13 de octubre de 2024

Los escritores y el cigarrillo (1/3)

Según un informe de la española Red de Entretenimiento e Información (REDEI), el fumar tabaco fue una costumbre religiosa, medicinal y ceremonial en la vida tribal americana precolombina. Llevado a España por Cristóbal Colón (1451-1506), su uso se extendió rápidamente por Europa. Naturalmente, poco y nada tienen que ver los actuales cigarrillos con los que fumaban los americanos originarios antes de la llegada de Colón. A los cigarrillos de hoy en día -además del papel- para su elaboración se le agregan cientos de compuestos para realzar su sabor y mejorar la absorción de la nicotina. Para algunos, el fumar evita la fatiga y el aburrimiento, y mejora la coordinación de diversas tareas rutinarias, además de aumentar la actividad en tareas que implican rapidez de reacción, vigilancia y concentración. También -se dice- calma los nervios y relaja los músculos durante períodos de estrés. La falta de motivación sería el principal problema para dejar de fumar, a lo que se suma la aceptación social del hecho de fumar, ya que no afecta el comportamiento de los individuos.
Para los artistas en general y para los escritores en particular, el fumar parece ser un compañero inseparable de la creación, y haciendo una lista entre fumadores de cigarrillos, cigarros y pipa, entre los escritores americanos más conocidos se pueden mencionar a los mexicanos Octavio Paz y Juan Rulfo; a los cubanos Guillermo Cabrera Infante y José Lezama Lima; a los argentinos Julio Cortázar, Andrés Rivera y Osvaldo Soriano; a la brasileña Clarice Lispector; al peruano Ciro Alegría; al chileno Roberto Bolaño; al uruguayo Juan Carlos Onetti; y a los estadounidenses Paul Auster, Charles Bukowsky, Raymond Chandler, John Dos Passos, William Faulkner, Dashiell Hammett, Patricia Highsmith, Ernest Hemingway, Henry James, Carson McCullers, Henry Miller, Susan Sontag, Mark Twain, John Updike y Walt Whitman.
Como se puede apreciar, la lista es extensa. La literatura no sólo está colmada de autores fumadores. También se ha ocupado muchas veces del cigarrillo como tema, apareciendo en la boca tanto de entrañables personajes como de rufianes de baja estofa. Lo que sigue son algunos cuentos breves de autores argentinos elegidos al azar que se refieren al tema:
 
FUMAR
Rolo Diez (1940)
 
El Che escribió sobre el vínculo establecido entre un combatiente y su tabaco. Entre ráfaga y demolición, llamados al recreo por un cigarrillo, X, XX y XXX se acomodaron tras la protección de una heladera que nadie podría decir cómo llegó al asfalto y se convirtió en barricada. Palabras más o menos, Guevara habló de la compañía brindada por la lenta combustión vegetal, la cálida vecindad de la brasa y el baile del humo echado al aire. El humo es esencial en la “puesta” de una fumada. Al parecer, los ciegos fuman menos que los sordos y los mudos. Quienes no pueden ver las azuladas serpentinas arrojadas por el cigarro se pierden la mitad de la fiesta, y, por eso mismo, se interesan menos en el asunto.
Sin recordarlo o sin saberlo, X, XX y XXX van a poner en escena un tema clásico: los fumadores son tres, tres son los cigarros y hay un solo fósforo para encenderlos. La voz popular dice que el último en prender su cigarro morirá. Sin saberlo o sin recordarlo, X extrajo el fósforo de la caja de Ranchera, lo llevó hacia la lija y lo frotó. Guerrillero con su puro, Guevara viene bien en estos tiempos en que lo “correcto” es satanizar a socialistas y fumadores. Si alguien rechaza el capitalismo salvaje y afirma que la globalización económica del planeta se levanta sobre el hambre de millones de personas, le contestan con la locura de Pol Pot y los crímenes de Stalin, como si una infamia se justificara por otra; y si el adicto tabacalero sostiene que los automóviles contaminan cien o quinientas veces más que su modesto humo, le explican imperativos de la economía del planeta: “Prohibir a los fumadores es posible, pero el mundo viaja en cuatro ruedas y, aún lanzado de cabeza a un agujero negro, debe hacerlo a buena velocidad e impulsado por petróleo”.
X ofreció fuego a XX y así comenzó la escena clásica. A una Z distancia en la trinchera de enfrente, formada con una máquina de coser, dos perros muertos y un bote de basura, el tirador Y, del bando enemigo, vio la llama y la buscó con su fusil. Pausa. Chiste de fumadores: un tipo va a comprar cigarros, pide su marca y encuentra en ella esta leyenda “Fumar provoca impotencia”. Se detiene a observar otras cajetillas que prometen la muerte. Impactado por el anuncio, decide cambiar de marca y le dice al vendedor: “Mejor deme uno de esos de etiqueta roja, ese, el de los tumores”.
X ofreció fuego a XXX y el tirador Y apuntó cuidadosamente su fusil. El Che era asmático y fumaba. Cierto es que no lo mató el cigarro sino su principal enemigo, pero también es cierto que Guevara no dio chance. Si se hubiera preocupado más por él mismo que por los demás no hubiera sido condenado a muerte por la CIA y los militares de la sociedad occidental, ni hubieran guardado sus manos cortadas en un frasco de formol, ni su fantasma se permitiría ironizar sobre el culto a San Ernesto de La Higuera, ni su rostro indomable recorrería el mundo en posters y camisetas adolescentes, y así, bien portado y bien pagado (que para algo se estudia en la universidad), el doctor Guevara podría haberse ido de la vida bien fumado, con su enfisema y su tumor.
La conocida trama de los hechos llegó al instante en que le tocaba a X encender su cigarrillo. El tirador Y había hecho ya los aprontes necesarios y se dispuso a disparar. X echó la primera bocanada de humo y sintió junto a su oreja el silbido de una bala. La leyenda de que si se encienden tres cigarros con un mismo fósforo el último fumador muere nació en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. La explicación era sencilla: mientras actuaban el primero y el segundo, el tirador afinaba su puntería, cuando llegaba el turno del tercero, le volaba la boca de un disparo. Eso sí, la leyenda requiere de tiradores que no fallen. Con chambones es distinto.
 
EL CIGARRILLO
Enrique Anderson Imbert (1910-2000)
 
El nuevo cigarrero del zaguán -flaco, astuto- lo miró burlonamente al venderle el atado.
Juan entró en su cuarto, se tendió en la cama para descansar en la oscuridad y encendió en la boca un cigarrillo.
Se sintió furiosamente chupado. No pudo resistir. El cigarro lo fue fumando con violencia; y lanzaba espantosas bocanadas de pedazos de hombre convertidos en humo.
Encima de la cama el cuerpo se fue desmoronando en ceniza, desde los pies, mientras la habitación se llenaba de nubes violáceas.
 
CONCIERTO PARA VIOLIN Y ORQUESTA OP. 61
Angel Balzarino (1943-2018)
 
Primero fue un dolor indefinido en el pecho, después, un cosquilleo en el fondo de la garganta, por último, el estallido de una tos seca y perentoria. Entonces permaneció inmóvil, hundido en el asiento como si fuera una barrera protectora, paseando los ojos en torno, tímidamente y con temor, a la búsqueda de algún signo de alarma o reconvención en los demás; pero, al parecer, no habían reparado en eso, pues todos se encontraban cómodamente arrellanados en sus butacas, la mirada clavada en el escenario, los rostros imperturbables, denotando una profunda concentración en cada nota del concierto.
El alivio no se prolongó demasiado. Cuando de nuevo se vio sacudido por una furiosa catarata, percibió detrás de él una voz malhumorada ordenándole silencio. Se limitó a realizar un gesto con la mano en señal de disculpa y luego, en una denodada lucha contra el tiempo, comprendió que debía hacer algo antes de que sobreviniera el próximo ataque de tos. Ya no era suficiente el pañuelo, ni esperar la ayuda del impetuoso tronar de la orquesta. Sin duda lo mejor era retirarse de la sala; pero el hecho de levantarse, cruzar entre las numerosas piernas extendidas, convertirse en una figura que obstaculizara la visión del escenario, lo hizo desistir de inmediato.
La certeza de hallarse apresado en el asiento resultaba una experiencia inédita, que de pronto lo sumió en un estado de intranquilidad, angustia y hasta miedo; por eso, poco a poco, fue perdiendo toda atención en el desarrollo del concierto y solamente quedó pendiente de la ineludible invasión de la tos. Y cuando por fin ocurrió, como único acto de defensa, se inclinó hacia adelante mordiendo el pañuelo. Permaneció así, el rostro apoyado en las rodillas, procurando atenuar cualquier sonido, hasta que la convulsión de su pecho fue desplazada por una dosis de malestar y agotamiento.
- Señor, sírvase uno.
Levantó la cabeza algo sorprendido por el ruido del papel rasgado con cierta violencia y la voz de la mujer, suave y cordial. Observó el rostro sonriente, la mano tendida, el tentador paquete de caramelos.
- Tiene la garganta muy seca. Un caramelo lo aliviará. Pruebe.
- Vamos, amigo -intervino el hombre que estaba sentado a su lado-. La señorita tiene razón. No puede seguir así toda la noche.
- Está bien -debió admitir que podía ser una buena solución; con cuidado, tratando de evitar el estridente roce del papel, tomó un caramelo-. Gracias.
- ¿Me permite, señorita? -exclamó un joven sentado en la butaca de atrás, interponiéndose entre la mujer y él-. Yo también siento una molestia en la garganta. El cigarrillo, sabe.
- Por supuesto. Sírvase. Y usted, ¿gusta uno? Amablemente dispuesta, ella se dio vuelta y ofreció el paquete de caramelos a las otras personas, que enseguida se mostraron ávidas y jubilosas, como si hubieran descubierto la fuente de una nueva y fascinante diversión.
- Oh, es usted muy atenta.
- ¡Qué suerte! Yo me olvidé de comprar.
- De chocolate, como me gustan a mí. Gracias, señorita.
No pudo comprender, creyó debatirse en un sueño absurdo y tumultuoso. De repente, el inusitado esfuerzo que había realizado durante largos minutos para ahogar la tos, se tornaba completamente estéril, sin ningún sentido ante la algarabía que fue creciendo más y más. Ya nadie pareció preocuparse por guardar silencio. Como en una especie de contagio colectivo, los accesos de tos, sin disimulo, surgieron en diversos puntos. Numerosos paquetes de caramelos se abrieron con impaciencia; el rumor de las voces, chillonas y confusas, empezó a cubrir el ámbito.
Sintió el deseo de protestar, de exigir una cuota de mesura y decoro. Pero, al dirigir la mirada hacia el escenario, supo que ya era tarde e inútil. La orquesta había dejado de tocar. Los músicos, inmóviles, sostenían los instrumentos en una postura ausente. Le costó aceptar que hubiera concluido el concierto y atribuyó semejante actitud a una muestra de fastidio y reprobación. No obstante, todo adquirió un carácter fantásticamente increíble al observar que el director se hallaba de frente a la platea, con un aire algo desafiante, como si quisiera ejercer un dominio absoluto. Porque fijamente erguido, el rostro grave y absorto, la mano derecha esgrimiendo la batuta con asombrosa habilidad, trató de imponer el ritmo adecuado al concierto de toses, papeles destrozados y charla bulliciosa que colmaba poderosamente la sala.
 
FUEGO
Juan Filloy (1894-2000)
 
Compadrito y audaz, ahí va Rickie. Chomba celeste y pantalón vaquero. Patillas en forma de reja de arado y profusa melena casi enrulada sobre la nuca. Con porte insolente, que parece dueño del mundo, ahí va Rickie.
Salió del Bar Tokyo en dirección al oeste por la calle San Martín. A pocos pasos abrió el paquete de Parliament que tenía en la mano. Después de encender un cigarrillo, alguien caminando apurado, le golpeó el codo haciendo caer su caja de fósforos de palo.
- Perdone, amigo, fue sin querer.
Expeliendo con moroso fastidio la primer bocanada, lo miró de arriba abajo y, abruptamente, crispado de ira, pateó la caja sembrando de palitos la vereda. Dos cuadras después, detenido a charlar con un compinche vendedor de frutas, quiso encender otro cigarrillo.
- ¿Tenés fuego?
- No.
Sin decir nada, la faz atribulada por rictus de impaciencia, escrutó uno a uno los hombres que pasaban. ¡Al fin venía uno fumando!
- Deme fuego ¿quiere?
- Con mucho gusto; y le extendió el pucho para que encendiera.
La respiración del humo rubio pareció borrar balsámicamente su fastidio. Como no agradeció al favor, el hombre que lo hizo se lo recordó con sorna:
- Gracias... Y acentuando la misma, agregó:
- Tenga también la caja. Es la suya. Yo recogí los fósforos del suelo...
- ¡Ah, sí! -farfulló.
Y arrebatándosela brutalmente, brutalmente la estrelló en medio de la calle.
- Vaya, recójala otra vez...
 
Mark Twain (1835-1910), el escritor estadounidense recordado por obras como “The adventures of Tom Sawyer” (Las aventuras de Tom Sawyer), “The prince and the pauper” (Príncipe y mendigo) y “A Connecticut yankee in King Arthur's court” (Un yanqui en la corte del Rey Arturo), escribió alguna vez: “Al cumplir los setenta años, me he puesto la siguiente regla de vida: no fumar mientras duermo, no dejar de fumar mientras estoy despierto y no fumar mucho, sólo un puro a la vez”. Otro tanto hizo años después su coterráneo William Faulkner (1897-1962), autor entre muchas otras obras de “The sound and the fury” (El sonido y la furia), “The wild palms” (Las palmeras salvajes) y “Absalom, Absalom!” (¡Absalón, Absalón!): “Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky”.
En diciembre de 2008 la escritora, docente y crítica literaria argentina Silvina Friera (1974), en un artículo aparecido en el diario “Página/12” en el que reseñó la antología de relatos sobre el tabaco “Vagón fumador”, expresó que el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) en su cuento “Sólo para fumadores”, confesó que cuando ya no pudo comprar cigarrillos tuvo que cometer “un acto vil”: vender sus libros más queridos, aquellos que arrastró durante años por países, trenes y pensiones. “‘Este Valéry vale quizás un cartón de rubios americanos’, en lo que me equivoqué, pues el ‘bouquiniste’ (vendedor de libros usados y antiguos) que lo aceptó me pagó apenas con que comprar un par de cajetillas. Luego me deshice de mis Balzac, que se convertían automáticamente en sendos paquetes de Lucky. Mis poetas surrealistas me decepcionaron, pues no daban más que para un Players británico’. Poco a poco, Ribeyro se fue desprendiendo del teatro completo de Chéjov, de Flaubert, hasta que sus libros se habían hecho ‘literalmente humo’”.
En su libro “Salvo el crepúsculo” Julio Cortázar (1914-1984) -empedernido fumador- incluyó el soneto “Los amigos”, cuyo primer cuarteto dice así: “En el tabaco, en el café, en el vino, /al borde de la noche se levantan /como esas voces que a lo lejos cantan /sin que se sepa qué, por el camino”. Y en el primer párrafo de su cuento “Tu más profunda piel” -incluido en “Último round”- expresó: “Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía -sábelo allí donde estés- es el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las gargantas, si no esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa en los dedos y que en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo de delicia para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas”.