18 de agosto de 2012

Elogio de Somerset Maugham (1). ¿Lo conoce usted?, por Javier González Rubio

El recordado escritor británico William Somerset Maugham (1874-1965) dejó especialmente su marca en tres géneros. En primer lugar, fue un dramaturgo inmensamente exitoso; en segundo lugar, fue el escritor de cuentos más preeminente de su tiempo; y, en tercer lugar, se destacó como novelista con obras como "The moon and sixpence" (La luna y seis peniques), "The razor's edge" (El filo de la navaja), "Of human bondage" (Servidumbre humana),"The hour before dawn" (Antes del amanecer), "The painted veil" (El velo pintado) y "Cakes and ale" (Pasteles y cerveza). Su carrera como escritor fue muy larga: comenzó en 1897 con la novela "Liza of Lambeth" (Liza de Lambeth) y llegó hasta 1958 con el libro de ensayos "Points of view" (Puntos de vista). Desde su inicial realismo sentimental hasta el frío cinismo de sus últimas obras, la escritura de Maugham se caracteriza por una gran facilidad narrativa, su naturalidad estilística y una visión del mundo irónica y desencantada. "La dificultad que ofrece la literatura como arte -escribió en "A writer's notebook" (Cuadernos de un escritor)- consiste para la mayoría en que depende del público. Un público es una multitud y el arte, tal como lo concebimos, nada tiene en común con las multitudes. A las clases obreras, entregadas por completo al esfuerzo cotidiano de satisfacer las necesidades del cuerpo, les queda poca energía para cultivar las emociones desinteresadas del arte. Las clases superiores nada saben del arte ni les importa, a veces fingen interesarse en él cuando la moda impone esta pose como señal de distinción social, entonces las grandes damas cultivan la amistad de los que se ocupan en tales artes, exactamente igual como en otros tiempos tenían sus bufones". Emparentado con Robert L. Stevenson (1850-1894) y Joseph Conrad (1857-1924) por su recreación de ambientes, formalmente se encuentra más cercano a Guy de Maupassant (1850-1893) y Anton Chejov (1860-1904) por la claridad, la neutralidad y la sencillez narrativa de sus tramas. William Somerset Maugham fue muchas veces criticado por su punto de vista frío y cruel del mundo, y él mismo tuvo una mirada sardónica sobre su propia obra: "Yo sé cuál es mi posición. En la primera fila de los escritores de segunda clase".


Javier González Rubio Iribarren (1952). Periodista, narrador, poeta y crítico de cine mexicano. Importante promotor de la cultura en su país, ha desempeñando diversos cargos en la función pública como la Dirección General de Comunicación Social de la Universidad Iberoamericana, la Coordinación Nacional de Proyectos Ejecutivos y la Secretaría Técnica del Consejo Nacional para las Artes y la Cultura. Entre sus obras se encuentran las novelas "Las trampas" y "Quererte fue mi castigo"; el libro de poemas "Espejo de fuego"; y los ensayos "El cine de Katy Jurado", "Cine antropológico mexicano" y "El afán educativo". Sus artículos aparecen en el diario "La Jornada" y ha colaborado en revistas como "Proceso", "Quorum" y "Nexos". En esta última, precisamente, publicó en enero de 1998 el artículo titulado "¿Conoce usted a Mr. Somerset Maugham?".

Somerset Maugham es uno de esos autores que marcan. Contador de historias y dramaturgo, su póstuma vida literaria parece relegada al olvido. Por alguna extraña razón en algunos casos porque nuestros padres nos lo pusieron enfrente (a Somerset Maugham se le lee en la juventud) en los primeros veinte, y luego se le recuerda con cariño, como a un viejo eco legendario que nos resuena momentos gratos; después, la pasión y la vorágine de la lectura, nuevos descubrimientos, deslumbrantes unos, engañosos otros, le hacen sombra, como a muchos de los "santuarios obligados" (Balzac, Flaubert, Dostoievsky o Stendhal). La necesidad de consumir lo actual les echa polvo a las lecturas de tiempos pasados —(¿alguien de cuarenta años lee a Mark Twain o a Sthepen Crane?), las convierte en citas, en exclamaciones, en certidumbres indiscutibles, se asemejan a las escasas "novias" que galardonan el 'curriculum'; ah, pero cuando un día la relectura se hace obligada, se descubre que también en ciertos libros, para bien, no es lo mismo leerlos veinte años después, y que es más placentero reencontrarlos que a ciertas novias a las que su madrastra naturaleza ya les pasó la factura. Ese es el caso del "distante y pretencioso Maugham", como dijo Capote al reconocerlo, también, como maestro de la narrativa. 
Volver a Maugham es un deleite. Viajero incansable, espía al servicio de la inteligencia británica en Suiza en el '15 y en la Rusia del '17, longevo y 'gentleman' muy parecido al tío Elliott Templeton que relata "El filo de la navaja", se resiste, con razón y argumentos, al olvido, y pelea una butaca en el pequeño teatro de la posteridad ahora que otro siglo se acerca, a pesar de que en su controvertido canon, Bloom no lo menciona ni siquiera por el paisanaje, la Enciclopedia Británica le concede diez líneas y el semibíblico "Book Review" del "New York Times", en su edición especial por sus cien años, en agosto de '96, no le dedicó una sola línea a él, tan famoso, querido y vendedor en sus buenos tiempos. Este maestro del relato y hacedor de caracteres, nació en Francia, pero en territorio inglés, en el ya casi siglo antepasado, en 1874. Como sus padres eran británicos y Francia había emitido un decreto mediante el cual cualquier nacido en su territorio tendría la nacionalidad francesa, la madre de William pasó la mayor parte de su embarazo y el parto en la representación británica en París. Después de recorrer medio mundo, escribir obras de teatro, relatos, novelas, prudentes textos autobiográficos y algunos ensayos, Somerset Maugham murió, medio senil, en 1965. Su última novela la había escrito en 1944.
Tenía una enorme pasión por España, más por el Greco, su artista más admirado, y Velázquez y Tiziano. Lo subyugaron los Mares del Sur y sus tierras: Tahití, Samoa, Ceylán, donde situó algunas de sus obras más importantes y unos cuentos admirables y envidiables. Inglés de cepa, no sentía gran aprecio por los norteamericanos. No hay pruebas, sólo rumores, de su estancia en México, en un hotel de las calles de Uruguay, pero tiene un espléndido cuento, "El mexicano calvo", que sucede en Lyon y es una anécdota sobre un militar supuestamente huertista asilado, muy presto para matar y muy hábil para las mujeres. Como buen inglés, disfrutaba mucho la novela policíaca, le tenía menosprecio a Conan Doyle y admiraba, sobre todo, a Raymond Chandler y a Dashiell Hammett, "los dos mejores novelistas duros". A Hammett lo consideraba "con inventiva y originalidad", pero Chandler era "el más perfecto". Del Marlowe de Chandler dijo: "duro, feroz e impávido, es un sujeto digno de estima".
Alguna vez escribió: "Las amistades de las mujeres son inestables, no son nunca capaces de dar su confianza íntegramente, y su mayor intimidad queda siempre atenuada por la reserva, el subterfugio y la supresión de la verdad", un juicio muy tajante que no las deja muy bien paradas. Sin embargo, en sus novelas las trata y las retrata espléndidamente, con admiración incluso. Algunas, como Rosie Driffield, libre, pícara y encantadora, son extraordinarias, mujeres fascinantes; unas vivaces, otras nobles, como la propia Sally de "Servidumbre humana"; sabe que pueden ser crueles y egoístas, como la Isabel de "El filo de la navaja". Maugham transmite y recrea siempre la enorme fortaleza de las mujeres, su ternura, su inteligencia y su perversidad.
Ni la fama, ni el prestigio, ni el mito de la celebridad pudieron gran cosa contra su profunda timidez, aunque con el paso de los años pudo vencer el tartamudeo que también tanto lo apenó de niño. Para esa timidez hubo varios motivos conjugados. En primer lugar el haber sido un niño solitario, en manos de sirvientas y nodrizas, pues sus tres hermanos eran mucho mayores que él, su madre estaba enferma de tuberculosis desde hacía años y el padre ausente entregado al trabajo. Además, la orfandad llegó: su madre no resistió el último parto de un hijo que vivió 24 horas y murió a los pocos días de que Maugham cumpliera ocho años; y dos años después se quedó sin padre y en los brazos de una nodriza, de la que también tuvo que desprenderse al ir a vivir con un tío, Henry Maugham, vicario de Whitstable, transformada en Blackstable en "Servidumbre humana", novela que ha tenido siempre la etiqueta de "autobiografía disfrazada", lo que finalmente se podría decir de cualquiera de sus novelas narradas en primera persona.
Pero también en esa timidez estaba su homosexualidad manifestada tempranamente y a la que tuvo que tratar con cautela en aquella época victoriana, máxime viviendo de cerca y joven el cruel acoso, persecución y humillación de que fue objeto Oscar Wilde; inclusive, en sus años veinte, Maugham se dejó el bigote porque era sabido que Wilde y sus jóvenes amigos lucían impecablemente rasurados. La homosexualidad de Maugham no se percibe en sus textos de creación y se empeñó en no dejar testimonio alguno de ella, al grado de que en textos autobiográficos pretendió ufanarse de su heterosexualidad, para lo cual también se casó y tuvo una hija. Pero esa timidez, por los motivos que fueran, acompañada de una inteligencia vivaz y devoradora del entorno, lo transformó en un profundo, acucioso, implacable observador de la conducta humana que se convirtió en la esencia sanguínea y profunda de toda su obra. Era un contador de historias, no de sucesos; para él lo más importante del hecho era siempre el protagonista y la razón de su comportamiento. Seguramente era un hombre que escuchaba mucho más de lo que hablaba. Hay testimonios de que era muy educado, atento, sencillo en cuanto a carecer de vanagloria, aunque no alcanzó a ocultar la mordedura de cierto amargor provocada por el hecho de que al ser muy popular, en sus buenos tiempos no se le concediera la estatura que a otros escritores, como le pasó un poco a Graham Greene.
Fue dramaturgo, ensayista y narrador. Hoy quizá pocos recuerden alguna de sus diecisiete obras de teatro, la primera de 1898 y la última de 1933, muy difíciles ahora de encontrar en español; en el escenario alcanzó enormes éxitos y pocos, muy pocos, pueden preciarse de haber tenido en los teatros londinenses hasta cuatro obras propias al mismo tiempo, por allá en los inicios de este siglo. Sin embargo, fue la narrativa la que le abrió las puertas del teatro y del prestigio mundial. Su primera novela, "Liza de Lambeth", publicada en 1897, el mismo año en que se recibió de médico, tuvo un éxito inmediato. Originada en sus experiencias como pasante de medicina visitando zonas pobres de Londres, narra la historia de Liza, que queda embarazada de un hombre casado y pierde a la criatura. La novela transcurre en los barrios bajos de Londres a los que el estudiante de medicina Maugham acudía a atender partos, fiebres y enfermedades incurables en la época, producto de la miseria. Dramática, fielmente descriptiva de la vida sin esperanza, aunque sin escapar al humor irónico y mordaz que según Maugham siempre permitía ser más tolerantes con los seres humanos y entender mejor sus debilidades, se recibió como un tema audaz; narrada con elegancia pero extrema claridad, y con un final que satisfacía los requerimientos morales de los tiempos victorianos, fascinó a los lectores.
Gracias al éxito de "Liza de Lambeth" los productores teatrales volvieron la mirada hacia sus obras, pues si bien ya había estrenado antes "Un hombre de honor", su éxito como dramaturgo empezó con "Lady Frederick", su primera obra triunfal en escena que estuvo más de un año en cartelera y fue a dar a Broadway. En 1908, Maugham tenía cuatro dramas en escena en los teatros del West End de Londres y a partir de entonces no volvió a preocuparse por dinero. Sin embargo, el Maugham que se ha ido quedando en el tiempo es el autor de novelas como "La luna y seis peniques", "Al filo de la navaja", "Servidumbre humana", "Pasteles y cerveza" entre una veintena, o cuentos como "Lluvia", "Miedo", "Samoa" y "El descenso de Eduard Barnard", por citar sólo cuatro de los muchos buenos que logró entre los ciento cuarenta que escribió. Pero su éxito de público en teatro, al igual que en la narrativa, no tuvo entre los críticos a los que obviamente despreciaba la misma resonancia.
A lo largo de los años, los críticos han insistido en que "Servidumbre humana", publicada en 1915, es una "autobiografía disfrazada". Ello se debe a que el protagonista, Philip, al quedar huérfano va a vivir con un tío vicario y su esposa, y después pasa un tiempo en Alemania y regresa a Londres a estudiar medicina, tal como sucedió a Maugham; sin embargo, no hay más elementos para sostener que se trata de una autobiografía. De entrada, Philip nace con una deformación en el pie que le genera una terrible inseguridad; claro, no faltará el sesudo analista que sugiera que Maugham transformó su homosexualidad o su timidez en cojera, o quizá la tartamudez que según el propio escritor le propició muchas vergüenzas y humillaciones en el colegio. Por lo demás, "Servidumbre humana" es una novela seria y crudamente heterosexual, lo que habla muy bien de la espléndida calidad y capacidad de Maugham para crear y desarrollar personajes y para esconder, como siempre, sus preferencias erótico- amorosas.
Es curioso, además, que una novela con un protagonista tan antipático, que nunca logra tener el menor atractivo como héroe, sea precisamente la obra de mayor éxito de cuantas escribió, pero tal vez se deba a ese profundo desarrollo que hace de una terrible relación amorosa basada en la humillación, en la falta absoluta de autoestima, en la plena dependencia emocional, que alcanza grados realmente patéticos, de un hombre por una mujer terriblemente estúpida. Es también una novela sobre el aprendizaje de la vida, la insistencia en creer ser lo que no se es y lo fútil de la lucha contra el destino. En esta novela, como en toda la obra de Maugham, queda de manifiesto su economía de medios; sabedor de su carencia de lirismo, de su incapacidad para la metáfora o la narración poética, Maugham hizo de la sencillez, la claridad y la precisión narrativas, sus mejores armas literarias; contaba además con una extraordinaria lucidez y un profundo conocimiento del alma humana. No fue un escritor de hechos, de tramas, sino de personajes y caracteres. Dueño de una muy desarrollada capacidad de estructuración narrativa, la utilizó siempre para tejer historias fatalistas en las que es evidente que el hombre, por más esfuerzos que haga, percibiéndolo o no, es absolutamente incapaz de escapar a su destino, sea éste bueno o malo. Y Maugham, como creador, sabe acompañar naturalmente a sus personajes hacia ese destino: paso a paso los vemos acercarse, a veces sin percatarse, hasta su ineluctable fin.
En primera o en tercera persona, Somerset Maugham fue un arquitecto de la literatura. Se le puede imaginar haciendo bosquejos, planos, diseñando muros, escaleras, arcadas, terrazas, jardines para construir cada una de sus residencias-novelas, de sus apartamentos-cuentos. Evidentemente no tenía el genio creativo que todo lo perdona, como Balzac o Dostoievsky, a los que siempre les sobraron párrafos e incluso páginas. Maugham, en cambio, tenía que trabajar más y cuidar más su estilo, su estructura, el devenir de cada página, contando meticulosamente bien, construyendo todo un andamiaje para que cada pared, cada puerta estuviera en su sitio, y para marcar un ritmo, un tono en el recorrido del lector. Sin genio, alcanzó maestría en la narración, profundidad en lo humano. El, que estudió medicina y la ejerció apenas, fue un cirujano, un viviseccionista del corazón del hombre. ¿Qué interesó a Maugham?: la cobardía, la mezquindad, la bondad, la estupidez, el racismo, los caracteres débiles, las convenciones sociales que limitan al individuo, las diferencias de clase, la capacidad, a veces trágica, para romper las reglas. Y las consecuencias de todo ello en situaciones dadas. Esos fueron sus temas, no el amor ni la muerte.
No hay novela en la que no despliegue sus cualidades y calidades para la ironía, pero jamás abusa porque la ironía es también un instrumento para desengañarnos de los seres humanos, para conocer sus reales dimensiones, pero es interesante apreciar cómo en "El filo de la navaja" no hay una sóla línea irónica correspondiente a los hechos o decires de Larry, el protagonista, quizá porque él y Charles Strickland, el protagonista de "La luna y seis peniques", ejecutivo de bolsa que abandona trabajo y familia para dedicarse a la pintura de una manera irremisible y maldita a la vez que íntimamente gloriosa, son para Maugham sus personajes más queridos, más admirados por más íntegros, los renunciantes a todo en la búsqueda de un absoluto personal que además logran porque están dispuestos a pagar el precio, quizá los ideales inalcanzables del propio Maugham, a quien todavía se lee y se disfruta.