4 de abril de 2022

Liberalismo económico. Una historia de ambiciones, clasismos, guerras, revoluciones y otros percances

XVI. Impacto del neoliberalismo en América Latina / Desarrollismo y desigualdad social

La filosofía de la que Ayn Rand fue portavoz, en sociología y en economía se interpreta bajo la forma del “individualismo metodológico”, esto es, sólo el individuo es una unidad pertinente de análisis y la sociedad es un orden que emerge espontáneamente de las cosas hechas por cada ser humano. Hechos sociales y comportamientos colectivos se explicarían así por los comportamientos individuales. Al respecto, el sociólogo francés Alain Ehrenberg (1950) afirma en “L'individu incertain” (El individuo incierto): “La sociedad se parece ahora a un encuentro de subjetividades, lo que conduce a una concepción puramente contractual de lo social, es decir, bajo la forma de un acuerdo entre partes libres. Los individuos no estarían comprometidos más que por lo que ellos mismos decidan emprender”. Y aclara: “La idea de sociedad como realidad singular, idea fundamental de la sociología de Durkheim que define el hecho social como inherente al hecho de que los hombres viven en común, se vuelve inconsistente. Esta dinámica de emancipación generalizada iniciada en la década de 1960 terminó por producir la impresión de que cada individuo, considerado como una totalidad autónoma, es el único responsable de su propia existencia”. En una sociedad capitalista liberal, presentar al individuo como completamente responsable de su condición permite borrar la responsabilidad de la organización social y, en consecuencia, no cuestionarla.
Afirmar que el proceder de un individuo depende sólo de sí mismo significa que sólo los mejores tienen éxito. El posicionamiento de los triunfadores surge entonces de una suerte de ley natural. Además, “el capitalismo es el orden natural de las comunidades humanas”, aseguran los exégetas del neoliberalismo. También el historiador económico escocés Gregory Clark (1957) refuerza la idea del fundamento natural del orden capitalista. En su ensayo “A farewell to alms. A brief economic history of the world” (Adiós a las limosnas. Breve historia económica del mundo) explica cómo los ricos sobreviven gracias a la selección natural: “A través del tiempo, la ‘supervivencia de los ricos’ esparció en la población los rasgos que les permitieron tener más éxito económicamente en sus comienzos: el pensamiento racional, la frugalidad, la capacidad de trabajar duro. Inversamente, los pobres sólo pueden reprocharse a sí mismos por su mediocre situación”.
“¿Qué hicieron, en la práctica, los gobiernos neoliberales de fines del siglo XX? -se pregunta el mencionado historiador inglés Perry Anderson en ‘Neoliberalism. A provisional balance’ (Neoliberalismo. Un balance provisorio)-. El modelo inglés fue, al mismo tiempo, la experiencia pionera y más acabada de estos regímenes. Durante sus gobiernos sucesivos, Margaret Thatcher contrajo la emisión monetaria, elevó las tasas de interés, bajó drásticamente los impuestos sobre los ingresos altos, abolió los controles sobre los flujos financieros, creó niveles de desempleo masivos, aplastó huelgas, impuso una nueva legislación anti sindical y cortó los gastos sociales. Finalmente y ésta fue una medida sorprendentemente tardía, se lanzó a un amplio programa de privatizaciones, comenzando con la vivienda pública y pasando enseguida a industrias básicas como el acero, la electricidad, el petróleo, el gas y el agua. Este paquete de medidas fue el más sistemático y ambicioso de todas las experiencias neoliberales en los países del capitalismo avanzado”.


Y agrega: “En América del Norte, los años ‘80 vieron el triunfo más o menos incontrastado de la ideología neoliberal de la mano de Ronald Reagan. Esencialmente porque la desregulación financiera, que fue un elemento de suma importancia en el programa neoliberal, creó condiciones mucho más propicias para la inversión especulativa que la productiva. Se asistió a una verdadera explosión de los mercados cambiarios internacionales, cuyas transacciones puramente monetarias terminaron por reducir de forma sustancial el comercio mundial de mercancías reales. El peso de las operaciones de carácter parasitario tuvo un incremento vertiginoso en estos años”.
A todo esto, ¿qué sucedía en América Latina? La desigualdad social y la pobreza, sin duda alguna, es una característica constante de la historia de la región, una situación que a mediados del siglo XX llegó a representar un problema de magnitudes notables. Según la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) para fines de los años ‘50, el 51% de sus habitantes se encontraba bajo la línea de pobreza. La CEPAL es un organismo dependiente de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que fue creada en 1948 con el propósito de proporcionar asesoría técnica a los países de la región para promover el desarrollo económico y social. Pronto se convirtió en una usina del pensamiento económico latinoamericano y una decidida impulsadora de la planificación de las economías regionales fundando la escuela que se conocería como estructuralismo, más comúnmente conocida como desarrollismo.
La instauración del modelo económico desarrollista permitió, en los primeros años de su aplicación, enfrentar los problemas sociales que ocurrían en dicha época. Articulado en torno a una concepción que atribuía a los Estados una capacidad de producir un desarrollo económico y social por medio de una modernización industrial acelerada que condujera a una sustentación económica autónoma, en el plan se afirmaba que si las naciones periféricas no lograban una acelerada industrialización no podrían salir del subdesarrollo. El Estado debía constituirse en el actor principal en la carrera industrializadora para garantizar la correcta asignación de recursos en la construcción de una economía integrada que permitiera la industrialización plena pasando de la industria liviana a la pesada. Para ello se confiaba en atraer inversiones productivas y en el papel del mercado interno como soporte a la acumulación.


Aunque el planteamiento inicial del Secretario Ejecutivo de la CEPAL, el economista argentino Raúl Prébisch (1901-1986), se centró en la industrialización, rápidamente se llegó a la conclusión de que ésta exigía una intervención en varios frentes simultáneos: establecer relaciones internacionales de cooperación que garantizaran un constante flujo de capitales; la consolidación del mercado interno a través del pleno empleo y, sobre todo, la planificación como método de diseño de políticas de mediano y largo plazo. Se institucionalizó la economía del desarrollo y la planificación como camino hacia los cambios estructurales deseados partiendo de la idea de que el predominante esquema estructural, dividido entre un centro industrial urbano por un lado y la periferia agrícola por otro, no hacía más que reproducir el subdesarrollo y ampliar la brecha entre países desarrollados y países subdesarrollados. En síntesis, el desarrollismo sostenía que los países subdesarrollados, tal como lo eran los países sudamericanos, debían tener un Estado activo con políticas económicas que impulsasen la industrialización para alcanzar una situación de desarrollo autónomo.
Esta política económica alcanzó su más alta elaboración conceptual en los años 1950-1960, pero la asociación de las burguesías latinoamericanas con los capitales extranjeros fue limitando su influencia, al punto que se tornó una práctica marginal con la ascensión del neoliberalismo durante los años 1980-1990. Al respecto, la Doctora en Ciencias Políticas argentina Mariana Calvento (1974) escribió un artículo titulado “Fundamentos teóricos del neoliberalismo. Su vinculación con las temáticas sociales y sus efectos en América Latina”, el que fuera publicado en la revista de ciencias sociales “Convergencia” en mayo de 2006. Allí expresó que “en el caso del funcionamiento del modelo desarrollista fue necesaria la adquisición de capitales, que se obtuvieron a través de fuentes internas y externas. En lo relativo a los capitales externos se trazaron cambios institucionales para facilitar su ingreso, adquiriendo éstos mucho mayor peso en la industria latinoamericana, demarcando así una nueva dependencia. La CEPAL, que buscaba generar independencia respecto de las exportaciones primarias, no veía contradicción en utilizar capitales extranjeros, ya que se carecía de fuentes internas”.
Y agregó: “Pero, una mirada más amplia del desarrollismo latinoamericano pone en evidencia que los problemas de legitimación fueron inherentes a todos los gobiernos de la región, desde Argentina a México, pasando por Brasil y Colombia. Los gobernantes de estos países, junto con Chile, fueron los adherentes más entusiastas del discurso del desarrollo. En algunos casos, fueron desafiados por movimientos situados a su izquierda que, en ocasiones, accedieron al poder para luego ser derrocados por dictaduras militares. En otros, recurrieron a sangrientas represiones donde la democracia era poco más que una cáscara vacía. Para lo que nos importa, todos mostraron un déficit de legitimidad que impidió la reproducción ordenada del régimen político en un marco de democracia moderna, independientemente que los gobiernos desarrollistas reemplazaran a democracias nacional populares -Brasil, Argentina-, a gobiernos oligárquicos conservadores -Colombia-, o de signo más ambiguo como en el caso chileno o mexicano”.


La estrategia latinoamericana del desarrollismo implicó orientarse económicamente al desarrollo hacia adentro, buscando reducir la vulnerabilidad frente a los acontecimientos económicos internacionales. Además avalaba el fomento de la inversión pública en infraestructura social -educación, salud, etc.-, como así también programas de construcción de viviendas por empresas privadas con financiamiento privado y público. También impulsó políticas de empleo, salarios y precios con el fin de ampliar el consumo de los trabajadores y elevar su nivel social. De esta manera, las políticas sociales no fueron fruto de un sentimiento de solidaridad sino de objetivos económicos; fueron encaradas como una inversión y no como un gasto. Contribuyeron al desarrollo capitalista, le imprimieron un sesgo reformista y alimentaron la movilización social, logrando de así dotar de una amplia base de legitimidad al Estado. El modelo desarrollista, en su conjunto, consiguió que, entre 1960 y 1980, la población de América Latina en condiciones de pobreza se redujera del 51% al 33% de la población total.
No obstante -afirma el académico británico especializado en el estudio de la historia económica Victor Bulmer Thomas (1948) en “The economic history of Latin America since independence” (La historia económica de América Latina desde la independencia”- “las debilidades del modelo desarrollista pronto se hicieron evidentes. Las debilidades manifestadas provinieron, en parte, de la utilización del proteccionismo y la dependencia del sector exportador. La primera debilidad, el proteccionismo, considerado primordial para el desarrollo industrial, logró crear industrias de alto costo e ineficientes en todo sentido. Esto fue provocado por las distorsiones del factor precio, la falta de competencia en el mercado interno y la tendencia a una estructura oligopólica, con elevadas barreras de ingreso”.
“Estos factores -agrega- impidieron establecer una producción industrial capaz de instalarse en los mercados internacionales, lo que puso de manifiesto su dependencia del sector agroexportador, la segunda debilidad. Esta dependencia del sector exportador se explica porque los bienes de capital necesarios para el desarrollo industrial debieron ser financiados por el sector agroexportador, ante la incapacidad efectiva de exportación de productos industriales. El sector agroexportador, debido mayormente a los embates de las variaciones en los precios internacionales, fue incapaz de cubrir los costos para la industrialización. Esta situación llevó al desequilibrio de las balanzas de pagos. La recesión internacional y la crisis de la deuda de la década de los ochenta, más las debilidades del proteccionismo y la dependencia del sector exportador, marcaron el fin del modelo desarrollista”.
La crisis de la deuda caracterizó toda la década de los años ‘80. En Argentina, como en Chile y Uruguay, la problemática de la deuda externa, sumada a la imposibilidad de encontrar mercados para sus exportaciones, llevó a establecer medidas de austeridad que incluían menores salarios reales, recortes en el gasto público, incentivos a la inversión privada, devaluación y menor proteccionismo por parte de los Estados. En este periodo la pobreza y la desigualdad de los ingresos empeoraron. El incremento de la pobreza fue un proceso que abarcó a la mayoría de los países latinoamericanos, pero principalmente alcanzó números alarmantes en Argentina y Brasil. La desigualdad, por su parte, se profundizó en Chile, Costa Rica y Venezuela. El gasto social también se vio afectado: si antes de la crisis era insuficiente, las políticas de ajuste utilizadas para subsanar la situación económica lo redujeron aún más. Es decir, la crisis de la deuda trajo consigo una serie de medidas que implicaron la reducción del gasto destinado a programas sociales. Esta reducción implicó, consecuentemente, el empeoramiento de la situación social.


En ese contexto, en 1989 se realizó en la ciudad de Washington un encuentro promocionado por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. En él participaron funcionarios del Departamento de Estado de Estados Unidos, ministros de finanzas de los países industrializados, presidentes de bancos internacionales y reconocidos economistas. El resultado y producto de dicho encuentro fue el Consenso de Washington, cuya paternidad se otorgó al economista británico John Williamson (1937-2021). En dicha reunión se elaboró un decálogo que contenía un conjunto de “consejos” a los países endeudados, mayormente latinoamericanos. Entre las recomendaciones figuraban la reducción drástica del déficit presupuestario, la disminución del gasto público principalmente en la parte destinada al gasto social, la extensión de los impuestos indirectos especialmente el IVA, la liberación del sistema financiero y de las tasas de interés, la reducción de las tarifas arancelarias y abolición de las trabas existentes a la importación, el otorgamiento de amplias facilidades a las inversiones externas y la privatización de empresas públicas. En concreto, un plan de ajuste económico que se aplicó en buena parte del mundo pero sobre todo en los países subdesarrollados (o en “vías de desarrollo”, como cortésmente se los denomina desde hace algunos años) de América Latina.
Fue así como la corriente de pensamiento neoliberal penetró en los países latinoamericanos ya que, como señala la economista inglesa Frances Julia Stewart (1940) en “Adjustment and poverty. Options and choices” (Ajuste y pobreza. Opciones y elecciones), “los cambios en el pensamiento en y acerca de los países desarrollados han tendido a ser seguidos, un poco después, por cambios similares en el pensamiento de los países en desarrollo. Este es un resultado natural de la fuerte influencia de los países desarrollados en los actores importantes, especialmente como resultado de la dominación del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial en los países desarrollados. Ninguno de los puntos expresados a través del Consenso, que iban a guiar las políticas económicas de la economía global, tenían que ver directamente con abordar las grandes inequidades o pobreza imperantes. Por cierto, la reforma tributaria, la privatización, la abolición de los subsidios y la reducción del gasto público requeridas para eliminar los déficit presupuestales tenderían, indirectamente, a aumentar la inequidad”.
“Por lo tanto -añade-, la importancia de lo social en dichas propuestas ha sido claramente secundaria. En la política económica propuesta dominaba una clara hegemonía de los mecanismos del mercado y una concepción de lo social restringida en el interés individual. No había preocupación por la distribución del ingreso y la riqueza. Las desigualdades eran naturales y fruto del triunfo de los más aptos. Por ende, las políticas del Estado debían ser marginales y distributivamente neutras. En los programas de ajuste que promovió el Consenso de Washington la política social se percibía, asimismo, como la herramienta esencial para establecer las bases de gobernabilidad que garantizaran la legitimación de las reformas exigidas por el mercado. Las distintas formas de transferencia de ingreso a los pobres que implicaba la política social se basaban sobre una ética de compasión que fundamentaba el subsidio. A su vez, el subsidio era considerado como un desincentivo y su uso debía ser marginal y transitorio”.