mujeres que hombres. ¿A qué crees que se deba esto? ¿Te ha
limitado en el desarrollo de tu carrera el hecho de ser mujer? Una vez un crítico dijo,
intentando ser halagador, que mis cuentos parecían escritos por un hombre.
Supongo que un comentario como este delata claramente qué tipo de autoras leía
este señor. También suele pasarme que, cuando digo que escribo “cuentos”, los
menos lectores sonríen condescendientemente y preguntan: “¿Para chicos?”
Supongo que a un hombre no le preguntarían esto. Pero más allá de este tipo de
anécdotas, ser mujer nunca fue un problema, creo que eso ya está bastante resuelto
en nuestra generación. De hecho, propongo olvidarnos de esto como un problema.
Si no, suceden cosas que terminan jugando en contra, como encapricharse en que
la mitad de los autores de una antología sean mujeres, cuando lo único que
debería importar es la calidad de los textos. Creo que el terreno ya está
ganado, ahora hay que ocuparse de escribir bien, y poco a poco la balanza se
irá compensando. He leído varias
entrevistas en las que mencionas a los escritores que de alguna manera han
influido en tu escritura, pero ahora mismo no recuerdo la mención de alguna
mujer latinoamericana; mencionas a Patricia Highsmith, a Grace Paley… ¿Será que
no te venían a la mente en esas entrevistas que respondiste o no te gusta la
escritura de ninguna mujer de América Latina? Ah, muy buena pregunta.
Tenés toda la razón. Lo que pasa es que ese tipo de respuestas suelen estar
relacionadas con los grandes maestros que nos influenciaron, y la verdad es que
uno de mis grandes amores fue la literatura norteamericana, y fueron un par de
generaciones en donde no hubo muchas Flannery O’Connor o Patricia Higshmith.
Pero claro que hubo lecturas de escritoras de América Latina fundamentales.
Para empezar, Alfonsina Storni y Gabriela Mistral, fueron libros de cabecera en
mi infancia: mi abuelo me los leía de pie, casi a los gritos por la pasión que
sentía por ellos, así que aprendí a adorarlas desde chiquita. Después vino
María Luisa Bombal, Silvina Ocampo por supuesto, la genial Hebe Uhart, Liliana
Heker, Luisa Valenzuela. Y haciendo un salto a la literatura contemporánea
tengo el lujo de compartir generación con autoras como Mariana Enríquez,
Guadalupe Nettel, Lina Meruane y todas las que me debo estar olvidando.
La escritora argentina Samanta
Schweblin (1978) acaba de publicar “El buen mal”, su cuarto libro de cuentos
cuyas historias escribió desde finales de 2021 hasta principios de 2024 entre
Berlín, Barcelona y Lago Puelo. Nacida en el partido bonaerense de Hurlingham y
radicada en Berlín desde 2012 -donde dicta talleres literarios-, su obra ha
sido traducida a más de cuarenta idiomas y ha recibido numerosos premios
internacionales. Participó en el taller literario de Liliana Heker (1943), una
escritora argentina a la cual le prologó en 2016 “Cuentos reunidos”, una
recopilación de sus cuentos. Autora de los libros de cuentos “El núcleo del
disturbio”, “Pájaros en la boca” y “Siete casas vacías”, y de las novelas
“Distancia de rescate” y “Kentukis”, asegura que cuando escribe una historia,
jamás piensa en su extensión. “El cuento es muy exigente -dice-; debes empezar
una y otra vez. Se escribe acaso en una semana, pero trabajas durante tres o
cuatro meses con algo que lleva años en tu cabeza”, y admite que para ella “una
coma puede ser una noche de insomnio. Escribir es un ensayo mental y físico”.
“Un buen libro es un corazón que late en el pecho de otro”, sostiene la
narradora para quien “las emociones perturbadoras son las que merecen la pena
ser escritas”. Schweblin afirma que
aprendió a escribir leyendo a escritores y escritoras estadounidenses como John
Cheever (1912-1982), J. D. Salinger (1919-2010) y Flannery O’Connor (1925-1964), entre
otros, y asegura que sus mayores referentes son el uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937)
y los argentinos Jorge L. Borges (1899-1986), Adolfo Bioy Casares (1914-1999) y
Antonio Di Benedetto (1922-1986). A ellos, en los últimos años, ha agregado a varias
autoras que tardó más tiempo en descubrir, como las argentinas Silvina Ocampo
(1903-1993) y Sara Gallardo (1931-1988), la chilena María Luisa Bombal
(1910-1980)
y la mexicana
Elena Garro (1916-1998).
Lo que sigue es la primera
parte de la compilación de fragmentos de las entrevistas que concediera a Grey
Hutton y Paola Tinoco (revista “Vice”, 18/jul/2013), a Verónica Abdala (revista
“Cabal”, junio de 2019), a Milena Heinrich (diario “Infobae”, 26/ago/2022), a Melina
Balcázar (revista “Letras Libres”, 1/feb/2025) y a Daniela Pasik (diario
“Clarín”, 22/feb/2025). Este libro es tu regreso
al relato. ¿Qué tiene que tener un material para que sea cuento o novela? Yo siempre estoy
escribiendo cuentos, es mi espacio natural para pensar historias. Las novelas
están ahí también, van surgiendo, pero en realidad para mí funciona al revés;
es el espacio de la novela el que siento como una excursión excepcional. Cuál
va a ser la extensión, qué tan largo o corto va a ser, es una pregunta que el
material contesta por sí mismo. Pensarlo de antemano pondría forzar algo que me
sale mejor si lo decido sobre la marcha. La extensión no es más que el
resultado final, el tiempo que costó contar esa historia particular. Al menos
en mi propia escritura me cuesta pensar en términos de género y tomar
decisiones distintas porque algo es una novela o un cuento. No los siento tan
diferentes. Aunque no es del todo
exacto, a tu obra se la cataloga en género terror. ¿Por qué creés que sucede? Aun siendo consciente de
otras tantas etiquetas que a veces se suman y acepto encantada, como
“literatura de lo extraño”, “de lo incómodo” o, incluso, en mis primeros
libros, “de lo fantástico” y “lo onírico”, yo me considero siempre alguien que
escribe desde el realismo. O sea, aclaremos esto ya: ¿Hay algo más artificial
en la ficción que la pretensión del realismo? Creo que no hay nada en mis
últimos tres libros que no pueda suceder, que quede fuera del orden de lo
posible. Habría que pensar un rótulo para todos los que escribimos habitando
abiertamente el género de lo insólito, pero somos tan ingenuos, o tanto más
abiertos en nuestras percepciones del mundo, que nos autopercibimos realistas.
Y supongo que yo podría ser parte de ese club de despistados. Si jugáramos a las
casillas, ¿cuál dirías que es tu género? ¿Vale elegir más de una
casilla? Pienso en mis autores favoritos y son muy irreverentes con estos
límites. A veces se me asocia con el terror, aunque no hay en mis textos nada
que pertenezca explícitamente a ese género, quizá sólo sea por un estado de
alarma en el que podrían leerse algunas historias. Quizá lo que pasa es que en
mis textos suele haber bastante miedo. Pero, ¿por qué enmarcamos el miedo en
los géneros de terror, o a veces incluso del fantástico, cuando no hay nada más
real, físico y tangible que el miedo? ¿Tanto nos asusta el miedo que
necesitamos sacarlo del espacio del realismo? Los premios y la cantidad
de lectores que tuviste a lo largo de tu carrera no sólo se sostiene, crece.
¿Es una presión o lográs olvidarte a la hora de escribir? Lo bueno de todo eso es
que, aunque llegan siempre como mimos y reconocimiento, no son cosas que
dependan de mí. De hecho, es algo que les pasa a los libros, y repercute sobre
todo ahí. Está el problema de las expectativas, eso sí puede apabullar. Pero
llega un momento en la escritura en el que estás tan compenetrado con lo que
intentás contar, que todo lo demás queda afuera. Te quedás solo, en el mejor de
los sentidos. Hay que confiar en ese estado. Algo que aún me cuesta es la exposición,
hay algo ahí que sí me incomoda. No tiene tanto que ver con el éxito, sino con
una cuestión de cuidado personal, para mí y para los que me rodean. Intento que
el mundo de lo privado siga siendo privado. Cuidarse en las redes sociales,
tratar, siempre que se pueda, de desaparecer. En “El buen mal” hay algo
más íntimo que en tus otros libros. Lo mostrás, incluso, en el apéndice que
titulás “Sobre los cuentos”, donde contás de dónde vienen, si pasó en verdad y
a quién se refieren. ¿Es un juego de exposición? Sería demasiado hablar de
exposición, porque lo personal acá es realmente de un modo muy tangencial. Son
disparadores nomás, espacios en los que estuve, personajes delineados con
algunos otros “personajes” que conocí estos años, ciudades en las que viví. Lo
que es realmente personal, y muy íntimo, son determinados sentimientos que
fueron marcándome estos años, preguntas, ideas sobre cómo pensar algunas cosas.
Ahí sí hay un espejo más fuerte con estas historias. Creo que escribo un poco
para sacármelos finalmente de encima, para exorcizarlos. A veces estas
historias no son más que puentes entre mi emoción y la emoción del lector.
Tengo la idea de que, compartida esta emoción con alguien más, hay algo que se
cura en los dos lados. Has contado muchas veces
que tu disparador creativo comienza en una imagen. ¿Cómo fue el proceso para
este último libro? La primera imagen que
apareció es la escena con la que larga el primer cuento, “Bienvenida a la
comunidad”, la de esa mujer que aterriza en el fondo del mar como una
astronauta en la luna, por el peso de las piedras que lleva en los bolsillos, y
eso tan insólito que sucede a continuación, pero prefiero no adelantar acá.
Luego apareció la del caballo desmayado en una calle de Hurlingham, para “Un
animal fabuloso”. Después la de las protagonistas de “La mujer de Atlántida”
cruzando el pueblo en la noche, aunque esa escena no terminó en el cuento
porque ya no era necesaria, pero de ahí nació toda la historia. En “El ojo en
la garganta” vi a esos padres atravesando el desierto pampeano con la ausencia
de su hijo pequeño en el asiento trasero del auto, y la extrañeza, casi el
imposible, de que sea el mismo niño el que los esté narrando. ¿Cómo puede un
personaje narrar con precisión una escena en la que en realidad no está
presente? A veces lo que me pone a escribir no es tanto lo que soy capaz de
ver; sí lo que aún no termino de entender del todo. Además de buscar tu mesa
de trabajo ideal, ¿tenés otros rituales para escribir? A pesar de que soy una
gran consumidora de otras disciplinas, cuando finalmente conecto con un
proyecto y ya estoy en pleno corazón de la escritura, me cierro. Casi que
habito sólo mi escritura. Y no me refiero únicamente al cine y a la música,
hasta diría incluso que leo menos, o incluso con menos atención, así que no
tengo asociaciones fuertes en ese sentido. Cuando el manuscrito empieza a tomar
forma y ya logra pararse por sí mismo, ahí me abro un poco más y me importa
darlo a leer a algunos lectores a quienes les tengo confianza. ¿Y en “El buen mal” cómo
fue? El resto de las artes, la
música, el cine, el teatro, tienen cerca al espectador. Un cantante puede dar
su show mirando a su audiencia a la cara. Pero el escritor trabaja solo, y la
gran mayoría de las veces, incluso un autor leído por mucha gente, no está
nunca la oportunidad, casi mágica, de ver en vivo a alguien circular por su
texto. Eso es lo que me da la lectura de alguien de confianza. La oportunidad
de entender cómo un lector atraviesa mi texto. Ver, sobre todo. lo que no
funciona, o no funciona todavía como yo quisiera. Dónde se tropiezan, dónde se
paran a pensar y qué piensan. Le agradezco a Vera Giaconi en este libro en
particular, pero nosotras venimos leyéndonos mutuamente desde hace ya doce
años. Es mi gran compañera de escritura y siento hacia ella un gran
agradecimiento. En Europa existen ciertas
expectativas respecto a lo que un escritor o una escritora latinoamericana debe
escribir, entre una reproducción del boom, del realismo mágico y la estética
ultraviolenta con la que se asocia el continente… Pero, en tu escritura, si
bien la violencia está muy presente, no se vuelve sangre, es más bien silencio.
¿Cómo te posicionas respecto a esas expectativas? Después de muchos años en
Alemania y de estar en contacto con los lectores europeos, me doy cuenta de que
eso existe, de que no es un mito. Realmente se espera que tres generaciones
después del boom latinoamericano sigamos escribiendo como ellos, cuando somos
todo lo contrario. Uno siempre se construye luchando contra los padres, contra
todo lo que te ata, aunque nunca escapemos del todo. Para mí, lo mejor que se
escribe ahora en Latinoamérica no tiene que ver ni con el realismo mágico ni
con las literaturas violentas. Si hay algo que me encanta de la literatura
latinoamericana, no solo la argentina, es que somos sumamente irrespetuosos con
los géneros que en nuestras literaturas están muy difuminados. Somos muy
irreverentes con los límites que nos ponen desde afuera. Es una de nuestras
grandes virtudes. La literatura en sí es un juego contra los límites. ¿Por qué ese apego tan
tuyo al cuento? Me considero sobre todo
una cuentista que cada tanto falla y no le queda sino escribir doscientas
páginas más para decir lo que debería haber escrito en diez. Hay algo en la intensidad
del cuento que me fascina como lectora. Por eso voy a ese lugar como escritora.
Es alucinante que en solo veinte minutos un cuento pueda cambiar mi manera de
pensar el mundo, de entenderme a mí misma o incluso pueda incidir en mis
decisiones. Pero quien no está acostumbrado al género tiene una idea muy
diferente y percibe la historia como un recorte de una historia más extensa,
que lo deja con ganas de saber qué pasó. Como si leyera un material que no
alcanzó para una novela y se quedó en un cuento, cuando es lo contrario. Es un
recorrido emocional muy intenso, la evolución de una emoción que se produce en
apenas unas páginas. Lo demás me parece circunstancial, contingente, y en todo
caso debe estar al servicio de esa emoción, de lo que tenga que pasarle a esa
emoción. De ninguna manera pienso que un lector que acaba de terminar una
novela recibió más que el que terminó un cuento. Los textos que me han cambiado
la vida, que me han dejado patas para arriba, que me han hecho caer en
epifanías, son cuentos más que novelas. Hay algo
ultracontemporáneo en la manera en la que escribes la ansiedad y el miedo. ¿Qué
es lo que te lleva a escribir sobre eso? ¿Se trata de una forma de desmontar
los mecanismos de nuestras emociones? Me fascina la tensión, que
es en realidad un estado de atención del lector. Para mí es el momento más
sagrado de la lectura. Porque cuando leemos, lo hacemos con todos nuestros
prejuicios, que no solo son negativos. Cuando uno lee, todo el tiempo se
interroga, o por lo menos yo como lectora: ¿qué pienso de esto?, ¿cómo sentí
esto? Acá me aburrí, ¿por qué? Acá no enganché, me distraje, ¿por qué? No es
que haya pasado algo afuera, más bien algo dejó de pasar en el libro. Quizás es
una deformación profesional, pero todo el tiempo trato no sólo de leer el
texto, sino de leerme a mí misma como lectora, aunque es una misión casi
imposible, porque en el momento en que estás conectado con el texto, no estás
conectado con vos. Pero a la vez hay algo ahí, hay una verdad que uno puede ir
descubriendo acerca de qué es lo que realmente funciona en un texto y te das
cuenta de que se debe a algo muy distinto de lo que pensabas. No es lo poético,
no es algo abstracto, es algo mucho más material, físico, más presencial. Es
estar ahí. Después hay un momento mágico en el que desaparecés como lector,
porque lo que pasa en el texto te demanda tanto que necesitas toda tu atención
ahí. Es algo mucho más existencial: cuando empezás a leer algo y decís: esto
habla de mí, sólo de mí y de lo que me pasa ahora, ahí uno se dice: ¿qué haría
yo en un momento así? Se enciende una pregunta existencial y un deseo de
obtener esa información para uno mismo. Hay como un quiebre en la
identidad social de los personajes, dejan de funcionar socialmente. Estoy muy peleada con la
idea de lo normal. ¿Qué es lo normal, lo establecido? ¿Qué es lo posible versus
lo imposible? La normalidad es tal vez la mayor ficción en la que vivimos. Mis
personajes justamente quiebran ese espacio y se dan cuenta de que era posible
cruzar el espejo, sin romperlo, situarse fuera de lo establecido, en ese
espacio que se parece un poco a la locura si lo mirás desde afuera, pero donde
de pronto se encuentra la solución a lo que buscamos, donde tal vez resida la
felicidad. Estamos todo el tiempo tratando de pertenecer, de ser normales, de
estar a la altura. Me da risa pensar que todas nuestras sociedades se basan en
la idea de la normalidad, que es más ridícula quizás que la idea de Dios. También está la cuestión
de la muerte, o más bien de su inminencia. Me preguntaba si la muerte sería
ritmo, escansión, en tu escritura. Mi respuesta será muy
obvia, pero sincera. La muerte sigue siendo nuestro gran tabú, como ese horror
que nos esforzamos por no recordar. Cada día es un esfuerzo gigante por no
recordar que nos dirigimos hacia ella, pero también cada momento es muerte o
sea nuestra conversación es muerte, estamos muriendo un poco. Ese sería el
lugar común para decirlo. Hay como un equívoco muy grande en cómo se piensa la
muerte y hay una curiosidad enorme por tratar de entender lo que pasa ahí. Pero
la literatura lo permite. La literatura es la mejor tecnología y sucede en
nuestros cuerpos, en nuestra cabeza, pero no puede suceder cuando estamos
solos, sólo sucede con otro, en esa cofradía entre quien escribe pensando en el
lector y quien lee sabiendo que hay un escritor. La literatura sucede en un
presente absoluto que es cuando ambos están juntos. Entonces, envuelta en esa
tecnología, para mí, no hay tema más atractivo que el de la muerte, es del que
más quiero saber.