Rodrigo Fresán (1963). Escritor
y periodista nacido en Buenos Aires y radicado en Barcelona desde 1999. Ha ejercido el periodismo en numerosos medios de España y Latinoamérica escribiendo sobre
gastronomía, música, crítica literaria y cine. Su
primera obra, "Historia argentina" -un libro de cuentos-, apareció en 1991. Es autor además de "Vidas de santos", "Trabajos manuales" y "La velocidad de las cosas" (cuentos), y "Esperanto", "Mantra", "Jardines de Kensington" y "El fondo del cielo" (novelas). Sus libros han sido traducidos a varios idiomas y muchos de sus cuentos aparecieron en diversas antologías en la Argentina, España, Inglaterra, México
y Venezuela. También ha traducido y prologado obras de escritores norteamericanos como Cheever y McCullers, y es el director de la colección de literatura policial Roja & Negra de la editorial Random House-Mondadori. En la actualidad colabora en la revista "Letras libres", el suplemento cultural del periódico "ABC" y el diario "Página/12". En este diario argentino, justamente, publicó el 1 de julio de 2012 (unos pocos días antes del cincuentenario de la muerte de Faulkner) el artículo titulado "Big Sur".
¿Cómo empezar? ¿Por dónde? Tal vez a la manera de
cualquiera de esas muchas 'biopics' que prefieren arrancar por el
final. Y allá va y aquí viene hacia nosotros William Cuthbert Faulkner, nacido
como Falkner y 'corregido' para la Historia por el acierto de una
errata en su hoja de enrolamiento de la Royal Flying Corps. Acercándose al
galope -con sesenta y cuatro años, hace medio siglo- y
montando un caballo que, de pronto y sin aviso, lo arroja por última vez sobre un camino de tierra del Mississippi. Y de ahí
-ya nunca repuesto del todo– a un lecho de hospital y a un fulminante ataque
cardíaco el 6 de julio de 1962. O mejor con un abanico de fotos -acaso extraídas de la
monumental biografía que le erigió Joseph Blotner- que lo muestran, por orden
cronológico: nacido en 1897 como hijo de ese profundo Sur "que sólo pueden
entender los que nacieron allí"; como estudiante perezoso y lento; como aviador
que se queda sin guerra donde volar; como poeta frustrado que se resigna a la
prosa; como escritor más secreto que olvidado al que Sherwood Anderson ayuda a
debutar con la condición de no tener que leer su manuscrito; como guionista
ebrio ("Entre el whisky y la nada me quedo con el whisky", sonríe a cámara uno
de sus varios aforismos para sedientos) languideciendo en Hollywood, marcando
escenas sueltas, poniendo frases en boca de Humphrey Bogart en "Tener y no tener" y "El sueño eterno" y, ya lejos de allí y celebrado en todas partes,
preguntándole a Howard Hawks si puede hacer hablar al monarca egipcio de "Tierra
de faraones" como si fuese "un coronel de Kentucky"; como figura de culto en
Europa donde Sartre afirma que, para los jóvenes de Francia, "Faulkner c'est un
dieu" y donde Albert Camus (al que Faulkner despide en su muerte temprana)
celebra "su calor y su polvo"; como estrella descatalogada y redescubierta para
los suyos con la edición de la antológica antología "The portable Faulkner" que
ordena en 1946 al genio con genio cortesía de Malcolm Cowley, quien lo cataloga
como a un "Huckleberry Finn viviendo en la Casa Usher y contando historias
mientras las paredes se derrumban a su alrededor", o como ese hombre trajeado
en lino blanco que prefiere considerarse más granjero que escritor y que
pronuncia uno de los más breves e intensos y mejores discursos de aceptación
del Nobel.
O quizá -después de todo y antes que nada- mejor estudiar a
fondo ese mapa del imaginado pero verdadero condado de Yoknapatawpha de puño y
trazo y letras de su creador, así como los frondosos árboles dinásticos de los
Snopes, de los Compson, de los Sartoris y de los Sutpen. O, sin más demora, ir directo a la obra. Veintiuna novelas,
tres libros de cuentos, dos de poemas y numerosas recopilaciones póstumas.
Arrancar con las más 'fáciles' "La paga de los soldados", "Mosquitos" (donde
aparece un borracho de nombre William Faulkner que no deja de mirar fijo a toda
mujer que pasa por ahí) o "Pilón". O adentrarse en esa tormenta 'noir' escrita -en tres semanas
frenéticas- para vender, sin por eso venderse, que es "Santuario". O mojarse los pies en relatos cortos y amplios como "Una
rosa para Emily" o "El oso" o "Caballos manchados" (muchos de los cuales suelen
entrar o salir como esquirlas de sus ficciones largas) para ir emborrachándose
de a poco con 'shots' de su prosa espesa. O, seamos valientes, respirar profundo y zambullirse en la
riada de "¡Absalón, Absalón!" -publicada el mismo año que otra alucinación
sureña: "Lo que el viento se llevó", que se hizo con el Pulitzer- y esa primera
oración de doce líneas que incluye paréntesis y guiones y llegar a la otra
orilla, felizmente extenuados, cambiados para siempre, descubriendo
maravillados que hemos aprendido a respirar y a leer bajo del agua.
¿Y de dónde viene Faulkner, alguien que, según Italo Calvino, "pone toda la carne en el asador y monta tragedias cósmicas que ríase usted de Sófocles"? Hoy está asumido que -considerado Faulkner como uno de los tres ángulos sobre los que se apoya toda la literatura 'Made in USA' del siglo XX– la cosa se organiza más o menos así: Ernest Hemingway sale de Mark Twain, Francis Scott Fitzgerald se apoya en Nathaniel Hawthorne y en Henry James, y William Faulkner surge de Herman Melville. Pero, enseguida, agrega más ingredientes al espeso potaje: Swinburne, Housman, Balzac, Dickens, Conrad y, pocos años después, un veloz estudio de sus mayores y contemporáneos como T.S. Eliot y James Joyce. Y a Proust y sus digresiones flotando a través de años y espacios y "¡Era esto!", exclama Faulkner al leer al francés y descubrir "el libro que más me hubiera gustado escribir".
¿Y de dónde viene Faulkner, alguien que, según Italo Calvino, "pone toda la carne en el asador y monta tragedias cósmicas que ríase usted de Sófocles"? Hoy está asumido que -considerado Faulkner como uno de los tres ángulos sobre los que se apoya toda la literatura 'Made in USA' del siglo XX– la cosa se organiza más o menos así: Ernest Hemingway sale de Mark Twain, Francis Scott Fitzgerald se apoya en Nathaniel Hawthorne y en Henry James, y William Faulkner surge de Herman Melville. Pero, enseguida, agrega más ingredientes al espeso potaje: Swinburne, Housman, Balzac, Dickens, Conrad y, pocos años después, un veloz estudio de sus mayores y contemporáneos como T.S. Eliot y James Joyce. Y a Proust y sus digresiones flotando a través de años y espacios y "¡Era esto!", exclama Faulkner al leer al francés y descubrir "el libro que más me hubiera gustado escribir".
La percepción de Faulkner -quien, más allá de esconderse mal
tras la transparente máscara de un ignorante, lo leía todo y hasta tuvo tiempo
de dedicar un elogio a Salinger- entre sus colegas titanes fue, en principio,
variada. Vladimir Nabokov, por supuesto, lo reduce a "imposibles estruendos
bíblicos". Thomas Mann, leyendo "Una fábula", la encuentra "un poco barata y
fácil", pero alaba su conocimiento de la vida militar. Jorge Luis Borges -quien
lo traduce y lo alaba en público firmando en 1937 una reseña que abre
calificándolo de "aparición tremenda" y cierra con un "¡Absalón, Absalón!" es
equiparable a "El sonido y la furia. No sé de un elogio mayor"- en privado y
para oídos de Adolfo Bioy Casares desdeña su "acumulación de atrocidades" e
ironiza finamente con un "si el carácter shakespeareano fuera la mayor
excelencia literaria, Faulkner sería el más grande escritor de nuestros días". Anthony Burgess, por su parte, advirtió que "rimbombante y difícil como es,
Faulkner justifica el esfuerzo". Alberto Moravia, en cambio, lo recomienda sin
atenuantes y con un "cuando se examina la ficción moderna que se ha escrito en
Europa en el último medio siglo, se encuentra la huella de Faulkner por todas
partes".
Nadie vuelve a ser el que era después de Faulkner, para
quien no parece haber épocas ni fronteras. Así, el muy faulkneriano Salman
Rushdie certifica su influencia en la India y en Africa. Y, por supuesto, en
nuestro idioma. En Latinoamérica (ese sur que comienza al sur del sur de "Las
palmeras salvajes"; de ahí que para García Márquez "El villorrio" sea "la mejor
novela sudamericana jamás escrita"). Faulkner llega pronto a nosotros. "Todos
pasamos por la casa de Faulkner", dijo Augusto Roa Bastos. Y la casa de
Faulkner está embrujada y es embrujadora. Faulkner comienza a traducirse ya a
principios de los años '30 (lo primero es el relato "Todos los pilotos muertos" en "Revista de Occidente", y enseguida "Santuario" en versión del cubano Lino Novás
Calvo, autor de "Pedro Blanco, el negrero") y puede entendérselo como un autor
más del 'boom' o, mejor aún, como el autor del 'boom'. Así, Comala y Macondo y
Piura y Santa María son suburbios del barroco Yoknapatawpha. Y la prosa y la
técnica y la temática que encienden la mecha del 'Big Bang' y dan el disparo de
salida en las carreras de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos
Fuentes y José Donoso, así como en figuras satelitales como Guillermo Cabrera
Infante, Ernesto Sábato, José Lezama Lima, Juan Rulfo, Alejo Carpentier y Reynaldo
Arenas. Y, muy especialmente, en Juan Carlos Onetti, quien postuló que "al leer
y releer a Faulkner es forzoso sospechar que su mirada era distinta a la
nuestra, a la del común de los hombres, a la del común de los escritores...
Faulkner, Faulkner. Yo he leído páginas de Faulkner que me han dado la
sensación de que es inútil seguir escribiendo. ¿Para qué corno? Si él ya lo
hizo todo". Y escribiendo la necrológica del que consideraba su maestro,
empezaba a evocarlo así: "Estuvo toda su vida inmerso como nadie en la
literatura, aun desde los años en que ni siquiera soñaba con escribir".
Por esos días, un joven Ricardo Piglia leía a Faulkner con
la misma fe con que Faulkner leyó el "Ulises" ("la lectura de Faulkner es uno de
los grandes acontecimientos de mi vida") y, en la introducción de 1933 a "El
sonido y la furia", Piglia aprende algo que lo emociona y lo ilumina. "Escribí
este libro y aprendí a leer" confiesa allí Faulkner, quien, para Piglia, era
un lector extraordinario "porque leía, a la vez, como un escritor (y no como un
intelectual) y como un campesino (y no como un hombre de letras)". Así, de ahí,
el 'dictum' faulkneriano de que "escribir cambia el modo de leer y de que un
escritor construye la tradición y arma su genealogía literaria a partir de su propia
obra", teoriza el argentino.
¿Cómo finalizar? Para terminar aquí con lo interminable en
todas partes, más allá de vida y obra y ecos y gritos y susurros, lo que mejor
toca y corresponde es despedirse por un rato de Faulkner (y no esperar hasta la
próxima efemérides redonda) con sus propios dichos que, además de ingeniosos y
certeros, hacen de él un gran ejemplo, una figura inimitable, una cima
inalcanzable pero que, aun así, digan lo que digan sus compañeros
connacionales, puede enseñarnos tantas cosas. Pensar entonces en Faulkner -quien nunca dejó de construir
su propio universo aunque pareciera tener al universo de los otros en su
contra; alguien que jamás leyó a Freud por considerarlo innecesario y "porque
tampoco lo leyó Shakespeare", pero que no dejaba pasar año sin volver al "Quijote"- como aquel que recomendó: "Lee, lee, lee. Lee de todo: basura,
clásicos, a los buenos y a los malos, hasta ver cómo es que lo hicieron. ¡Lee!
Acabarás absorbiéndolo. Y recién entonces escribe".
Faulkner como el sintetizador de la fórmula secreta, fácil
de teorizar y difícil de poner en práctica en su oficio con un "99% de talento,
99% de disciplina, 99% de trabajo. ¿La inspiración? No sé nada sobre la
inspiración. Porque no sé qué es; he oído hablar de ella pero no la he visto
nunca... El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se
hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más
alto de lo que uno puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus
contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un
artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo
escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo... Su única
responsabilidad es con su arte. No deberá tener ningún escrúpulo y de ser
necesario arrojará todo por la borda: honor, orgullo, decencia, seguridad,
felicidad y, si tiene que robar a su madre, no dudará en hacerlo".
Faulkner, quien entendía a la literatura como algo "equiparable a lo que hace una cerilla en el centro de la noche y en mitad del
campo", que nos hace conscientes de la oscuridad que nos rodea y que, ya cerca
del final, admitía que "si pudiese volver a escribir mi obra lo haría mucho
mejor, y ése el mejor estado en el que puede hallarse un artista". Faulkner como aquel que deseaba reencarnarse en un buitre
porque "nadie lo odia, ni lo envidia, ni lo desea, ni lo necesita; jamás lo
molestan y nunca está en peligro; además, le mete el diente a cualquier cosa" y
quien recomendaba aullar a solas porque "los escritores que necesitan juntarse
recuerdan a esos lobos que sólo son lobos cuando van en manada, pero a solas no
son más que otro perro del montón". Al final, cuando todo estuviera consumado, "mi única
ambición, como persona reservada que soy, es que me borren y echen de la
historia, sin dejar rastro, sin más restos que los libros publicados; ojalá
hace treinta años hubiese tenido suficiente perspicacia para prever lo que iba
a ocurrir, como algunos isabelinos, y no los hubiese firmado. Es mi propósito
que, vencidos todos los esfuerzos, la esencia y la historia de mi vida, que en
la frase equivalen a mis exequias y a mi epitafio, sean ambas: Compuso libros y
murió".
Y, como apuntó al final de su genealogía sobre los Compson, todo viene de y va a dar a un verbo inglés que bien puede ser, también, en tiempos en los que cada vez cuesta más concentrarse en algo que supere los ciento cuarenta caracteres, una última pero definitiva instrucción para esos lectores fáciles a los que él siempre se les hizo difícil: 'endure'. O sea: resistir, aguantar, soportar, durar, permanecer. Como Faulkner.
Y, como apuntó al final de su genealogía sobre los Compson, todo viene de y va a dar a un verbo inglés que bien puede ser, también, en tiempos en los que cada vez cuesta más concentrarse en algo que supere los ciento cuarenta caracteres, una última pero definitiva instrucción para esos lectores fáciles a los que él siempre se les hizo difícil: 'endure'. O sea: resistir, aguantar, soportar, durar, permanecer. Como Faulkner.