25 de mayo de 2025

Sergio Olguín: “Hay algo que aprendí del periodismo y me sirvió para la prosa literaria: buscar la limpieza. Una lengua clara, entradora, atractiva, concreta”

Sergio Olguín (1967) es un escritor y periodista argentino. Nacido en Buenos Aires, pasó su infancia y su adolescencia en la localidad del conurbano bonaerense Lanús. Estudi
ó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y concurrió al taller literario de la escritora y profesora universitaria argentina Gloria Pampillo (1938-2013). En 1990 fundó la revista cultural “V de Vian” y, al año siguiente, cofundó junto al periodista argentino Eduardo Antín (1951) la revista de crítica cinematográfica “El Amante”. Años después fue jefe de redacción de la revista cultural “Lamujerdemivida” y editor de la sección cultura de la revista “El Guardián”. Dedicado al periodismo desde los diecisiete años, comenzó publicando notas en la revista “Familia Cristiana” por unos pocos años y luego fue columnista en los diarios argentinos “Crítica de la Argentina”, “La Nación”, “Tiempo Argentino” y “Página/12”, y en el uruguayo “El País”.
En 1998 publicó el libro de cuentos “Las griegas” y en 2002 “Lanús”, su primera novela, a la que le siguieron “Filo” y las narraciones juveniles “El equipo de los sueños”, “Springfield” y “Cómo cocinar un plato volador”. Más adelante publicó las novelas “Oscura monótona sangre”, “Boris y las mascotas mutantes”, “1982” y “Los últimos días de Julio Verne”, y el libro de cuentos “Los hombres son todos iguales”. Intercaladas con estas obras, publicó cinco novelas enmarcadas en el género policial, cuya protagonista es la periodista e investigadora Verónica Rosenthal. Se trata de “La fragilidad de los cuerpos”, “Las extranjeras”, “No hay amores felices”, “La mejor enemiga” y la recientemente publicada “Media Verónica”.
También ha editado y prologado, entre otras, las antologías “Los mejores cuentos argentinos”, “La selección argentina”, “Cross a la mandíbula” y “Escritos con sangre”, compilaciones en las que reunió narraciones de, entre muchos otros, prestigiosos autores como Bernardo Kordon (1915-2002), Rodolfo Walsh (1927-1977), Angélica Gorodischer (1928-2022), Juan José Saer (1937-2005), Vicente Battista (1940), Rodolfo Fogwill (1941-2010), Liliana Heker (1943), Roberto Fontanarrosa (1944-2007), Juan Sasturain (1945) y Federico Andahazi (1963). Además, junto a la poeta, editora y docente universitaria Gabriela Franco (1970), bajo el título “Perón vuelve” compiló cuentos de autores argentinos como Tomás Eloy Martínez (1934-2010)​, Abelardo Castillo (1935-2017), Ricardo Piglia (1941-2017), Osvaldo Soriano (1943-1997), Ana María Shua (1951), Ángela Pradelli (1959) y Esther Cross (1961), por citar sólo algunos.


En la última novela de la saga protagonizada por Verónica Rosenthal -una periodista de investigación que se lleva mal con la realidad argentina y es anarquista alejada de partidos políticos, según la define el autor- ella llega a conocer la historia de amor de su padre con Cecilia, una militante montonera hija de un militar. Precisamente sobre esta novela y sobre algunos aspectos de la situación socio-cultural de la actual Argentina se refirió Sergio Olguín en las entrevistas que concediera a Walter Lezcano publicada en la revista “Malas Palabras” que edita el Instituto por la Igualdad y la Democracia (IPID), y a Silvina Friera del diario “Página/12”, publicadas el 15 y el 20 de mayo de 2025 respectivamente, de las cuales se puede leer un compendio compaginado a continuación.

¿Cómo es sostener un personaje como Verónica Rosenthal a lo largo de cinco novelas?

Me cuesta terminar de escribir una novela porque tengo la sensación de que quiero seguir con ese personaje. Y nunca encontraba excusas para continuar, porque las novelas muchas veces se cierran sobre sí mismas. Con “La fragilidad en los cuerpos” me di cuenta que tenía un personaje adaptable a lo que el policial permite. Eso es algo que sucede tanto en la novela negra como en la novela policial tradicional. Todas pueden tener un personaje que se traslada de una historia a otra. Lo que encontré con Verónica y su entorno es que podían evolucionar. Mi intención es escribir diez novelas, y que Verónica supere los cincuenta años en la historia. Me interesa ver cómo reacciona un personaje femenino a esa edad.

El lugar del periodismo es importante en la saga.

Me interesa el periodismo tanto a nivel de discusión teórica como práctica. Saber qué es hacer buen o mal periodismo me interesa especialmente. Y decidí trasladar ese pensamiento a Verónica Rosenthal. Es mi alter ego, al menos en temas periodísticos, porque hay toda una serie de cambios que se dieron en los medios de prensa escrita, que es la que yo más conozco. Ni hablar del mundo digital, marcado por la precarización laboral. Ahora Verónica trabaja en un medio digital. Y ella se resiste, por su manera de ser y porque viene de una familia burguesa.
 
La novela empieza en el ‘75 y me preguntaba si había un gesto tuyo de pensar la dictadura todavía en presente.
 
Me interesan mucho los ‘70, la militancia, lo que significó la dictadura como corte de esas ilusiones o sueños de esa generación. Esos sueños evolucionan de forma terrorífica con el terrorismo de Estado, los desaparecidos, el exilio, la muerte, la traición. Es un material riquísimo para cualquier escritor al que le interese la tragedia como género. Ese período me interesa mucho. Pero, no tenía ganas de escribir una novela sobre la dictadura, sino sobre el momento anterior: el año ‘75. Ese año tiene una particularidad en la provincia de Córdoba, que funcionó como un laboratorio sobre lo que iba a pasar a partir de marzo del ‘76. Y también ésta es la historia de un hombre con valores muy ligados a la vida burguesa, preparado para triunfar, que arriesga todo -su éxito social, personal, familiar- por algo que nadie consideraría racional: el amor. El amor es trágico, te ataca por emboscada. Te pasa algo y no entendés qué fue. A él le pasa eso: le desarma todo.
 
Manejás esas dos cosas. Por un lado, el género policial, y por otro, lo cargás de emotividad. ¿Cómo nivelás esos materiales?
 
Para mí el género romántico es lo más. Si pudiera, me dedicaría más a escribir novelas románticas que policiales. Siempre estoy más preocupado por los afectos y las pasiones que por el caso policial. Yo resolvería el caso en el primer capítulo, diría quién es el culpable y listo, pasemos a lo importante: ¿de quién se va a enamorar Verónica en esta novela? Eso, casi diría, es lo más importante.
 
¿Cómo trabajás para que cada una de las novelas parezca nueva?
 
Lo que no quiero es que las novelas tengan una estructura predeterminada. No hay fórmula. No es que en el primer capítulo matamos a alguien, en el segundo aparece Verónica y en el tercero tiene sexo con alguien. No. Cada historia te exige su estructura. Una vez que tengo una historia en la cabeza, pienso: ¿cómo puedo contarla?
 
¿Cuáles son tus insumos al momento de construir una buena prosa?
 
Hay algo que aprendí del periodismo y me sirvió para la prosa literaria: buscar la limpieza. Una lengua clara, entradora, atractiva, concreta. Eso que uno también encuentra en la buena literatura, pero que es propio de una prosa periodística. Yo trato de imitar, de emular esa prosa periodística. Y eso me obliga a trabajar mucho para poder llegar a ese lenguaje, que para mí es claro.
 
¿Cómo es convivir con un personaje?
 
Verónica aparece todo el tiempo. Está latente, como un estado de mi cerebro que se cruza con otras historias que quiero escribir. Desde que empecé con Verónica, escribí otros libros que no tenían que ver con su universo. Pero, la idea de volver al universo de Verónica es volver a un lugar en el que la paso muy bien. Disfruto mucho de escribir. Si esa felicidad es reencontrarme con Verónica a mí me encanta. No me resulta un sufrimiento.
 
Cecilia es una víctima de la violencia política y familiar. ¿Esta cuestión estaba desde el inicio, cuando empezaste a escribir la novela, o el clima de época, la reivindicación de la dictadura que hace la vicepresidenta Victoria Villarruel, se metió en la novela?
 
Una parte de la novela transcurre a fines del ‘75, cuando todavía había democracia. Yo quería tomar ese momento especial, fin del ‘75 en Córdoba, cuando ya se realizaban en la provincia los mismos métodos de secuestros y torturas que en dictadura; es como si te dijera que Córdoba fue el laboratorio de prueba para lo que se iba a aplicar a partir de marzo del ‘76. Me interesaba ese momento porque quería vincular la violencia intrafamiliar (Cecilia es víctima de esa violencia) con la violencia política. Aunque la escribí en los primeros meses del gobierno de Milei, trato conscientemente de que la realidad no se cuele en las novelas. Intento trabajar con mi propia agenda, no con la agenda política del momento; un autor de ficción tiene que ir más allá de la coyuntura, porque si no terminás convirtiendo un texto literario en un panfleto. Vengo del periodismo y si tengo algo que decir políticamente lo escribo en un artículo, en una contratapa. No necesito trasladar eso a las novelas. Lo que pasa es que la realidad se le cuela por todos lados. Uno no se da cuenta, pero vive tomando decisiones políticas todo el tiempo. En el momento en que en todas mis novelas policiales la que investiga es una periodista y no un policía, es una decisión política también. Lo que no me gusta es traficar mi propio pensamiento de manera burda en una novela.
 
¿Cómo se resignifica ahora Verónica Rosenthal como periodista e investigadora en un contexto donde el presidente Javier Milei ataca sistemáticamente a los periodistas y los acusa de “ensobrados” o “pauteros”?
 
Hay un ataque hacia el periodismo bastante inusual desde el poder, que no lo vimos nunca en la Argentina con ningún signo político. Siempre los gobiernos han presionado para sacar periodistas de los medios o para contar con el favor de algún periodista, eso ha funcionado y te diría que es parte del juego democrático. Lo que nunca se había visto es que este es un presidente que trata de tensar la cuerda para ver hasta dónde puede llegar en su autoritarismo. Primero empieza con una frase, que incluso puede resultar divertida, avanza con una frase más agresiva, después dice algo más particular y da nombres y apellidos de periodistas y los enjuicia. Si todo esto la sociedad lo va dejando pasar, va a llegar un momento en donde habrá periodistas presos y atacados físicamente. Milei está moviendo el límite de lo democráticamente aceptable. No se puede aceptar lo que está haciendo el presidente con la prensa y con muchas otras cosas, me parece que se ha salido del sistema democrático, aunque todavía entendemos que está dentro de él. Nunca hay retroceso; él avanza siempre en su autoritarismo. No es menos autoritario ahora que hace un año; al contrario, lo es mucho más. Este es un gobierno que se dirige sin ningún límite hacia el fascismo con la ayuda de un equipo que no le interesa la democracia; gente como Patricia Bullrich, como Luis Petri, como Santiago y Luis Caputo hacen que este gobierno vaya hacia un camino más autoritario. El periodismo también vive otro tipo de crisis, que tiene que ver con pasar del mundo analógico al digital, y que significó la pérdida del concepto de trabajo en equipo. Pero lo más grave es la precarización laboral que se vive desde los años ‘90 para acá, que es cada vez más alarmante porque las empresas periodísticas no se están haciendo cargo de la situación.
 
Verónica sería una periodista analógica, ¿no?
 
Sí. Verónica es un personaje que me sirve para decir lo que pienso sobre el periodismo. Yo tenía la fantasía de ser periodista de investigación, pero siempre fui periodista cultural, que es la rama en donde no hay mucho para investigar. Cuando era joven, quería ser un periodista de esos que descubren grandes verdades, pero en un momento me encontré hablando de escritores franceses (risas). Entonces me hace muy feliz trabajar el personaje de Verónica, que es una periodista que investiga, y convertirla en una persona muy anacrónica que odia la idea de tener redes sociales (no tiene ninguna). Me gusta esa cosa de poder meter en el pensamiento de Verónica no solo lo que pienso, sino lo que piensan mis maestros en el periodismo, como el propio Carlos Ulanovsky, a quien está dedicada la novela.
 
En la novela se evidencia la connivencia entre los abogados y el poder político. En el estudio Rosenthal, hay un abogado que fue colaboracionista con la dictadura. ¿Qué te interesaba explorar de esta figura?
 
En todas las novelas, el estudio Rosenthal está conectado con el poder, un poder vinculado con los sectores más reaccionarios del país. Lo que nadie sospechaba es el pasado distinto de Aarón, un personaje que para definirlo suavemente es un conservador. Los sectores civiles fueron cómplices y promotores de la dictadura; empresarios, abogados como Iñíguez en la novela, sindicalistas e incluso políticos, han continuado indemnes en democracia. En los años ‘80 y ‘90 hemos seguido conviviendo con gente que ha sido muy importante para la dictadura y que por lo tanto tendrían que haber sido castigados por la justicia. Pero no ha ocurrido ni va a ocurrir.
 
¿Por qué aparece con mucha fuerza en la novela que el poder militar, además de secuestrar, torturar y matar, robó bienes y propiedades de sus víctimas?
 
El robo económico es un tema importante; pero ante la cantidad de atrocidades cometidas por los militares y sus cómplices durante la dictadura que se hayan quedado con el dinero que tenía guardado como ahorro en su casa una víctima o lo que fuera parece menor. La dictadura también era una forma de robo de la manera más vulgar y torpe que uno puede imaginar. Me pareció que estaba bueno que eso se reflejara porque también ahí, en esa cosa tan pequeña, es donde se ve el grado de salvajismo que significa una dictadura. Que no va solo por los cuerpos y las mentes de las personas, sino que también va por sus bienes más pequeños; una cosa que iguala a las dictaduras con los ejércitos de ocupación, que cuando llegan a un país se roban todo lo que hay adentro de un museo. Algo parecido a lo que quiere hacer este gobierno, que todo el tiempo está tratándonos como si fuera un ejército de ocupación y busca quedarse con lo que puede de los argentinos. Ahora están yendo por los dólares que están en los colchones; cambian los métodos, cambian las formas, pero el fin es el mismo: quedarse con todo lo que tiene la gente.
 
En “Media Verónica” emerge la cuestión de la muerte digna, un debate que nos debemos como sociedad porque, aunque no está permitida, muchas veces en los hechos funciona, ¿no?
 
En el momento en que decidí que Aarón iba a morir, pensé que él elegiría cómo hacerlo por el tipo de personalidad que tenía. El fin de la vida muchas veces es terrible, incluso para gente muy poderosa. Una persona como Aarón Rosenthal, con un alto sentido de la dignidad, elegiría una muerte digna; otros personajes muchos más jóvenes, en situaciones de una degradación del cuerpo, también aceptarían una muerte digna. Siempre que un médico dice sobre un paciente “no pasa de mañana” es porque no quiere que pase de mañana, porque le cambia la medicación que lo mantiene con vida. Por lo que me contó un amigo médico, lo que hacen es subirle un poco la dosis de morfina, que da una sensación de tranquilidad y de saciedad, pero que en realidad provoca deshidratación... La gente tiene que poder decidir cómo morir.
 
¿Cómo ves estos dos años de gobierno?
 
Me parece que han demostrado una inteligencia muy maligna, y es que lograron dividir la lucha. Entonces, todos están preocupados básicamente por lo suyo.

15 de mayo de 2025

Constantino el Grande. Luchas, ambiciones, asesinatos, contradicciones y ¿conversión? (2/2)

A mediados del siglo VII a.C. unos habitantes de Megara habían fundado la colonia de Calcedonia en la ribera asiática del Bósforo. Más tarde, otro grupo mandado por un colono griego llamado Bizas (de quién se desconocen más datos), fundó frente a Calcedonia, en la orilla europea del estrecho, otra ciudad o colonia que, en honor al nombre de su jefe, denominaron Bizancio. Como lugar estratégico para el paso de Europa a Asia y viceversa y como puesto de control para la navegación entre el mar Negro y el Mediterráneo, su historia fue muy importante. Pero cuando adquirió notoriedad definitiva fue en el año 324 cuando Constantino la eligió como lugar destinado para la erección de la nueva capital del Imperio. Como ya se ha visto, la capitalidad romana se había convertido en trashumante. No residía desde hacía años en Roma y Diocleciano la había trasladado a la ciudad de Nicomedia en la Bitinia, a la que embelleció con importantes monumentos. Luego se trasladó a Spalato, en la costa dálmata, y allí vivió desde su abdicación hasta su muerte
sumido en la depresión.
Constantino continuó con estas ideas, pero sin saber con certeza dónde instalar la capital. Parece que pensó primero en Nissos, en donde había nacido, luego en Sárdica, la actual Sofía, luego en Tesalónica (la Salónica de hoy), e incluso parece que pensó en el emplazamiento de la antigua Troya. En su “Historia ecclesiastica” (Historia eclesiástica) narró el historiador del siglo V Salaminio Sozomeno (400-447), que Constantino había ya trazado los límites de la Nueva Roma troyana e indicado el lugar en donde debían situarse las puertas, pero en sueños se le apareció Dios y le mandó que buscase otro emplazamiento para su capital. Según ciertos historiadores, Constantino cada noche debía de soñar con Dios y sus ángeles. Sea como fuere el hecho es que escogió Bizancio, seguramente por una serie de razones estratégicas, económicas y políticas que aconsejaban el traslado. Las amenazas graves que se cernían sobre el Imperio venían, en especial, de Asia y aún los ataques de los bárbaros del norte eran más fáciles de atajar por los flancos abiertos en las comarcas del mar Negro.
Bizancio presentaba unas facilidades enormes para la defensa y era una maravillosa plataforma para la distribución de hombres, armas y víveres hacia cualquier lugar del Imperio. La mayor parte de los productos alimenticios y comerciales procedían de las regiones asiáticas o africanas; la decadencia de Roma era evidente y su vitalidad procedía y dependía también de Oriente. Así fue que, el 4 de noviembre del 326, con el visto bueno de los astrólogos “estando el sol en el signo de Sagitario y Cáncer gobernando la hora”, el emperador, vestido de blanco según una antigua tradición, y gobernando un arado tirado por bueyes, trazó el perímetro de la ciudad. De vez en cuando levantaba el arado para volver a introducirlo en la tierra al poco rato. En aquel espacio habría una puerta de entrada.
Se reclutaron trabajadores por los más varios procedimientos: además de movilizar una masa de esclavos fabulosa, se dieron franquicias comerciales y fiscales a quienes se instalasen en la nueva ciudad y colaborasen en su construcción. Cuarenta mil soldados godos fueron movilizados para que participasen en los trabajos. Una legión estaba encargada de mantener el orden. Los más bellos monumentos de Roma, Antioquía, Alejandría, Atenas y Éfeso fueron desmontados para ser enviados a Bizancio. Multitud de iglesias fueron construidas; pero se respetaron los templos paganos y se construyeron algunos otros. Todo se hizo con tal magnificencia que el perímetro que había parecido desproporcionado y fabuloso hubo de ampliarse.
El 11 de mayo de 330, a la hora señalada por los astrólogos, se inauguró la nueva ciudad aún no totalmente acabada. Durante cuarenta días y cuarenta noches las fiestas se suceden sin interrupción, el circo no dejó de funcionar ni un sólo instante, y los senadores que, aduladores u oportunistas, habían debido trasladar su residencia de Roma a Constantinopla, se encontraron con la agradable sorpresa de hallar a orillas del Bósforo una copia exacta de sus villas romanas. Se levantó una estatua que representaba originariamente al mitológico dios griego Apolo, pero se le sustituyó la cabeza por la representación de la del propio Constantino que ostentaba la corona de rayos de Helios, el dios del Sol. Se dice que algunos de estos rayos metálicos fueron hechos con fragmentos de los clavos de la crucifixión de Cristo, lo que explicaría, en parte, que la estatua fuese venerada por cristianos y paganos y que se quemase, por unos y otros, incienso en su honor.


Constantinopla, al igual que Roma, tenía siete colinas y catorce regiones o barrios, su Foro, su Hipódromo, su Circo, su Capitolio y su Senado, y como su territorio era considerado romano estaba exento de impuestos. El nombre de Nueva Roma no tuvo aceptación fuera de los documentos oficiales, ya que prevaleció el de Constantinopla, derivado de su fundador, o bien era llamada simplemente la Urbs, la ciudad, exactamente como Roma. El historiador árabe Al-Masudi (888–957), escribió alrededor del 950, que los habitantes de la ciudad, griegos, la llamaban Polín, Polis o Bulin, y también Istán-Bulin, es decir, “en la ciudad”, de donde deriva el actual nombre de Estambul. Pareció entonces que Constantino tenía todo lo que se había propuesto. Sin embargo, en su familia las cosas no estaban del todo bien. Se sospecha que ordenó el asesinato de su hijo Crispo y el de su esposa Fausta, acusándolos de mantener una relación incestuosa. De ella le quedaron tres hijos: Flavio Claudio Constantino (316-340), Flavio Julio Constancio (317-361) y Flavio Julio Constante (323-350), pero en ninguno de ellos veía a quien fuera capaz de sucederle con dignidad.
Mientras tanto, y gracias a la ayuda del poder imperial, el obispo ya no era sólo un pastor de almas, era también el poseedor de un cargo oficial importarle. Las sillas episcopales de las ciudades ricas eran ambicionadas. A la muerte de un obispo, la campaña electoral se hacía violenta y el perdedor no se sometía fácilmente ni solía aceptar su derrota. Esperar la muerte del vencedor podía ser algo lento; era más fácil acusarlo de herejía y exigir su deposición. Las tres ciudades más opulentas del Imperio eran un nido de conspiraciones. Alejandría, Antioquia y Constantinopla eran focos de rebelión, y en todas ellas hubo episodios que culminaron con el destierro de los respectivos obispos. Estos procesos causaron el estallido de disturbios en las ciudades hasta el punto de que fue necesario utilizar la fuerza pública.
En la primavera de 337 Constantino, que preparaba una campaña contra los persas, cayó enfermo. Sintiéndose morir pidió el bautismo. Lo recibió de manos de Eusebio de Nicomedia (280-341), un obispo hereje. Respecto de ese tardío bautismo, el filósofo e historiador francés François M. Arouet -Voltaire- (1694-1778), diría muchos años después en su “Dictionnaire philosophique” (Diccionario filosófico): “Constantino encontró la fórmula para vivir como un criminal y morir como un santo”. A su muerte, su cuerpo embalsamado se exhibió en el más fastuoso de los salones del palacio. Maquillado, coronado de pedrería y envuelto en un manto púrpura, recibió durante nueve meses en audiencia a sus súbditos. Cada día los senadores se reunían alrededor del real cadáver y le consultaban sus decisiones, los jefes militares le presentaban sus planes de batalla, los administradores del erario le rendían cuentas entre el murmullo de las oraciones de difuntos, el cántico de los salmos y el humo de los incensarios. Obispos, monjes, diáconos y patriarcas se sucedían rezando y confiándole sus problemas de gobierno. El emperador continuó así reinando hasta la llegada de su hijo Constancio. Entonces fue conducido solemnemente a su última morada. La comitiva atravesó lentamente los salones dorados y los patios de mármol del palacio imperial. En la ciudad reinaba el silencio sólo interrumpido por el sonido de algunos tambores.
Despacio, inexorablemente, los despojos de Constantino el Grande, primer emperador de la Roma Eterna, se fueron acercando a la iglesia de los Santos Apóstoles, hecha construir por él. Era un mausoleo que contenía trece sarcófagos, uno en memoria de cada uno de los apóstoles; el decimotercero, en memoria de Cristo, estaba reservado para el emperador, su representante teocrático en la Tierra. El obispo de Constantinopla recitó la oración: “Levántate, señor de la Tierra, el Rey de reyes te espera para el Juicio Eterno”. Así murió el responsable de la expansión de la religión cristiana en buena parte del mundo, aquel que acostumbraba aparecer en público y ante la corte vestido con las ropas más lujosas, cargado de adornos de oro, marcando un antecedente del emperador que gobierna rodeado de riquezas en nombre de Dios. Su legado a la posteridad no sólo incluyó el desarrollo del cristianismo en Occidente. También fue el responsable de la creación de una legislación contra los judíos, quienes tenían prohibido ser dueños de esclavos cristianos y no podían circuncidar a sus esclavos. Por otro lado, los cristianos que se convirtiesen al judaísmo recibirían la pena de muerte. No obstante, le ofreció al clero judío las mismas excepciones fiscales que a los cristianos.


Para el historiador británico Timothy Barnes (1942), según narró en su obra “Constantine: dynasty, religion and power in the later roman Empire” (Constantino: dinastía, religión y poder en el Imperio romano tardío), a Constantino se le atribuye haber determinado la fecha de la Navidad, una festividad que los cristianos en Roma celebraban en diciembre durante el festival de las Saturnales, la fiesta celebrada en honor a Saturno, el dios de la agricultura y la cosecha entre el 17 y el 23 de diciembre. El 25 de diciembre se festejaba el nacimiento, según la leyenda persa, de Mitra, el dios venerado por Constantino, quien unificó ambos festejos. A partir del año 336, al menos en Roma, la celebración navideña se estableció el 25 de diciembre.
Además, se autoadjudicó los títulos de “Pontifex Máximus” (Máximo Pontífice), “Episkopos ton Ektos” (Obispo para Asuntos Exteriores), “Vicarius Christi” (Representante de Cristo) y “Nostrum Númen” (Nuestra Divinidad). Así, en su carácter de Máximo Pontífice, estableció como día de reposo civil el “dies solis” (día del sol), más adelante llamado “dies Dominicus” (día del Señor), término del cual proviene la palabra “domingo”. Por entonces, tanto los cristianos como los judíos descansaban los sábados, y recién en el Concilio de Laodicea, una ciudad en la región de Anatolia (actual Turquía), celebrado entre los años 363 y 364, se determinó que los cristianos no debían judaizarse descansando los días sábado, sino trabajar en lugar de honrarlo como día del Señor. Lo que debían hacer era descansar como cristianos los días domingo.
La tradición cristiana también le acreditó a Constantino el haber creado la cruz como un símbolo religioso, después de proscribir la crucifixión como método de ejecución. Esta suposición proviene del historiador palestino Salamino Hermias Sozomeno (400-447), quien en su “Histoire de l’église” (Historia de la iglesia) afirmó: “Él tenía un respeto singular por la cruz, tanto en reconocimiento de las victorias alcanzadas a su favor, como porque ella se le había aparecido en el aire de una manera milagrosa. Abolió el suplicio de la cruz, que era lo acostumbrado entre los romanos. Hizo que la grabaran sobre sus monedas y que la pintaran con su retrato”. Como patrono de la Iglesia, proveyó fondos para los artistas y artesanos e hizo pintar la cruz sobre los escudos de los legionarios. Es posible que eso se deba a que, según cuenta la leyenda, en el año 325 su madre, Helena de Constantinopla (248-328), había viajado a Jerusalén donde dijo haber hallado reliquias de la cruz de Cristo, por lo que Constantino, además de adoptarla como estandarte, hizo construir una iglesia en Belén y otra iglesia en Jerusalén.
En definitiva, fue Constantino quien, con el apoyo de los papas de aquella época, forjó la Iglesia Católica Apostólica Romana. Tras su muerte, los emperadores que lo sucedieron oscilaron entre la ortodoxia católica, el arrianismo y el paganismo hasta que, en el año 380, el emperador Flavio Teodosio (347-395) ordenó la destrucción de todos los templos paganos y, mediante el Edicto de Tesalónica, decretó que el cristianismo pasara a ser la religión oficial del Imperio Romano. Pasados los años, la relación personal de Constantino con el cristianismo siguió provocando debates. En el año 1853 el historiador suizo Carl Jacob Burckhardt (1818-1897) publicó “Die zeit Constantins des Grossen” (La época de Constantino el Grande), obra en la que cuestionó la sinceridad de la conversión del emperador, afirmando que su cambio de religión había obedecido a razones de índole pragmática. En los años siguientes, distintos reconocidos autores se manifestaron entre dos interpretaciones: los que sostuvieron la naturaleza interesada de esa conversión y los que argumentaron que había sido una honesta profesión de la fe cristiana.


El filólogo clásico alemán Eduard Schwartz (1858-1940) en “Kaiser Constantin und die christliche kirche” (El emperador Constantino y la iglesia cristiana) y el arqueólogo e historiador francés André Piganiol (1883-1968) en “L´empereur Constantin” (El emperador Constantino) por ejemplo, sostuvieron la primera de las tendencias. Por su parte el historiador y arqueólogo húngaro András Alföldi (1895-1981) en “The conversion of Constantine and the pagan Rome” (La conversión de Constantino y la Roma pagana) y el historiador alemán Klaus M. Girardet (1940) en “Die konstantinische wende. Voraussetzungen und geistige Grundlagen der Religionspolitik Konstantins des Grossen” (El giro constantiniano. Condiciones previas y fundamentos intelectuales de la política religiosa de Constantino el Grande), lo hicieron por la segunda.
Durante los últimos años del siglo XX varios estudiosos del tema optaron por amalgamar el afecto de Constantino por el cristianismo con sus intereses políticos. Como ejemplo pueden citarse las obras “Christianizing the Roman Empire: A.D. 100-400” (La cristianización del Imperio Romano: 100-400 d.C.) del historiador estadounidense Ramsay MacMullen (1928-2022) y “Constantine: dynasty, religion and power in the Later Roman Empire” (Constantino: dinastía, religión y poder en el Imperio Romano tardío) del historiador británico Timothy D. Barnes (1942). Y ya en este siglo, también el
historiador francés Pierre Maraval (1936-2021) en “Constantin le Grand. Empereur romain, empereur chrétien (306-337)” (Constantino el Grande. Emperador romano, emperador cristiano 306-337) y el historiador británico Raymond Van Dam (1952) en “The roman revolution of Constantine” (La revolución romana de Constantino), recalcaron que las inquietudes religiosas de Constantino fueron determinantes en su decisión de hacerse cristiano, pero que sin dudas sus intereses políticos influyeron en esa determinación.
Como quiera que fuese, indudablemente la figura de Constantino sigue estando presente en la actual Iglesia Católica Apostólica Romana. Así lo demostró el recientemente fallecido papa Francisco (Jorge Bergoglio, 1936-2025) quien, en 2013, en ocasión de celebrarse el llamado “Año Constantiniano”, a mil setecientos años del Edicto de Milán del 313, expresó en un mensaje: “La histórica decisión de Constantino con la que se decretaba la libertad religiosa para los cristianos, abrió nuevos caminos a la difusión del Evangelio y contribuyó de manera determinante al nacimiento de la civilización europea”. Poco antes de morir manifestó su intención de viajar a Turquía para asistir a la conmemoración del 1.700° aniversario del Concilio de Nicea junto al patriarca de la Iglesia ortodoxa Bartolomé I (Demetrio Arjondonis, 1940), algo que no pudo realizar y que finalmente lo hará el actual papa León XIV (Robert Prevost, 1955).

12 de mayo de 2025

Constantino el Grande. Luchas, ambiciones, asesinatos, contradicciones y ¿conversión? (1/2)

Hacia el año 290, Roma estaba agonizando. En ella ya no residía el emperador ni casi tampoco el Imperio. Cayo Aurelio Diocleciano (244-311), el poseedor del título, no era romano sino hijo de un liberto dálmata y su verdadero nombre era Diocles. No sentía el peso de las tradiciones y su primera decisión fue trasladar la capital del Imperio a Nicomedia, en el Asia Menor. La justificación de este acto se basó en que los enemigos de Roma eran muchos y fuertes, y era menester estar cerca de ellos para controlar mejor sus actividades. También había enemigos en la Germania, más cerca de la Urbe, pero los de Oriente eran más importantes y, por otra parte, de allí venían los suministros de todas clases para la ciudad.
Diocleciano comprendió este problema y, al encargarse del Imperio en Oriente, con el título de Augusto (majestuoso o venerable, el título con el que se nombraba a los emperadores), designó un colaborador con el mismo título y dignidad para gobernar Occidente: Marco Aurelio Maximiano (250-311) -apodado Hercúleo-, quien también desdeñó a la vieja Roma y fijó su residencia en Mediolanum, la actual Milán. Cada uno de estos augustos nombró, a su vez, a un colaborador que llevaba el título de César. Diocleciano eligió a Cayo Galerio (260-311), que fijó su residencia en Sirmiun, -Metrovica, en la actual Yugoslavia- y Maximiano nombró a Constancio Cloro (250-306), que eligió como residencia Tréveris en la Germania.
Este último conoció en una posada de Naisso -la actual Nis en Yugoslavia- a una sirvienta cristiana llamada Flavia Julia Elena (251-330), que le dio un hijo al que llamó Flavio Valerio Constantino. El nacimiento sucedió el 27 de febrero de un año que aún discuten los historiadores: 271, 275, 280 y 288. La mayoría, no obstante, se inclina por el año 280 como el más probable. El 1º de mayo del año 305 Diocleciano y Maximiano, según habían convenido, abdicaron simultáneamente de sus cargos, títulos y dignidades retirándose a la vida privada. Cayo Galerio fue nombrado Augusto de Oriente y Constancio Cloro Augusto de Occidente. A éste se le unió como César un general casi desconocido llamado Flavio Valerio Severo (248-307).
Este nombramiento causó por lo pronto dos descontentos: el del hijo de Maximiano, Marco Aurelio Majencio (278-312), y el del propio Constantino, quien ya en el año 295 había viajado con su padre a Palestina y luchado contra los sármatas a orillas del Danubio. Un año después, en 306, cuando Constancio Cloro murió en la Bretaña, las legiones proclamaron Augusto a Constantino al propio tiempo que, en Roma, estallaba una sublevación contra Galerio. Los revoltosos nombraron emperador en lugar de éste a Marco Aurelio Majencio (278-312), hijo de Maximiano, que se unió a su hijo abandonando su retiro y volviéndose a proclamar emperador. Más todavía, Galerio había nombrado César a un general llamado Maximino Daia (270-313) quien también quiso ser de la partida.
En mayo de 311 murieron Galerio y el viejo Maximiano. Quedaron pues, por un lado, Majencio y Daia, y por otro Constantino con su nuevo Augusto: Valerio Licinio (252-325). El 28 de octubre de 312, no lejos de Roma, muy cerca del Puente Milvio sobre el Tíber, Constantino derrotó a las tropas de Majencio en una batalla memorable. Majencio pereció ahogado en el río y Constantino entró triunfante en Roma. Al año siguiente, cerca de Andrianópolis, Maximino Daia fue vencido por Valerio Licinio.
Los dos emperadores victoriosos se reunieron en Milán y en el año 317 se pusieron de acuerdo para nombrar césares a los dos hijos de Constantino: Flavio Crispo (305-326) y Flavio Claudio (306-340), y al hijo de Licinio, Valerio Liciniano (305-326). Parecía que la decisión era lógica, pero, en realidad, asestaba un duro golpe al sistema electivo de los césares al ser sustituido por el sistema hereditario y, además, con una herencia a distribuir entre tres personas pertenecientes a dos familias diferentes. La lucha no se hizo esperar. En 324 estallaron las hostilidades. Licinio fue derrotado en Andrianópolis, donde once años antes había vencido a Maximino Daia, luego también en Chrysópolis y por fin se rindió a Constantino que le había prometido respetar su vida, a pesar de lo cual lo hizo ejecutar, así como a su hijo Liciniano. El que iba a ser llamado Constantino el Grande quedó de esta manera solo en el trono y dueño único del Imperio Romano.


Hay tres hechos que hicieron que Constantino haya pasado a la Historia en forma decisiva: su conversión al cristianismo, el edicto de Milán por el que se dio al cristianismo libertad y se transformó en religión oficial, y el traslado de la capital del Imperio Romano a Constantinopla, la ciudad por él creada. La leyenda cuenta que Constantino, la noche anterior a la batalla del Puente Milvio, soñó que un ángel le mostraba una bandera con una cruz y la inscripción “In hoc signo vinces” (Con esta señal vencerás). Al despertar, hizo inscribir la cruz y la frase en los estandartes de su ejército, venció a Majencio y se convirtió al cristianismo. En Milán proclamó al cristianismo como religión del Imperio y abrió así la Paz Constantiniana, en la que la religión ocupó un puesto preponderante.
Más tarde, durante la Edad Media se canonizó a Constantino atribuyéndole la realización de milagros, entre otros dislates. No hay duda de que antes de Constantino el Imperio romano era un imperio pagano y después de él fue un imperio cristiano. La mayor parte de los datos manejados por los historiadores proceden de las obras del historiador Eusebio de Cesárea (275-339), aunque las investigaciones históricas de los últimos cien años han proyectado una luz nueva y especial sobre el problema. Está claro que en aquella época el Imperio romano estaba sufriendo una crisis religiosa enorme. Los viejos dioses ya no interesaban. El patriciado y los intelectuales no tenían empacho de hacer gala de un profundo escepticismo y la mitología grecorromana no servía más que para la masa ignorante.
Desde el mismo inicio del Imperio habían ido instalándose en la propia Roma cultos nuevos, misteriosos, procedentes de las más remotas y dispares regiones conquistadas. Los misterios asiáticos tenían la primacía. Mejor elaborados, con más años de experiencia, captaron cada día más adeptos y prosélitos. Los cultos de Orfeo -procedente del mundo helenístico-, de Isis -de origen helénico-, de Baal -de Medio Oriente-, y de Mitra -de origen persa-, aumentaron en importancia y cada vez más se imponía el monoteísmo. Estaba terminando una era en la que se sucedían las antiguas e interminables listas de dioses, diosas y semidioses, de cielos, celos, infiernos, adulterios, asesinatos, metamorfosis, incestos y transformaciones. Los nuevos cultos, incluso el cristiano, transformaron a su gusto las antiguas ceremonias y liturgias, a veces conviviendo y a veces sustituyéndolas.
Así, hacia el año 400, el religioso ortodoxo Juan Crisóstomo (347-404) escribió: “Se ha decidido fijar el aniversario del día desconocido del nacimiento de Cristo en la misma fecha en que se celebra el de Mitra o el Sol Invicto, a fin de que los cristianos puedan celebrar en paz santos ritos mientras los paganos se ocupan en los espectáculos circenses”. Constantino empezó por ser pagano y adepto al culto solar de Mitra, lo que se desprende de la numismática: sus monedas llevaban las efigies de Constantino y el Dios Solar. Ahora bien, si Constantino, en vez de ser un auténtico creyente de Mitra, era simplemente un adepto, más o menos entusiasta, es probable que le resultara fácil pasar de un monoteísmo a otro que presentaba, además, mayores ventajas para la organización del Imperio.


Cuando Constantino comprendió cuál podría ser la importancia política del cristianismo, con su concepción jerárquica y su dios único y trascendente, sólo un escaso diez por ciento de la población del Imperio era cristiana. No era, pues, una masa mayoritaria que impusiese su pensamiento al emperador, sino todo lo contrario. Pero este diez por ciento de la población se hallaba concentrado en los núcleos urbanos que, en ese momento tenía una importancia singular, y no era ya, como en los comienzos, la población esclava la que se convertía al cristianismo; eran los patricios, los soldados, los intelectuales, es decir, la elite de la población. Constantino fue un sagaz político que comprendió rápidamente las ventajas de identificar su poder con el cristianismo en la mente de los creyentes.
Recientes estudios fundados, sobre todo, en monedas y medallas de la época, parecen indicar que Constantino se inclinó hacia el cristianismo a partir del año 320, es decir, ocho años después de la batalla del Puente Milvio y siete del llamado edicto de Milán. El historiador francés Paul Emile Lemerle (1903-1989) dijo en 1971 en “Le premier humanisme byzantin” (El primer humanismo bizantino): “Véase, pues, con qué prudencia se debe hablar de la conversión de Constantino. Se deben evitar dos posiciones extremas. No se ha de olvidar que Constantino llegó lentamente a la fe cristiana y parece ser que más por una serie de consideraciones o circunstancias políticas que por una iluminación interior; que, durante mucho tiempo, el cristianismo le pudo parecer superior a otras religiones del momento pero no especialmente diferente a ellas; que, por otra parte, continuó siendo el máximo pontífice durante todo su reinado, y que, si bien quiso depurar al paganismo de sus taras y supersticiones más groseras, no intentó, en cambio, destruirlo. Por otra parte, sería vano negar que Constantino se preocupó siempre por el problema cristiano, que, desde el inicio, mostró una gran tolerancia para con los cristianos y luego les otorgó su favor y que es seguro que se convirtió al cristianismo ya que fue bautizado. Es verdad, aplazó el bautismo hasta la hora de su muerte: pero ello no era tal vez un signo de indiferencia, pues era corriente en aquella época ya que se pensaba que así se borraban más eficazmente los pecados cometidos”.
Según los historiadores tradicionales, la prueba de la conversión de Constantino viene dada por la publicación en 313 del edicto de Milán, por el que se daba libertad a los cristianos para ejercer su culto y se erigía al cristianismo como religión del Estado. En efecto, hubo ese año en Milán unas entrevistas entre Constantino, vencedor el año anterior de Majencio, y Licinio, victorioso, a su vez, de Maximino Daia, pero no se sabe mucho más. En realidad fue Galerio, en el año 311, quien publicó el primer edicto a favor de los cristianos en el que, entre otras cosas, se decía: “Que los cristianos existan de nuevo. Que celebren sus reuniones a condición de que no perturben el orden. A cambio de esta concesión deben rogar a su Dios por nuestra prosperidad y por la del Estado así como por la suya propia”.


Lo que sí se conoce es el texto de un edicto fechado en junio de 313, copiado por el escritor latino Eusebio de Cesarea (275-339) en su “Historia ecclesiae” (Historia eclesiástica), en el que, sin colocar al cristianismo en un plano superior a ninguna otra creencia, declaraba que “a partir de este día aquel que quiera seguir la fe cristiana la siga libre y sinceramente sin ser inquietado ni molestado en manera alguna. Hemos querido que Tu Excelencia conozca esto de la manera más exacta para que no ignores que hemos concedido completa y absoluta libertad a los cristianos para practicar su culto. Y ya que la hemos concedido a los cristianos debe Tu Excelencia comprender que se concede también a los adeptos de las otras religiones el derecho pleno y entero de seguir sus usos y su fe y ser libres para paz y tranquilidad de nuestro tiempo. Y así lo hemos decidido porque no queremos humillar la dignidad ni la fe de nadie”. El propio edicto mandaba devolver a los cristianos las iglesias y otros inmuebles que se les habían confiscado. Así pues, no existe la pretendida erección del cristianismo en religión de Estado por Constantino. Sólo la tolerancia o libertad de cultos, no sólo para el cristiano sino para cualquier otro ritual.
Una de las cosas que más interesaron a Constantino, a pesar de no ser cristiano, fue la formidable organización de la Iglesia. El orden jerárquico, del que soñaba ser la cúspide, le pareció perfecto y usando la evangélica frase de “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, quiso que lo que del César fuese al César se entregara junto con lo que perteneciese a Dios, pues de éste se hizo representante. Tanto fue así que aprovechó todas las ocasiones para intervenir directamente en la organización y el gobierno de la Iglesia.
Como hemos visto, la minoría cristiana estaba constituida, en gran parte, por la población urbana -hasta el punto de que los no cristianos fueron llamados “paganos”, es decir habitantes de los “pagus” o propiedades rurales- y es precisamente en las ciudades en donde residía la administración y reinaba la burocracia. Ya desde los tiempos del emperador Julio César Augusto (63 a.C.-14 d.C.), quien gobernó desde el año 27 a.C. hasta su muerte, el Imperio romano era espejo de un centralismo cada vez más acentuado cuanto mayor era la influencia oriental. Los emperadores romanos demostraron fehacientemente que cuanto más débil y corrompido es un poder, tanto más exagera la centralización del mismo. Puestos en esta situación, Diocleciano y Constantino intentaron, por lo menos, organizarla. La costumbre oriental de la deificación del emperador tímidamente sugerida por Julio César Germánico (12-41) -más conocido como Calígula- y francamente exigida por Sexto Vario Basiano (203-222) -conocido como Heliogábalo- y Lucio Domicio Aureliano (214275), eran una simple muestra, más o menos anecdótica, de la influencia oriental; pero estaban mezcladas todavía con organizaciones, tradiciones y terminologías occidentales.
Era menester decidirse y Diocleciano no dudó, por su parte, un sólo instante. En su palacio de Nicomedia adoptó las costumbres de los monarcas orientales, su ceremonial, su corte, estableciendo definitivamente la autocracia. Cuando Constantino vio en la Iglesia cristiana una organización política extraordinaria que podía poner al servicio del Imperio, la burocracia imperial ya lo estaba; faltaba la burocracia eclesiástica. Empezó dando a los clérigos los mismos privilegios que ostentaban los sacerdotes paganos: se los eximió de pagar impuestos, de prestar servicios al Gobierno y se concedió a todos los cristianos el derecho a testar en favor de la Iglesia. Frente a la muerte, y creyendo en una expiación ultraterrena, ello no podía dejar de ser fuente importante de ingresos para la comunidad cristiana.
Pero lo más importante fue el reconocimiento de los tribunales eclesiásticos, hasta el punto de que una causa civil podía trasladarse a un tribunal episcopal y las sentencias que éste dictara habrían de ser ratificadas forzosamente por el tribunal civil. Ello hizo que el obispo se transformase en un funcionario imperial de la más alta importancia; pero también se consiguió que los intereses profanos tuviesen muchas veces preponderancia sobre los espirituales. Constantino protegió la construcción de nuevas iglesias, obsequió al pontífice el palacio de su esposa, la emperatriz Flavia Máxima Fausta (293-326), y se le atribuye la edificación de la primera basílica de San Pedro y la de Letrán en Roma, la de la Vera Cruz en Palestina, la del Santo Sepulcro en Jerusalén, la de la Ascensión en el Monte Olivete y la de la Natividad en Belén. Así, la nueva máquina imperial empezó a funcionar.