30 de abril de 2024

48° edición de la Feria Internacional del Libro de Bs. Aires. La disertación de Liliana Heker (II)

Durante la inauguración de la 48° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, si bien es habitual que la política se filtre en los discursos inaugurales como reflejo de la dramática situación social que vive actualmente la Argentina bajo un gobierno de ultra-derecha que se autodefine como “anarcocapitalista”, la politización del evento llegó a extremos inéditos. Ya en 2022 el escritor Guillermo Saccomanno (1948) criticó la situación económica que imperaba por entonces bajo un gobierno “populista” que mermaba los ingresos de todos los actores de la industria del libro, y planteó que los únicos lectores que podían llegar a comprar un libro eran los de una clase media “pauperizada siempre y cuando no gasten demasiado en la gaseosa y los panchos”. Al año siguiente otro escritor, en este caso Martín Kohan (1967), expresó en su discurso que “hay cosas que no se derraman” como “la riqueza, pues los ricos nunca se sacian”, y que “hay cosas que, en cambio, sí, por ejemplo, la frecuentación de los libros, la costumbre de leer, el gusto por la conversación literaria”.
Este magnífico evento que también ha contado con la participación de grandiosos historietistas como Joaquín Salvador Lavado “Quino” (1932-2020), creador de “Mafalda”, y Roberto Fontanarrosa (1944-2007), creador de “Boogie el aceitoso” e “Inodoro Pereyra”, a lo largo de los años ha sido visitado por escritores de la talla de Jorge Amado (1912-2001), Doris Lessing (1919-2013), Ray Bradbury (1920-2012), José Saramago (1922-2010), Ítalo Calvino (1923-1985), Carlos Fuentes (1928-2012), Susan Sontag (1933-2004), Eduardo Galeano (1940-2015) y Henning Mankell (1948-2015), por nombrar sólo algunos.


Este año, con la ciudad de Lisboa como Invitada de Honor, la escritora Liliana Heker conmovió con un discurso que abrazó a todos y cada uno de los sectores atacados por el ajuste y la represión del gobierno. Así, continuó reflexionando: “Es razonable suponer que sería la confianza en que, por razones diversas, un buen número de argentinos no analiza los mensajes lo que le permite al gobierno largar al ruedo cifras inverificables: una hipotética futura inflación del 15.000 %, pongamos por caso, que no se explica cómo ni cuándo se habría alcanzado pero que -se nos comunica con alegría- no vamos a alcanzar gracias a un plan económico exitoso: celebremos. ‘La gente está contenta’, le escuché decir al Ministro de Economía y me pregunté: ¿de qué gente está hablando? ¿Con qué elementos construyó una generalización tan categórica? ¿Caminó alguna vez por la calle?, ¿vio a los que duermen en las veredas?, ¿trató al menos de imaginarse la desesperación de alguien que va a un comedor comunitario para calmar su hambre y ni siquiera allá encuentra comida? ¿Habló con alguno de los que, sin justificación, acaba de ser despedido? ¿O simplemente la frase le pareció simpática y la largó sin mucho problema? Debo decir que en algunos casos la irresponsabilidad verbal es tan desembozada que más bien se parece a un chiste: es el caso del vocero presidencial cuando aclaró que no era cierto que a los jubilados un aumento prometido se les iba a pagar en dos cuotas; no: simplemente se lo haría ‘en dos momentos distintos’”.
Y añadió: “Si a esta pequeña antología de sinsentidos se le suman ciertos exabruptos al estilo de ‘el Estado es una organización criminal’ o ‘la justicia social es un concepto aberrante’, se podrá sospechar que muy difícilmente el discurso (o no-discurso) oficial resistiría una lectura mínimamente atenta. En cuanto a la crueldad manifiesta que puede advertirse, por ejemplo, en la explicación de la Canciller: ‘ya que los jubilados se van a morir, qué sentido tendría darles préstamos’, o en el razonamiento de un Diputado: ‘si un padre necesita a su hijo en el taller, es libre de no mandarlo a la escuela’; pienso que para entender lo inhumano de estas ‘propuestas’ basta con una mínima sensibilidad ante el sufrimiento, la injusticia y la impiedad”.
“¿Cómo protegerse de cuestionamientos que parecen casi inevitables? Un camino sería cercenar las posibilidades de acceso a una lectura analítica o sensible de la realidad y, si fuera factible, a la lectura en general. No conocer la historia, no tener elementos para cotejar el contexto actual con otros contextos o para delinear un futuro deseado. Una ‘sorpresa” del presidente de la Cámara de Diputados ilustra con bastante nitidez esta intención. Después de la manifestación multitudinaria del 24 de marzo dijo con cierta alarma que no se explicaba el motivo por el cual habían asistido jóvenes de dieciocho años a esa manifestación ¿Cómo?, parece expresar con su perplejidad, ¿así que hay jóvenes enterados de que ese día hubo un golpe cívico-militar que instauró un régimen que asesinó, torturó, hizo desaparecer a 30.000 personas entre quienes había viejos, adolescentes, monjas, curas y que además robó bebes recién nacidos?”.
“Y al parecer no sólo están enterados, señor; hasta dio la impresión de que les importan esos crímenes, que tienen la capacidad de entenderlos en carne propia, que saben que hubo mujeres heroicas que hicieron historia luchando por la aparición de sus hijos desaparecidos y de sus nietos robados y que hoy siguen luchando; esos adolescentes deben alguna información sobre nuestra historia reciente porque vivaron a las madres y a las abuelas de Plaza de Mayo y se manifestaron con tanta emoción y con tanto compromiso como todos los otros millares de personas de todas las edades que estábamos allí. Algo está fallando en el programa, sin duda: pese al empeño gubernamental no se ha podido conseguir, hasta el momento, una nueva y completa generación de ignorantes”.
“Según se desprende de la perplejidad del presidente de la Cámara de Diputados, ese parecería el propósito que se está buscando. Porque si no, ¿de qué se asombraría? ¿No fueron jóvenes los que hicieron la reforma universitaria de 1918? ¿No fueron estudiantes secundarios y universitarios quienes defendieron en 1958 la ley de enseñanza laica, gratuita y obligatoria? Los jóvenes en nuestro país siempre estuvieron a la vanguardia en las luchas. Y no pretendo dar un único signo a esas luchas. Fueron jóvenes universitarios quienes se opusieron al general Perón durante su primer gobierno y también fueron jóvenes, universitarios o no, quienes lucharon por que volviera años después. Fueron jóvenes universitarios, junto con los obreros, los que protagonizaron el Cordobazo en 1968, y dieron el gran puntapié inicial para acabar con la dictadura militar iniciada en el ‘66. Desde distintas posiciones, encararon una lucha y parecían saber por qué estaban luchando”.
“Ahora -consideró-, lo que en apariencia se busca es que los jóvenes, y los no tan jóvenes, carezcan de la oportunidad de acceder a la historia y de los recursos para actuar en busca de un destino elegido, que sean incapaces incluso de desentrañar qué destino están construyendo otros para ellos. Lo que se intenta, en suma, desfinanciando las universidades, desprestigiando el trabajo docente, cancelando un programa que auspiciosamente se llamaba ‘leer aprendiendo’ y estaba destinado a los chicos de las escuelas, cerrando centros de investigación de enorme prestigio (y podría seguir con un largo y doloroso etcétera) lo que se intenta, decía, es negarles a estos jóvenes, negarnos a los argentinos la libertad de elegir. Que estemos desinformados, que nos adormezcamos bajo el arrullo de invectivas, anuncios inconsistentes, insultos a mansalva y ‘verdades sagradas’ que no admiten réplica”.
“No es descabellado conjeturar que la ignorancia puede tener un considerable peso estratégico. Mirando a mi alrededor y animándome, yo sí, al ver lo que no me gusta ver, debo admitir que no parece un objetivo inalcanzable de conseguir que muchos desesperados no entiendan -necesiten no entender- que debajo de tanto exabrupto tal vez haya propósitos que van en contra de sus intereses. Y, sobre todo, advertir que unos cuantos no desesperados se sienten cómodos entre tanto grito, tanto insulto y tanta teoría express, al punto de que no miden o no les importan las consecuencias. Sin embargo, me animo a arriesgar que, como objetivo, esto de ‘ignorancia para todos’ no va a llegar muy lejos. Ante todo, porque en momentos difíciles como el actual termina imponiéndose una lectura irrefutable de la realidad que no necesita de estudios previos: es la inducida por el hambre, y por la angustia de haber sido despedido del trabajo sin razón, y por cualquier otra injusticia que duele de cerca. Lecturas que -la historia universal y nuestra propia historia lo demuestran- encuentran su expresión en la calle. La calle que, pese a la intención oficial de demonizarla, es la voz de los que no tienen voz. Y de los que no son escuchados. Y de los que queremos que, junto a todos los demás, se nos escuche”.
“Las marchas multitudinarias y altamente conmovedoras y comprometidas que ocurrieron este martes en Buenos Aires y en todo el país, son una prueba muy clara de lo que digo. Solo leer los carteles que llevaban los estudiantes, la agudeza y la profundidad de lo que expresaban, fue una comprobación nítida de que el conocimiento y la sensibilidad son más valiosos que los insultos. Confieso que pocas veces canté el himno con tanta emoción y sintiéndome tan acompañada como ese día en Plaza de Mayo. Pero no voy a detenerme en esas expresiones ya que no son mi tema hoy. Mi tema hoy es la voz de los que sí tenemos voz. Los que tuvimos la oportunidad, y tenemos la decisión, de saber leer. Los que creemos que los argumentos y la solidaridad construyen más que los agravios y el odio; los que, al menos a grandes trazos, nos proponemos un país en el que las ideas, los análisis, las discusiones, prevalezcan sobre el vaso de vino arrojado en la cara”.
“Pienso que, más allá de nuestra tarea específica, o a través de esa tarea, es necesario que demos testimonio de nuestra realidad y de nuestra historia. No sólo en relación a nuestra actualidad; también respecto de lo que nos ocurrió en nuestro pasado reciente, ya que, así como se necesitan años de buena alimentación y enseñanza de calidad para crear un lector, inversamente, para producir semianalfabetos entre los sectores más sumergidos y vulnerables se requiere no sólo años de pobreza; también muchas veces negligencia en las políticas sociales. En síntesis, el deterioro que vino sufriendo nuestro país sin duda tiene causas diversas pero desembocó unívocamente en la situación actual. Pienso que nos toca a nosotros analizarlo y dar cuenta de todo esto”.
Luego agregó: “En realidad, ese testimonio múltiple ya está empezando a ocurrir. Con lucidez y con pasión se están manifestando expertos de los sectores más diversos. Científicos, politólogos, economistas, universitarios, gente del teatro, del cine, de la literatura, gremialistas, juristas, docentes, trabajadores de diferentes áreas, pequeños empresarios, jubilados, periodistas, están haciendo oír su voz cada vez con más frecuencia y con más claridad. Es el principio de un camino, pienso. Estar bien despiertos y presentes. Porque no hay marcha atrás. Estamos en una situación nueva y tenemos que animarnos a verla, a decidir qué país queremos y a movernos en consecuencia. Ante todo, ponernos de acuerdo en algo muy básico: quiénes integramos este país. ¿La gente de bien? (escuché más de una vez desde representantes del oficialismo esta expresión poco confiable y me recordó a un humorista excepcional, Landrú, que irónicamente y para aludir a una clase que se consideraba encumbrada, dividía a los argentinos entre los mersas y ‘la gente como uno’). ¿Es esa ‘gente de bien’ nuestro país o lo integramos todos los que lo habitamos? Porque en este último caso tendremos que admitir que a todos nos corresponden los mismos derechos. Para ser muy básicos: una buena alimentación, una educación de calidad, una salud protegida, acceso a una vida digna. Ahora, no dentro de treinta y cinco años: la vida que se pierde hoy ya no se recupera. Entre tanto podremos protagonizar todos los debates ideológicos que hagan falta. Es necesario que ocurran. Pero pienso que, cuando las papas queman, lo primordial es que encontremos los carriles de coincidir en lo esencial”.
“El nuestro es un país que vale la pena -afirmó-. Esta Feria que desde hace casi medio siglo se viene llevando a cabo va a constituir mi primer ejemplo. Les cuento que, salvo una vez en que estaba de viaje, vine todos los años. Y que siempre la sentí como un espacio singular. No sólo por el objeto impar que la convoca, también por la gente que la recorre. Y atención, porque a partir de acá, sin desentenderme del panorama sombrío que emergió hasta ahora, voy a mostrar mi hilacha optimista. Estuve en algunas Ferias de otros países, tan importantes o más que la nuestra. Vi libros de todas las editoriales, asistí a eventos, conocí celebridades. Pero casi no vi gente. Y en esta Feria nuestra, desde su primera emisión y aún en circunstancias históricas muy difíciles, el público viene, recorre los stands, busca o encuentra determinado libro, compra lo que puede, asiste a los actos culturales, habla con algún escritor, se encuentra con un amigo que hace tiempo no veía. Siente que este es un lugar que le pertenece”.
“En nuestro país, en suma, el libro importa. Y ese es un dato nada desdeñable acerca de cómo somos. O de cuáles son nuestras posibilidades. Y no es el único dato. El movimiento teatral argentino es excepcional, nuestro cine es valorado acá y en el exterior, nuestros científicos son requeridos y admirados en todo el mundo, hay una literatura notable y, doy fe, siguen apareciendo año tras año nuevos y valiosos escritores, nuestros humoristas son de primer nivel, tenemos músicos y letristas admirables, numerosas editoriales y revistas independientes que se hacen a pulmón y que, en las buenas y en las malas, publican un material de primer nivel. Pero no sólo eso: es notable el sentido del humor popular que se puede palpar en cualquier calle o en cualquier colectivo y que muchas veces nos salva de la desesperación; milagrosamente persiste el hábito de encontrarnos en un café sólo para conversar, seguimos manejándonos para arreglar lo que haga falta con un alambrecito”.
“Y todo eso también es cultura, nuestra cultura, la que tenemos que preservar. No se asusten: no tengo la intención de idealizarnos: no es mi costumbre. Unos cuantos y bien bravos defectos debemos tener para que estemos como estamos. Pero contamos con un hermoso capital humano -esto y no otra cosa, según lo entiendo, es el capital humano-, un capital valioso para empezar a soñar con el país que queremos. No vamos a permitir que ese capital sea arrasado. Al contrario, tenemos que luchar para que se multiplique. Una buena alimentación y una buena educación para todos, es la base (y no crean que es traída de los pelos una referencia a la alimentación cuando se habla de cultura; sin una buena nutrición en la infancia, no hay posibilidad de aprendizaje, no hay para nuestro futuro cultura posible). A partir de esa base imprescindible se abren los caminos. Seguramente estos libros que nos están rodeando, con sus diversos puntos de vista, con sus innumerables visiones de la realidad, tendrán algo que indicarnos”.
Y concluyó: “Ahora, para terminar como corresponde estas palabras (por algo soy cuentista) brindo porque, en un futuro muy cercano, nuestra amada Universidad Pública esté funcionando a pleno y cada vez con más estudiantes, porque nuestras instituciones y medios culturales puedan trabajar por entero y con todo su personal para el desarrollo y la difusión de nuestra cultura; porque siga existiendo a través de los años, cada vez más pujante y más popular, esta Feria del Libro, y porque haya muchas otras Ferias del Libro a lo largo y a lo ancho de nuestro país. Cada vez con más concurrencia, cada vez con más creatividad, cada vez con más lectores”.

29 de abril de 2024

48° edición de la Feria Internacional del Libro de Bs. Aires. La disertación de Liliana Heker (I)

El pasado 25 de abril se inauguró en Buenos Aires la 48° edición de la Feria Internacional del Libro, un evento cultural organizado desde 1975 por la Fundación El Libro, una entidad civil sin fines de lucro creada por la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Es la mayor feria en los países hispanohablantes y actualmente figura entre las cinco más importantes del mundo. Años antes ya se habían realizado en Buenos Aires exposiciones y ferias callejeras e incluso en el Cabildo. Fue en 1971 cuando la SADE comenzó un plan con la idea de encontrar un medio más eficiente para la difusión del libro. Fue así que durante los primeros años de la década de los ‘70 organizó numerosas ferias de libros en las calles, parques y plazas de la capital y en algunas ciudades del interior. En ellas no sólo se vendían libros sino también se dictaban conferencias, se leían poemas y se hacían presentaciones 
teatrales y musicales.
Con la premisa de reunir en un mismo ámbito a autores y lectores, y actuando como un lugar de encuentro entre autores, editores, libreros, distribuidores, educadores, bibliotecarios, científicos y visitantes, la feria cuenta con el auspicio de diferentes corporaciones de libreros y editores. La primera edición se realizó en el Centro de Exposiciones de la Ciudad de Buenos Aires en el barrio de Recoleta y actualmente se lleva a cabo en el Predio Ferial La Rural en el barrio de Palermo. Prestigiosos escritores como Jorge Luis Borges (1899-1986), Manuel Mujica Láinez (1910-1984), Ernesto Sabato (1911-2011), Adolfo Bioy Casares (1914-1999), Silvina Bullrich (1915-1990), Marco Denevi (1920-1998), Olga Orozco (1920-1999), Beatriz Guido (1922-1988), María Esther De Miguel (1925-2003), Andrés Rivera (1928-2016), Tomás Eloy Martínez (1934-2010), Abelardo Castillo (1935-2017), María Esther Vázquez (1937-2017) y Vlady Kociancich (1941-2022) fueron habituales participantes de la Feria entre muchísimos otros escritores.


En un marco socio-político sumamente hostil para la vida cultural llevado adelante por el actual gobierno, la escritora Liliana Heker (1943) estuvo a cargo del discurso de inauguración. En el mismo, la autora de los libros de cuentos “Las peras del mal” y “La crueldad de la vida”; las novelas “Zona de clivaje” y “El fin de la historia”; y los ensayos “Las hermanas de Shakespeare” y “La trastienda de la escritura” entre muchas otras obras, pronunció un potente alegato social, político y cultural haciendo referencia al desfinanciamiento de la educación, la cultura, las artes y las ciencias. En su exposición, ante un auditorio repleto, comenzó contando una anécdota personal: “Quiero celebrar de manera muy especial esta Feria y, en particular, al objeto impar que la convoca: el libro. En cierto modo, siento algo similar a lo que, medio siglo atrás, experimenté en mi primera Feria. Y no se preocupen por hacer cuentas: tengo muy claro que ésta, tal como se la conoce nacional e internacionalmente, es la Feria del Libro Número 48. Pero les cuento a quienes no lo vivieron que hubo ensayos anteriores -lo investigué hace poco para apuntalar mi recuerdo-, ferias más o menos callejeras organizadas por la Sociedad Argentina de Escritores. Esa de hace medio siglo fue para mi historia personal una Feria del Libro con todas las de la ley y la viví con una intensidad irrepetible. Me recuerdo, radiante de felicidad, recorriendo los stands junto a mucha gente que parecía tan entusiasmada como yo, y vendiendo números atrasados de ‘El escarabajo de oro’ en un pequeño puesto de editores independientes que nos habían cedido un espacio, y hasta firmando a una lectora desconocida un ejemplar de mi libro ‘Acuario’, publicado gracias a ese emprendimiento cultural extraordinario que fue el Centro Editor de América Latina, arrasado pocos años después por la dictadura cívico-militar. Esa Feria fue singular para mí porque fue la primera. Y siento que esta también lo es, aunque por otros motivos”.
Luego se adentró en la actual situación caótica del país: “Presumo que muchos de ustedes se estarán preguntando algo similar a lo que, durante los últimos tres meses, me estuve preguntando yo: ¿tiene sentido celebrar esta nueva emisión de la Feria del Libro en un país en el que día a día crecen la pobreza y la indigencia, hay millares de despidos sin fundamento, la salud y la educación pública están en emergencia, la obra pública fue cancelada, nuestras universidades son desfinanciadas al punto de correr el riesgo de cerrar sus puertas, la investigación científica y tecnológica y el ejercicio de la ciencia y la tecnología están siendo devastados, toda institución o medio que favorece el desarrollo y la difusión de la cultura ha sido desvirtuado o borrado, se entregan nuestras riquezas naturales y el Estado parece ausente aun en caso de epidemia? Confieso que más de una vez una noticia de último momento hizo tambalear este texto mío aun antes de que empezara a darle forma. Y sin embargo acá estoy, celebrando, como hace medio siglo en mi primera Feria, el estar rodeada de libros y de una concurrencia que, sospecho, en buena medida viene acá porque anda buscando algo preciso o tal vez difuso que espera encontrar en un libro”.
Pasó después a valorizar la importancia de la escritura y la lectura: “Ahí está el punto: creo que el libro adquiere una significación muy especial en estos momentos. Por la inagotable diversidad de posibilidades que implica, y por ser el exponente de un amplísimo registro del conocimiento y del arte, me parece atinado instalarlo como un justo representante de todo lo que hoy es atacado en el campo de la cultura. Reivindicarlo entonces se me hace una cuestión imperiosa. Y no como autora, aunque la escritura sea el trabajo que amo: no es ese trabajo mío y privado el que corre riesgo. Aun durante la dictadura, dentro del pequeño ámbito de libertad de las cuatro paredes de mi pieza, seguí escribiendo y ese trabajo y nuestra revista me sostuvieron en esa época de brutalidad inédita. Y estoy convencida de que, quienes nos dedicamos al trabajo creador, seguiremos encontrando también ahora nuevas motivaciones y nuevas formas de expresarnos y de estar presentes. Teatro Abierto fue una presencia muy fuerte durante la dictadura, y el Teatro Comunitario, una expresión luminosa en la crisis del 2001; no vamos a resignarnos al silencio, de eso no me cabe duda. Pero lo que quiero reivindicar hoy es una actividad aún más hermosa y democrática que la creación: quiero reivindicar la lectura”.
Y agregó: “En primer lugar, la lectura de ficciones, esa aventura maravillosa que algunos tuvimos la fortuna de experimentar desde chicos; la posibilidad de que se nos amplíe infinitamente el campo de nuestra experiencia, de que mundos desconocidos, o aun puramente imaginados o soñados o temidos se abran ante nosotros; de que todo sentimiento humano, por elevado o miserable que sea -el heroísmo, el crimen, la demencia, la belleza, el dolor, la pérdida, el disparate, el absurdo, el miedo, el horror, la muerte-, se nos revelen en crudo de tal modo que nos ayudan a conocer a otros y a conocernos, a conmovernos con el dolor ajeno, a indignarnos con la injusticia y a apreciar hasta límites inesperados la belleza; a entablar, en suma, ese diálogo privado con un poema, con un cuento, con una novela, que nos permite interpretar e interpelar al texto, ambiguo e inagotable por su propia naturaleza, e ir descubriéndole sus distintas capas de significación. Y hago extensiva esta lectura múltiple a quien asiste a la puesta de una obra de teatro y a la exhibición de una obra cinematográfica, y también a quien observa una obra pictórica o una escultura o una fotografía artística”.
“La obra de arte, en suma, nos convierte en espectadores-lectores agudos. Nos enseña y nos conmina a leer, no sólo cada obra en sí; a leer cualquier dato de la realidad, por encubierto o indeseado que ese dato sea. Y cuando hablo de leer no aludo sólo a la creación ficcional o artística. El acto de leer permite un diálogo libre y personal con cada cuestión en la que un lector elige sumergirse. Me refiero a la ciencia, a la filosofía, a la historia, a las religiones, al análisis político o económico o jurídico, al humor, a la mitología, al testimonio, a la biografía. Por eso, al referirme al libro estoy aludiendo a todo el amplio arco de la cultura. Y, en particular, a una condición asociada a la lectura, e irreemplazable: saber leer. No me refiero a ‘saber leer’ en su significación primaria. Aunque también, ya que descifrar letras y palabras, estar alfabetizado, es la base sin la cual no se puede hablar de democracia plena”.
Y volvió a referirse a la actual situación del país: “Hace muy poco, cuando se conmemoraron los cuarenta años de democracia, me pidieron una opinión al respecto. Escribí entonces: ‘Democracia plena, según lo entiendo, implica un pueblo soberano. Pero para que un pueblo sea realmente soberano tiene que estar en condiciones de elegir libremente, no sólo a sus gobernantes, también su destino. Y para que cada uno pueda elegir su propio destino se necesita, ante todo, igualdad de oportunidades. Que cada habitante del país haya recibido y reciba una alimentación completa y nutritiva, que pueda acceder a una excelente educación en todos los niveles, que su salud esté protegida, que pueda conseguir un trabajo que cubra sus necesidades, que tenga una vivienda decente. ¿Hemos alcanzado en los últimos cuarenta años esa meta mínima? Basta mirar un poco a nuestro alrededor para saber que no. Hay mucha miseria en nuestro país, y eso implica que parte del pueblo no es soberano, que no actúa por elección sino por desesperación’”.
“Creo que en esa meta mínima que señalé reside la condición imprescindible para que una persona sepa leer en el sentido amplio al que me referí hace un momento. No se trataría sólo de interpretar un texto y extraer de él un conocimiento nuevo o alguna capa profunda de su significación. También de tener la capacidad de leer señales, descifrar gestos, desentrañar intenciones no evidentes, investigar datos; quien sabe leer es capaz de interpretar la realidad más allá de su apariencia más visible, o de la figura que le quieren imponer, o aun de la imagen que él mismo querría que tuviera. Y acá voy acercándome a una cuestión que me importa indagar: por qué esta intención manifiesta, por parte del gobierno, de menoscabar o suprimir toda institución o medio de comunicación que favorezca o divulgue el conocimiento, el desarrollo científico, la creación artística y la formación universitaria. Un intento de explicación que circuló cuando empezó a conocerse parte de estas medidas fue que habrían sido propuestas como una forma de distracción; para que pasaran a segundo plano otras medidas más pesadas, como podría ser la venta de nuestras riquezas naturales y empresas estatales, o la destrucción de la industria nacional y de las pequeñas y medianas industrias en favor de los grandes monopolios. Sin duda una explicación tan ingenua solo podía estar provocada por la perplejidad inicial. O tal vez fue una manera de eludir toda asociación con la frase tan temible que se le atribuye a Joseph Goebbels: ‘Cuando escucho la palabra cultura desenfundo la pistola’”.
“En cuanto al argumento que se utilizó desde distintas áreas del gobierno de que estas instituciones y medios culturales se llevaban los recursos que deberían estar destinados a los niños hambrientos, me pareció por lo menos sospechoso. Por dos motivos. El primero: con sólo explorar mínimamente el modo en que se financia buena parte de estas instituciones se podría advertir que eliminarlas no va siquiera a atenuar el problema del hambre. El segundo porque, de acuerdo a las políticas que se están llevando a cabo, el hambre en sectores cada vez amplios de nuestra sociedad no parece ser una cuestión de interés para el gobierno. El haber dejado de enviar recursos para los comedores comunitarios resulta una prueba bastante nítida, aunque no es la única. A propósito: vi la interminable cola que se formó para acceder a una ración de alimentos al día siguiente de que se anunciara, de manera algo demencial, que cada necesitado debería solicitar por las suyas su ración al Ministerio de Capital Humano. Veinte cuadras tenía la cola, supe después. Y también supe que nunca se atendió a nadie”.
“Antes de que llegara a destino el primer solicitante de la fila, la ventanilla se cerró y a otra cosa mariposa. Semejante crueldad es difícil de concebir, pero ocurrió. Y yo me pregunté: ¿cómo se puede no reaccionar ante una falta tan evidente del más mínimo respeto por un semejante? Y entendí dos cosas. Una: para la funcionaria o funcionario que ordenó cerrar la ventanilla, los que estaban haciendo esa cola no eran sus semejantes. Otra: resistirse a ver la realidad como es puede ser una salida cuando no se ve otra salida. Los que inútilmente estuvieron haciendo cola se negaban, al menos en ese momento, a ver lo que realmente acababa de pasarles.
De lo que podría desprenderse algo como esto: que los argentinos no analicemos los mensajes, que no sepamos leer, puede ser a nivel gubernamental un buen modo de evitarse problemas. Y sugiere una explicación probable para el ataque que se viene haciendo a toda institución o medio que favorezca el aprendizaje, el conocimiento, la reflexión, y la actividad cultural en general. El objetivo de ese ataque, conjeturé, sería reducir al máximo el número de los que saben leer: apocar, diríamos, al adversario potencial”.
Añadió luego: “Y ya que utilicé un verbo tan borgeano como ‘conjeturar’ voy a recurrir a Borges para tratar de explicarme. En su asombrosa y desopilante nota ‘El arte de injuriar’ reproduce este episodio citado por de Quincey: ‘A un caballero, en una discusión teológica o literaria, le arrojaron en la cara un vaso de vino. El agredido no se inmutó y dijo al ofensor: Esto, señor, es una digresión, espero su argumento’. Saber leer, creo, es advertir que, pese a lo extravagante del impacto, un vaso de vino en la cara carece de argumento. Y, para el estilo de comunicación que viene eligiendo el gobierno, implica una posibilidad riesgosa: que se advierta la falta o la falla de los argumentos. Si cada argentino tuviera la capacidad de saber leer -si contara con los elementos para adquirirla- ¿qué pasaría con los pronunciamientos o exabruptos que se suelen lanzar? ¿Estarían en riesgo de perder su eficacia?”.
“Como anticipo pongo un ejemplo: las dos promesas de un bienestar inefable que nos va a compensar de lo mal que lo estamos pasando en la actualidad. La primera: dentro de treinta y cinco años este va a ser un país poderoso; la segunda: Argentina va a volver a ser ese gran país que fue a comienzos del siglo XX. En cuanto a la primera promesa, el aparente rigor científico que confiere una cifra tan exacta lleva a preguntarse: ¿dónde están los estudios que explican por qué vamos a alcanzar ese estado de bienestar exactamente dentro de treinta y cinco años? Dejando de lado que como consuelo es un poco pobre ya que buena parte de los beneficiarios vamos a estar muertos: de vejez, de hambre, o por falta de medicamentos, lo de los treinta y cinco años me trae a la memoria una expresión que se usaba cuando yo era chica: el año verde. Cuando alguien trataba de acallar algún reclamo nuestro prometiéndonos que lo deseado iba a ocurrir, pero en un futuro que veíamos altamente improbable, decíamos: sí, esto va a pasar el año verde”.
“En cuanto a la segunda promesa: llegar a ser tan prósperos como un siglo y pico atrás, dejando de lado que, ya de por sí, un retroceso histórico de más de un siglo parece un poco dudoso como ideal, me gustaría saber si quienes se dejaron seducir por esa promesa de prosperidad se preguntaron cómo era realmente el país a comienzos del siglo veinte. ¿Tienen alguna idea de que en esa época había un grupo minoritario al que la sabiduría popular denominó “los de la vaca atada” porque viajaban habitualmente a Europa, y con su propia vaca para que, a sus niños, en el barco, no les faltara la saludable leche nacional, mientras que, en general, el pueblo se moría de hambre? Creo de verdad que quienes promocionan esa meta de retroceder al año 1900 no mienten cuando dicen que ese es el país al que aspiran, pero fuera de estos nuevos representantes de la vaca atada, ¿serán muchos los que quieren vivir según ese modelo? ¿O simplemente no creyeron necesario o no tuvieron los recursos para indagar en su significado?”.

18 de abril de 2024

Que hace un gaucho perseguido / empeñoso y diligente / y sin embargo la gente / lo tiene por un bandido

El Virreinato del Río de la Plata fue creado provisionalmente por el rey Carlos III de Borbón (1716-1788) el 1 de agosto de 1776. Al año siguiente, más precisamente el 27 de octubre de 1777, a instancias de su Ministro de Indias, el jurista José Bernardo de Gálvez y Gallardo (1720-1787), se le dio carácter definitivo. Exactamente un año después, el rey de España designó a Manuel Ignacio Fernández (1738-1783) como Intendente de la Real Hacienda para que se ocupase del cobro, custodia y empleo de la renta de todo el virreinato, esto es, dicho sin ambages, de la expoliación sistemática de los recursos de la región. Por la Real Ordenanza de Intendentes de Ejército y Provincia del 28 de enero de 1782, el virreinato fue subdividido en ocho intendencias, entre ellas la de Buenos Aires, que quedó a cargo de un Superintendente General. Esta función pronto pasó a manos del virrey y se prolongó hasta la Revolución de Mayo de 1810.
Por entonces, la estructura social de la bicentenaria ciudad de la Santísima Trinidad y puerto de Santa María del Buen Ayre tenía la consabida forma piramidal cuya base estaba conformada por los esclavos, seguida de cerca por la mayoritaria “plebe” y, en el vértice superior, la clase “decente” o “principal”. Cada uno de estos grupos sociales tenían distintas obligaciones y derechos. El nacimiento determinaba la ubicación social de los individuos y las escasas posibilidades de movilidad social estaban dadas por el matrimonio o el comercio. Por supuesto que la pureza de sangre era muy importante para alcanzar los niveles más altos de la sociedad, los que estaban exclusivamente reservados a los blancos. Por su parte, y como fatalmente no podía ser de otro modo, la Iglesia -que además de la atención espiritual se ocupaba de la educación y la asistencia social-, ejercía una importante influencia. Naturalmente existían profundas diferencias entre la sociedad urbana y la rural. La ciudad-puerto era el centro político, social y económico del que emanaba la autoridad a la que se sometían las zonas rurales circundantes.
En la sociedad urbana, los sectores más altos estaban constituidos por altos funcionarios de la administración virreinal, dignatarios de la Iglesia, comerciantes mayoristas, terratenientes y empresarios propietarios de obrajes, haciendas, tropas de carretas, bodegas en Cuyo, astilleros en el Paraná o minas en Potosí. La nobleza, por cierto, era muy escasa en el Río de la Plata y, por su parte, a la luz de los cambios económicos que venían produciéndose desde fines del siglo XVIII, fue surgiendo la burguesía como clase social ligada al comercio mayorista. Serían los hijos de esta clase mercantil ilustrada los que iniciarían el proceso revolucionario ni bien iniciada la segunda década del siglo XIX.
Como consecuencia de estos cambios operados, las clases populares o “plebe” descendieron un peldaño en la escala social y se redujeron a comerciantes minoristas, dependientes de comercio, empleados menores de la administración, auxiliares de justicia, matarifes, pulperos, artesanos libres y agricultores de los suburbios, quedando en el sector más desvalido la población conformada por mestizos, trabajadores serviles, “vagos” sin ocupación determinada, menesterosos y esclavos libertos que, al vivir en las afueras de la ciudad, eran despectivamente llamados orilleros. La situación de éstos era muy desfavorable y sus derechos sumamente limitados ya que no podían tener propiedades, ser vecinos, portar armas ni abrir comercios. Los esclavos -oriundos de África- y sus descendientes por vía materna, jurídicamente eran un valor de intercambio, y trabajaban como servidores domésticos de las familias acomodadas o desempeñando tareas agrícolas y artesanales.
Mientras tanto, en las zonas rurales, en la cúspide de la pirámide se encontraban los hacendados o estancieros, aunque siempre sometidos a la autoridad de los funcionarios de la ciudad y a la preponderancia económica de los grandes comerciantes porteños. Descendiendo en la escala social se ubicaban los pequeños propietarios rurales, agricultores y peones a sueldo. El escalón más bajo lo conformaba el gaucho, aquel habitante característico de las zonas rurales, producto de la unión de blancos emigrados de la ciudad -por lo general perseguidos por la justicia-, y de indios. Ya en 1736, el Gobernador del Río de la Plata Miguel de Salcedo y Sierralta (1689-1765), también distinguido con los títulos de Coronel de los Ejércitos de Su Majestad y Primer Teniente de Reales Guardias Españolas, emitió un bando que ordenaba castigar con una marca de fuego en la espalda al gaucho que mataba ganado silvestre sin permiso.


El gaucho llevaba una vida seminómada, basada en la libertad que le daba la llanura pampeana sin alambrar, donde era fácil transitar y conseguir alimentos debido a la abundancia de ganado. Para la burguesía porteña no era más que “gente perdida” de la campaña, sinónimo de vagabundo o matrero. Habitaba en chozas de caña y cueros, ranchos dispersos en la inmensidad de la pampa. Hábil en el manejo del caballo y del cuchillo, solía emplearse temporariamente en las estancias para desarrollar tareas ganaderas. El lugar de reunión del gaucho era la pulpería o “almacén de ramos generales”, el típico establecimiento comercial de las zonas rurales en donde, mediante el procedimiento del trueque, cambiaba cueros por ropas, utensilios de caza, yerba mate, carbón, velas, remedios y aguardiente. Allí también se podía jugar a las cartas o a los dados y se organizaban riñas de gallos y carreras de caballos -cuadreras- en las que se apostaba dinero.
Samuel Haigh (1795-1843), un viajero y comerciante inglés que vivió diez años en América del Sur, publicó en Londres en 1831 su “Sketches of Buenos Aires, Chile and Peru” (Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú), en el que puede leerse: “No existe ser más franco, libre e independiente que el gaucho. Lazo y boleadoras, un gran cuchillo atravesado en el tirador o en la bota completa su equipo y así sencillamente armado y montado en su buen caballo, es señor de todo lo que mira. No tiene amo, no labra el suelo, difícilmente sabe lo que significa gobierno; en toda su vida quizá no haya visitado una ciudad y tiene tanta idea de una montaña o del mar como su vecina subterránea, la vizcacha. Constituye una raza con menos necesidades y aspiraciones que cualquiera de las que yo he encontrado. Sencillas, no salvajes son las vidas de esta ‘gente que no suspira’ de las llanuras. Nada puede dar al que lo contempla idea más noble de independencia que un gaucho a caballo: cabeza erguida, aire resuelto y grácil, los rápidos movimientos de su diestro caballo, todo contribuye a dar el retrato del bello ideal de la libertad”.
Las autoridades porteñas trataron de poner límites a tanta libertad exigiéndole al gaucho la “papeleta de conchabo”, un documento que probaba que estaba trabajando en alguna estancia. Al que no la poseyera, automáticamente se lo calificaba de vago y era reclutado para la milicia o condenado a trabajos forzosos. Las constantes partidas policiales lo alejaban de su rancho y lo empujaban hacia las tolderías indias, donde se aprovechaban los datos que aportaba para orientar a los malones. La azarosa vida del gaucho quedó magistralmente registrada en la emblemática obra de José Hernández (1834-1886) compuesta de dos partes: “El gaucho Martín Fierro” de 1872 y “La vuelta de Martín Fierro” de 1879. Este hombre, Martín Fierro, por el sólo hecho de ser gaucho, era perseguido por el gobierno que se autodefinía como “civilizado”. En una de sus estrofas Hernández atestiguó: “Él anda siempre huyendo/ siempre pobre y perseguido/ no tiene cueva ni nido/ como si juera maldito/ porque el ser gaucho barajo/ el ser gaucho es un delito”.


Ilustrativas de la persecución sufrida por el gaucho son las “Disposiciones sobre policía rural” dispuestas por el gobernador de Buenos Aires Manuel Oliden (1784-1869) el 30 de agosto de 1815: “Artículo 1: Todo individuo de la campaña que no tenga propiedad legítima de que subsistir, y que haga constar ante el juez territorial de su partido, será reputado de la clase de sirviente, y el que quedase quejoso de la resolución del alcalde de este punto, nombrará por su parte un vecino honrado, y el alcalde por la suya otro, y de la resolución de los tres juntos no habrá apelación. Artículo 2: Todo sirviente de la clase que fuere, deberá tener una papeleta de su patrón, visada por el juez del partido, sin cuya precisa calidad será inválida. Artículo 3: Las papeletas de estos peones deben renovarse cada tres meses, teniendo cuidado los vecinos propietarios que sostienen esta clase de hombres de remitirlas hechas al juez del partido para que ponga su visto bueno. Artículo 4: Todo individuo de la clase de peón que no conserve este documento será reputado de vago. Artículo 5: Todo individuo, aunque tenga la papeleta, que transite la campaña sin licencia del juez territorial, o refrendada por él, siendo de otra parte, será reputado por vago. Artículo 6: Los vagos serán remitidos a esta capital, y se destinarán al servicio de las armas por cinco años en la primera vez en los cuerpos veteranos. Artículo 7: Los que no sirviesen para ese destino se les obligará a reconocer un patrón, a quien servirán forzosamente dos años la primera vez por un justo salario, y en la segunda vez por diez años. Artículo 8: Todo individuo que transite por la campaña aunque sea en servicio del Estado debe llevar su pase del juez competente, y en caso contrario será reputado por vago y se le dará el destino de éstos. Artículo 9: Para que esta providencia tenga su debido cumplimiento, se faculta a cualquier vecino de la campaña para que pueda tomar conocimiento de los individuos que transitan por su territorio, y en el caso de faltarle los requisitos mencionados en los artículos anteriores, remitirlo al juez territorial para que informado del hecho tome las medidas consiguientes. Artículo 10: Para que ningún individuo particular pueda abusar de esta facultad y seguirle perjuicio al que transite, sufrirá la pena arbitraria que se deja reservada a este gobierno, justificada su materia. Artículo 11: En atención a la escandalosa destrucción que padece la campaña por la matanza de machos y hembras caballares, se prohíbe absolutamente matar una sola cabeza de este ganado marcado o sin marcar, bajo la pena de veinticinco pesos de multa por cada cabeza a los pudientes y tres meses de presidio a los que no lo sean”.


En 1845 el escritor y docente Domingo F. Sarmiento (1811-1888) publicó “Civilización y barbarie”. En esa obra, el futuro presidente de la Nación calificó al gaucho como la encarnación de la “barbarie americana”. Para él, era imperioso eliminar tanto a los gauchos como a los indios y sustituirlos por inmigrantes europeos blancos. En una carta que le escribió al gobernador de la provincia de Buenos Aires Bartolomé Mitre (1821-1906) expresó: “Quisiéramos apartar de toda cuestión social americana a los salvajes por quienes sentimos sin poderlo remediar una invencible repugnancia… No trate de economizar sangre de gauchos general. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos esos salvajes”.
Con el correr de los años, la mayoría de los gauchos adhirieron a la ideología de los caudillos provinciales enrolados en el bando Federal que se enfrentó al bando Unitario en la cruenta guerra civil que ocupó buena parte del siglo XIX en la historia de la Argentina. Al producirse la derrota de los federales en 1852, el gauchaje fue abandonando paulatinamente a los carismáticos caudillos para pasar a depender de los nuevos dueños de las tierras arrebatadas a los indios tras las genocidas campañas militares orquestadas desde Buenos Aires y llevadas a cabo por el general Julio A. Roca (1843-1914). Con el surgimiento y desarrollo de las estancias, el gaucho se vio obligado a trabajar como peón o a servir en los ejércitos. Un nuevo poder estaba surgiendo, y el gaucho no fue inmune a esta circunstancia. Hacia fines del siglo XIX, con la aparición del alambrado, la tradicional vida seminómada del gaucho quedó virtualmente condenada a desaparecer.

8 de abril de 2024

Antonio Di Benedetto y las impurezas del prójimo

Antonio Di Benedetto nació en Córdoba, Argentina, el 2 de noviembre de 1922. Siendo muy pequeño, la familia se mudó a Mendoza y allí cursó sus estudios primarios y a fines de 1940 se graduó como Bachiller. Ya por entonces floreció su vocación de escritor y la revista “Sendas”, dirigida por el poeta y abogado mendocino Américo Calí (1910-1982), publicó su cuento “Soliloquio de un príncipe niño”. En un viaje a Buenos Aires, por azar conoció la imprenta de un periódico, lo que de alguna manera prefiguró sus dos vocaciones: periodista y escritor.
En 1941 ingresó a la Universidad Nacional de Córdoba para estudiar Derecho pero no terminó los estudios. Se radicó en Mendoza y se dedicó al periodismo. Primero como reportero en el diario “La Libertad” y como colaborador en la revista “Mundo Argentino”. Luego llegó a desempeñarse como subdirector de los diarios “Los Andes” y “El Andino”, y como corresponsal del diario “La Prensa” de Buenos Aires.
Perteneciente al grupo de escritores que en las décadas de 1940 y 1950 reaccionó contra el dominante realismo y derivó hacia una visión del absurdo y sinsentido de la vida, inspirado en la obra de Franz Kafka (1883-1924) y el existencialismo, en 1953 inició su carrera literaria con el libro de cuentos “Mundo animal” y, en este mismo género, publicó “Grot” (1957, reeditado en 1969 como “Cuentos claros”), “Declinación y ángel” (1958) y “El cariño de los tontos” (1961). También publicó las novelas “El pentágono” (1955), “El silenciero” (1964, reeditada como “El hacedor de silencio” en 1982) y “Los suicidas” (1969). Esta última fue galardonada con el Premio Primera Plana de la editorial Sudamericana, siendo votada por unanimidad por un jurado de prestigiosos escritores como el argentino Leopoldo Marechal (1900-1970), el paraguayo Augusto Roa Bastos (1917-2005) y el colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014)​​.
En su obra más elogiada, la novela “Zama” de 1956 -ambientada en un medio sudamericano del siglo XVIII- alcanzó la máxima expansión de su realismo profundo, fuerte, cruel e incisivo. La misma, considerada de manera unánime como una de las grandes novelas del siglo XX en lengua española, con el correr de los años sería traducida a varios idiomas, entre ellos el alemán, el francés, el inglés, el italiano, el checo y el polaco.


En los años ’60 y comienzos de los ’70 realizó numerosos viajes, entre ellos a Estados Unidos, Israel, Marruecos, Sudáfrica, Grecia, Suiza, Inglaterra, Bélgica, Italia, Alemania, Brasil, Paraguay y Colombia. En este último país participó en el Congreso de la Nueva Narrativa de Cali, compartiendo una mesa redonda con el escritor mexicano Agustín Yáñez (1904-1980), el peruano Ciro Alegría (1909-1967) y el chileno Jorge Edwards (1931-2023). En su condición de periodista y organizador y miembro de la filial Mendoza de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), también viajó a Haití, República Dominicana, Barbados, Martinica, Venezuela, Ecuador y Perú.
En 1975 publicó la antología de cuentos “El juicio de Dios”, la cual fue muy bien recibida por la crítica, y fue elegido miembro de la Academia Argentina de Letras. Al año siguiente, pocas horas después de producido el golpe cívico-clerical-militar del 24 de marzo, Di Benedetto fue secuestrado por el ejército en su oficina de subdirector del diario “Los Andes”. Fue encarcelado inicialmente en el Liceo Militar de Mendoza y después en la Unidad 9 de La Plata, donde sufrió simulacros de fusilamiento, maltratos y golpizas.


“Creo que nunca estaré seguro de si fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente. Pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosas de las torturas”, diría años más tarde. Humillado y destrozado anímicamente, fue excarcelado el 3 de septiembre de 1977 del presidio de La Plata tras los numerosos pedidos de escritores argentinos y extranjeros, entre ellos Ernesto Sabato (1911-2011) y Heinrich Böll (1917-1985).
De inmediato se trasladó a Buenos Aires pero, ante las recomendaciones de algunos funcionarios de la dictadura sobre que para resguardar su seguridad saliera del país, viajó a Europa. Primero estuvo en París, Francia, donde frecuentó al escritor argentino Juan José Saer (1937-2005) y dio algunas conferencias, luego fue a Berlín, Alemania, donde se conectó con el historiador argentino Osvaldo Bayer (1927-2018) quien se había exiliado en esa ciudad huyendo de la dictadura militar, y finalmente se radicó en Madrid, España. Por entonces mantuvo una frondosa correspondencia con relevantes escritores como Manuel Mujica Lainez (1910-1984), Julio Cortázar (1914-1984), Adolfo Bioy Casares (1914-1999) y Abelardo Arias (1918-1991).
Con el advenimiento de la democracia en Argentina, Di Benedetto pudo regresar al país el 23 de mayo de 1984 y en el Centro Cultural San Martín de la ciudad de Buenos Aires se le realizó un homenaje. Pronto se lo nombró asesor en la Secretaría de Cultura de la Nación y la Academia Argentina de Letras lo eligió como miembro de número. Su estancia en Buenos Aires al poco tiempo se fue volviendo rutinaria. Su estado de vulnerabilidad como las dificultades para caminar, su imposibilidad física de escribir y otros padecimientos graves, eran producto de lo vivido en la prisión. No obstante, algo rehabilitado de sus dolencias, pudo terminar y publicar su libro “Cuentos del exilio” y la novela “Sombras nada más”.


En una entrevista concedida al diario “Uno” de Mendoza en 1984, hizo estas reflexiones: “Funcionamos a base de nuestra trituración diaria y quizá lo que damos a la humanidad son esos gestos compasivos que nosotros ejercitamos como esperando la compasión de los demás. Ahora me pregunto: ¿Hasta qué punto me estimo a mí mismo como para pretender ser estimado por los demás? Porque no se es bueno en cada gesto, porque la bondad casi siempre nace de una poderosa lucha para retar el mal, el egoísmo y la envidia a los más oscuros reductos. Porque de todos los ángeles, parece que la mayoría somos ángeles de la destrucción. Yo invito a cada ser, a cada hombre, a que grabe sus palabras y sus pensamientos, desde que su mente se despeja por la mañana hasta que se reposa. Invito a que se vigile, se analice. Verá cuántas maldades, juegos, intereses ha puesto en acción para sobrevivir ese día, es decir, no la eternidad sino una miseria de 24 horas”.
Y agregó: “Esto es así porque para vivir basta acumular la sobrevivencia de instante en instante, con consagrar todas las fuerzas, como debiera suceder o por lo menos una, la más escondida, la más económica, en algo que sea útil a los demás, para tratar, de ese modo, con esos actos, de dejar de mordernos las entrañas con tanta ferocidad, como ocurre en esta aparente convivencia que es la de los seres humanos. No sé si esto que digo es una maldad... Lo que más nos asuela es la impureza del prójimo, pero resulta que nosotros, para el otro, somos el prójimo. ¿Cómo se cura eso? Yo no soy predicador ni moralista. ¿Pretendo una transformación de la sociedad desde el punto de vista moral? Lo que pretendo es una libertad de los sentimientos basada esencialmente en la pureza, no en la impureza, para que el amor sea un acto verdaderamente redentor y salvador, y cada hombre encuentre en la mujer que elige -y a la inversa- la garantía del goce pleno de la existencia”.
En el mismo reportaje habló sobre la muerte: “Un sueño persistente que tengo es este: yo subo escaleras. En cierto momento me detengo, pero no tengo la posibilidad de descender. Tengo que seguir adelante. Adelante está el vacío. Me lanzo. Me lanzo y me toma el agua, y el agua me envuelve. Es un agua dibujada, transparente: desde abajo tiene vegetación que sube. Es un agua que me invita. Yo no sé si estoy ahogado o por ahogarme. Cuando yo pienso en ese sueño veo que esa agua es el símbolo de la vida. Cada vez que me caigo me toma, lo que me toma es la vida, porque vuelvo a subir escaleras y a caer y a subir. Creo que la muerte es una gran serenidad porque en la vida andamos descompuestos”.


El 10 de octubre de 1986, quien fuera una figura indiscutible de la literatura argentina murió víctima de un derrame cerebral en el Hospital Italiano de Buenos Aires. Al cumplirse en centésimo aniversario de su nacimiento, Sofía Criach (1989), Doctora en Letras y docente en Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de Cuyo, lo recordó en el artículo “Cien años de Antonio Di Benedetto. El peso de lo leve” aparecido en la página web de dicha universidad. Allí, entre otros conceptos, escribió: “Contemporáneo de los escritores del llamado ‘boom’ de la literatura latinoamericana, no aspiró nunca a ser uno de sus autores estrella. Frente a esos grandes de la pluma que aspiraban a componer la novela total, la novela de síntesis, la gran novela americana, Di Benedetto se abocó a construir, en este lejano oeste argentino y con precisión de relojero, sus novelas y, sobre todo, sus relatos: unidades expresivas condensadas en los muros de la brevedad, hondas pero calibradas de tal manera de no abismarse nunca en la infinidad del símbolo (esa que perturbaba tanto a Borges); historias nacidas a partir de gérmenes de cuentos que, según sus palabras, descendían sobre su cabeza como ‘copitos de nieve que caen sobre un habitante de los trópicos’, y que también bautizó como ‘diablillos’ o ‘heridas que no dan la muerte’. Así, frente a la novela-catedral anhelada por los escritores del ‘boom’, perseveró en levantar sus pequeñas capillas, aun después de haber escrito ‘Zama’, tan universal y, al mismo tiempo, tan americana. La literatura de Di Benedetto incomoda; incluso seducidos por el artificio de una prosa que no da pasos en falso, por su fino humor o la limpidez de las imágenes, su lectura no deja indemne”.
Por su parte, para la misma fecha, el escritor y docente de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires Martín Kohan (1967) publicó el artículo “Di Benedetto: una escritura secreta” en la revista digital “Haroldo”. Allí escribió: “Se verifica en la literatura de Di Benedetto, esa potestad que Roland Barthes señalara como lo propio de la escritura literaria: escribir en la propia lengua como si fuera una lengua extranjera. Di Benedetto lo logra sin esfuerzo ni aspavientos, deslumbra sin nunca perder los tonos de la mesura. Hacer que la lengua propia funcione como una lengua extranjera: una experiencia de desacomodamiento (ni de la comodidad ni de la incomodidad: del desacomodamiento), una experiencia del extrañamiento (ni de la familiaridad ni de la extrañeza: del extrañamiento), que Di Benedetto plasma en su escritura como si le resultara lo más natural, pero que se transfiere a la lectura con la impresión de lo fuera de serie”.